El hombre invisible

H.G. Wells

Fragmento

Capítulo 1

CAPÍTULO 1

LA LLEGADA DE UN HOMBRE EXTRAÑO

El forastero llegó en pleno invierno, a principios de febrero. Hacía un frío penetrante, a causa de la última nevada del año, que había sido muy intensa. El hombre venía a pie, atravesando la colina desde la estación de ferrocarril del pueblo.

Llevaba en sus manos una pequeña maleta negra e iba envuelto en ropa de pies a cabeza. Un sombrero de ala ancha, de fieltro blando, le ocultaba el rostro por completo, a excepción de la brillante punta de la nariz. La nieve se le había acumulado en el pecho, en los hombros y en la espalda, y formaba una cresta blanca sobre la maleta.

Entró tambaleándose en la única posada de aquella población situada al sur de Inglaterra.

—¡Calor! —exclamó, dejando su equipaje en el suelo—. Por favor, necesito una habitación y una chimenea.

La señora Hall, la posadera, le cobró por adelantado un par de libras a cambio de un alojamiento en el modesto establecimiento. Tras dejarlo instalado junto a la estufa de una sala, la mujer se fue contenta a prepararle personalmente la comida. Era raro que en esa época del año alguien visitara el pueblo de Iping, y más raro aún que no intentara regatear el precio del hospedaje.

Al rato, la posadera entró en la sala donde estaba el huésped para poner la mesa, y se sorprendió al verlo sentado junto al fuego con toda la ropa puesta todavía. Al parecer, estaba absorto en sus pensamientos, mirando por la ventana. La señora Hall observó que la nieve acumulada en el abrigo se había derretido y formaba un pequeño charco en la alfombra.

—¿Puedo llevarme su sombrero y su abrigo, señor? —ofreció—. Para secarlos en la cocina...

—No —contestó él con rudeza, sin darse la vuelta. Y añadió, esta vez mirando a la mujer—: Prefiero tenerlos puestos.

La posadera pudo fijarse entonces en que el hombre llevaba unas gafas azules y lucía unas espesas patillas que le cubrían enteramente las mejillas y el mentón.

Viendo ella que sus intentos de entablar conversación eran mal recibidos, terminó de poner la mesa y enseguida se retiró. Cuando volvió con la bandeja llena, el hombre seguía allí sentado como una estatua, con la espalda encorvada, el cuello del abrigo levantado y el ala del sombrero, del todo calado, todavía chorreando agua.

—La comida está servida —dijo la mujer, dejando el plato de huevos con tocino con algo de brusquedad.

—Gracias —se limitó a decir el forastero, que no se movió hasta que ella hubo cerrado la puerta.

Entonces se acercó a la mesa con cierta ansiedad.

Una vez en la cocina, la señora Hall cayó en la cuenta de que se había olvidado la mostaza, y se fue a toda prisa con ella a la estancia que ocupaba el huésped. Llevada por el deseo de quedar bien con él, llamó a la puerta pero entró sin esperar respuesta. Vio que el hombre hacía un rápido movimiento, si bien no alcanzó a vislumbrar más que un objeto blanco que desaparecía debajo de la mesa. Al acercarse con la mostaza, la señora Hall advirtió que el recién llegado se había quitado el sombrero y el abrigo, los cuales se hallaban en una silla delante del fuego, junto a la cual estaban escurriéndose también un par de botas mojadas.

—Supongo que ya puedo llevarme su ropa para secarla —dijo ella resuelta, en un tono que no admitía réplica.

—Deje el sombrero —le contestó el huésped, con voz sofocada.

La posadera vio que el forastero había levantado la cabeza y la miraba. Por un momento ella también lo contempló atónita, sin hablar a causa de la sorpresa.

El personaje sostenía un pañuelo blanco sobre la parte inferior de la cara, de modo que la boca y la mandíbula le quedaban del todo tapadas; por eso su voz había sonado apagada.

Pero lo que sorprendía a la señora Hall no era eso, sino el hecho de que toda su frente, así como las orejas, también estuviera vendada, de tal modo que no quedaba al descubierto la más mínima parte del rostro, excepto la nariz, puntiaguda y rojiza. Esta se conservaba tan colorada como cuando su propietario había entrado. Por entre las vendas, asomaba un pelo negro que formaba cuernos extraños y daba al hombre un aspecto chocante.

—Que deje el sombrero —repitió el forastero, que con la mano enguantada sostenía la servilleta ante su boca.

—No sabía, señor... —balbució la mujer, todavía impactada por la visión—. No sabía que... —Y se detuvo, perpleja, mientras volvía a dejar el sombrero en la silla.

—Gracias —contestó el forastero con brusquedad.

—Su ropa se secará enseguida, señor —dijo la posadera. Antes de cerrar la puerta, estremeciéndose, volvió a mirar la cabeza vendada del forastero y sus inexpresivas gafas azules—. Yo nunca había visto...

El forastero continuó sentado. Dirigió una mirada escrutadora a la ventana antes de quitarse la servilleta para seguir comiendo. Tomó un bocado y volvió a mirar a la ventana con recelo antes de llevarse de nuevo el tenedor a la boca. Hasta que al fin se levantó y fue a correr las cortinas. La sala quedó en penumbra. Ya más tranquilo, siguió comiendo.

—El pobre hombre ha sufrido un accidente o una operación —decía la señora Hall a Millie, su criada—. No se quita la venda de la boca. Quién sabe si también la tiene desfigurada...

Cuando la señora Hall fue a retirar la bandeja del nuevo huésped, lo encontró fumando en pipa, y durante todo el tiempo que estuvo ella allí, el hombre no soltó ni por un momento, ni siquiera para llevarse la pipa a los labios, la venda de seda que le envolvía la mitad inferior del rostro. Eso la convenció de que, en efecto, también tenía la boca cortada o malherida.

—Tengo mi equipaje en la estación del ferrocarril —dijo entonces el hombre, en tono más pausado que antes—. Me pregunto si podría usted hacerlo traer.

La posadera le explicó que eso no sería posible hasta el día siguiente.

—¿Mañana? —exclamó él, contrariado. El fuego se reflejaba en sus gafas, que se habían vuelto de un inquietante tono rojizo—. ¿Seguro que no puede mandar ahora a alguien con un carrito?

—No, no es posible, señor. El camino es demasiado escarpado. Precisamente en él volcó un carruaje hace justamente un año. Se mató un caballero, además del conductor. —La mujer quería aprovechar la ocasión para intentar que todo saliera a la luz—. Los accidentes ocurren cuando uno menos se lo espera, ¿no le parece a usted?

Pero el forastero no era tan fácil de conquistar.

—Así es —respondió a través de las vendas, con su mirada impenetrable tras los cristales.

Entonc

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