«Danzas con la muerte» en la corte del rey: las sombras de Carlos, William y Harry
El mundo gira de nuevo la cabeza hacia el Reino Unido, donde (¡por fin!) tiene lugar la coronación de Carlos III. Después de meses de preparativos, todo está listo para la entronización de los nuevos reyes Carlos y Camila: el acto se celebra este sábado 6 de mayo de 2023 en la abadía de Westminster, lugar que acoge desde hace un siglo los eventos más importantes de los soberanos británicos (el primero fue Guillermo el Conquistador en 1066) y que ahora será testigo de la consagración número 40. Aprovechando esta pomposa formalidad (Carlos III ejerce como monarca desde septiembre de 2022), en LENGUA acudimos a «En la sombra», las memorias del príncipe Harry (un fenómeno editorial sin apenas precedentes publicado en español por Plaza & Janes), para recordar otro momento clave en la vida del actual rey de Inglaterra: en abril de 2021, tras el funeral de su padre (Felipe, el duque de Edimburgo), Carlos, William y Harry se reunieron para reflexionar sobre el devenir de una familia marcada por el rencor y las heridas abiertas durante los últimos años, una época protagonizada por el distanciamiento y los desplantes. El encuentro, como queda patente en las siguientes líneas, ensanchó una grieta que a día de hoy sigue pareciendo insalvable.

9 de abril de 2017. Carlos, William y Harry durante un acto para conmemorar la batalla de la cresta de Vimy. Crédito: Getty Images.
Jardines de Frogmore.
Horas después del funeral de mi abuelo.
Llevaba media hora paseando con Willy y mi padre, pero me sentía como cuando en el Ejército me hacían marchar varios días al principio de ser soldado. Estaba hecho polvo.
Llegamos a un punto muerto al mismo tiempo que a las ruinas góticas. Después de tanto rodeo, estábamos de nuevo donde habíamos empezado.
Mi padre y Willy seguían afirmando que no sabían por qué me había ido de Gran Bretaña, que no entendían nada, y yo estuve a punto de darme la vuelta e irme.
Luego uno de los dos sacó el tema de la prensa. Me preguntaron por la demanda de las escuchas.
Todavía no habían preguntado por Meg, pero lo de la demanda bien que les interesaba, porque les afectaba directamente.
—Ahí sigue.
—Es un suicidio —masculló mi padre.
—Puede, pero me merece la pena.
Les dije que pronto demostraría que los periodistas eran unos mentirosos de cuidado, unos malhechores. Iba a vivir para ver a algunos entrar en la cárcel. Por eso me atacaban con tanta saña, porque sabían que tenía pruebas concluyentes.
No lo hacía por mí; era un asunto de interés público.
Mi padre meneó la cabeza y reconoció, cito textualmente, que los periodistas eran «la escoria de la sociedad», aunque añadió: «Pero…».
Resoplé. Cuando se trataba de la prensa, él siempre tenía un pero, porque, si bien no soportaba el odio que rezumaban, ay, le encantaba cuando profesaban amor. Se podría argumentar que desde hacía décadas ese era el germen del problema; de todos los problemas, de hecho. Privado de amor desde pequeño y amedrentado por sus compañeros de colegio, se sentía peligrosa y compulsivamente atraído por el elixir que le ofrecían.
Mencionó a mi abuelo como un ejemplo admirable de por qué no hay que hacerse demasiada mala sangre por la prensa. Los periódicos maltrataron al pobre hombre durante casi toda su vida, pero, mira ahora, ¡era un tesoro nacional! La prensa no paraba de elogiarlo.
¿Eso era todo? ¿Esperar a morirme para que las cosas se arreglasen?
—Mi querido hijo, si eres capaz de tolerarlo un poco más, aunque parezca raro, te respetarán por ello.
Me reí.
—Lo que quiero decir es que no te lo tomes como algo personal —prosiguió.
Hablando de tomarse las cosas como algo personal, les dije que, aunque yo aprendiera a tolerar a la prensa, incluso aunque le perdonara su maltrato, y repito, «aunque», superar que mi propia familia fuera su cómplice iba a llevarme mucho más tiempo. Tanto la oficina de mi padre como la de Willy se lo habían puesto fácil a esos desalmados, cuando no habían colaborado directamente con ellos.
Una vida real
Según la última y despiadada campaña, orquestada con su ayuda, Meg era una tirana. Era tan indignante que incluso después de que Meg y yo desmontáramos su mentira con un informe a Recursos Humanos de veinticinco páginas repleto de pruebas, iba a costarme mucho obviarlo sin más.
Mi padre reculó y Willy meneó la cabeza. Se pusieron a hablar entre ellos. Me dijeron que ya le habíamos dado mil vueltas a ese tema.
—Estás delirando, Harry.
Los que deliraban eran ellos.
