El sol como disfraz

Pedro Sorela

Fragmento

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Portadilla

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Permanecer en las redacciones es peligroso

Técnicas ocultas de la entrevista

Chica corriendo tras escritor

De cómo entrar (después) en una foto

Las canas de la cebra

—No soy yo, señorita. —¿Seguro que no es usted?

Jóvenes de ojos viejos

Un periodista ¿puede inventar?

Informar para ser libres

Ciegos a la fealdad

Crear alegra

Escucha con tus ojos

Los que tienen amigos son los periódicos

El tiempo no descansa, ni se gasta, ni se acaba

La vanidad como tinta

No nos van a dejar nada

Horas de 71 minutos

Cruzar es el destino

Aprender es algo raro

El reparto de los adjetivos

Corriendo hacia el dragón

El «entonces» como síntoma

Los secretos hacen lo que les da la gana

Noestardeacuerdo con el director y consecuencias

Si un redactor se sienta

El tiempo en los periódicos corre el doble y envejece el triple

Reparto, por orden de aparición

Notas

Sobre el autor

Créditos

Grupo Santillana

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Permanecer en las redacciones es peligroso

 

La Crónica del Siglo. 28 de septiembre del año VI de la dirección de Picasso

 

Ese joven escurrido sobre el sofá como una gabardina vieja lleva ya un buen rato sin que nadie le haga caso, pero no parece importarle. Al contrario. Sus ojos sonríen como quien al fin ha llegado a alguna parte. Y así es, ha llegado al antedespacho de Picasso, en La Crónica del Siglo, y ésa es para él una conquista. Ha llegado al lugar en el que se libra la guerra de su tiempo. Más aún, donde, en el año seis desde que Picasso fue nombrado director, se va ganando.

Aunque nadie diría que allí se libra tan siquiera un asalto. El sofá sobre el que el joven se escurre cruzando un tobillo sobre una rodilla es de diseño, en las paredes cuelgan viejas portadas del periódico con héroes, lágrimas o muchedumbres entusiastas que ahora son historia, si no arqueología, y a lo lejos se oyen las voces bajas de un grupo de secretarias que no parecen agobiadas por nada ni por nadie, y menos por el tiempo, que es la sustancia de esta guerra.

Y sin embargo, el joven está a punto de levitar, como cuando le faltaba un centímetro para llegar por primera vez a los labios con sabor a menta de una chica de trenza negra, un día que se escaparon del colegio, en cuarto de bachillerato, o cuando se tiró por primera vez a un abismo colgado de un ala delta, y ésta colgando del aire. Algo que, por cierto, ya casi no hace.

Aunque andará por los treinta, tiene un aspecto un tanto hambriento de universitario que no come bien y, sobre todo, parece medio disfrazado con una corbata a rayas grises y vino tinto y una chaqueta de tweed de espinilla de pescado, de otra época, que ese 28 de septiembre le hace sudar. Se maldice por llevarla. Nadie parece usar corbata en ese periódico e incluso las secretarias van vestidas con vaqueros, bien es verdad que vaqueros de los que llevan incorporado un tratamiento antiarrugas. Como la que le recogió en la portería. «Hola, soy Almudena», le dijo como si fuese una fiesta, y en lugar de darle la mano le dio un par de besos como se hace en Madrid hasta con los traficantes de armas.

Luego, ya en la planta noble de La Crónica, le acompañó hasta la salita con portadas de más de un siglo, enmarcadas como certificados de limpieza de sangre, le preguntó si quería un café, un periódico, y le dejó allí, depositado sobre el sofá y dirigiéndole una última sonrisa que —Daniel ya tiene edad para saberlo—, no es una sonrisa. Sobre él, la portada del periódico dando cuenta del hundimiento del Maine, con la que empezó la guerra de Cuba, le da a la sala un aire de museo. Sin embargo, huele vagamente a pintura, como si fuese un museo recién inaugurado. Y aunque nadie ha vuelto siquiera a mirarle, a Daniel no le importa. Casi se lo está pasando bien. Pues más que estar ahí, en La Crónica del Siglo, esperando a ser recibido nada menos que por Picasso, disfruta como en una piscina al final de un desierto con no estar ya allí.

