¿Por qué todo el mundo está hablando (otra vez) sobre «Tan poca vida»?
No es habitual que un libro tenga una doble vida. Pero a veces pasa. A veces un libro del que se habla mucho durante un tiempo reaparece entre las lecturas indispensables y se resitúa como una obra que se debió tener más en cuenta de lo que se tuvo. Lo que no ocurre nunca es que esa doble vida, de alguna forma, «doble» en importancia a la primera. Es decir, que el éxito sea aún mayor. Y eso es, en cierto sentido, lo que está ocurriendo con «Tan poca vida» (Lumen), de Hanya Yanagihara. ¿Por qué de repente la monumental novela de la autora, de la que lo único que se sabe por la solapa del libro es que vive en Nueva York, es decir, que es un pequeño misterio, se ha convertido en un fenómeno viral? ¿Qué claves esconde que el lector del presente está desencriptando de una forma renovada siete años después de que se publicara originalmente en español? ¿Qué tienen las vidas de JB, Willem, Jude y Malcolm, los cuatro amigos protagonistas, que han vuelto a conectar con toda una nueva generación de lectores? ¿Es su precariedad existencial, directa, honesta y pocas veces vista en la literatura de este siglo XXI, la clave de su éxito? ¿O es tan sólo una de ellas? ¿Y cómo fue escrita? ¿Qué recuerda la propia Yanagihara de su proceso de escritura? ¿Hasta qué punto conecta éste con sus lectores? Ha llegado el momento de sumergirse en el fenómeno. Y lo hacemos de la mano de una escritora de excepción: Laura Fernández.
Por Laura Fernández
La historia es la que sigue. El año 2015, Hanya Yanagihara, una escritora de viajes nacida en los Ángeles —en 1974, es decir, por entonces tiene 41 años, hoy se acerca a los 49—, publica su segunda novela. Es una novela monumental. Lo que hace en esa novela es seguir a cuatro amigos durante tres décadas de su vida. Los atrapa en un momento determinado de la misma, y construye, desde el presente, un presente que no deja de crecer, y que es terriblemente adictivo —como lector, no puedes soltarte del mismo—, sus contradictorias y atormentadas cuatro figuras, deteniéndose en la acción que transcurre para formar a ese personaje que viene de un pasado que no conocemos, el pasado que le ha hecho tal y como es. Se diría que Tan poca vida, he aquí el nombre de esa segunda novela de la que fuera editora de Condé Nast Traveler —después de graduarse en el Smith College en 1995, se trasladó a Nueva York y trabajó como publicista hasta aterrizar en el asunto del periodismo viajero—, la exitosa novela de Yanagihara, trata sobre lo que la vida te hace. JB, Willem, Jude y Malcolm se conocen en la universidad. Todos tienen orígenes distintos, y muy distintos sueños. Hay entre ellos un futuro arquitecto, un futuro actor, un futuro abogado, y un artista que no hará otra cosa que pintar a sus tres amigos, y todos andan en busca de un éxito que quizá alcancen, pero que saben que va a costarles mucho alcanzar. Van a tener que derribar todo tipo de muros para hacerlo. Muros ante los que se sentirán más o menos pequeños en función de cómo la vida —y su pasado— esté ajustándoles las tuercas en cada momento. Porque uno —cada uno de ellos— nace bajo unas coordenadas —uno es un chico de campo que nunca ha tenido nada, o es un alguien avergonzado por su suerte porque ha tenido demasiado, o ha sufrido indeciblemente desde niño, o ha utilizado el dolor de los demás para encontrar su lugar en el mundo— y a esas coordenadas se les va sumando, inevitablemente, todo aquello que no pueden elegir vivir —su destino— y la manera en que se enfrentan al mundo va a tener siempre que ver con las primeras cartas que ese mismo mundo repartió. Fijémonos en Jude, por ejemplo. El epicentro de la historia. Tuvo una infancia horrible. Nadie le quería. Le criaron unos monjes. Sufrió todo tipo de abusos. Nada de lo que le ocurre en el presente le parece soportable por culpa de esos abusos. Siente un dolor extremo. Un dolor físico, concentrado en las piernas, de cuyo origen prefiere no hablar. De hecho, la cosa es que Jude prefiere no hablar de casi nada. Especialmente, de nada que tenga que ver con lo que siente y, a su manera, el resto tampoco. He aquí otro de los quids de la historia. El de la amistad masculina y su inexplicable incomunicación existencial, o el silencio sentimental autoimpuesto de los hombres, un silencio que lo vuelve todo más doloroso, y que te aísla en todo momento.
