¿Quién mató a Ferrer i Guardia?

Francisco Bergasa

Fragmento

 Indice

Índice

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Introducción

Primera parte. Los antecedentes

I. La ciudad de los prodigios

II. Francisco Ferrer i Guardia

III. La Semana Trágica

Segunda parte. El proceso

IV. El auto de procesamiento

V. La detención

VI. Los testigos

VII. Las pruebas documentales

VIII. Los interrogatorios

IX. El Plenario

Tercera parte. El juicio oral

X. La Acusación

XI. La Defensa

XII. La sentencia

XIII. La aprobación del fallo

XIV. La ejecución

Cuarta parte. Las responsabilidades

Notas

Bibliografía

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

Dedicatoria

A mi hijo Javier

Introducción

Introducción

En la madrugada del 13 de octubre de 1909, hace ahora exactamente cien años, moría fusilado en el foso de Santa Amalia del castillo de Montjuïc, el librepensador, pedagogo y anarquista catalán Francisco Ferrer i Guardia. Apenas setenta y dos horas antes un tribunal militar, constituido a efectos de juzgarle en la Cárcel Modelo de Barcelona, le consideraba «autor y máximo responsable» de los sucesos revolucionarios del mes de julio de ese mismo año, conocidos históricamente como la Semana Trágica, y le condenaba, en consecuencia, a la última pena. Una ejecución esta, con la que el Gobierno Maura culminaba la política represiva que siguió a tales acontecimientos, y que, por las anómalas y excepcionales circunstancias en que su proceso fue instruido, se nos ofrece hoy como el resultado de uno de los casos más flagrantes de la instrumentalización política, de la que, en no pocas ocasiones, ha venido siendo objeto la Justicia.

La trayectoria conspirativa y el activismo revolucionario de Ferrer i Guardia no ofrecen en estos momentos duda alguna. Tanto las valoraciones que siguieron inmediatamente a la rebelión de julio como las aportaciones que la bibliografía posterior han añadido a su estudio coinciden en vincularle con no pocos de los movimientos desestabilizadores con que durante ese periodo se intentó reiteradamente atentar contra las instituciones del Estado. Su participación en la revuelta insurreccional de Santa Coloma de Farnés en 1884; su actividad como correo y directo colaborador del líder del republicanismo Manuel Ruiz Zorrilla, en aquella época exiliado en París; sus conexiones con los más decididos defensores de la acción directa, incluida su relación, nunca probada, con los distintos atentados de que fue objeto Alfonso XIII, por el último de los cuales, el de mayo de 1906, sería procesado; su apoyo a la implantación en Barcelona de la pedagogía libertaria, a través de la Escuela Moderna, que fundó en 1901; su empeño en fracturar el sistema político, jurídico y social a través de la revolución, y su contribución moral y económica a cuantas actividades subversivas persiguiesen el propósito de socavar el sistema de valores entonces vigente convierten su figura en la de un empeñado activista, un permanente conspirador y un decidido enemigo del orden establecido.

Difícilmente encasillable, dada la complejidad de su pensamiento y la evolución que un tiempo tan convulso como el que le tocó vivir iría operando en su actividad política y propagandista, Ferrer i Guardia fue, en cualquier caso, el paradigma del visionario que empeña todas sus energías en el logro de un nuevo modelo de organización social, basado en la abolición del trabajo asalariado, la apropiación de los medios de producción, y la implantación de un sistema de solidaridad «sin amos, autoridad, ni dinero». Adscrito desde su primera juventud al republicanismo radical; defensor luego de la movilización obrera, sin cuyo concurso cualquier forma de revolución resultaba utópica; e instigador de la huelga general revolucionaria como la única vía para hacer posible la emancipación de los trabajadores, soñó siempre con una quiebra del régimen dinástico, que le haría sospechoso de defender «la propaganda por el hecho» y de propiciar una subcultura de la violencia aunque no hay constancia probada de que patrocinara ni una ni la otra. Antimilitarista, librepensador, masón en el grado 31 y esencialmente anticlerical, puso su vida y su fortuna personal al servicio del derrocamiento de la monarquía y el giro a un régimen republicano, desjerarquizado, liberador y societario. Y concretó la difusión de todas esas aspiraciones en un proyecto pedagógico, laico y racionalista, que, si bien supuso un importante avance frente al sistema educativo oscurantista y dogmático propugnado por la Iglesia, defendía una enseñanza «sin Dios y sin Estado», que venía a suponer otra forma de sectarismo, de signo contrario, orientado a difundir los ideales anarquistas y a educar a los escolares en el rechazo del Estado, la Iglesia, el Ejército, la propiedad y la familia.

No es de extrañar por ello que sus pasos fuesen en todo momento objeto de permanente seguimiento policial, que su quehacer político constituyera una obsesiva preocupación para las autoridades del Estado y que, sobre todo, tras su presunta implicación en el intento de magnicidio de la calle Mayor de Madrid, del que, dicho sea de paso, resultó absuelto, pero que nunca dejó de constituir para sus detractores una asignatura pendiente, se convirtiese a los ojos de esas mismas instancias, como referente que era de cualquier forma de insurrección orientada a la ruptura institucional, en un riesgo que prever, un peligro que controlar y, llegado el caso, en una valiosa pieza a la que poder abatir.

Y el logro de ese último objetivo, tan pertinazmente buscado y con tanto empeño perseguido, vino a ofrecérseles, casi como un regalo del destino, con ocasión de los sucesos revolucionarios de la Semana Trágica, en los que, curiosa y paradójicamente, su participación fue más irrelevante, y su protagonismo, menos decisivo. Porque, detonada por la huelga general surgida como respuesta a la movilización de reservistas con destino a la impopular guerra de Marruecos y alimentada por el clima de crispación política y social que en esos días se vivía en Barcelona, lo cierto es que la revolución de julio respondió a una espontánea explosión de ese descontento generalizado, de esa ira popular contenida, que desembocaría en unos hechos, cuya imprevista magnitud y dramático alcance sorprendieron incluso a quienes en ella intervinieron, y que, en opinión de la práctica totalidad de sus protagonistas y de los historiadores que con posterioridad los han estudiado, desbordó sus previsiones iniciales y careció, en todo momento, de organización, estrategia, jefatura y liderazgo.

Ferrer i Guardia no pudo, así, ser, y de hecho no lo fue, ni el organizador ni el responsable, siquiera moral, de la insurrección. Ni impulsó la crispación que precedió al motín, ni participó en el Comité de Huelga, ni integró ninguno de los grupos rebeldes alzados en armas, ni hostigó a las fuerzas del orden o los efectivos del Ejército, ni intervino en la quema, el saqueo o la destrucción de las iglesias y los conventos arrasados durante esas jornadas, ni combatió en barricada alguna, ni hay evidencia de que sufragase ni una sola de las iniciativas conducentes a la revuelta. Su única vinculación con las jornadas sangrientas fueron los contactos que mantuvo el lunes 26 de julio en Barcelona con determinados dirigentes del Partido Radical y Solidaridad Obrera para conocer la marcha de los acontecimientos y la visita que el miércoles 28 efectuó a los pequeños pueblos costeros de Masnou y Premiá, donde animó a los responsables lerrouxistas de ambas localidades a apoyar la rebelión iniciada dos días antes en Barcelona y proclamar en ambas la República, por más que sus consejos fueran, cuando no desoídos, ignorados. Pero, eso sí, estuvo allí, en el lugar preciso y en el momento oportuno para que su mera presencia, siempre asociada a cualquier manifestación de cariz revolucionario, supusiese una inesperada oportunidad para quienes, desde mucho tiempo antes, aguardaban pacientemente la ocasión de poder incriminarle. La España herida y soliviantada por la revolución reclamaba implacablemente una cabeza sobre la que dejar caer todo el peso de la ley, y el director de la Escuela Moderna era la víctima ideal, el acusado perfecto, para satisfacer esa exigencia.

El enjuiciamiento y la posterior detención de Ferrer i Guardia no supusieron, por tanto, una sorpresa para nadie, conocido sobradamente cómo era el aliento que siempre demostró por las causas revolucionarias. Pero sí lo fue, en cambio, la manera arbitraria y tendenciosa con la que la Justicia instruyó el proceso contra él incoado y el modo en que, desde todos los ámbitos gubernamentales y las instancias más conservadoras del país, se orquestó, de espaldas a la ley, una campaña mediática mendaz, tendenciosa y provocadora, dirigida a conseguir su descrédito político y personal, implicarle en las jornadas sangrientas e incluso presentarle como máximo líder de la rebelión. Y que, por su desproporción, arbitrariedad y ensañamiento, no pretendía, para el sentir general de la opinión pública, otro objetivo que no fuera el de convertir lo que debiera haber sido un juicio justo en un expeditivo y terminante ajuste de cuentas.

Y es que todo en el «proceso Ferrer» supuso un falseamiento de los más elementales principios del Derecho y un atentado contra las más mínimas normas procesales. Apresurada en su instrucción, sigilosa en su procedimiento, falta de las garantías legales necesariamente prescritas por el ordenamiento jurídico, desglosada sin razón del resto de los sumarios instruidos con ocasión de los sucesos revolucionarios, sorda a cualquier testimonio exculpatorio del reo, abierta a la aceptación de documentos apócrifos que lo incriminasen, receptiva a cualquier especie de rumorología, y tramitada, por si todo ello fuera poco, en un periodo de suspensión de las libertades constitucionales, la causa se reveló desde su inicio como el trámite de una condena anticipada. Con lo que su fallo hubo de interpretarse, y así lo ha entendido la más solvente historiografía, como un servicio de la Justicia al interés del Gobierno por responder a la insurrección de Barcelona con un contundente y ejemplarizador escarmiento. Antes de comenzar el juicio oral, y hay una coincidencia generalizada en esa sospecha, Ferrer i Guardia ya estaba sentenciado.

Con la ejecución del director de la Escuela Moderna, la España institucional, el statu quo, pretendió silenciar una voz perturbadora y acabar con un incómodo adversario, con el que tenía antiguas deudas pendientes y que representaba, en su opinión, una amenaza para el sistema de valores entonces imperante. Quiso evitar el influjo que su fanatismo revolucionario, su apoyo al anarquismo y, sobre todo, su pedagogía libertaria pudieran tener sobre los emergentes movimientos de masas, que venían progresivamente implantándose en una sociedad que no tenía aún recetas para canalizar sus reivindicaciones. E intentó, a través de una lección de autoritarismo y un castigo ejemplar, blindar el modelo de «revolución desde arriba» defendido por Maura contra el creciente empuje de la que, «desde abajo», comenzaba ya a vislumbrarse en el panorama social del país. Con lo que su condena no fue, por ello, tanto una consecuencia de su intervención en los sucesos revolucionarios de julio como el enjuiciamiento de una conducta política y moral de contenido subversivo, que el Gobierno, alentado por los sectores más conservadores de la sociedad y con una evidente miopía, decidió castigar severamente con todos los medios a su alcance.

La documentación relativa tanto al análisis del contexto sociopolítico de la Barcelona de esos años como al estudio de la figura de Ferrer i Guardia, el desarrollo de su proyecto capital, la Escuela Moderna, y los acontecimientos puntuales de la Semana Trágica es hoy tan abundante como esclarecedora. A los testimonios surgidos al hilo de la rebelión, generalmente apasionados pero prolijos en detalles decisivos, y los trabajos publicados unos meses después, tras la revisión del proceso, se ha ido sumando a lo largo de estos cien años una copiosa bibliografía (más de doscientos títulos traducidos a quince idiomas diferentes), que permite a estas alturas interpretar con base y rigor suficientes ese periodo histórico. Quienes protagonizaron o fueron testigos de los hechos han dejado en sus memorias referencia puntual de todos sus aspectos, y se cuentan además por decenas los investigadores que en rigurosos trabajos de erudición, algunos de excepcional importancia, han aportado sus respectivas visiones al respecto. Cuantos archivos podían disponer de documentos relativos al caso han sido, de otro lado, minuciosa y detenidamente revisados, como lo han sido igualmente la correspondencia cruzada entre sus principales implicados y las incontables reseñas de prensa aparecidas en aquellos días. E incluso la novela, el cine y otros soportes audiovisuales, como la televisión y el vídeo, han dejado testimonio también de aquellas jornadas y de las consecuencias que de ellas se derivaron, poniendo sus respectivos lenguajes al servicio de una más asequible visualización del tema.