Allí: la Rápido Press o la agencia de noticias en la que se vende periodismo que llaman rápido pero es simplemente mezquino, y donde ha pasado sus primeros seis años en la profesión. Una oficina con la pintura vieja y la capacidad de provocar un ahogo inversamente proporcional a sus escasos ciento ochenta y nueve metros cuadrados: una vez los midieron, en el turno de noche, con cuartas de la mano, como prisioneros midiendo el calabozo, por pura desesperación.

Aunque tiene un aspecto dinámico, con recepcionista perfumada y ruidos de faxes y teléfonos a lo lejos, la Rápido Press viene a ser un tenderete en el que se venden noticias como se podrían vender boquerones en vinagre, gobernado por un beato y un fornicador. El beato para proclamar que el periodismo es una vocación y por tanto «no tiene horarios ni obedece a los sindicatos»: un dogma muy práctico para que los periodistas trabajen sin pedir horas extra, las horas extra son una ordinariez de la gente sin vocación que trabaja para comer. Y el fornicador, jefe de reportajes, conocido como el Pez, para demostrar que quien logra venderles fotos a las revistas y películas a las televisiones, aunque tenga caspa y le huela el aliento, quien logra colocar fotos y películas pone la mano sobre más culos que nadie.

En sus años en la Rápido, y consternado por la experiencia de perseguir fantasmas de noticia —ruedas de prensa sin preguntas, premios a libros y películas encargados por publicistas, amoríos que no lo eran de actrices y actores que tampoco lo eran, y así—, Daniel ha aprendido unas cuantas cosas que tal vez sean sólo una:

 

PERMANECER EN LAS REDACCIONES ES PELIGROSO.

 

Eso, al menos, es lo que ha escrito en su estrecha libreta de reportero, donde notas de trabajo alternan con retratos a línea, esbozos de ideas quizá para pensar más tarde, y narraciones de un par de frases. Pero si «permanecer en las redacciones es peligroso», ¿qué hace esperando en la antesala de Picasso a ser contratado en La Crónica del Siglo?

Sólo cabe una explicación, y es que sus recelos vuelan ante la perspectiva de alejarse de la Rápido Press.

 

Al fin (escribe ahora). Ya nunca más hacer refritos. Ya nunca más soportar al Pez. No mamporrear más entrevistando a putillas para que se las tire un jefe. Ni correr con la moto por toda la ciudad para confirmar lo previsto. Ya nunca más...

 

Pero nunca se sabrá qué otra cosa no se producirá ya más en la vida de Daniel a partir de sus veintinueve años porque en este momento aparece Almudena y le conduce al despacho de Picasso. Está al otro lado de una pequeña sala en penumbra con más secretarias, de las que un par de ellas visten con falda y parecen de otra época, otro periódico.

—Daniel Camín —anuncia Almudena, y sin esperar cierra la puerta tras él.

Y Camín piensa que alguien se ha equivocado pues no le han llevado al despacho de un director, y mucho menos el director que está cambiando la profesión, sino... Ni siquiera se siente en un periódico: la habitación es grande y medio oscura, aunque se alcanza a ver que los muebles son de un anticuado modernismo, y está llena de cuadros. Tarda en distinguir a alguien, apenas iluminado por un foco de lectura sobre la mesa.

—Pasa, pasa —se escucha una voz cordial y casi lejana, y Daniel emprende lo que parece una travesía y lo es porque antes de llegar el hombre ya está hablando por teléfono.

—Sí, Serapio, dime —dice, con lo que Daniel sabe de quién se trata: sólo hay un Serapio en toda España que pueda estar hablando con un director de periódico a primera hora de la mañana de un soleado martes de septiembre en Madrid, y es el portavoz del Gobierno: Serapio Sánchez. Su voz se alcanza a oír en el teléfono rápida y excitada.

Para entonces Daniel ya ha llegado hasta el escritorio, Picasso le ha invitado a sentarse con un ademán amistoso mientras termina de trazar garabatos en el papel que se parecen a pequeñas bailarinas, «ya veo» ha dicho tres veces, y «me temo que eso no va a ser posible» sólo una, ya se ha tenido que alejar el auricular de la oreja y, tras un par de cortesías, ya cuelga.

