Enrique Florescano por Héctor Aguilar Camín: maestro de la historia y de la vida
El panorama de la cultura mexicana no sería el mismo sin las aportaciones que Enrique Florescano (1937-2023) sembró, no solo como historiador, sino como maestro y editor. Su visión para entender la historia como un ente vivo y a la vez eterno es una visión que «cambia tan rápido como las emociones y tan poco como la geografía», como dice Héctor Aguilar Camín. En este texto, el alumno se despide del maestro editor, del maestro historiador pero, sobre todo, del maestro de vida que moldeó a innumerables generaciones de lectores y escritores.

Enrique Florescano. Crédito: D. R.
Enrique Florescano era nueve años y un día mayor que yo: nació el 8 de julio de 1937 en San Juan de Coscomatepec, estado de Veracruz. Lo conocí en el año de 1969, durante los cursos del doctorado en Historia de El Colegio de México, donde él era maestro de oficio y yo estudiante de ocasión. Vestía con elegancia aristocrática y usaba una barbita luciferina. En cada clase abría una ventana por donde mirar hacia las alamedas de la historiografía francesa.
Florescano fue mi maestro de muchas maneras. Me enseñó a leer la historia y me enseñó a trabajar. Fue decisivo en mi vida intelectual y en mi vida práctica. Fue mi maestro de historia del siglo XVIII en El Colegio de México. Había obtenido su doctorado en París con una investigación que sigue siendo única dentro de la historia mexicana: una historia de los precios del maíz, cuyo vaivén calamitoso, dictado por los ciclos naturales y por la manipulación de los acaparadores, echaba una extraña y potente luz sobre la sociedad colonial, y sobre los desarreglos que precipitaron la independencia de México.
Su clase fue fascinante. Nos leyó el siglo de la incubación de la Independencia en clave económica, en el contexto de las reformas borbónicas, una de las grandes oleadas modernizadoras de nuestra historia. También, uno de los grandes momentos de resistencia de la sociedad tradicional. La idea de la resistencia al cambio es una de las pulsiones históricas de México. La versión española del libro de John Womack sobre Zapata decía en sus primeras líneas: «Esta es la historia de unos campesinos que no querían cambiar y por lo mismo hicieron una revolución». La historia de la Independencia de Florescano habría podido decir: «Esta es la historia de unos intereses que no querían cambiar y para evitar el cambio hicieron la revolución de Independencia».
El libro de Florescano era una vertiente de la historia que había aprendido en Francia, con Ruggiero Romano y Ernest Labrousse, en la gran escuela de historia de los Annales. Aquella escuela nos enseñó a ver la historia como un territorio donde suceden cosas rápidas (los hechos) y cosas lentas (las estructuras, las mentalidades). Las enseñanzas de Florescano sembraron en mi cabeza una tentación que no ha cesado: entender lo de hoy como un cambio inscrito en las entrañas largas del ayer. La visión de la historia como algo que cambia tan rápido como las emociones y tan poco como la geografía. No creo haber recibido una enseñanza mayor sobre cómo leer la historia.
La lección de historia que recibí de Florescano fue inolvidable. La lección de trabajo también. Lo habían nombrado director de la revista Historia mexicana, la revista trimestral que publicaba el Centro de Estudios Históricos. Nos pidió a sus alumnos que escribiéramos reseñas de libros para la sección correspondiente, y a mí me dio como tarea reseñar el suyo. Poco después me invitó a ser secretario de redacción de la revista, lo cual acepté encantado.
«La fórmula Florescano»
Tengo un recuerdo radiante de aquellos días. Salvo esto: llegó a la revista un texto de historia económica de alta densidad teórica. A mí se me hizo fácil darle la traducción a la esposa de un amigo, una encantadora mujer que, aparte de saber inglés, no tenía calificación alguna para traducir, por ejemplo, la expresión surplus value, «plusvalía», en la jerga española. Mi amiga la tradujo por algo así como «valor en demasía». La traducción era un desastre equivalente en cada línea. No la revisé sino hasta que estaba en pruebas finas. Para corregirla hubo que rehacer la edición de la revista. Pedí disculpas, expliqué a Enrique mi fiasco y presenté mi renuncia. Me dio entonces la lección mayor que he recibido en la vida. Me dijo: «Puedes renunciar y darle la espalda al asunto. Pero el problema no es renunciar, sino arreglarlo, y tomarse el trabajo para que no vuelva a suceder». Donde yo había planteado una huida irresponsable, Florescano planteó una corrección responsable. Le fallé muchas otras veces, de muchas maneras. Y su respuesta a mis fallas fue siempre la misma: «Arréglalo primero, luego te quedas o te vas».