Pero entre este cúmulo de aportaciones bibliográficas y estudios interpretativos es curiosamente el proceso, la pieza sin lugar a dudas más esencial del caso, la fase de ese recuento que más huérfana está aún de una monografía concreta y una revisión detallada. Porque, si bien es cierto que la remisión a la causa judicial es una referencia obligada y permanente en todos los estudios centrados en la Semana Trágica, e incluso en los referidos al reinado de Alfonso XIII, que abundan en ella de forma sistemática, no lo es menos que sólo muy escasos títulos dedican preferentemente su contenido al análisis de la causa. Con la particularidad además de que los existentes están viciados por provenir su edición del Gobierno, son libros prácticamente ilocalizables y sujetos además a la falta de perspectiva derivada de su proximidad a los hechos (el último está fechado hace noventa y ocho años) o concretan sus contenidos a los dos debates parlamentarios que sobre su intento de revisión tuvieron lugar en el Congreso, a instancia de los diputados de la minoría republicana, en julio de 1910 y abril de 1911, ya bajo el gobierno liberal de Canalejas.

El estudio cuya lectura ahora se propone es, al hilo de ese vacío y por encima de cualquier otra pretensión, la crónica de ese irregular proceso. Es el repaso, día a día, plano a plano, secuencia a secuencia, de los casi dos meses que duró su instrucción, y el seguimiento atento de las especiales circunstancias que lo singularizaron. Es el relato pormenorizado de la enmarañada escenografía en la que se gestó, y de las irregularidades, las obstrucciones, los vicios y las anomalías que rodearon el desarrollo del mismo. Es la reseña periodística de unas fechas convulsas y unos aconteceres luctuosos, que se resolverían en un dictamen sorprendente. Es la versión digerible de los más de seiscientos folios que forman la Causa contra Francisco Ferrer i Guardia, instruida por la jurisdicción de Guerra, documento indispensable para poder seguir, paso a paso, las vicisitudes de la causa, a cuya paginación se remiten todas las providencias judiciales expuestas en el texto. Y es, por encima de todo, la minuciosa y detenida reconstrucción de esa más que sospechosa injusticia de que Ferrer i Guardia fue objeto, cuyo resultado en muy poco difiere de un crimen judicial, que durante estos cien últimos años tanta tinta ha hecho correr, y que, de vez en cuando, como sucede en este caso, el calendario recupera y actualiza.

A tal propósito, y en un sentido estrictamente metodológico, se estructura en tres partes, claramente diferenciadas, que detallan sucesivamente el contexto sociopolítico en que se desarrollaron los hechos, esto es, la Barcelona industrial del primer decenio del siglo XX; la instrucción del proceso con el que se intentó depurar las responsabilidades derivadas de la Semana Trágica; y el juicio oral que precedió al fallo, saldado, como bien es sabido, con el fusilamiento del reo. Episodios unos y otros que, sumados, ofrecen una perspectiva global de los acontecimientos narrados y permiten el doble objetivo de constatar, por un lado, la farsa procesal orquestada con el objetivo de incriminar al director de la Escuela Moderna y facilitar, por otro, una revisión panorámica, y a la vez detallada, de ese trance tan singular y trascendente de nuestro pasado inmediato, cuyas impredecibles consecuencias habrían, en algún sentido, de orientar y condicionar el rumbo histórico de las décadas siguientes.

En la primera de ellas se contempla, así, el clima prerrevolucionario y la conflictividad política y social en que vivía la Cataluña de aquel tiempo, sin cuya concurrencia los hechos estudiados difícilmente hubieran podido producirse; se recorre detenidamente la peripecia vital, el perfil humano y la trayectoria revolucionaria y conspirativa de Ferrer i Guardia, protagonista, a veces incluso a pesar suyo, de tan decisivos episodios, que vertebraron un «caso judicial» con el que se pretendieron liquidar viejos enconos no resueltos; y se analizan, finalmente, sus conexiones personales y políticas con los sucesos insurreccionales y las razones que pueden explicar su condición de víctima expiatoria de los mismos.

La segunda remite al lector a los sucesivos pasos de la instrucción judicial incoada en su contra por la Justicia militar con el detalle puntual del auto de procesamiento, su detención, el posterior desglose de su causa del resto de las tramitadas como consecuencia del alzamiento, el atento recuento de las pruebas testificales y documentales reunidas en el sumario, las diversas indagatorias a que fue sometido, la campaña difamatoria planeada para incriminarle, la elevación de la causa al Plenario, la elección del abogado defensor y, la constitución del Consejo de Guerra que, en vista oral y pública, habría de juzgarle.

Y la tercera se centra en el desarrollo del juicio oral, con la reseña del ambiente de expectación que precedió a la vista y la referencia, ya en el terreno jurídico, del apuntamiento, los escritos del Ministerio fiscal y la Defensa, la intervención del procesado, el dictamen del asesor, la sentencia, el preceptivo informe del auditor de Guerra, la aprobación del fallo por parte del capitán general de la IV Región Militar, el «enterado» del Gobierno y la sumaria ejecución del reo.

A todo lo cual se unen finalmente, a modo de conclusión, el análisis de las presuntas responsabilidades que en el procesamiento y la sentencia condenatoria de Ferrer i Guardia concurrieron; las notas explicativas de los pasajes que requieren un mayor y más exigente análisis, a la vez que permiten ampliar los datos expuestos en el texto; y una suficiente y seleccionada bibliografía que abre la posibilidad de apoyar documentalmente las omisiones obligadas en una narración que, sin dejar de extremar el rigor requerido en cualquier revisión histórica, tiene, como ya se ha apuntado, una orientación básicamente periodística.

Y todo ello, organizado, además, desde el propósito de que sean los propios autos judiciales, cada una de las providencias tramitadas a lo largo del procedimiento, los que, actuando a modo de hilos conductores del relato, vayan guiando al lector, con su propio lenguaje, por entre el complejo entramado en el que se articula la praxis jurídica, haciendo posible un más cómodo y fácil seguimiento del proceso, y traduciendo, sobre todo, en materia narrativa todo ese amplio registro de diligencias, exhortos, oficios, notificaciones, edictos, indagatorias, reconocimientos y demás trámites sumariales, imprescindibles en cualquier instrucción procesal, que, de otro modo, resultarían difícilmente comprensibles.

La conmemoración en 2009 del primer centenario tanto de la Semana Trágica como del enjuiciamiento y la ejecución de Ferrer i Guardia supone la oportunidad de sumar una nueva aportación al conocimiento de ambos acontecimientos, y, como uno más de entre los múltiples recordatorios que con ocasión de la misma con toda seguridad van a producirse, induce al repaso de esa histórica causa procesal, famosa ya en los anales de la Justicia. Un proceso, cuya sentencia impactó profundamente a la opinión pública y provocó la más airada protesta internacional contra España hasta entonces conocida; derribó en sólo una semana el Gobierno de Maura; supuso un nuevo paso en la fractura del bipartidismo político vigente hasta entonces; dio alas a la animadversión de una parte de la sociedad contra el Ejército y la Iglesia; radicalizó la beligerancia del movimiento obrero, que abandonaría definitivamente ya a partir de entonces su anterior espíritu reivindicativo para convertirse en una fuerza tendente a la revolución social; alimentó el descrédito que desde tiempo atrás amenazaba a la Corona; convirtió a un pedagogo libertario, a un agitador cultural y a un conspirador más al uso de la época en un inesperado mártir de las libertades y de los derechos civiles, y abrió, en definitiva, un recurrente debate, que no es, en el fondo, sino el de las dos Españas, prolongado hasta nuestros días, y nunca, a lo visto, inacabado, al que desde este estudio se pretende también contribuir.

Primera Parte Los Antecedentes

PRIMERA PARTE

LOS ANTECEDENTES

Al igual que sucediera una década antes, en Francia, con ocasión del celebre «affaire Dreyfus»[1], con el que una buena parte de la historiografía ha pretendido en muchos aspectos identificarlo, «el caso Ferrer», que coincidió con aquél tanto en la injusticia de su condena como en el valor simbólico que su criminalización representaba, fue el resultado de la convergencia de un conjunto de factores (la tensión política y social de la Barcelona preindustrial de la época, la controvertida y polémica figura del propio protagonista y los violentos sucesos de la Semana Trágica), sin cuyo concurso los hechos que ahora se contemplan no hubieran nunca podido producirse, ni, en el caso de hacerlo, haber alcanzado el eco de que dispusieron. Pero que, una vez presentes e interconectados entre sí, hicieron posible que, como en la causa instruida al capitán francés, lo que debiera haber sido un proceso penal ordinario sustanciado en su contra se convirtiese en el juicio moral que la España oligárquica, autoritaria, intolerante y dogmática, encarnada en el gobierno de Maura, decidió incoar, como ya anteriormente se ha dicho, a quien, en su opinión, amenazaba, con sus ideas políticas y su pedagogía libertaria, los viejos anclajes sobre los que se sustentaba, a duras penas, el régimen dinástico.

Como se recordará, a finales de 1894, el capitán Alfred Dreyfus, un oficial del Ejército francés, de origen alsaciano y raza judía, fue acusado por sus superiores de espionaje en favor de Alemania, a cuya Embajada en París había supuestamente entregado documentos secretos de singular importancia. Condenado por un tribunal militar a la pena de reclusión perpetua como reo de un delito de alta traición, fue públicamente degradado en enero de 1895 y conducido a la colonia penal de la Isla del Diablo, en la Guayana francesa, en virtud de una sentencia, escasamente fundamentada desde el punto de vista legal, pero que contó desde un principio con el mayoritario aplauso de la opinión pública, intoxicada por los repetidos infundios que, interesadamente propagados por la prensa reaccionaria, encontraban en su lugar de procedencia (Alsacia era una región anexionada al Imperio alemán desde el fin de la guerra franco prusiana) y su semitismo (en aquellos días objeto de persecución en Francia) razones más que suficientes para justificar los graves cargos que se le atribuían. Y que, por encima del delito imputado, perseguían (y esto es lo que más le acerca a Ferrer) su profesión de fe democrática; el respeto que siempre demostró a los principios republicanos, cuestionados por la Francia más fundamentalista; la exigencia de la subordinación del poder militar a las reglas de juego constitucionales; el laicismo instaurado por la República en todos los órdenes de la vida civil; y el entendimiento del patriotismo no como apropiación de las esencias nacionales, sino como expresión del orgullo de sentirlas[2].

El convencimiento, sin embargo, que tanto su familia como un escaso grupo de amigos y allegados albergaron siempre acerca de su inocencia, y el apoyo que una y otros obtuvieron, primero, del periodista Bernard Lazare[3], que comenzó a investigar las irregularidades jurídicas del caso; luego, del teniente coronel Georges Picquart, aplicado a la tarea de descubrir la identidad del auténtico culpable; y finalmente, de una nutrida nómina de intelectuales, encabezados por el novelista Émile Zola, que, en carta abierta al presidente Faure (recuérdese su célebre artículo «J'accuse»)[4], llegó incluso a responsabilizar al Estado Mayor del Ejército de la tropelía cometida, permitieron orquestar una campaña en favor del oficial injustamente condenado, que llevaba implícita la defensa de las libertades que pretendían conculcarse. Una larga batalla mediática y legal que dividió a Francia en dos facciones irreconciliables, puso en grave riesgo los principios de la Tercera República y provocó un escándalo político de dimensión internacional, que no cesaría hasta que los «dreyfusistas» lograron, después de doce años de incansable lucha, la impugnación de la condena y la reposición del honor, del que el procesado había sido desposeído[5].