Incluso si, en aras de la discusión, asumiera que mi padre, Willy y su respectivo personal no habían hecho nada explícito en contra de mi mujer, quien calla otorga. Y ese mutismo era irrecusable, crónico y desgarrador.
Mi padre me dijo:
—Mi querido hijo, has de entender que como institución no podemos decirle sin más a los medios lo que deben hacer.
Me reí resoplando otra vez. Era como si mi padre me dijera que no podía decirle a su ayuda de cámara lo que debía o no debía hacer.
Cuando se trataba de la prensa, él siempre tenía un pero, porque, si bien no soportaba el odio que rezumaban, ay, le encantaba cuando profesaban amor. (...) Privado de amor desde pequeño y amedrentado por sus compañeros de colegio, se sentía peligrosa y compulsivamente atraído por el elixir que le ofrecían.
Willy me dijo que yo no era el más indicado para hablar de colaborar con la prensa. ¿Qué había de mi charla con Oprah?
Un mes antes Oprah Winfrey nos había entrevistado a Meg y a mí. (Qué casualidad que, poco antes de que se emitiera la entrevista, empezaron a surgir en los periódicos los artículos esos sobre que Meg era una tirana). Desde que nos habíamos ido de Gran Bretaña, los ataques contra nosotros habían aumentado exponencialmente. Teníamos que hacer algo para intentar pararlos. Quedarnos callados no había servido de nada, solo lo había agravado. Creímos que no nos quedaba más remedio.

1 de septiembre de 1997. Carlos, Harry y William (desde la izquierda) observan los tributos florales dejados en el Palacio de Kensington tras la muerte de Diana, quien falleció un día antes en un accidente automovilístico en París. Crédito: Getty Images.
Varios amigos cercanos y gente querida para mí, incluidos los hijos de Hugh y Emilie, la propia Emilie e incluso Tiggy, me habían reprendido por lo de Oprah. ¿Cómo se me ocurría contar esas cosas sobre mi familia? Les dije que me costaba entender en qué se diferenciaba hablar con Oprah de lo que ellos y su personal llevaban décadas haciendo: informar a la prensa de extranjis y filtrar historias. Por no hablar de los muchos libros en los que habían participado, empezando por la criptoautobiografía de mi padre en conjunto con Jonathan Dimbleby en 1994. O las colaboraciones de Camila con el editor de prensa Geordie Greig. La única diferencia era que Meg y yo no nos habíamos escondido. Elegimos a una entrevistadora intachable y no nos amparamos en expresiones como «fuentes de la Casa Real»; la gente vio que éramos nosotros los que estábamos hablando.
Me quedé mirando las ruinas góticas. «No sé por qué me molesto», pensé. Mi padre y Willy no me estaban escuchado y yo a ellos tampoco. Nunca me habían dado ninguna explicación satisfactoria a sus actos y omisiones, y no iban a hacerlo jamás, porque no la había. Empecé a despedirme («Buena suerte, cuidaos…»), pero Willy estaba que echaba humo y me dijo gritando que, si todo estaba tan mal como yo lo había pintado, la culpa era mía por no haber pedido ayuda.
—¡Nunca has acudido a nosotros! ¡Nunca has acudido a mí!
Desde que éramos pequeños, Willy siempre había adoptado esa posición ante todo. Yo tengo que acudir él y arrodillarme expresa, directa y oficialmente. Si no, el Heredero no me auxilia. Me pregunté por qué tenía que ir yo a pedirle ayuda a mi hermano cuando mi mujer y yo teníamos problemas.
Si nos estuviera atacando un oso en su presencia, ¿se quedaría esperando a que le pidiéramos ayuda?
Le recordé el acuerdo de Sandringham. Le pedí que me ayudara con ese asunto; lo violaron, lo trituraron y nos despojaron de todo y él no movió ni un dedo.
—¡Fue la abuela! ¡Ve a quejarte a ella!
Lo rechacé con la mano, indignado, y él me embistió y me cogió de la camisa.
—Harold, escucha.
Me zafé e intenté evitar su mirada, pero él me obligó a mirarlo a los ojos.
—¡Escúchame! ¡Te quiero, Harold! Quiero que seas feliz.
Las palabras se me escaparon de la boca:
—Yo también te quiero…, pero ¡mira que eres terco!
—¿Y tú no?
Me zafé otra vez.
Él volvió a agarrarme y me giró para no perder el contacto visual.
—¡Harold, que me escuches! Yo solo quiero que seas feliz, te lo juro por la memoria de mamá.
Se calló. Yo también. Y mi padre.

14 de julio de 1986. Carlos y Diana, príncipe y princesa de Gales, posan con sus hijos, William y Harry, en el prado de flores silvestres en Highgrove (Tetbury, Inglaterra). Crédito: Getty Images.
Lo había hecho.