—Bueno, bienvenido a La Crónica —dice amable.

Pero no puede decirle nada más porque tiene que coger otra llamada y sus ojos pierden redondez al reconocer la voz.

—¿Dónde está Leo? —pregunta.

 

 

Última edición

 

Leo es de los que siguen viviendo mientras duermen, y por eso alguna vez se despierta ya dentro de la mujer que se ha dormido a su lado. Luego a ellas les cuesta creerle.

—Buenos días —le dice, y le acaricia las piernas descubiertas por el camisón, recogido en la cintura—. ¿Hace mucho que estamos... que estás ahí?

—¿No lo sabes tú? —le pregunta Claudia desde encima de él. Su propia pregunta le hace abrir los ojos. No mucho: apenas una rendija y con el ojo fugitivo.

Leo, alzando los brazos, le baja ya los tirantes del camisón. Lo que más recuerda de la noche anterior son los pezones, primero esculpiendo la ropa, después oscuros, grandes para sus pechos. Pezones mulatos en pechos de mujer blanca.

Le explica que acaba de despertarse, ya dentro de ella, y ella sonríe.

—¿En serio?

Ha vuelto a cerrar los ojos. Las aletas de la nariz se abren y se cierran. La dureza de sus pechos explica su dificultad para seguir charlando. Leo se pregunta si tendrá fuerzas y valor para hacerla llegar sin llegar él... y luego hacerla llegar otra vez.

—No sabía que eran así —dijo. Decirlo es una forma de intentar retrasarlo, como pellizcarse, o pensar en dentistas, o morderse un labio. Aunque nada eficaz: se haga lo que se haga, acariciar a Claudia y encima hablar de ello conduce a lo que conduce.

—Qué —pregunta ella, lo sabe pero quiere oírlo.

Son sorprendentes, en efecto, porque Claudia, la mujer detrás, no es muy grande. Tiene una melena corta y casi rubia, los ojos de miel, y se uniforma con la moda del día porque opina que un periodista no debe destacar sino fundirse. Una manía que le queda de sus tiempos de reportera. Esos círculos oscuros de coronela no le van, como no le iría tener un sexo selvático. (No lo tiene.)

Entonces suena el teléfono de Claudia, en la mesilla de noche. Él se ha dado el lujo de apagar su móvil, hace unas horas, tras corregir un par de titulares, y dar el visto bueno a las pruebas de la edición nacional que le llevó a su casa un motorista del periódico. Luego salió, dijo, para una partida de póker.

Siente los timbrazos del teléfono en su cuerpo, que de forma estúpida a él le hacen perder firmeza y a ella la secan. Intenta no oírlos y se esfuerza por mantenerlo todo en su sitio mientras ella contesta. La acaricia pero, dominada por el timbre, ella ya está lejos. Un minuto antes eso hubiese parecido imposible...

—Era del periódico —dice ella tras colgar. Se mantiene a caballo, intentando que su cuerpo no se zafe de él—. Tu mujer ha llamado para saber dónde estás.

... pero es inútil. No sólo porque él mismo se escurre, incapaz ya de quedarse dentro de ella, sino porque en ese momento la aparta a un lado y, sin importarle exhibir su piel ya no muy firme de casi cincuenta años, se tira desnudo hacia el ventanal frente a la cama. Mal cerradas, las cortinas dejan ver la primera luz del día —otro agotador día de sol madrileño—, y también un trozo de árbol en el jardín.

—Ahí hay alguien —dice Leo.

Ella no se ríe ni le pregunta «quién quieres que haya». Le mira.

Vuelve a mirar por la rendija de la ventana, se pone algo de ropa y conecta el móvil, que suena de inmediato. Ángela, su mujer.

—... pues ya te lo dije —pone un tono conyugal—: Estoy en la partida. Ya sabes cómo es: voy ganando y no me puedo ir.