Quiero decir que había en Florescano una confianza temeraria en las nuevas generaciones y en la plasticidad de la historia. No miraba hacia atrás en busca de las enseñanzas del pasado y sus cronistas, sino hacia adelante, en busca de los historiadores que habrían de cambiar nuestra manera de mirar y enseñar la historia. Quería sacar la historia del claustro y llevarla a la plaza pública, no para vulgarizarla, sino para hacerla parte de la reflexión sobre nuestro futuro. En un medio académico un tanto anticuado y contenido, donde el único flechador de empresas grandes parecía ser don Daniel Cosío Villegas, Florescano era todo ebullición y proyectos. Tenía el impulso de fundar cosas y el demonio personal de la innovación. Quería ventilar la casona, abrirla a otros mundos, moverla hacia la exploración de nuevos temas, nuevos métodos, nuevas obsesiones. Sus colegas lo miraban con escándalo o ironía; sus alumnos con un interés natural por la juventud invitadora de su estilo.
Como ninguno de sus contemporáneos académicos que yo recuerde, Florescano presintió el terremoto cultural que se licuaba en la clase media ilustrada y en los centros de educación superior de fines de los años sesenta, aquella oleada crítica que quería una cultura viva, capaz de responder a las preguntas ásperas y perturbadoras de la realidad. Florescano percibió con claridad las fracturas de su generación y las siguientes con el establecimiento político y cultural del México posrevolucionario. Nadie fue más generoso y abierto al pulso de aquella revolución cultural silenciosa que corría por la conciencia pública, como una herida abierta, desde los días trágicos del 68.
Las enseñanzas de Florescano sembraron en mi cabeza una tentación que no ha cesado: entender lo de hoy como un cambio inscrito en las entrañas largas del ayer. La visión de la historia como algo que cambia tan rápido como las emociones y tan poco como la geografía.
Estaba incómodo en El Colegio porque no veía grandes iniciativas culturales o editoriales y él era un aventurero natural de iniciativas culturales. Le ofrecieron en esos días, con el cambio de gobierno de 1970, la dirección del Departamento de Estudios Históricos del Instituto Nacional de Antropología e Historia. Era un centro de investigaciones pequeñito, perdido en el organigrama. Estaba en la falda del Castillo de Chapultepec, en lo que había sido en los años veinte la casa de los presidentes sonorenses. Aceptó y repitió la fórmula: me invitó a trabajar con él dirigiendo nada menos que un seminario de balance de la historiografía política mexicana. Quería que hiciéramos un balance de lo que se había hecho en ese campo y dijéramos lo que faltaba por hacer. Nada menos. Trabajé años en eso, inventándome un conocimiento que no tenía y dirigiendo a otros que tampoco. Por ahí debe estar en buen reposo fúnebre el enorme manuscrito resultante de aquel esfuerzo.

Enrique Florescano. Crédito: D. R.
En las aulas de seminarios de aquel centro de investigaciones históricas se incubó la revista Nexos, una extensión de las obsesiones de Florescano: crear vida cultural, llevar a la investigación histórica nuevos métodos y nuevos temas, romper el cerco de la academia, sacar el conocimiento especializada a la calle, acercarlo al presente, a la realidad.
Antes de tener nombre y forma, Nexos tuvo un camino en los seminarios de discusión que Florescano convocaba en el Departamento de Investigaciones Históricas, reuniones para discutir textos académicos de resonancia actual. Los seminarios eran los sábados en el Castillo de Chapultepec. Acudían intelectuales, académicos y escritores, de todas las edades y todas las disciplinas. Entre los que recuerdo: Carlos Monsiváis, el exrector Pablo González Casanova, los filósofos Luis Villoro y Carlos Pereyra, el lingüista Antonio Alatorre, los antropólogos Arturo Warman, Guillermo Bonfil, los médicos Julio Frenk, Luis Cañedo, Daniel Lopez Acuña, los economistas Rolando Cordera, José Blanco, los historiadores Lorenzo Meyer, el propio Florescano. En esas discusiones surgió la idea de una revista alternativa a Plural, que Octavio Paz dirigía en el diario Excélsior, desde 1971. A los asistentes al seminario de los sábados, y desde luego a los miembros de La cultura en México, las posiciones de Plural nos parecían elitistas y de derecha. Alguien dijo: «Vamos a crear una revista. A poner una casa enfrente de Plural». En 1976 fue desaparecido el Excélsior de Julio Scherer, y con él, Plural. Se despobló el espacio periodístico y cultural. Muy pronto, la iniciativa de una reforma política del nuevo presidente José López Portillo y de su secretario de Gobernación, Jesús Reyes Heroles, reabrió opciones en ambos mundos.
Scherer fundó Proceso en diciembre de 1976. Paz fundó Vuelta en 1977. Manuel Becerra Acosta, expulsado de Excélsior junto con Scherer, fundó Unomásuno, en noviembre de 1977. Enrique Florescano fundó Nexos en 1978. Lo primero que se nos ocurrió en Nexos fue lo que a todos: hacer algo como el New York Review of Books. Luego avanzamos a la idea de hacer una versión mejorada de La Cultura en México, el suplemento creado por Fernando Benítez, bajo la hospitalidad de José Pagés Llergo y su revista Siempre!, y dirigido en los setenta tardíos por Carlos Monsiváis.