Dreyfus y Ferrer fueron, así, las cabezas de turco elegidas por dos Estados reacios a modernizar sus estructuras sacralizadas e incapaces de asimilar los cambios que sus respectivas sociedades venían exigiéndoles para neutralizar los brotes de rebeldía e insatisfacción emergentes de las mismas. Y las severas penas con que se quisieron sancionar sus actuaciones supusieron el último y fallido intento con que las instituciones francesas y españolas de aquel tiempo pretendieron sentar su ya desprestigiada autoridad sobre las compulsiones sociales, las exigencias identitarias y los sobrevenidos movimientos de masas que empezaban a vislumbrarse en el horizonte. Todo lo cual explica que sus respectivos procesos trascendieran del mero marco jurídico en que se cuestionaban para convertirse en banderas simbólicas de una voluntad de modernización, a la que con tanto encono se oponían los defensores del antiguo régimen[6].

Pero sin entrar en la consideración de las múltiples coincidencias que singularizaron ambos casos (por más que, contrariamente a lo ocurrido con Dreyfus, Ferrer no fue nunca rehabilitado, ni su proceso sometido a revisión), lo que interesa ahora aquí es destacar cómo uno y otro acontecimientos se produjeron gracias a la confluencia de una serie de circunstancias, capaces por sí mismas de transformar la indagación sumarial en debate ideológico y, lo que aún es más perverso, la justicia en venganza. Y convenir, por ello, en la idea de que si para entender la inculpación del militar francés es preciso partir de la consideración de su raza, la exacerbación del nacionalismo conservador, el interés por preservar los privilegios del Ejército, la hostilidad contra el régimen de libertades introducidas por la República y la defensa del principio de autoridad como eje medular de la vida política nacional, para encontrar, a su vez, explicación a la causa incoada al pedagogo catalán, resulta imprescindible conjuntar un escenario impregnado de la tensión que en aquellos días se vivía, con un personaje intrigante y provocador, capaz de concitar la animadversión de las instituciones del Estado, y unos acontecimientos que, por su violencia, suscitaron en la ciudadanía la exigencia de un severo escarmiento, en el que importaba más el castigo que los medios empleados para administrarlo.

El primero de esos factores, indispensable para que el «caso Ferrer» pudiera producirse, tuvo, pues, un carácter estrictamente espacial, al situar la localización del conflicto en una ciudad que, como era el caso de la Barcelona de principios de siglo, se había convertido en el principal referente de la pugna abierta entre un régimen caduco e inmovilista incapaz de modernizar la economía y revitalizar la sociedad civil, aún no repuesto del desprestigio internacional que le supuso la derrota del 98, instalado en el permanente aplazamiento de las soluciones que el país demandaba, y una sociedad emergente, surgida del desarrollo industrial, decididamente reivindicativa, empeñada en conseguir una transformación política y social y, en reclamar, a la vez, las señas de identidad que venían ya manifestándose desde hacía algunos años en el Principado, de las que todas sus fuerzas vivas habían hecho un estandarte común contra la torpeza, el distanciamiento y la miopía política con que el Gobierno de Madrid había abordado el naciente «problema catalán», en cuyo marco habían decidido libremente organizar su convivencia y basar los cimientos de una esperanzada ilusión colectiva.

La Cataluña de 1900, y con mayor razón su capital, había entrado en la nueva centuria con una mezcla de vitalidad emprendedora, tenaz voluntarismo y espíritu regeneracionista, desde los que pretendía afrontar los retos que la pérdida de los últimos restos del Imperio y la conflictividad derivada de su propio desarrollo le planteaban de modo amenazante. El desastre del 98, la pérdida de los mercados coloniales, el reflujo de una industria basada en el proteccionismo, la perpetuación de viejas estructuras institucionales que mantenían inamovibles la oligarquía y el sistema de partidos de turno, la falta de comprensión con que el poder central visualizó el fenómeno catalanista, el sentimiento de desengaño percibido por quienes se sentían ajenos y extraños a ese régimen ineficaz y coactivo, la permanente falsificación de las elecciones, el clientelismo, el sufragio corporativo, la corrupción y la falta de autenticidad de un Estado que, en palabras de Vicenç Vives, «se apoyaba en el caciquismo, las casacas de Palacio, la cursilería de Campoamor y una Administración deplorable»[7] fueron alimentando, en esos difíciles años de la primera década del nuevo siglo, la airada reacción y el inconformismo de una sociedad afectada por tanto infortunio. E hicieron de Barcelona (por su doble condición de soporte de una colectividad industrial, y en buena medida nacionalista) el campo ideal de experimentación de las renovadas energías que comenzaban a emerger con el propósito de conjugar el cúmulo de adversidades que se cernían sobre ella[8].

El segundo de los componentes del puzle, que daría ocasión a que una causa judicial tan atípica como la que va a estudiarse en las páginas siguientes se instruyese en los términos en que fue tramitada, sería el propio protagonista de los hechos por los que fue imputado, Francisco Ferrer i Guardia, cuya figura, poco accesible por su carácter reservado, frío y calculador, nimbada de ese halo, entre misterioso y novelesco, que acostumbra a envolver la imagen clásica del conspirador y, en general, mal vista por importantes sectores de la opinión pública, lo convertía en prototipo de ese personaje maldito, objeto de generalizado repudio que, una vez inmolado, sirve a cualquier revolución para purificarse. Sobre todo si, como por desgracia le ocurrió a él, su fortuita presencia en Barcelona durante las jornadas de la insurrección predisponía a cargar en su débito personal (muy poco favorable tras su presunta implicación en el frustrado regicidio de la calle Mayor de Madrid) todo el conjunto de atrocidades y crímenes que durante esas fechas se habían perpetrado.

Si a las características de su personalidad política se suman, además, aquellas que lo presentan como hombre falto de carisma; ácrata adinerado, con una fortuna extrañamente sobrevenida, que empleó siempre en financiar proyectos subversivos; próximo en algunas etapas de su trayectoria a la táctica de la dinamita; procesado en una causa por intento de magnicidio, y sospechoso de connivencia en otros varios atentados más; declarado enemigo de instituciones de tanto arraigo como la Magistratura, el Ejército y la Iglesia; y exponente de unos patrones morales disonantes con los que profesaba la burguesía catalana, tradicional y victoriana, para la que nunca dejó de ser el «sultán rojo», del que se bisbiseaba con una mezcla de morbo y temor en tertulias y salones, no costará trabajo imaginar que Ferrer fue el Dreyfus que Maura necesitaba para asentar, con un gesto de autoritarismo, su contestada política reformista, y el referente que venía persiguiendo una izquierda que, amortiguados ya los ecos del proceso de Montjuïc, buscaba nuevos mártires con los que alimentar su imaginario y en el que encontraría un mito que contraponer a los que secularmente venía enarbolando la España intransigente, fanática e inmovilista[9].

Finalmente habría que añadir, como la tercera y más decisiva de las premisas indispensables para comprender tanto las razones que inspiraron la desproporcionada represión que siguió a las jornadas de julio, como las consecuencias que de ella se derivarían, la conmoción que la Semana Trágica representó en una ciudad que, aun familiarizada desde la década anterior con el fenómeno del terrorismo, vio con horror cómo más de un centenar de sus vecinos morían tiroteados en las calles, decenas de sus iglesias, conventos y centros religiosos se venían abajo pasto de las llamas, y el pulso de la capital veíase violentamente interrumpido por ese cúmulo de sangre, fuego y destrucción que se había apropiado de ella. Y lo que es más importante, que fue capaz de advertir cómo la violencia de la que estaba siendo testigo, y al mismo tiempo víctima, no era sino la manifestación del clima de convulsión política y del deterioro social en los que la había sumido tanto tiempo de hostilidad, abandono e incuria[10].

Y es que, contra la interpretación simplista de que aquellas jornadas supusieron una revuelta popular «triste y estéril», de signo anticlerical y antimilitarista, que convirtió la ciudad en un campo de batalla hasta sucumbir de inanición siete días más tarde, o la lectura irónica de Josep Pla, al definirlas como «una sucesión de anécdotas dramáticas»[11]; más allá de su reducción estadística al número de bajas registradas o de los edificios destruidos y profanados, las barricadas levantadas y los saqueos perpetrados; y muy por encima de la malévola versión del Gobierno, que presentó a la opinión pública el alzamiento armado como «una sublevación separatista»[12], lo cierto es que la revolución surgida durante esas fechas iba a mostrarse como el símbolo exponencial de la realidad sociológica de la época, principalmente en Cataluña, que se manifestaba en registros tan diversos como el desánimo de unos, la indignación de otros y la conciencia, por parte de todos, de que una situación como la que imponía aquel sistema autoritario, decadente y obsoleto, tenía que cambiar necesariamente.

La Semana Trágica fue, como acertadamente señalara Ossorio y Gallardo, el resultado del «relajamiento de un Estado que, al gravitar sobre un pueblo rico y vigoroso (como era el de la Cataluña de aquellos días), provoca la protesta y el odio»[13]; fue la consecuencia de la desesperanza y la rebeldía engendradas por el aplazamiento sistemático con el que el poder central desatendía los graves problemas del país; y fue, sobre todo, el estallido de una tensión insostenible, que precisó de esa desencadenada «traca» para expresar su disgusto y poder, así, visualizarse.

Y así, de la suma de esa ciudad, por tantos conceptos prodigiosa, marco del conflicto político y social que subyacía latente bajo la epidermis de su imagen dinámica, monumental y deslumbrante, más la polémica figura del director de la Escuela Moderna, convertido en un personaje diabólico, tanto en razón de su turbio pasado, como por el temor que inspiraba la proyección de su pensamiento en el futuro; y con el añadido de los sucesos resultantes de esa semana histórica, que conmovieron a una sociedad incapaz de asimilar tanta violencia, y pusieron de manifiesto el alto grado de descomposición política y moral de la misma, iba a surgir ese polémico proceso, ese «caso Ferrer», ahora y aquí nuevamente objeto de revisión, que tiene precisamente en esa conjunción de circunstancias sus más inmediatos antecedentes, sin la consideración de los cuales la historia que a continuación se cuenta difícilmente podría entenderse.

I La ciudad de los prodigios

I


La ciudad de los prodigios

Aunque no fue hasta los años inmediatamente siguientes al final de la Primera Guerra Mundial, cuando Barcelona se convirtió en la gran metrópoli europea que hoy es, ya dos décadas antes, al despuntar el siglo XX, era la capital del Principado la segunda ciudad española en número de habitantes (alrededor de 544.000, apenas unos pocos miles menos que Madrid); la de mayor concentración industrial del país (con más de 7.000 fábricas y talleres registrados); y aquella que conciliaba, sobre todo, un más perceptible proceso de modernización, con una mayor conflictividad política y social, resultante tanto del creciente proceso de industrialización como de la aparición de dos fuerzas inéditas hasta entonces, el movimiento obrero y el catalanismo, que tan marcadamente condicionarían, ya en adelante, su pulso vital. Con la peculiaridad añadida de que todos esos componentes que la singularizaban se habían desarrollado en un periodo de aproximadamente medio siglo, que tuvo en 1854 su punto de arranque, con el inicio de la demolición de las murallas que encorsetaban el viejo casco urbano y encontró en la Exposición Universal de 1888, que la expondría a las miradas del mundo, su más eficaz y dinámico elemento dinamizador[14].