—¿En la par-tida? —silabea el teléfono despacio. Ángela ni siquiera parece furiosa. Su tono es el de un matrimonio ya muy rodillón—. Mira tu periódico y verás cuánto ha cambiado respecto a la primera edición que te trajeron anoche. Un cambio de los que te gustan y no creo que lo decidieses tú... Estabas en la partida, ¿no? Procura que no te dé gastritis porque esta vez te la tendrá que aguantar esa que tienes al lado —y cuelga.

Lo que Leo retiene de todo ello es lo del periódico.

—¿Te llega La Crónica?

—Nno —le cuesta reconocer a Claudia. Sabe que Leo es de los que creen que un periodista se ha de acostar con su periódico y luego afeitarse leyendo la primera página, y si no lo creyese no podría ser redactor jefe—. Si necesito consultar algo antes de ir al periódico, lo leo en Internet.

—Sí, pero el periódico digital va por libre —dice, y se le escucha un fondo despectivo...—. ¿Y el quiosco más cercano?

—A varias manzanas. Hay que ir a la entrada de la urbanización.

—Si es que ser rico y periodista es incompatible —dice Leo. Ya termina de ponerse los pantalones.

Claudia va a decir que no tiene esa casa en Aravaca por periodista sino por una sentencia de divorcio, pero se dejaría de depilar las axilas y las ingles del bikini todo un verano antes de reconocer algo así. Además ella es columnista, un grado superior y en todo caso más descansado del periodismo, un grado de escritora, o eso cree ella, y cuando la llaman periodista se siente igual que un café italiano al que tratasen como un descafeinado de sobre. Claudia piensa en lo que Leo ha entrevisto en el jardín. ¿Hay de qué preocuparse?

Sí, sí lo hay: nada más abrir la puerta escuchan una ráfaga. Un poco más fuerte podría ser una ametralladora de las modernas, hechas para no molestar. Pero es una cámara de fotos, algo de lo cual, saben ambos, es más difícil defenderse.

 

Poco después Leo y Claudia van en el coche de ella a comprar La Crónica del Siglo. Llevan con ellos a un paparazzo, un ser de las alcantarillas del periodismo que por alguna razón se ha creído que ellos dos pueden ser atrapados en algún «Romance entre las noticias», o cualquier nadería semejante. Y al invitarle a subir al coche, eso es lo que se proponen averiguar, sobre todo Leo. Sabe que, en las cloacas olorosas a pachulí del porno rosa, la curiosidad nunca es casual y a menudo se utiliza como arma. Alguien le ha enviado al paparazzo como se envían unos bombones con un virus camuflado en el coñac.

Pero antes tendrá que averiguar a qué respondía el tono de su mujer. Su afán en buscarle de madrugada, algo de lo que se suele abstener. Las ganas de hacer daño con lo de la gastritis. Es un experto en tonos, Leo, como todo marido. Éste era triunfante, sabedor de su poder y vengativo por lo que no acierta a saber qué es.

Mal comienza el día, confirma al llegar al quiosco, por así llamarlo pues es un quiosco de los que también venden helados y cenas de plástico para ver la televisión, y lee el titular de primera página en letras, casi, del tamaño de los pezones de Claudia.

Ni mira si es su periódico porque casi lo podría reconocer con sólo olerlo. Siente cómo le sube un regüeldo ácido por el esófago, y eso que está en ayunas.

—Mierda de oficio —masculla—. Jugarse la vida para contar una guerra en el desierto y que luego te cambien la crónica porque el cine español ha ganado unos kilos de óscares en Los Ángeles. Ni siquiera es una información, es una foto —se la indica a Claudia—: Un clisé: guapo sujetando trofeo sobre sonrisa.

Jurar contra el oficio es parte del oficio, piensa Claudia al escucharle, una especie de ritual de las mañanas, como inyectarse café. Y calcula si el tema podría dar para una columna. Y con qué riesgos.

En cuanto a Leo, piensa primero en B. V. en el desierto. Luego en el cabrón que le cambió la crónica por la espalda. Se pregunta quién habrá sido. No estaba previsto que lo de los óscares fuese a primera página. Y por último en Picasso. Siempre termina pensando en Picasso.

¿Lo autorizó él? No lo cree. ¿Qué va a decir?