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Pero, ¿ha sido ese dolor descrito minuciosamente por Yanagihara, ese dolor acumulativo e impúdico, que se muestra ante el lector pero se niega a compartirse en el universo en el que se desarrolla la historia —acaba por hacerlo, de alguna forma, pero nunca parece suficiente—, lo que atrae de la historia, de la que se han vendido más de dos millones y medio de ejemplares en todo el mundo? Sí, y no. Porque son numerosos los factores que hicieron ya en su momento —2015— de Tan poca vida todo un clásico instantáneo. Un clásico instantáneo, multipremiado y respetado por la crítica—llegó a finalista del Booker y del National Book Award—, que se convirtió además en un superventas, algo nada habitual. Porque lo que suele ocurrir es que un libro archivendido se contemple con escepticismo. ¿Acaso algo que gusta tanto puede ser en realidad tan bueno? En el caso de Yanagihara, sí. Y lo es por su prosa envolventemente adictiva, y un punto de vista que piensa en todo lo contrario que en aquello que piensan los personajes: en compartir. Porque si hay una razón por la que Tan poca vida encaja tan bien en este momento es porque capta el espíritu de los tiempos: la hipersensibilidad. Una hipersensibilidad desajustada, y no comprendida, una hipersensibilidad propia, solitaria, aislada, similar a aquella que exponen los personajes de Sally Rooney, contemporánea a Yanagihara. Hipersensibilidad que, en el caso de la novela de Yanagihara, se amplía —desde el cuerpo, y aquello que sientes por los demás— a todas las facetas de la vida. Porque, sí, en Tan poca vida hay demasiada vida, y es una vida cotidiana, a ratos, minúscula —las descripciones del trabajo de oficina, o de las cenas en casa—, que va expandiéndose en la página, de una forma napoleónica, y se crece en su condición de microcosmos que amenaza con devorar al mundo. El mundo es eso que hay ahí fuera. Un Manhattan contemporáneo, que podría ser un Manhattan de cualquier época, la ciudad imponiéndose como escenario, pero a la vez permitiendo a los personajes desdibujarla, o volverla a ratos apasionante, deseable, y a ratos detestable, asfixiante. Todo en la novela, de hecho, desde la fotografía de portada —otro de los factores que impulsaron, desde el inicio, la fiebre por la historia, porque, ya verán, es una fotografía mítica, con cierto aura indescriptiblemente magnético—, bascula entre el éxtasis, y el horror.
Hanya Yanagihara en el Cheltenham Literature Festival del año 2015. Crédito: Getty Images.
La fotografía de portada es obra del fotógrafo de culto Peter Hujar, el malogrado Peter Hujar —murió, enfermo de sida, al poco de contraerlo, en 1987, a los 53 años—. A aquellos que les guste la música de Antony and the Johnsons les sonará su nombre, o quizá, mejor, su estilo. Un blanco y negro sin matices. Poderosamente oscuro. La banda utilizó su fotografía más famosa, Candy Darling en su lecho de muerte (Candy Darling on Her Deathbed), un retrato de la actriz transexual Candy Darling en una lujosa cama, rodeada de flores, para la portada de su primer disco, el icónico I Am A Bird Now. La fotografía que ilustra Tan poca vida lleva por título Orgasmic man. Porque sí, eso es lo que muestra. Lo que creemos estar viendo es un hombre llorando pero estamos viendo justo lo contrario. Y su magnetismo es el magnetismo de la contradicción, algo que tiene mucho que ver con lo que hay dentro. También, por supuesto, da con el tono exacto de la narración, una intimidad impúdica, que el lector vive como una confesión, y que ha hecho de la novela un fenómeno viral.
