La Jirafa, el Pelícano y el Mono (Colección Alfaguara Clásicos)

Roald Dahl

Fragmento

La jirafa, el pelícano y el mono

No muy lejos de donde vivo hay una casa de madera abandonada, vieja y misteriosa, que se alza solitaria a un lado de la calle. Siempre he deseado explorar su interior, y cuando curioseo por una de sus ventanas, todo lo que consigo ver es polvo y oscuridad. Sé que la planta baja fue en otros tiempos una tienda, pues en la fachada aún puedo leer un cartel descolorido en el que pone: «El Empachadero». Mi madre me ha dicho que antiguamente en nuestra región esa palabra significaba confitería, y ahora cada vez que la veo pienso para mis adentros lo preciosa que debió de ser esa vieja confitería.

En el escaparate alguien había escrito con pintura blanca las palabras «Se bende».

Una mañana me fijé que habían borrado el «Se bende» del escaparate y que en su lugar alguien había pintado «Bendido». Me quedé mirando el nuevo cristal y me dije que ojalá hubiera podido ser yo el que la hubiera comprado, porque entonces me hubiera dedicado a convertirla otra vez en un empachadero. Siempre he deseado con todas mis fuerzas tener una confitería. La confitería de mis sueños estaría forrada de arriba abajo con Chupetes de Sorbete y Crujientes de Caramelo y Toffees Rusos y Delicias de Azucarillo y Masticables de Crema y miles y miles de otras glorias parecidas. ¡Hay que ver lo que yo hubiera hecho con ese viejo empachadero si hubiera sido mío! En mi siguiente visita a aquel lugar, estaba yo contemplando desde la acera de enfrente el viejo y maravilloso edificio cuando de repente una enorme bañera salió despedida por una de las ventanas del segundo piso y fue a estrellarse en mitad de la calzada.


Poco después, un retrete de porcelana blanco que aún tenía sujeto su asiento de madera salió volando por la misma ventana y aterrizó, haciéndose añicos, al lado de la bañera. Al retrete lo siguió un fregadero, una jaula de canario vacía, una cama con dosel, dos bolsas de agua caliente, un caballito de madera, una máquina de coser y Dios sabe cuántas cosas más.

Parecía como si un loco estuviera arrancando todo lo que había dentro, porque también caían zumbando desde las ventanas trozos de escalera, pedacitos de barandilla y montones de baldosas viejas.

Después se hizo el silencio. Esperé un buen rato, pero no salió ningún otro ruido del interior de la casa. Crucé la calle, me puse justo debajo de las ventanas y grité: –¿Hay alguien en casa?

No hubo respuesta. Al final empezó a anochecer, así que tuve que volverme andando a casa. Pero os podéis apostar la vida a que nada me iba a impedir volver corriendo a la mañana siguiente a ver qué nueva sorpresa me esperaba. Cuando volví esa mañana me fijé, lo primero de todo, en la nueva puerta. La vieja y sucia de color marrón había desaparecido y en su lugar alguien había instalado una completamente nueva de color rojo. La puerta nueva era fantástica. Era el doble de alta que la anterior y resultaba rarísima. No podía imaginarme quién podría necesitar una puerta tan tremendamente alta en su casa a menos que fuera un gigante.

También habían borrado del escaparate el cartel de «Bendido» y ahora había un montón de cosas escritas sobre el cristal. Lo leí y releí, tratando de averiguar qué diantre significaban aquellas palabras.

Intenté captar algún ruido o signo de movimiento dentro de la casa, pero no hubo ninguno… hasta que de repente…, con el rabillo del ojo…, vi que una de las ventanas del último piso empezaba a abrirse lentamente hacia fuera.

A continuación, una cabeza asomó por la ventana abierta.

Me quedé mirándola. La cabeza también me miraba, con unos ojos negros, grandes y redondos.

De repente, una segunda ventana se abrió de par en par y apareció algo muy curioso, un inmenso pájaro blanco que, de un salto, se quedó encaramado en el alféizar. Supe qué animal era por su increíble pico, que parecía una enorme palangana de color naranja. El Pelícano me miró desde arriba y se puso a cantar:

Por comer estoy ansioso

un pescado bien sabroso. Sólo deseo probar

ese plato delicioso.

¿Estamos lejos del mar?

–Estamos muy lejos del mar –le respondí–, pero aquí cerca, en el pueblo, encontrarás a un pescadero.

–¿Un pesca… qué?

–Un pescadero.

–¿Y qué significa eso? –preguntó el Pelícano–. He oído hablar del pastel de pescado, del pudin de pescado y de los buñuelos de pescado, pero jamás de un pescadero. ¿Los pescaderos se comen?

La pregunta me desconcertó un poquito, y le dije:

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