 

 

La leyenda del sincorazón

 

—Hola —dice Picasso a la tercera persona que le llama por teléfono. Y por el tono de esas dos sílabas ese hola demuestra la existencia de un corazón en el pecho de Picasso, algo que muchos niegan que exista. Es parte de su leyenda, como corresponde a todo director de prensa legendario, y ser testigo casual de que la leyenda es falsa establecerá entre Picasso y su redactor una unión como las invisibles que a veces se crean entre heridos, viajeros, exiliados...

No es leyenda su mirada, que según algunos explica su apodo. Y no es que sus ojos sean negros, árabes como los del pintor. Al contrario, medio verdes, hacen juego con su pelo gris, una chaqueta marrón oscuro y una corbata de un azul profundo alegre y muy bien anudada: debe de ser la única de todo el periódico. Puede que lo de Picasso no le venga del color sino del filo de los ojos: Daniel siente que le sopesan... que le predicen incluso, con una sola ojeada.

Al reconocer el tono íntimo de la conversación, Daniel ha dejado de escuchar. Por ese tipo de cosas el Pez, director de la Rápido, le dijo un día meneando la cabeza que él jamás sería un buen periodista. «Te falta el colmillo retorcido y sin él no se puede hacer periodismo.»

Daniel observa los cuadros del despacho de Picasso, es difícil no hacerlo porque lo tapizan como en la tienda de un marchante. Aunque parecen muy variados, salta a la vista que en todos hay gente, y que en la elección de los colores —azules con luz, ocres españoles, rojos sobrios y al tiempo llenos de historia— hay un buen gusto ya muy raro. Daniel no sabría decir qué es el buen gusto pero cuando lo ve lo reconoce. Lo que se pregunta en ese momento es cómo en ese despacho que parece un museo puede estarse cambiando la forma en que se hacen los periódicos.

—Me alegro de que te vengas con nosotros —dice Picasso tras colgar, mientras enciende un cigarrillo y le mira con sus ojos legendarios. Y sólo entonces Daniel se entera de que le van a contratar.

 

Fue él quien pidió el trabajo, saturado del periodismo pequeño de la Rápido Press y atraído por el nuevo modo de hacerlo que se estaba inventando en La Crónica del Siglo, quién lo iba a decir, tal vez el periódico más viejo de todos. Primero escribió una carta y, al no recibir respuesta, como es costumbre en Madrid, escribió otra. Tampoco le contestaron. Entonces tuvo suerte y un día de descanso escuchó por la radio que en un ático por Santa María de la Cabeza se había producido un tiroteo. Fue hasta allí y, como no había nadie, subió hasta el ático. Seguía sin haber nadie. Entonces llamó a la puerta y ya se iba a marchar cuando ésta se abrió con violencia y un ser monstruoso con dos cabezas, una de ellas en la cintura, le apuntó con dos pistolas mientras le gritaba:

—¡Quieto!

Luego el propietario de la segunda cabeza, el policía arrodillado delante de otro, que se mantenía de pie, le dijo que no le habían matado por pura casualidad: Era verano y Daniel iba vestido con los vaqueros y la camiseta que constituyen el uniforme de reglamento del estudiante universal, pero también del terrorista. El Pez le vio a la historia sus posibilidades publicitarias y contó el episodio por teletipo como si fuese una novela de espías.

Unos días más tarde, por pura suerte, Daniel supo relatar el asesinato de un soldado por un gamberro en las afueras de un estadio sin caer en las habituales postales sobre la violencia en el fútbol, el alcohol, las drogas, las banderas... Nada de hay que lamentar... ni de un nuevo y lamentable episodio, de la víctima, capilla ardiente y demás palabras-seto que se venden a granel en los supermercados. Con el lenguaje crudo que traía de sus años en la agencia, pero con un poco más de tiempo del que había dispuesto jamás en ella para investigar, Daniel contaba los hechos con palabras tan claras que el asesinato se podía ver mejor que en el cine. En el cine, para disimular, los asesinatos también se cuentan con plantillas reconocibles por el público. Y dejaba abierta la historia para sugerir las cien historias que sugiere un asesinato, aunque sea un humilde asesinato a la salida de un estadio.