Porque, sí, en Tan poca vida hay demasiada vida, y es una vida cotidiana, a ratos, minúscula —las descripciones del trabajo de oficina, o de las cenas en casa—, que va expandiéndose en la página, de una forma napoleónica, y se crece en su condición de microcosmos que amenaza con devorar al mundo. El mundo es eso que hay ahí fuera.
Hay infinidad de booktokers —esto es, usuarios de TikTok que comentan sus lecturas— compartiendo su experiencia dentro del libro, y de qué forma han tenido que dejarlo para un momento en el que se vieran con fuerzas suficientes para continuar, y ese tipo de cosas. La lectura, en la red social de los microvídeos, se ha convertido en una especie de proeza. Como el ascenso a una cima, o algo parecido. Algo que ha supuesto un esfuerzo y que, por lo tanto, dada la necesidad de reconocimiento contemporánea ante cualquier tipo de esfuerzo —la sociedad hiperproductiva exige que el esfuerzo sea visto para ser recompensado—, necesita exhibirse. El resultado es un monólogo compartido, puesto que el lector, o la lectora —ellas son, de hecho, mayoría—, pide que se le acompañe en el proceso, y va compartiendo sus impresiones, como lo haría en un club de lectura en el que la respuesta a lo que se dice es lo que une, porque el que comparte no está mirando, sólo está compartiendo. Se ha dicho sobre Tan poca vida que al leer sobre el dolor de alguien te sientes menos solo. ¿Y no te sientes menos solo también al leer acompañado, aunque sea acompañado por una pantalla? Por supuesto. Hay miles de vídeos de booktokers llorando mientras leen Tan poca vida. Pero ¿por qué ahora? La respuesta podría ser: ¿y por qué no?
Arriba, publicación en el perfil de Instagram de Service95, el boletín cultural de Dua Lipa, en la que informa sobre la novela de Hanya Yanagihara. Abajo, vista general de la etiqueta A little life en TikTok, la cual concentra el contenido relacionado con la novela. A la derecha, Dua Lipa sostiene un ejemplar de Tan poca vida en una publicación en su perfil de Twitter en mayo de 2020. Crédito: Instagram / TikTok / X.
El hecho de que en la red todo tenga efecto búmeran, es decir, que baste cualquier comentario de alguien con los suficientes seguidores como para reiniciar una nueva ola —todo se mueve por olas en las redes sociales, que aparecen y desaparecen—, ha podido hacer el resto en el caso de Tan poca vida. Y ese efecto búmeran lo pudo poner en marcha la mismísima Dua Lipa, que dijo, en algún momento del año pasado, que el libro le había cambiado la vida. En concreto, le ha había cambiado su concepción del amor. También dijo que había sido uno de los pocos libros con los que ha llorado. Que se había permitido el lujo de entregarse al llanto al final, como pocas veces lo había hecho. ¿Fue ese comentario de Dua Lipa el que decidió al diseñador Pierpaolo Piccioli a, primero, leer, y luego adaptar a colección primavera/verano —la colección primavera/verano 2024 de Valentino—, sus impresiones del mismo? El diseñador utiliza incluso extractos de la novela para explicar los diseños. En cualquier caso, la cosa es que hoy hay más medios para compartir el entusiasmo —y también el odio, la novela tiene, por supuesto, detractores, y hacen tanto ruido como sus fans o más— que genera la novela que en 2015, cuando se publicó, y quizá por eso esa nueva vida tenga algo de doble vida, en todos los sentidos. Entre las tendencias, destaca, curiosamente, una que invoca el pasado, y es la del libro anotado. Sí, hay un incluso un mercado específico para eso. Y se venden ejemplares de Tan poca vida pulcramente anotados por alguien a quien no conocerás pero con quien sentirás que estás compartiendo la lectura a medida que avances, y te topes con sus comentarios a pie de página, o sus infinitos pósit, compartiendo el dolor experimentado, un dolor que algunos han dado en llamar narcisista.