Pensamos finalmente en hacer de Nexos un escalón intermedio entre la prensa de todos los días y la academia de cada trimestre. Creo que este fue el hallazgo editorial de Nexos, su hallazgo duradero: crear una publicación intermedia entre la prensa y la academia, entre la opinión pública general y el conocimiento especializado. Lo que tendríamos que llamar hoy, porque no vino sino de él, «la fórmula Florescano».
Florescano percibió con claridad las fracturas de su generación y las siguientes con el establecimiento político y cultural del México posrevolucionario. Nadie fue más generoso y abierto al pulso de aquella revolución cultural silenciosa que corría por la conciencia pública, como una herida abierta, desde los días trágicos del 68.
Lo que quiero decir con todo esto, y por si no se entiende lo repito, es que Florescano fue un maestro en la cátedra y en la investigación, pero también en el extraño arte de vincular la academia con el público, al público con la investigación, a la investigación con los proyectos editoriales, a los proyectos editoriales con los presupuestos y las finanzas que podían hacerlos posibles. Ha dejado una huella fecunda en todos esos ámbitos, porque ha tendido entre ellos puentes de rigor intelectual, de pasión por la reflexión pública y de generosidad para abrir espacio a otros, un espacio de colaboración y amistad, que envuelve y cimenta todo lo demás.
Decía Cosío Villegas que el drama de la generación de 1915 fue que sus miembros debieron cambiar la pluma por la pala. Dedicaron, por tanto, sus mejores esfuerzos al hacer sacrificando en ello su obra personal como autores. Enrique Florescano fue un intelectual de la pala y de la pluma. Fue un historiador prolífico, original y concentrado, que no dejó nunca la biblioteca ni el archivo. Su obra terminó siendo un fresco impresionante cuya pregunta central es por la memoria y por la construcción de la identidad mexicana.
La historia no es lo que sucedió sino lo que recordamos. Pocos historiadores habrán estudiado y comprendido mejor esta inquietante paradoja que Enrique Florescano. A la exploración de la memoria construida que es nuestra identidad, dedicó los más fecundos libros de su cosecha: Memoria mexicana (1987,1994), Etnia, estado y nación (1996), Memoria indígena (1999), una Historia de las historias de la nación mexicana (2002), un regreso a Quetzalcóatl y los mitos fundadores de Mesoamérica (2004), una lectura de las Imágenes de la patria a través de los siglos (2005), una arqueología de Los orígenes del poder en Mesoamérica (2009), y su asalto al cielo de la construcción histórica de los pueblos en busca de consuelo, sentido y trascendencia: ¿Cómo se hace un dios?, con fecha de 2016.
Diría, pensando en mi maestro de los precios del maíz del año 1969, que como historiador, pasó de los precios a los mitos sin moverse un ápice de las corrientes profundas, largas, envolventes de la historia mexicana. A su manera fue una contradicción magnífica: un historiador de lo esencial.
Enrique Florescano fue un intelectual de la pala y de la pluma. Fue un historiador prolífico, original y concentrado, que no dejó nunca la biblioteca ni el archivo. Su obra terminó siendo un fresco impresionante cuya pregunta central es por la memoria y por la construcción de la identidad mexicana.
La obra personal de Enrique Florescano reúne diecinueve títulos de autor, la coautoría de otros ocho, y la colaboración como autor en 68 libros. Es también el editor de colecciones editoriales diseñadas por él que suman cerca de mil títulos.
Florescano fue desde sus primeros años un gran organizador y animador de la cultura. Una cultura pensada para construir el país, cultura en el sentido de los valores que sustentan la vida profunda, la vitalidad renovada de una sociedad, no el inventario de las obras más o menos artísticas que lo adornan. Como organizador de la cultura, no confundió nunca independencia con antigobiernismo, ni calidad con aislamiento y torres de marfil. Hubo siempre en él la profunda fe en la cultura y en las ideas como agentes civilizadores, y la fe en la educación, en particular la educación pública superior, como el lugar donde ha de pensarse en profundidad creativa el futuro de México.
Durante muchos, sus amigos lo hemos vimos rebelarse una y otra vez por la pérdida creciente de rumbo crítico y ambición intelectual de la universidad pública, por la burocratización de los claustros académicos, por la reducción de los presupuestos destinados a la educación y a la cultura que le roban impulso y centralidad a instituciones que fueron en otro tiempo rectoras del pensamiento y el desarrollo de México.
Historiador, maestro, editor, organizador cultural. Todos estos talentos excepcionales tuvieron su camino prolífico en una vida excepcional. Pero, al final del viaje, yo no puedo pensar en Enrique Florescano sino como lo que fue en su origen. No puedo pensar sino en el maestro inspirador y en el amigo práctico, en el emisor, decisivo para mí, de una triple pedagogía: la pedagogía de la historia, la pedagogía del trabajo y la pedagogía de la amistad.
Gracias Enrique, de todo corazón.
(Este texto fue publicado originalmente en la revista Nexos).
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