Si hasta mediados del XIX la Ciudad Condal había concentrado toda su ya entonces pujante vitalidad urbana en el escaso espacio que le permitía su perímetro amurallado (cuyo curso discurría a lo largo de las Atarazanas, el Raval, la Ciutat Vella y los barrios de San Pedro, Santa Caterina y la Ribera, hasta concluir por uno y otro extremo en el mar), muy pronto el acelerado crecimiento de su población, al que no fueron ajenos los miles de emigrantes que comenzaban a acceder desde el interior de Cataluña, y la proliferación de nuevas pequeñas industrias y obradores artesanales, exigieron abrir una salida a aquel denso y abigarrado caserío y permitirle crecer libremente. E iniciada la demolición de estas barreras defensivas, en la que colaborarían «con picos y palas» una gran mayoría de los barceloneses, la capital comenzó a extenderse en toda la amplitud del Llano abierto entre las desembocaduras de los ríos Besós y Llobregat, y la sierra de Collserola, en cuyas aproximadamente seis mil hectáreas se repartían, dispersos, aunque próximos entre sí, pequeños núcleos poblacionales que, como Sants, Las Corts, Gracia, San Martín de Provençals, Horta, San Andrés, Hostafrancs o Sant Gervasi de Cassoles, acabarían siendo absorbidos por la euforia expansiva del antiguo casco, al que entre 1897 y 1904 se anexionaron administrativamente, sumando a su población casi 200.000 nuevos habitantes[15].

La existencia de ese tan vasto espacio vacío por urbanizar, que hoy constituye el emblemático Ensanche barcelonés, permitió a la ciudad emergente un crecimiento racional, permeable, homogéneo y equilibrado, cuya planificación, encomendada al ingeniero Ildefons Cerdá[16], un iluminado que soñó y dibujó una Barcelona funcional y humanizada, se concretaría, en lo que fue su proyecto inicial, en una cuadrícula de 1.200 manzanas, de 133 metros de lado, con una variada tipología edificatoria, aunque definida en su limitación de altura; equipada con centros cívicos y parques urbanos; y atravesada longitudinalmente por una Gran Vía de 8 kilómetros (en aquellos días la más larga de Europa) y otras tres amplias arterias transversales, de las que dos confluyen en el puerto (la avenida Meridiana y el Paralelo) y la tercera (la avenida Diagonal) tiene funciones de comunicación interna y recorre la ciudad desde los altos de Pedralbes hasta lo que hoy es la playa de la Nueva Icaria. Todo lo cual se traduce, como apunta Francesc Roca en su estudio sobre el proyecto, en «una ciudad de baja densidad (250 habitantes por hectárea), dotada de una amplia área forestal protegida (la sierra norte), moderna, homogénea en su equipación, policéntrica, socialmente igualitaria, y cuya fluidez viaria venía a ser el resultado de una ajustada equiparación en el trato atribuido a los viandantes y el tráfico rodado».

Pese a que el plan Cerdá, aprobado por orden gubernativa en 1859, fue sucesivamente desnaturalizado, tanto por las críticas de urbanistas posteriores, que lo entendieron «esquemático, abstracto y uniforme», y reclamaron una mayor atención a los valores visuales, artísticos y monumentales que la segunda ciudad del país exigía, como por las actuaciones de una burguesía deseosa de rentabilizar sus capitales especulando con los nuevos terrenos, lo cierto es que el Ensanche se conformó como una red reticular, como la malla armónica que su creador había concebido, pero incorporando, además, elementos compositivos, y dotaciones propias de una gran metrópoli. Y así, convertido ya en escenario del afán modernizador de una nueva Barcelona con ansias de capitalidad, comenzó a atraer, apenas iniciadas sus primeras edificaciones, a la mesocracia del antiguo casco amurallado, que no tardaría en instalarse en los nuevos espacios que iban urbanizándose, cada día mejor equipados, y en los que el genio creativo de arquitectos de la talla de Gaudí, Jujol, Domènech i Muntaner, Puig i Cadafalch o Sagnier, por citar sólo algunos de los más significativos, conformaría uno de los entramados urbanísticos más racionalmente concebidos, funcionales y atractivos de entre los europeos, además de constituir el más amplio museo al aire libre de ese arte naciente y profundamente innovador, que Cataluña exportó al mundo, como fue el Modernismo[17].

En la década de los setenta y la primera mitad de la siguiente, el Llano, que en 1850 era un enorme mosaico de huertas y campos de cultivo, salpicado, como ya se ha dicho, de pequeños pueblecitos, dedicados preferentemente a la agricultura, aunque empezara a percibirse en ellos un atisbo de actividad preindustrial, se había convertido, pues, en el germen de lo que la capital anticipaba que iba llegar a ser. Y sus avenidas empedradas, con largas hileras de árboles bordeándolas, sus tiendas y establecimientos comerciales, sus modernas viviendas, tan diferentes de los austeros y señoriales caserones de las calles Ample, Ferran o Portaferrisa, el ir y venir de los primeros tranvías aún tirados por mulas, la aparición de los modernos cafés y centros de esparcimiento, y el humo de las fábricas, hasta entonces hacinadas en el núcleo histórico de la ciudad y ahora establecidas en las áreas periféricas de ese territorio recién conquistado (como serían el Clot o Pueblo Nuevo), en las muestras de cómo en ese antiguo baldío iba surgiendo poco a poco una nueva capital, prolongación de la anterior (con la que en un futuro no muy lejano tendría en la plaza de Cataluña su natural nexo de unión) que, con el paso del tiempo, llegaría a convertirse en el legado urbano más importante de toda la historia de la ciudad.

En poco más de veinte años el sueño de Cerdá se había hecho realidad. Y aunque el afán especulativo de sus promotores económicos falseó, como ya ha tenido ocasión de verse, algunas de las líneas maestras del plan (los edificios crecieron en altura, los jardines inicialmente diseñados no llegaron en muchos casos a inaugurarse y el volumen de edificabilidad pasó de los proyectados 4.000 metros cuadrados por manzana a los 16.000), esa nueva Barcelona fue progresivamente estructurándose. E impulsada en su desarrollo por la bonanza económica que en aquellas fechas se disfrutaba en todo el país (sobre todo, de 1866 a 1882), supo integrar el carácter que desde siempre la había personalizado con las aportaciones técnicas, estéticas, viarias, arquitectónicas, sanitarias, dotacionales y recreativas que los nuevos tiempos demandaban.

Surgieron así, en ese tiempo, además de los primeros bloques habitacionales, levantados en la Gran Vía, los paseos de Gracia y de San Juan, la Rambla de Cataluña y las calles Aragón, Llúria, Pau Claris, Caspe y Consell de Cent, numerosas instalaciones culturales y recreativas, como la Universidad, los jardines del Tívoli, el Prat Catalán, el teatro de Variedades o el primitivo Hipódromo; fueron eliminándose las barreras y estrangulamientos que dificultaban la expansión vial; se soterraron las vías férreas, y se cubrieron los torrentes que hasta entonces cruzaban el Llano; se tendieron líneas de tranvías desde la Boquería y el Portal del Ángel hasta Gracia y la plaza de Rovira; en los linderos del antiguo perímetro amurallado se levantaron los mercados del Borne y de San Antonio; se abrieron al público los Campos Elíseos; se construyeron el Seminario y la Torre del Agua, y se colocó la primera piedra del templo de la Sagrada Familia, la más emblemática de las obras de Gaudí. Y en 1880 ascendía ya a varios miles el número de las fincas construidas; se contaban por decenas las calles trazadas, con el paseo de Gracia actuando como arteria vertebral de todas ellas; y se habían instalado, además, un número casi incontable de puntos de luz (18.000, en el recuento global de la capital), numerosas fuentes públicas, plazas ajardinadas, modernos bulevares, evacuatorios higiénicos, extensas redes de agua potable, pavimentos renovados y nuevos elementos de mobiliario urbano, en ese iniciático germen de metrópoli, fruto de una compartida reflexión colectiva que, de espaldas al mar, ganaba espacio, paso a paso y día a día, en su avance hacia el Tibidabo[18].

Pero Barcelona necesitaba consolidar ese proceso expansivo recién iniciado, dotándolo no sólo del conjunto de suministros y servicios (alcantarillado, agua, gas, asfaltado, circulación, mobiliario urbano y red de transportes) que su creciente población exigía y que hicieron de él un dinámico y eficaz instrumento de intervención urbanística, sino también conseguir una proyección de su imagen hacia el exterior que la convirtiese en mirador y escaparate, desde los que poder entablar un diálogo de tú a tú con el resto de los países de Europa, asumir los valores propios del progreso económico que empezaban a definirla y renovar las glorias de una cultura nacional en proceso de recuperación. Y producto de esa ambición, a la que no serían extraños ni la burguesía, ni el tejido empresarial, deseoso de dar a conocer sus productos y manufacturas, surgió la idea de, apoyándose en el reciente ejemplo de ciudades como Frankfurt, Burdeos, Amsterdam y Niza, reclamar la organización de la Exposición Universal de 1888 que, al difundir su imagen, y con ella su vitalidad, le permitiera reforzar la confianza en sí misma, y reafirmase su voluntad de capitalidad y liderazgo. Una muestra, pues, de marcado contenido estratégico, con la que pretendió subirse al carro de la modernidad, europeizarse, en una palabra, y que se articularía esencialmente en torno a la Ciudadela, la vieja fortaleza mandada construir por Felipe V en la zona oriental del casco histórico, recuperada para la ciudad en 1869, tras el triunfo de la Revolución de Septiembre que, una vez derruida, se transformó en un extenso y magnífico parque ajardinado, escenario sobre el que se asentó posteriormente el certamen[19].

Con el apoyo económico, en su etapa inicial, de la iniciativa privada, que poco después se retiraría del proyecto, y financiadas luego por las arcas municipales, las obras de la Exposición se llevaron a cabo en un tiempo récord, casi contra reloj, venciendo todos los obstáculos y dificultades que a diario su urgencia e improvisación planteaban, pero animadas del ilusionado espíritu que las empujaba, que no era otro que el de, por un lado, dotar a la capital de los espacios monumentales que distinguen a las grandes urbes, y por otro, aprovechar tan singular oportunidad para redefinir su trazado, dotarse de renovadas infraestructuras y escenificar la fiesta ciudadana que supone una obra de esas dimensiones. Así, a base de trabajar ininterrumpidamente día y noche, y en un plazo impensable de tiempo, en el que se edificaron obras tan significativas como el Arco de Triunfo, los Palacios de Bellas Artes, y de la Ciencia, el Invernáculo, el Gran Hotel Internacional (construido en apenas tres meses, y que poco después de concluido el certamen se desmontaría), el Castillo de los Tres Dragones (hoy convertido en Parque Zoológico), el alumbrado eléctrico de las Ramblas y el paseo de Colón, y la modernización del puerto, pudo la reina regente María Cristina, que acudiría acompañada del futuro Alfonso XIII, que apenas contaba tres años, del presidente del Gobierno, Sagasta, y del alcalde barcelonés, Rius i Taulet, inaugurar la muestra el 20 de mayo de 1888, con tan sólo doce días de retraso respecto a la fecha inicialmente prevista.

La Exposición Universal, además de satisfacer su prioritario objetivo de actuar como cartel propagandístico, y mecanismo de atracción hacia Barcelona, obtuvo también otros provechos añadidos, como fueron la ruptura de la monotonía reticular del plan Cerdá; la orientación del crecimiento de la ciudad hacia el norte, que era la dirección preferida por promotores y proyectistas; el aumento del protagonismo de los poderes públicos en el ámbito ciudadano, con un importante impulso presupuestario en los gastos de la Administración municipal; la conclusión de numerosas obras pendientes y equipamientos inacabados; el inicio del ciclo electrificador, que vino poco a poco a sustituir a los antiguos faroles de gas; la vinculación del espacio urbano con el mar; y la creación, por fin, de un amplio espacio verde (el Gran Parque de la Ciudadela), del que la ciudad carecía, y que imperativamente venía exigiendo. La oportunidad y el éxito de su celebración hay por tanto que entenderlos como una inmejorable ocasión para subsanar las deficiencias que la aquejaban, y un eficaz instrumento de redefinición estructural de la remozada capital.