Lo que evidencia el renacer de Tan poca vida no es sólo que se trata de una buena novela, sino que ya puede no leerse en soledad, estés donde estés, y que la lectura compartida es también propia del presente, así que, además de una lección de vida, lo que ofrece la segunda novela de Yanagihara es, indirectamente, una lección de lectura del presente hiperconectado.
Dice Yanagihara que escribir Tan poca vida fue como subirse a «una gloriosa ola», como, en cierto sentido, «surfear». «Perdí por completo el control. Me sentí, extrañamente, como una de esas personas que adoptan un tigre o un león cuando es un bebé tierno y manejable, y luego lo miran con consternación y asombro cuando se enfrentan a él como adulto», dice también. Jamás dejó de trabajar mientras escribía. «Nunca lo he hecho de otra manera», ha dicho. Escribía cada noche al llegar a casa. Tardó 18 meses en completar la proeza. Las más de 700 páginas de la novela. Dice que no le interesaba escribir sobre el abuso, sino sobre su efecto a largo plazo, en concreto, en los hombres. «Creo que hasta cierto punto las mujeres crecen más preparadas para afrontarlos. Los chicos no, y son muchos los que los sufren. Los abusos les arrebatan su sentido de la masculinidad. Y, por descontado, no están capacitados para hablar del tema, ni lo hacen. He visto a amigos pasar por ese proceso. Y ni siquiera en terapia han sido capaces de contarlos», dijo, en su momento, la autora que, como JB, pinta, o lo hacía, de niña. Compartió en una ocasión un recuerdo de los 10, o los 11 años, que tiene que ver con la pintura, y con el cuerpo. Por entonces vivía en Texas y pintaba retratos. Un día, su padre, médico, la llevó a la morgue. Ver los cuerpos allí, abiertos, y poder dibujarlos, fue algo que le fascinó sobremanera. Desde entonces le ha dado vueltas a la idea de hasta dónde es capaz de llegar un cuerpo para protegerse. Cuánto lucha por seguir vivo. «Por más que no les importemos, en realidad, lo más mínimo», dijo en esa ocasión. Podría decirse que aquel día nació su obsesión por el dolor, un dolor que sólo al volverse físico, se hace detectable. Aquí entran en juego las autolesiones de Jude. «Me hubiera encantado ser científica», dijo también aquel día la escritora, que, por cierto, es fan, a la vez, de Iris Murdoch y Philip Roth, de Kazuo Ishiguro y Barbara Pym, y de Anita Brookner y John Banville. Y que basó el libro en la atmósfera, en algún sentido claustrofóbica y desagradable, de los cuadros y las fotografías que coleccionaba, entonces, desde hacía 14 años. Una atmósfera que ha llegado incluso al teatro. En la última de sus adaptaciones, en Londres —hubo una previa, en Ámsterdam, demoledora— los actores, creativos y trabajadores de la obra cuentan, se dice, con apoyo psicológico para poder soportar aquello que van a tener que llevar a escena. ¿Y no estará la sociedad hipersensible —e hipernecesitada de este tipo de sensibilidades, o alertas— del momento alimentando un morbo sin el que nada tiene hoy ya sentido, o simplemente indispensable para poder competir con el que genera la propia realidad, tan demandante y urgente? Sea cual sea el caso, lo que evidencia el renacer de Tan poca vida no es sólo que se trata de una buena novela, sino que ya puede no leerse en soledad, estés donde estés, y que la lectura compartida es también propia del presente, así que, además de una lección de vida, lo que ofrece la segunda novela de Yanagihara es, indirectamente, una lección de lectura del presente hiperconectado.