Había usado el código secreto, la clave universal. Desde pequeños, solo podíamos usar esas palabras en momentos de crisis extrema. «Te lo juro por la memoria de mamá». Durante casi veinticinco años habíamos reservado ese juramento demoledor para esas veces en las que uno de los dos necesitaba que el otro lo escuchara, que lo creyera sin más. Esas veces en las que lo demás no funcionaba.
Me paré en seco (esa era la idea), pero no por el hecho de que hubiera usado la clave, sino porque no funcionó. Sencillamente, no me lo creía, no me fiaba del todo. Y viceversa. Él también se percató. Se dio cuenta de que el sufrimiento y la duda eran tales que ni siquiera esas palabras sagradas nos redimían.
Pensé en lo perdidos que estábamos, en lo mucho que nos habíamos distanciado. En lo maltrechos que habían quedado nuestro amor y nuestro vínculo. ¿Y por qué? Porque una panda de memos, arpías, criminales mediocres y sádicos de manual que habita en Fleet Street tiene la necesidad de divertirse y engrosar sus ganancias (y resolver sus problemas personales) a costa de atormentar a una familia disfuncional muy extensa y vetusta.
La muerte siempre había estado presente incluso en nuestros momentos más bonitos, en mis recuerdos más felices. Nuestra vida se había cimentado sobre ella y su sombra oscurecía nuestros días más felices. Al echar la vista atrás, no veía lugares en el tiempo, sino danzas con la muerte.
Willy no estaba del todo por la labor de aceptar la derrota.
—He llegado a sentirme muy mal por todo lo que ha pasado, como si estuviera enfermo de verdad, pero…, pero te juro por la memoria de mamá que yo solo quiero que seas feliz.
—Lo dudo mucho, sinceramente —le dije con voz entrecortada.
De repente, recuerdos de nuestra relación empezaron a invadirme, pero uno de ellos destacó. Estábamos en España hacía unos años, en un valle maravilloso bañado por esa luz clara y brillante tan característica y singular del Mediterráneo, ambos de rodillas detrás de una cortina de lona verde con el sonido de los cuernos de caza de fondo. Nos calamos la gorra y empezaron a aparecer las primeras perdices. Pum. Cayeron varias. Le dimos la escopeta a los cargadores y nos dieron una nueva. Pum. Cayeron más. Cambio de escopeta otra vez. Estábamos sudando a chorros. El suelo se iba llenando de aves que servirían de sustento a los pueblos cercanos durante semanas. Pum. Último disparo, no podíamos fallar. Nos levantamos por fin, empapados y muertos de hambre; pero estábamos felices, porque éramos jóvenes y estábamos juntos, en nuestra salsa, en el lugar que realmente nos correspondía, lejos de ellos y cerca de la naturaleza. Fue un momento tan extraordinario que nos miramos e hicimos algo de lo más inusual: abrazarnos. Con todas nuestras fuerzas.

5 de marzo de 2019. El príncipe de Gales camina con su madre, la Reina Isabel II de Gran Bretaña, y su esposa Camila. Detrás, sus hijos, los príncipes William y Harry; y sus esposas, Catherine y Meghan, durante una recepción para conmemorar el 50 aniversario de la investidura del Príncipe de Gales en el Palacio de Buckingham. Crédito: Getty Images.
Entonces me di cuenta de que, en cierto modo, la muerte siempre había estado presente incluso en nuestros momentos más bonitos, en mis recuerdos más felices. Nuestra vida se había cimentado sobre ella y su sombra oscurecía nuestros días más felices. Al echar la vista atrás, no veía lugares en el tiempo, sino danzas con la muerte. Nos veía empapándonos de ella. Nos bautizaron, nos coronaron, nos recibimos, nos casamos, nos graduaron y volamos sobre los restos mortales de nuestros seres queridos. El propio castillo de Windsor era una tumba cuyos muros estaban llenos de antepasados. La torre de Londres se mantenía en pie con la sangre de animales que, mil años atrás, los constructores originales emplearon para atemperar la argamasa de los ladrillos. La gente ajena nos veía como una secta, pero quizá fuéramos devotos de la muerte, y eso es un poquito depravado, ¿no? ¿Es que no teníamos suficiente ni siquiera tras haber enterrado a mi abuelo? ¿Por qué seguíamos merodeando cerca de la «tierra inexplorada de cuya frontera ningún viajero regresa»?*
Aunque esta descripción quizá se adapta mejor a Estados Unidos.
Willy seguía hablando y mi padre lo pisaba. Yo no quería seguir escuchando ni una palabra más. En mi mente ya estaba de camino a California y una voz decía: «Ya basta de muerte, se acabó. ¿A qué esperaba esta familia para liberarse y vivir?».
*Cita de Hamlet, de William Shakespeare. (N. de los T.)