Como resultado de estas innovaciones y mejoras, que tendrían en el Modernismo un eficacísimo aliado, Barcelona inició su andadura en los umbrales del nuevo siglo con una pujanza y una energía inimaginables tan sólo tres décadas antes. La Exposición de 1888 la había colocado definitivamente en el mapa de la Europa industrial, fortaleciendo la fe de sus ciudadanos en sí mismos. Y ello, añadido a la rica tradición cultural con que la recuperación de sus raíces y su identidad la había enriquecido, la presentaban a los ojos de quienes la contemplaban como un magnífico escenario de iniciativas, permanentes unas y efímeras otras, pero informadas todas por los criterios más innovadores de la época, que iban a convertirla en una de las grandes y más atractivas capitales del Mediterráneo[20].

Pero una ciudad es mucho más que la trama urbana sobre la que se asienta, la monumentalidad que la embellece o el equipamiento que hace su discurrir habitable. Es más, incluso, que su propia morfología, la consideración que de ella tienen las que la miran o las señas de identidad que le imprimen carácter y la singularizan. Una ciudad es un proyecto de sociabilidad y convivencia; es el marco socioespacial en el que se plantean las relaciones, se entablan las pugnas y se dilucidan los conflictos de la colectividad; y es, sobre todo, el aliento del tupido enjambre humano que la puebla, del ingente conglomerado de hombres y mujeres que, instalados en ella, van cada día procurándole vida, conformándola y definiéndola. Y en ese sentido resulta obligado, para la mejor comprensión de su propia identidad, formularse una serie de interrogantes acerca del origen, la naturaleza, el espíritu, la problemática, las formas sociales de integración y el quehacer diario de sus moradores, como forma de descubrir su esencia, tomarle el pulso, acceder a su visualización y conseguir de esa forma entenderla.

¿Quiénes constituían la población de Barcelona en 1900? ¿De dónde procedían cuando no eran naturales de la capital y a qué causas obedecía su traslado? ¿Cómo vivían y en qué se ocupaban? ¿Cuáles eran sus condiciones de trabajo y en qué términos de sociabilidad se relacionaban? ¿Qué metas, aspiraciones o estímulos determinaban sus actuaciones? ¿De qué modo empleaban su tiempo libre y qué tipo de diversiones y formas de ocio entretenían sus tiempos de inactividad laboral? ¿Qué formación tenían, cuáles eran sus salarios y hasta qué punto podían cubrir sus necesidades más perentorias? ¿A través de qué coberturas hacían frente a sus enfermedades, dónde escolarizaban a sus hijos, en qué condiciones de higiene y salubridad se desarrollaba su vida cotidiana y de qué medios disponían para su transporte y movilización? ¿Cuáles eran sus hábitos alimentarios y los servicios higiénicos de que disponían? ¿Cómo se distribuían social, económica y geográficamente, en función de su fortuna, su cultura o su educación? ¿En qué forma influyeron los flujos migratorios en la mutación urbana que en esos principios del siglo experimentó la ciudad? Y, por encima de todo, ¿de qué medios se habían dotado para organizarse socialmente, en el marco de qué mapa político centraban sus expectativas y cuál era, dentro del mismo, su grado de participación e influencia?

En el medio siglo comprendido entre 1850 y 1900 Barcelona aumentó su población en casi 250.000 habitantes, de los que algo más de la mitad no habían nacido en la ciudad. La creciente industrialización, las plagas que en distintos momentos afectaron al cultivo de la tierra (especialmente la filoxera) y la natural aspiración de miles de trabajadores rurales por mejorar sus condiciones de vida y conseguir un futuro mejor, hicieron converger a la capital a multitud de gentes deseosas de encontrar en la gran urbe, tan imaginada como desconocida, de la que tanto habían oído hablar, el paraíso en el que poder realizar sus sueños y concentrar sus energías. Procedentes, en una primera época, del interior de la propia Cataluña y después de las provincias limítrofes, sobre todo Zaragoza y Huesca, aparte de algunos puntos de origen más lejanos, como podían ser Levante, Murcia, el bajo Aragón y Andalucía oriental, eran, en su gran mayoría, trabajadores del campo sin apenas formación que llegaban acompañados de sus familias en busca de trabajo y que, apenas instalados, con no pocas dificultades en su nuevo destino, veíanse en la necesidad de convivir con los barceloneses de origen, venciendo las dificultades propias que conllevaba hacerlo con quienes se expresaban en una lengua diferente, tenían hábitos de vida distintos y estaban, desde siempre, familiarizados con la ciudad[21].

Desde un punto de vista de jerarquización social, la población barcelonesa se repartía entre una poderosa burguesía empresarial, poseedora del gran capital, propietaria de las más importantes industrias, de ostentosa influencia, que había labrado sus fortunas a base de sustanciosas herencias, negocios rentables, jugadas bolsísticas e inversiones especulativas; una clase media, compuesta fundamentalmente por profesionales liberales, empleados, modestos comerciantes, militares, funcionarios y artesanos, abonada al «ir tirando», que administraba la peseta hasta el último céntimo y necesitaba hacer encaje de bolillos para conseguir, apretadamente y a base de complicadas economías, llegar a fin de mes; y una gran masa obrera, que constituía más de un tercio del total de sus habitantes, sobrevivía a duras penas, con enormes dificultades, para la que el día a día era una especie de milagro, y a la que le tocó pagar el tributo de la conflictividad que una ciudad industrial como la capital catalana generaba, en un clima de tensión que no se redujo sólo al terreno social, sino que alcanzó también al político, como más adelante tendrá ocasión de comprobarse[22].

La alta burguesía, una clase que se fue constituyendo a lo largo del siglo XIX, en cuya última década alcanzó el cénit de su poder económico, y que hasta el derribo de las murallas se asentaba en las más suntuosas viviendas del Barrio Gótico y las Rondas, no tardaría en trasladarse, a partir de los años noventa, a los nuevos terrenos del Ensanche, que era, a fin de cuentas, el espacio urbano resultante de su empuje emprendedor y su dinero. Estaba formada por antiguos oligarcas, rentistas, fabricantes enriquecidos como resultado de la revolución industrial, indianos vueltos de las colonias con pequeñas fortunas y comerciantes que, a fuerza de inteligencia, trabajo y tesón, habían cosechado beneficios y plusvalías en unos años (los llamados de la «fiebre del oro») de creciente expansión económica. Constituía una sociedad elitista, conservadora, tradicional y rígida; orgullosa, como no podía ser menos, de su preeminente estatus; perpetuada en muchos casos endogámicamente; sin definidas implicaciones políticas (sólo a partir del nacimiento, en 1901, de la Lliga, se adhirió de forma mayoritaria al catalanismo de derechas); propensa a convertir la religiosidad en una exteriorización más de su patrimonio; imbuida del convencimiento de disponer del monopolio de la virtud y el patriotismo; defensora a ultranza del principio de autoridad, al que sacrificaba cualquier veleidad que pudiese contravenir las buenas costumbres; y en cuyo activo figuraba, como su principal mérito, el dinamismo que aportó al progreso de la capital, contribuyendo a convertirla en una auténtica y próspera metrópoli internacional.

De sus hábitos y formas de vida hay documentación más que abundante, y la literatura costumbrista de la época nos ha legado toda una suerte de testimonios reveladores de en qué empeñaba sus energías, cómo ordenaba su actividad laboral y doméstica y cuáles eran sus quehaceres profesionales, sus rutinas, sus gustos, sus prioridades, sus formas de ocio y el discurrir de su cotidianidad. A través de ellos es posible, así, conocer que constituía un estamento sólidamente estructurado, con una estricta rigidez en sus comportamientos, de moral aparentemente intachable, profundamente conservador en sus convicciones políticas, atento vigilante de la marcha de sus negocios y sus industrias, ávido de reconocimiento social (llegó a decirse que en el Hotel Continental, uno de los más frecuentados por la alta burguesía, se repartieron durante la Restauración más títulos nobiliarios que durante todo el resto de la historia de Cataluña), tolerante con el centralismo administrativo del Gobierno central de Madrid e imbuido, sobre todo, de la idea de que Barcelona era suya, algo así como un coto exclusivo de su propiedad, ya que no en vano la había ideado y construido.

Una simple mirada a esa élite ciudadana, de apellidos tan prestigiosos como los Güell, Comillas, Godó, Brusi, Sert, Cabanes, Ametller, Masnou o Milá, a los que se habían añadido nuevos ricos con capitales recién repatriados, y profesionales liberales de gran prestigio, ponía de manifiesto toda una suerte de pautas y comportamientos, por los que se regía, que permitían fácilmente identificarla. Sus integrantes, por citar sólo algunas de sus principales señas de identidad, se insertaban en un modelo de sociedad patriarcal; defendían por encima de todo el principio de autoridad, según el cual la palabra del padre se imponía sobre la del resto de la familia; se emparejaban frecuentemente a través de matrimonios de conveniencia, que posibilitaban doblar sus fortunas; transmitían el control de sus bienes de primogénito a primogénito, por medio de una figura, el hereu, que les permitía mantener generacionalmente el patrimonio familiar; convertían el hogar en la metáfora de su conservadurismo; profesaban una devoción ostentosa; y, con independencia de respetar su condición de catalanes, hacían gala de un patriotismo español, que les resultaba extraordinariamente rentable si se tiene en cuenta que las más importantes decisiones políticas y económicas se tomaban en Madrid[23].

En cuanto a su quehacer cotidiano, el burgués acomodado, lo que en Cataluña se llamaba la gent bé, madrugaba para controlar desde primera hora de la mañana la marcha de su fábrica o su negocio, a los que dedicaba una atención permanente; hacía un alto a mediodía en su casa para supervisar que la paz doméstica no se había alterado; frecuentaba, a veces, los cafés más distinguidos (la Maison Doré y El Siglo, fundamentalmente), y, sobre todo los círculos y los clubs, que conferían el mayor tono social, en los que repasaba La Veu de Catalunya o El Brusi, además de los periódicos económicos, que le mantenían al tanto de las fluctuaciones de la Bolsa; repartía la tarde entre alguna recepción social («recibir» era un rito entre la alta burguesía barcelonesa) o una función del Liceo, donde naturalmente tenía un palco de su propiedad; y hasta, en ocasiones, reemplazaba la levita y el bastón por una indumentaria más deportiva, para practicar ciertos sports, como en aquel entonces se decía, cuya práctica suponía un añadido toque de ostentación, en un tiempo en el que para muchos de sus conciudadanos el ejercicio más practicado era el de la supervivencia. Sus esposas, mientras tanto, cumplían, antes que ninguna otra cosa, el papel de madre que secularmente tenían asignado; vigilaban el correcto engranaje de todo un ejército de doncellas, sirvientas, nodrizas, niñeras, institutrices y costureras (la ciudad tenía censadas 14.000 trabajadoras domésticas); y cuando no acompañaban a sus maridos por exigencia de la etiqueta, mandaban preparar el coche de caballos para dar un paseo por el Ensanche, acudían a una sala de té, de las muchas que acababan de abrirse, exhibían a la «pubilla» entre el círculo de sus amigos, con alguno de cuyos hijos había de terminar casándose; o visitaban alguna congregación piadosa, porque la demostración caritativa constituía una de sus prácticas obligatorias.

Por lo que se refiere a la clase media, mucho más nutrida numéricamente que la anterior, hay que decir que se encuadraba dentro de los parámetros que caracterizaban en todo el país a las economías ajustadas, pero que, a la vez, aspiraban a representar un papel social que no se correspondía a sus ingresos, y que tenían en el «quiero y no puedo» su más claro signo referencial. En unos años en los que los precios subían a un ritmo superior a los salarios (aproximadamente, en la proporción de seis a cuatro) y el mercado laboral no era capaz de conciliar la oferta y la demanda, esta franja social iba a ver sustancialmente mermado su poder adquisitivo y a experimentar una forma de progresiva proletarización, que le forzaba a contener el gasto, extremar la austeridad y recurrir, a veces, al pluriempleo (no debe olvidarse que las mujeres de este estamento raramente trabajaban) para hacer frente a los crecientes gastos de sus economías domésticas.