 

Y algo debió de tener ese segundo relato, que se sumaba al primero y a otros bien contados y antes que nadie, porque iba a escribir una última carta al periódico cuando le llamaron para una entrevista.

—Qué quieres hacer, en qué sección prefieres trabajar —le pregunta Picasso, y le mira a los ojos por encima de la llama con que enciende su cigarrillo. Tampoco está acostumbrado Daniel a que un director parezca interesado en nada que diga un redactor. En todo caso no el Pez.

Daniel vacila, va a responder pero un interfono sobre la mesa de Picasso le interrumpe.

—¿Director?

—Sí.

—Ha comenzado —dice la voz metálica. Y desconecta.

Picasso coge un mando y pone la CNN en un televisor mudo, medio escondido entre los muchos cuadros de la pared, que se enciende como si uno de ellos cobrase vida en un cuento fantástico. Sin embargo, pese a que pone Live, las imágenes parecen enlatadas y muestran un lejano combate en un desierto mientras una periodista habla en primer plano.

—¿Lo has pensado? —pregunta Picasso mientras mira las imágenes en silencio...

Daniel no entiende.

—... ¿has pensado en qué sección quieres trabajar? —y Picasso apaga el televisor sin volumen. Eso también es nuevo, se sorprende Daniel. Por lo general, una vez enchufados los periodistas no parecen capaces de desconectarse de la televisión infinita, y muchas veces hasta duermen con el destello porque terminan confundiendo la televisión con la vida y el silencio con la muerte.

Pero si ha pensado en qué sección prefiere para trabajar, no puede decirlo. Vuelve a interrumpir uno de los teléfonos de una mesita.

—Pásamelo —instruye Picasso, y mientras conecta el manos libres, le comunica a Daniel—: Quizá debieras empezar en Cultura —y ante la cara de sorpresa de Daniel—: Es lo que querías, ¿no? —luego gira la cara hacia el teléfono y pregunta sin saludar—: Por qué saltó la primera.

—Porque el cine español ganó tres óscares —contesta el altavoz del manos libres, parecía preparado para esa pregunta.

—Sé leer. ¿Y?

—Hombre, que es la primera vez que ganamos algo así —dice la voz. A Daniel le parece una voz con sueño.

—¿Ganamos? —dice Picasso, que deja flotar la palabra—. No sé lo que has ganado tú. Lo único que sé es que íbamos a publicar en primera página una crónica que no tenía nadie desde una ciudad sitiada, con un redactor jugándose la vida, y que ahora nuestra portada es la misma de todo el mundo. Que por cierto es el primer anuncio publicitario de la campaña de cine de Navidad. Y gratis. Eso es lo que tenemos. Luego se lo explicas tú a B. V. cuando regrese. Confío en que hoy no pueda leer el periódico.

 

 

Divorcio al despertar

 

En efecto, no puede. Por no poder, no puede ni siquiera moverse mucho pues los cincuenta y dos grados de septiembre en el desierto amenazan con aplastar a quien se arriesgue con la menor osadía. Hay que ahorrar en sudor.

Además, desafiarlos para qué: del otro lado de la calle no hay ni siquiera bares sino unas pocas sombras rotas... y si cruzas, lo más probable es que te peguen un tiro. Una bala trazadora que te deja el hombro que no te lo pueden recolocar ni untándolo.

Pero lo que de verdad le impide a B. V. moverse es que desde esta mañana ve cosas: vagas siluetas caminando temblorosas por el mediodía.

—Espejismos —le ha dicho antes Bill en su inglés de Nueva York, que sale por la nariz—: Ya sabes, cuando en mitad del desierto ves a una muchacha con los ojos de fuego, y te dice que esa noche quiere contar las estrellas tendida junto a ti, y tú te imaginas su ombligo como una estrella particular. Desconfía —le ha mirado Bill con sus ojos grises de puritano—: Nadie puede contar las estrellas del desierto. Ni la NASA —y ha soltado una de sus sorprendentes carcajadas tristes.

Pero B. V. ya ha visto espejismos. En dunas, en carreteras que derriten las ruedas, incluso una vez,

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