De difícil e imprecisa catalogación, dados los diferentes niveles adquisitivos de quienes la formaban (entre los salarios de un médico, un abogado, un comerciante o un empleado del Estado, por poco elevado que fuese su rango, y los de un artesano, un militar sin graduación, un maestro, un tendero o un obrero cualificado existían notables diferencias), tenían todos ellos, como elementos homologadores, una vivienda digna; un trabajo capaz de sufragar, aunque fuese con alguna estrechez, las necesidades familiares; la posibilidad de poder dar estudios y formación a sus hijos; una consideración social diferente a la que disponían los obreros; el deseo de asimilarse a las clases más acomodadas; la sumisión a toda una serie de convencionalismos, en los que la apariencia primaba siempre sobre la espontaneidad; y, lo que es más importante, la permanente esperanza de ascender algún peldaño en la escala social de la ciudad.

Del día a día de la clase media barcelonesa en los albores del siglo hay también datos suficientes para permitir formarse una visión de conjunto sobre sus formas de vida y sus costumbres, en general menos rígidas y más liberales que las de la burguesía acomodada. Tanto si vivían dentro del casco antiguo como si se habían trasladado a las zonas ya construidas del Ensanche, lo hacían en casas decorosas y presentables, aunque, eso sí, en los pisos superiores, respetando la jerarquización vertical de las viviendas, según la cual las rentas bajaban en relación con los peldaños que había que subir para acceder a ellas. Los varones pasaban las mañanas en sus oficinas, despachos u obradores en tanto que las mujeres centraban su quehacer en la atención del hogar y el cuidado de los hijos, ayudadas en ocasiones por una sirvienta llegada de algún pueblo próximo a la capital, que casi prestaba su servicio a cambio de la manutención y la cama. Mostraban una clara tendencia a imitar los hábitos de sus convecinos más pudientes, hacia los que sentían una nada disimulada admiración. Y distraían su tiempo libre, ellos frecuentando los cafés, donde puede decirse que tenían localizada su segunda casa, yendo a los numerosos teatros que comenzaban por aquellos días a abrirse en el Paralelo, o entreteniendo sus ocios en tertulias de casino, círculos recreativos y, cuando las había, corridas de toros; y ellas recorriendo los nuevos paseos recién abiertos, especialmente el de Gracia, donde miraban con envidia el paso de las damas aristocráticas en sus coches descubiertos, frecuentando a sus amistades, o yendo de compras a los primeros grandes almacenes, de entre los que El Siglo era el más importante, donde se podían adquirir ya prendas confeccionadas sin tener que recurrir a la consabida modista. Los hombres vestían de americana con chaleco y se cubrían habitualmente con sombreros hongos en invierno y cannotiers durante el verano; y las mujeres usaban trajes de tres piezas, ligeramente entallados, botines, y casi siempre sombreritos, todos ellos «a la moda de París», aunque estuvieran confeccionados en cualquiera de los numerosos talleres de costura abiertos en aquellos días en Barcelona. Para moverse por la ciudad lo hacían casi siempre andando, y sólo cuando las distancias eran muy largas, tomaban los recién inaugurados tranvías eléctricos, que ya en esa época contaban con varias líneas que cruzaban la capital en todas sus direcciones. La política les interesaba, votaban mayoritariamente a la Lliga, los republicanos regionalistas, o los radicales de Lerroux, hojeaban a diario los periódicos y percibían salarios con los que podían, aun pasando más apuros que los deseados, costear sus gastos.

Pero es el obrerismo barcelonés el sustrato poblacional que más va a definir la personalidad de una ciudad eminentemente industrial, y en constante convulsión, en función de su protagonismo en los crispados acontecimientos de la primera década del siglo, que hubo necesariamente de asumir por simples razones de supervivencia y dignidad, y que terminaría otorgándole un papel preponderante en la configuración y el diseño, no sólo ya de su perfil sociológico, sino de su propia historia. Sin su presencia, es imposible entender el proceso industrializador que convirtió a Barcelona en lo que daría en llamarse el «Manchester español», verdadero motor del crecimiento de un país atrasado y lleno de corruptelas, que venía de perder los últimos flecos de su Imperio. Sólo gracias a su empuje, reivindicativo en un principio, y después revolucionario, la España oligárquica veríase obligada a ceder parte de sus prerrogativas y articular políticas sociales inimaginables y desconocidas hasta entonces, propias ya de un Estado moderno. De su esforzado «tirar del carro» y «nadar contra corriente» iban a deducirse importantes logros en el progreso económico de la nación, y a la vez trágicas perturbaciones, que de forma tan grave deteriorarían la convivencia. Y su dura realidad, su penosa existencia, envés de esa otra urbe creativa y deslumbrante, permitiría, en definitiva, visualizar una Barcelona muy diferente a la anteriormente descrita, una connurbación gris, proletarizada, imperceptible a los ojos del viajero, pero parte integrante, también, de esa «ciudad de los prodigios», en la que era posible fundir la fastuosa celebración de un baile de gala en el Círculo Ecuestre o el fulgor deslumbrante de una sesión de ópera en el Liceo, con la tensión surgida de una huelga general, capaz de paralizar el pulso ciudadano, o el estallido de una bomba, saldado con un número indeterminado de heridos y muertos.

En numerosos y documentados estudios sobre el movimiento obrero en la Barcelona novecentista la moderna historiografía ha acopiado infinidad de datos acerca de las condiciones de vida de ese sufrido colectivo, que producen, al leerse, auténtico escalofrío. Gracias tanto a ellos como al simple repaso de los Anuarios municipales de estadística no resulta difícil imaginar el cúmulo de penalidades que la falta de recursos, la elevada densificación poblacional, el hacinamiento, los deficientes servicios de higiene y salubridad, la desescolarización, los prolongados horarios de trabajo, casi nunca por debajo de las diez horas diarias, la ausencia de seguridad laboral, la mortalidad infantil, el analfabetismo, la falta de seguridad en el empleo, la explotación laboral de mujeres y niños, sometidos en muchos casos a quehaceres casi inhumanos, el desprecio patronal hacia el trabajador, la ingesta de una dieta alimentaria inapropiada e insuficiente, que se traducían en incontroladas y mal atendidas enfermedades y epidemias, y la práctica ausencia de cualquier forma de cobertura social, representaban para ese centenar y medio de miles de trabajadores, que, en muchos casos, rozaban los umbrales de la miseria, y que veíanse abocados a una existencia humillante, desesperanzada y milagrosa, en esa engañosa tierra de promisión a la que tan confiados habían accedido[24].

Instalado en estrechas, oscuras e insalubres callejuelas de la Ciutat Vella y su entorno más próximo, o disperso en los emergentes barrios obreros surgidos, a modo de guetos, en la periferia del Ensanche, ese amplio submundo poblacional sobrevivía, como se ha dicho, de forma casi milagrosa, en una lucha permanente contra la adversidad; con unos salarios de mera subsistencia, que apenas crecerían durante toda la primera década del siglo; agobiados por impuestos, que, como el de consumos, tan importante incidencia tenían en el capítulo de la alimentación; sin ningún grado de cualificación, lo que le impedía ascender en la escala social; limitado al consumo de artículos de primera necesidad; teniendo que recurrir a la contribución del trabajo de las mujeres y los niños, porque el del cabeza de familia era insuficiente; víctimas de un mercado proteccionista que disparaba artificialmente los precios; y en unas condiciones de infrahabitabilidad y pauperismo que terminarían suscitando graves tensiones sociales, y que repercutieron, directa o indirectamente, en la convulsa política de la época.

En el apartado habitacional hay que decir que las viviendas obreras barcelonesas en muy pocos casos respondían al mínimo nivel exigible a la dignidad de quienes las habitaban. Casas sin apenas luz natural, de aspecto lóbrego y tenebroso; sin las imprescindibles condiciones higiénicas obligadas a unas familias, generalmente numerosas, y muchas veces realquiladas; contando por todo mobiliario con una cama matrimonial, a la que se añadían colchones para los hijos cuando era necesario, una mesa de pino, con sus correspondientes sillas de anea, y en el mejor de los casos un armario ropero; con cocinas, generalmente asomadas a un estrecho patio de luces, que apenas disponían de unos viejos fogones de carbón, activados por un atizador y un soplillo, y en cuyas paredes, desprovistas de cualquier otro adorno, se alineaban unas vaseras que guardaban la escasa y desportillada loza que constituía la vajilla; faltas de agua corriente potable (se proveían de ella, por medio de un depósito situado habitualmente en el terrado), que era preciso ir a buscar a la fuente más próxima; alumbradas por bujías de aceite, o, en algunos casos, de carburo; y sin otro evacuatorio que el de una comuna, o pozo negro, compartido por varios de los pisos[25].

Por lo que se refiere a su manutención las condiciones no eran mucho más optimistas. Para atender al gasto energético resultante de sus largas y penosas jornadas de trabajo, que a veces superaban las diez, y hasta las once horas diarias, disponían de una dieta escasa en calorías, falta de proteínas y de escaso valor nutritivo. La carestía del transporte, el proteccionismo arancelario y los ya citados impuestos de consumos habían disparado el precio de los productos de primera necesidad, con alzas, en sólo una década, del 50 por ciento en la carne, el 55 por ciento en el bacalao, el 35 por ciento en el tocino o las patatas, y el 30 por ciento en el arroz. En 1905, por poner un ejemplo ilustrativo, el kilo de pan costaba 40 céntimos, el litro de leche, otros 40, y la docena de huevos, una peseta y treinta céntimos, lo que para un sueldo de 2,50 pesetas diarias, que era lo que venía a cobrar como media un peón, constituía un precio inalcanzable. La comida normal del obrero se reducía a un plato de escudella (el clásico cocido castellano), a base de garbanzos, berza y tocino. La carne era un manjar no sólo prohibitivo, sino desconocido, y no eran pocos los barceloneses que llevaban a sus hijos a instituciones tuteladas por órdenes religiosas, sólo para que pudieran alimentarse.

En cuanto al vestido sucedía algo parecido. Los hombres utilizaban diariamente para trabajar una blusa de tejido áspero, de color generalmente gris o azul, se cubrían con una gorra, del tipo visera, y calzaban alpargatas o espardeñas mientras que las mujeres llevaban unas sayas largas, hechas de una mezcla de lino y lanilla, y se anudaban un pañuelo en la cabeza para sujetar el cabello. Sólo los días de fiesta, o con ocasión de algún acontecimiento especial, usaban aquéllos camisas sin cuello, y éstas, unas faldas de tejido más fino y más vistoso colorido. En cuanto a los pequeños vestíanse casi siempre de la ropa ya usada que heredaban de sus hermanos mayores, y de donaciones que, periódicamente, acostumbraban a dispensar algunos de los centros caritativos de la ciudad, como era el caso de las Conferencias de San Vicente de Paul, el Centro de Beneficencia de San José, próximo a las Ramblas, o las Juntas Parroquiales de determinadas iglesias[26].

Respecto a sus salarios eran casi siempre muy bajos, y variaban de modo ostensible según fuera una u otra la industria que los ocupaba y la tarea que en ella desempeñaban. En cualquier caso, el jornal de los oficiales rara vez superaba las 5 pesetas diarias, los peones cobraban, como media, alrededor de 2 pesetas o, a lo más 2,50, y las mujeres y los niños no solían pasar de 1,5 pesetas. Todo ello sin contar con que tan sólo percibían ese sueldo los días trabajados, con exclusión de los domingos y festivos, y que tampoco cobraban nada en los casos en que se encontraban aquejados de cualquier tipo de enfermedad, lo que solía ocurrir con no poca frecuencia, tanto en razón de la casi inexistente atención médica con que contaban, y las abundantes patologías (tifus, tuberculosis, anemia, gripe y sarampión) derivadas del hacinamiento, la deficiente ventilación de las viviendas, el mal estado del alcantarillado público, las precarias condiciones higiénicas de la mayoría de los centros de trabajo y la falta de profilaxis, como de la inseguridad laboral, que llegaría a alcanzar tales dimensiones que el Instituto de Reformas Sociales encontró un total de tres infracciones por cada una de las 300 fábricas y talleres que visitó en 1907. Una retribución, absolutamente insuficiente, para quienes pagaban alquileres mensuales de hasta 25 pesetas, y precisaban al menos una media de 1,50, por persona y día, como gasto indispensable para poder permitirse una dieta racional y suficiente. Como atinadamente escribiera Romero Maura, el obrero barcelonés vivía durante esos años en «un estado de sitio económico permanente»[27].

La educación y la sanidad eran dos de los capítulos en los que más se ponía de manifiesto la incuria de la clase trabajadora. Con unos índices de analfabetización que llegaron a superar el 45 por ciento (en las mujeres, esa cifra ascendía espectacularmente), los trabajadores barceloneses de la época no tenían otra forma de acceso a una siquiera mínima formación personal, que no fuese la de asistir a aquellos centros obreros, o ateneos populares en los que se impartía alguna forma de enseñanza. En lo que atañe a sus hijos, la situación no era mucho mejor, dado que los pocos que se encontraban en condiciones de poder escolarizarse (la mayoría estaban trabajando casi desde la infancia) tenían necesariamente que hacerlo bien en las deficientes escuelas públicas, faltas de medios y en las que cualquier aprovechamiento por parte del alumno sonaba a milagroso, o en las confesionales, donde los religiosos que las atendían, además de inculcarles una enseñanza dogmática y reaccionaria, practicaban filtros morales antes de aceptarlos, y sólo admitían a aquellos niños cuyos padres convivían maritalmente de una forma reglada y estaban, además, dispuestos a participar en los actos de culto por ellos organizados. Respecto a la sanidad, cuanto pueda decirse es poco para definir el deficitario estado en que se encontraba. Hasta la construcción del Clínico, en 1904, la atención médica ambulatoria se dispensaba en las casas de socorro municipales y en el Hospital de la Santa Cruz u otros varios, atendidos por órdenes religiosas, cuando resultaba preciso ingresar al enfermo. Pero ni uno ni otros suministraban, después del alta, los medicamentos prescritos (muy caros para economías tan modestas), ni disponían de equipamiento clínico suficiente para atender las enfermedades más graves. La mortalidad infantil, aunque ligeramente menor que en el siglo anterior, seguía registrando cifras muy elevadas, y era raro el año en el que alguna epidemia inesperada no produjera decenas, y hasta incluso centenares de víctimas[28].

Las relaciones vecinales y el empleo de los tiempos de ocio y distracción de la clase obrera han sido también objeto de detenido estudio por parte de los historiadores. Al margen de la calle, principal escenario de sociabilidad en el que se desarrollaban sus contactos, eran las tabernas y cafetines los más habituales puntos de encuentro de los obreros, en tanto que sus mujeres coincidían, sobre todo, en los lavaderos públicos, los mercados, y las fiestas que los distintos barrios celebraban en ciertas fechas del año. En los días festivos (reducidos únicamente a los domingos, y eso, en el caso de que el patrón no decidiese abrir la fábrica, contraviniendo la legislación al respecto), los trabajadores acostumbraban a llevar a sus familias al parque de la Ciudadela o a algún campo próximo a la ciudad; jugaban con sus vecinos o amigos a las cartas, u otros juegos de mesa en los cafés, donde también apostaban a las máquinas tragaperras; iban, cuando tenían algunos céntimos de más, a los frontones, los teatros por horas, y las peleas de gallos; se acercaban hasta los merenderos de la playa, en los que tomaban un refresco y hasta podían bailar; y, en los casos de aquellos que sabían leer, hojeaban los diarios republicanos, e incluso visitaban las bibliotecas populares, que los abastecían de novelas folletinescas y libros divulgativos para el consumo de toda la semana[29].

Una vida, en resumen, triste, anodina y gris, que fomentaría además expresiones de marginalidad, como la prostitución (sólo en 1908 se contabilizaron en la capital catalana más de dos mil meretrices, sin sumar aquellas que ejercían su oficio de forma clandestina), la mendicidad (centenares de pordioseros, muchos de ellos niños, pululaban por las calles de la capital en espera de unos céntimos o de las sobras que algunos cafés y caritativas amas de casa les suministraban), y la delincuencia urbana (Barcelona ocupaba en los primeros años del siglo el quinto lugar entre las ciudades españolas con mayor número de delitos contra la propiedad), que, en determinadas zonas de la capital, llegaron a definir su fisonomía urbana, de la que artistas como Nonell, Picasso o Casas nos han legado cumplido recuerdo.

Si por prodigio entendemos aquello que excede de forma extraordinaria los límites de lo habitual, Barcelona era, por todo lo dicho, una ciudad prodigiosa. Lo era, por su ejemplar planteamiento urbano, el hondo contenido artístico y cultural, que de ella trascendía, y la pujanza de su industria y su actividad comercial. Lo era, también, a causa de la natural convivencia de grupos poblacionales tan heterogéneos como resultaban ser los catalanes de origen, y las decenas de miles de inmigrantes que en ella se instalaron, cada uno de los cuales aportaba a la colectividad, sus propios rasgos culturales. Y lo era, en fin, por su condición de foco propagador de políticas innovadoras, que, pese a las graves tensiones que suscitaron, contribuirían, en buena medida, al progreso de España.

* * *

¿Cómo se encuadraban políticamente esos casi seiscientos mil barceloneses que poblaban la capital en la primera década del siglo? ¿Cuál era el mapa electoral de la ciudad? ¿En qué partidos, organizaciones sindicales o colectivos sociales encontraban aquellos programas que pudiesen atender sus demandas y expectativas? ¿Cómo lograban integrarse, en un país de tan marcado carácter identitario, esas gentes diferenciadas por su extracción social, su economía, su trabajo y su procedencia, como eran las anteriormente reseñadas? ¿En qué términos, y bajo qué reglas de juego, convivieron un catalanismo empeñado en reivindicar su singularidad, y un movimiento obrero decidido a promover la revolución social?

Para comenzar, hay que decir que, tras el Desastre del 98, los tradicionales partidos dinásticos dejaron en la práctica de contar electoralmente en Cataluña. Salvo mínimos restos residuales, que continuarían apostando por la monarquía, el conjunto de los catalanes entendió, con buen criterio, amortizado el sistema canovista, falto de recetas para procurar soluciones a los problemas del país, y menos aún para resolver los que, de manera especial, se derivaban de una región con unas señas de identidad propias. Pero, contrariamente, a lo que había sucedido en el resto de España, donde la pérdida de las colonias se había asumido con desesperanza, resignación, o, lo que aún es peor, con indiferencia, en el Principado suscitó, en cambio, un vigoroso y combativo espíritu de rebeldía, y una total entrega a la nada sencilla, pero a la vez ilusionada, tarea de combatir la incapacidad del régimen que les había llevado a la derrota, y trabajar en pro de un regeneracionismo, capaz de sacar a Cataluña de la crisis.

Esa actitud haría del nacionalismo, de cuyos dirigentes había surgido tal empeño regeneracionista, no ya sólo el signo de identidad que hasta entonces representaba, sino una auténtica opción política. Y faltos de cualquier credibilidad como de hecho estaban los Partidos Conservador y Liberal, lo situó en disposición de protagonizar, junto al obrerismo, el difícil trayecto a la regeneración nacional. Y, lo que es más importante, impulsó sus propias energías hasta el punto de convertirlo en un válido interlocutor del Gobierno central, al que en muchas ocasiones tutearía, contra el que en repetidos casos se enfrentó, y a cuyas decisiones opuso una decidida resistencia desde la posición de fuerza y confianza que suponía el saberse como «un Estado dentro de otro Estado».

Catalanismo y movimiento obrero (controlado éste, alternativamente, por radicales y anarquistas) iban a convertirse, así, en los dos polos sobre los que pivotaría la actividad política durante toda la primera década del siglo, sin que el resto de las fuerzas con implantación en Cataluña (los partidos monárquicos, el carlismo y los socialistas) tuvieran sino una presencia residual, con una escasa capacidad de arbitraje, resultante, en el caso de estos últimos, de su aún escasa penetración en el territorio catalán, y en el de aquéllos, de su ineficacia y su obsolescencia[30].

En lo que se refiere a la primera de esas dos fuerzas con capacidad de influencia, el catalanismo, debe señalarse que, desde mitad de la centuria anterior, las élites culturales catalanas habían iniciado un proceso de recuperación del carácter identitario del país, postergado por la monarquía borbónica desde 1714, año en el que Felipe V castigó al Principado como consecuencia de la guerra que le había declarado para impedir su acceso al trono de España. Un proceso, conocido como «la Renaixença», que, alentado por el impulso de una burguesía que comenzaba a consolidarse y la influencia del romanticismo europeo, apostó, primero, por estructurar gramaticalmente la lengua (en cada comarca se empleaban ortografías diferentes) y fomentar la creatividad literaria y, después, por rescatar usos populares que, de tan poco practicados, habían ido perdiéndose. Fueron esos unos años de enorme fecundidad artística e intelectual, en los que surgieron numerosas publicaciones periódicas escritas en catalán, se recopilaron colecciones de poesías y leyendas enterradas en el olvido, nacieron los primeros ateneos, de los que sería el más emblemático el Ateneu Catalá, se crearon, de la mano del maestro Anselmo Clavé, las primeras sociedades corales, y fueron actualizándose tradiciones tan arraigadas en el pueblo, como podían ser los bailes regionales, especialmente la sardana, «las fiestas mayores», los juegos florales, los «castells de xiquets», y hasta las asociaciones excursionistas.

Pero a raíz de la Revolución de 1868, que destronó a Isabel II, y, sobre todo, una vez consumado el fracaso del 98, ese movimiento cultural, que iba impregnando día a día el espíritu y los hábitos de los catalanes, comenzó a adquirir un progresivo tono político, en vista de la incapacidad del Estado para desproveerse de su estructura oligárquica y caciquista, y del desinterés de los distintos Gobiernos de la Restauración por entender, de un lado, el «hecho catalán», y articular, por otro, políticas económicas y sociales eficaces y modernizadoras. Y esos catalanes que hasta entonces habían vivido, como ha escrito acertadamente Josep Benet, «empeñados en su propio trabajo, reducidos al ámbito de sus negocios familiares, ajenos a la vida política, faltos de interés por cualquier gran empresa colectiva, y despreocupados por las instituciones de gobierno», tomaron repentinamente conciencia de que participar en la regeneración nacional era una empresa que incumbía a todos, una aventura colectiva, y se embarcaron en el difícil aprendizaje de los negocios públicos, como una forma de contribución al interés general (para un catalán de la época el bienestar de todos era habitualmente el que se correspondía con el suyo), que tendría como último objetivo la modernización política de su propio territorio[31].

Para impulsar ese tan deseado proyecto regeneracionista y poder concretarlo en una eficaz herramienta política, Cataluña contó con una sólida generación de intelectuales y políticos, conscientes del importante papel que podían desempeñar, y con una visión lo suficientemente lúcida como para advertir que cuanto dejaran de hacer, nadie, desde Madrid, iba a resolverlo por ellos. Una generación que tuvo como principales ideólogos al escritor Mañé i Flaquer, al obispo Torres i Bages, al poeta Jacinto Verdaguer y, sobre todo, al jurista Enric Prat de la Riba[32], quienes, ya antes de consumarse el desastre colonial, en 1892, se reunieron, bajo la presidencia de Domènech i Muntaner, para redactar, en lo que se llamó «Las Bases de Manresa», una Constitución regional, que concretaba reivindicaciones tales como la defensa del Derecho, la lengua y las tradiciones catalanas; la exigencia del autogobierno; la capacidad de promulgar sus propias leyes tanto civiles como penales y mercantiles; la creación de una fuerza responsable del orden público y la seguridad en Cataluña; y el acomodo de la educación pública a las necesidades y el carácter de la «civilización» catalana, por citar sólo las demandas más importantes. Peticiones todas ellas que, naturalmente, el Gobierno central desoyó, pero que habrían de servir de plataforma para que los incipientes grupos políticos que participaban de esas ideas (el Centre Catalá, la Unión Catalanista y los federalistas) fundasen, en 1901, la Lliga Regionalista, síntesis de todos ellos, que se constituyó como el primer partido catalán de la historia del Principado, que ya en las elecciones de mayo de ese mismo año ganó cuatro de los siete escaños que se disputaban en la circunscripción de Barcelona[33].

Pero ese espíritu de rebeldía, esa voluntad de ruptura con un Estado del que se sentía extraño y del que muy poco esperaba, que constituían las razones informadoras de la Lliga, no iban a durarle al recién creado partido demasiado tiempo. La base social, sobre la que se sostenía, la burguesía, era una clase profundamente conservadora, interesada en mantener a toda costa el proteccionismo arancelario que vitalizaba su economía industrial, temerosa de la violencia que durante la anterior década había convertido a Barcelona en «la capital de las bombas», y poco proclive a desligarse por completo del Estado, pese a ser consciente de que, utilizando una política de palo y zanahoria, les daba con una mano lo que les quitaba con la otra. Los cuatro escaños obtenidos en los primeros comicios a los que se presentó recayeron, nada menos, que en los presidentes de las asociaciones patronales con más fuerza y poder en el Principado. Y ese conservadurismo, que acabó contagiando a sus propios líderes, terminaría por restarle capacidad de maniobra, impidiéndole llevar a término el primitivo proyecto regenerador que la había inspirado. Como escribiera al respecto «Gaziel», con una irónica sagacidad, «el catalanismo burgués de la Lliga quería transformar España, pero, eso sí, sin que se produjese el menor estropicio en Cataluña»[34].

A la brevedad de esa euforia iban a contribuir factores tan decisivos como fueron la resistencia de los grandes industriales a romper los vínculos que les unían con el Gobierno de Madrid, del que esperaban una nueva y más proteccionista Ley arancelaria; la creciente influencia del clero sobre la dirección de un partido cuyas bases venían precisamente reclamando mayores impuestos para las órdenes religiosas; y la decisión de Cambó, entonces ya uno de los principales dirigentes regionalistas, de continuar elevando peticiones reivindicativas al Rey, lo que significaba un reconocimiento tácito de la autoridad de la monarquía. Y fruto de la conjunción de todos ellos, los catalanistas cosecharon en las elecciones convocadas por Maura en abril de 1903, a las que concurrieron además aliados con la Junta de Defensa de los Intereses Católicos (organización de carácter reaccionario, fundada ese mismo año por el cardenal Casañas), una severísima derrota, al no conseguir ni uno solo de los diputados en juego. Un tándem de esas características resultaba inaceptable no ya sólo para el obrerismo catalán, sino incluso para una parte de los votantes de la Lliga, sobre todo las clases medias, cuyos intereses políticos no tenían nada que ver con los del mundo de las finanzas, y, menos aún, con los de la Iglesia.

Ello explica que el sector situado más a la izquierda del partido, para el que un giro republicano representaba el mejor de los caminos hacia el pretendido reformismo, decidiese, en 1904, escindirse de la Lliga, consciente de que el grueso de la organización, liderada por Prat de la Riba y Cambó, era incapaz de superar la contradicción que suponía defender, por un lado, la plena autonomía de Cataluña, y plegarse, por otro, a los dictados del Gobierno de la nación que, en palabras de Robert Hughes, era «quien le ponía al pan el tomate» o, dicho de otro modo, el que suministraba oxígeno a una economía que, tras el Desastre, había perdido sus mejores mercados. Y, así, bajo la dirección de un equipo integrado por Jaume Carner, Rovira i Virgili, Sunyol y Amadeu Hurtado, emprendió en solitario la tarea de continuar combatiendo la interminable siesta de un Estado indolente y plagado de corruptelas, del que cada día se sentía más alejado[35].

Pero, pese a contar desde el momento de su escisión, con un periódico propio, El Poble Catalá, que convirtió en buque insignia y portavoz de su proyecto político, el catalanismo republicano llegaba con retraso a la cita con el electorado del que necesitaba adueñarse. Ni sus promotores, burgueses liberales todos ellos, contaban, por buenas que fuesen sus intenciones, con el temple y la capacidad suficientes para dar vida a una organización política independiente; ni disponía de una sólida estructura de Partido; ni ponía especial énfasis en los auténticos problemas sociales del país, limitando su proyecto a propuestas políticas, muchas de signo meramente municipal; ni aplicó otras recetas electorales que atizar el anticlericalismo, e intentar presentarse como una opción de izquierda, identitaria e interclasista. Y por si todo ello no fuera bastante, hacía ya casi tres años que Alejandro Lerroux, de quien se hablará con mayor detenimiento en páginas sucesivas, se le había adelantado en la apropiación del voto del obrerismo barcelonés, en gran parte ya de origen inmigrante, y realmente muy poco interesado por algo que, como el logro de la autonomía de Cataluña, estaba muy lejos de sus necesidades más urgentes y perentorias.

Al margen del empeño de esta facción disidente del catalanismo por hacerse un hueco en el mapa político del principado, la Lliga, consiguió recuperarse, en 1905, de su último revés electoral, gracias a la coyuntural bonanza económica que se vivió en ese bienio, el profundo conservadurismo que, sobre todo en las zonas rurales, venían alimentando las pastorales del arzobispo Torras i Bages, y el temor que en las clases medias despertaba el creciente auge del movimiento obrero. Y favorecida por esas circunstancias, obtuvo en los comicios municipales de ese año excelentes resultados en el interior de la región, a los que habría de añadir las doce credenciales que logró en el Ayuntamiento de Barcelona, por más que fueran los lerrouxistas quienes consiguieron mayoría absoluta en el mismo. Una moderada victoria, que se tradujo en un aliento a sus aspiraciones soberanistas, acrecentadas, aún más si cabe, por el eficaz «efecto patriótico» resultante del brutal ataque de un grupo de militares (irritados por las críticas que la prensa dispensaba habitualmente al Ejército) contra las redacciones de los periódicos regionalistas Cu-Cut y La Veu de Catalunya, que unió a cuantos se sentían auténticamente catalanes en torno a una misma bandera[36].

El hecho de que el Gobierno de Madrid no sólo no condenase ese ataque, sino que además accediese, por medio de la polémica Ley de Jurisdicciones, a la exigencia del Ejército de reservar a sus propios tribunales el enjuiciamiento de cuantos delitos afectaran a su honor y al de la patria, sería la espoleta que haría converger a las diversas ramas del catalanismo (la Lliga, el Centre Nacionalista Catalá y los carlistas), a la que se sumarían además los republicanos de Salmerón, en un bloque común, que, con el nombre de Solidaritat Catalana, y bajo la dirección de Prat de la Riba y un todavía joven pero ya brillante Cambó[37], se constituyó en Gerona (la capital tenía aquellos días suspendidas las garantías constitucionales), en febrero de 1906, y concurrió un año después, ya como opción electoral, a los comicios generales de abril, consiguiendo 41 de los 44 escaños en juego.

El proyecto informador de Solidaritat Catalana, que Prat de la Riba enunció en el llamado «Manifiesto del Tívoli», denominado así por haberse dado a conocer en el teatro barcelonés del mismo nombre, contenía principios ya defendidos por el regionalismo (la regeneración moral del país, el rechazo a las corruptelas de una Administración desidiosa y anquilosada, el mantenimiento del proteccionismo arancelario, el rechazo a la intervención militar en los asuntos de gobierno y el expreso reconocimiento de la personalidad de Cataluña), a los que sumaba la exigencia de la retirada de la Ley de Jurisdicciones, aprobada por Moret, y, sobre todo, la creación de un gobierno autonómico financiado por su propio sistema fiscal y con jurisdicción sobre las cuatro provincias catalanas en materias de educación, obras públicas y bienestar social. Todo un repertorio de conocidas recetas nacionalistas, al que, entre ilusionada e ilusa, pretendía incorporar al disímil y antagónico conjunto de fuerzas políticas adheridas al acuerdo[38].

En el programa de Solidaritat se encerraba la esencia de lo que iba a ser en el futuro el nacionalismo catalán. Partiendo de los principios contenidos en las «Bases de Manresa», los impulsores del bloque pusieron fundamentalmente el énfasis en asignar a la coalición recién surgida la reivindicación de una autonomía propia dentro del Estado español, y la defensa de los intereses de un pueblo, cuyos derechos estaban por encima de la discrecionalidad administrativa. Pero todo ello unido a una clara voluntad de moralización colectiva y un decidido empeño por traducir en políticas concretas las doctrinas meramente emocionales mediante las que la identidad catalana se había proyectado. El catalanismo se ofrecía, así, como una alternativa europeizadora al atraso que representaba el liberalismo parlamentario español, y orientaba sus miras a modernizar las instituciones, revitalizar la sociedad civil, combatir la corrupción, asentar una cultura identitaria, sanear el sufragio público, proteger sus propias instituciones llenándolas de contenido y completar aquellas gestiones que para Cataluña resultaban imprescindibles y no veía satisfechas por parte del Gobierno, fuera cual fuese el color político que lo definiese.

La proyección de ese ideario supuestamente unitario resultaba, sin embargo, una tarea imposible para la propia Solidaritat. Lo impedía, en primer lugar, el carácter heterogéneo de las fuerzas políticas en ella integradas (entre el modesto empleado que votaba al republicano Salmerón y el industrial acomodado próximo a los postulados económicos de la Lliga no existía la menor coincidencia), cuyas diferencias ideológicas no tardarían en manifestarse. Su extremado conservadurismo le suponía un segundo obstáculo, porque le alejaba del obrerismo, preocupado prioritariamente por su supervivencia, que la consideró siempre como un movimiento burgués y clerical. Aunque quizá el mayor de los frenos que encontró iba a radicar en su perfecto entendimiento con el Gobierno de Maura, con el que formó una excelente pareja de baile, pero que lastraría políticamente su proyecto. Y ello porque, si bien ambos pretendían sanear la Administración, poner fin al caciquismo y el trapicheo electoral, racionalizar la burocracia y dignificar la vida pública, les distanciaba su distinta visión territorial del Estado, el propio «hecho catalán». En lo que Maura estaba interesado era en incorporar políticamente a las clases medias catalanas a su proyecto de «revolución desde arriba». Y como del bloque de Solidaritat únicamente encontró eco en la conservadora y reformista Lliga de Cambó, apenas éste puso el énfasis en reclamar una mayor autonomía para Cataluña, entendió frustrada su colaboración con él, y si algo hizo por la coalición catalanista fue contribuir a disolverla[39].

A Cambó, excelente visionario en tantos otros aspectos de la política, le faltó olfato en el caso de Solidaritat Catalana. Su condición de financiero, defensor del liberalismo económico y pendiente en todo momento de no perder el apoyo del ala más conservadora del bloque, le privó de la sensibilidad social suficiente para comprender que, sin contar con el movimiento obrero, el catalanismo era incapaz de transformar las estructuras del Estado. Y al decantarse a favor de los intereses de los industriales de la Lliga, contrarios a las exigencias de los trabajadores de mejores salarios y una mayor seguridad laboral, se enajenó la colaboración y el voto de un colectivo imprescindible para cualquier posible envite nacionalista al Gobierno. Intentó, es verdad, encauzar la agitación revolucionaria a favor de una política reformista, y obtuvo señalados logros en los momentos en los que estuvo en el poder tanto en el Ayuntamiento como en la Diputación de Barcelona. Pero no supo o no pudo articular un proyecto sólido que respondiese a las necesidades concretas de Cataluña y que, al mismo tiempo, despejara las suspicacias que despertaban en Madrid esas exigencias.

La victoria electoral de 1907 sobre el republicanismo antisolidario (tan severa, que incluso Lerroux perdió su acta de diputado) no iba a ser para Solidaritat sino un espejismo. Convertida en un partido de derechas, con un tufo clerical, que le llevó a aliarse electoralmente con organizaciones católicas de carácter integrista, y viciada por sus propias contradicciones internas, no sobrevivió a la muerte, en enero de 1908

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