Sebastian Darke 3. Príncipe de los Exploradores

Fragmento

Indice

Índice

Cubierta

Portadilla

Índice

Dedicatoria

Primera parte: La aldea

Capítulo I: Perdidos

Capítulo II: Escaramuza en la selva

Capítulo III: El tiempo todo lo cura

Capítulo IV: El Señor de los Elfos

Capítulo V: Noche de fiesta

Capítulo VI: Las palabras de Maccan

Capítulo VII: Un plan ingenioso

Capítulo VIII: La historia de Joseph

Capítulo IX: Ajuste de cuentas

Capítulo X: Batalla campal

Segunda parte: La aventura

Capítulo XI: La partida

Capítulo XII: Un sincero intercambio de opiniones

Capítulo XIII: El río

Capítulo XIV: El tazón más grande

Capítulo XV: Río abajo

Capítulo XVI: Empapados

Tercera parte: La ciudad

Capítulo XVII: Bajo la luz

Capítulo XVIII: El Santuario

Capítulo XIX: Una aparición

Capítulo XX: Aaron

Capítulo XXI: De reyes e imperios

Capítulo XXII: La historia de Aaron

Capítulo XXIII: El arca de Aaron

Capítulo XXIV: Río abajo

Capítulo XXV: Bufón de por vida

Capítulo XXVI: La despedida

Capítulo XXVII: ¡A correr!

Capítulo XXVIII: La travesía

Capítulo XXIX: El puerto de Veltan

Epílogo

Créditos

Grupo Santillana

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Para mi hija Grace.

Sebastian Darke fue concebido pensando en ti...

Y, como yo,

una parte de él siempre te pertenecerá.

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PRIMERA PARTE

La aldea

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Capítulo I

Perdidos

 

 

 

 

La reducida expedición avanzaba con paso cansado por el sendero de la selva bajo el sofocante calor de la tarde. Estaba compuesta de cuatro personas y tres animales, y llevaban varias semanas marchando a este ritmo desesperadamente lento. Cuando en un primer instante localizaron el sendero, la emoción los embargó, pues creyeron que por fin se encontraban a punto de hacer un descubrimiento; pero ahora daba la impresión de que no los conducía a ninguna parte.

Al frente de la columna caminaba un joven mestizo —mitad humano, mitad elfo— delgado y larguirucho, ataviado con los restos manchados de sudor de lo que en su tiempo fuera un uniforme de marinero, ahora convertido en poco más que un puñado de harapos. El tricornio que llevaba en la cabeza se veía estropeado, deforme. Utilizaba un machete de hoja ancha para abrirse camino a través de la espesa maraña de helechos y enredaderas que se desplomaban sobre el sendero, y el esfuerzo de balancear el arma de acá para allá provocaba que una espesa película de sudor cubriera su pálido aunque —según dirían algunos— atractivo rostro. Tenía profundos cortes en las manos y los brazos a causa de las espinas, y sus palmas mostraban ampollas allí donde la empuñadura del machete había desollado la piel.

Se llamaba Sebastian Darke, y tiempo atrás se anunciaba a sí mismo como bufón, el célebre Príncipe de los Bufones. Con cada paso que daba en este viaje desesperado se iba convenciendo de que acaso se hubiera precipitado un tanto al abandonar semejante título.

A sus espaldas caminaba con fatiga un poderoso guerrero que sudaba profusamente bajo una cota de malla y un peto de metal, de los cuales, a pesar del calor insoportable, se había negado a desprenderse con obstinada resolución. Se llamaba Cornelius Drummel. Nativo de Golmira, era de muy pequeño tamaño —al contrario que la mayoría de sus colegas de profesión—; su estatura ni siquiera alcanzaba la mitad de la de Sebastian. Con el ceño fruncido en su suave rostro infantil, cojeaba perceptiblemente por culpa de una herida reciente sufrida en alta mar, donde había mantenido una leve discrepancia con un kelfer de corta edad. La contrariada expresión de su semblante tal vez estuviera relacionada con el hecho de que su pequeña talla le impedía hacer turnos para situarse al frente de la columna, pues no era capaz de alcanzar la altura necesaria para cortar y apartar a un lado el exuberante follaje que caía en cascada sobre los rostros de los otros hombres. Se trataba de una circunstancia desafortunada que ninguno de los demás había osado comentar.

El siguiente puesto en la columna lo ocupaba un enorme y greñudo bufalope cuyo lomo y flancos gigantescos iban cargados con pesado material —cuerdas, herramientas, comida, lámparas, cazuelas— amarrado de cualquier modo a su alrededor. Se llamaba Max, y, por extraño que en él resultara, no se estaba quejando. Tras haber gimoteado sin cesar durante varios días, últimamente había optado por enfurruñarse en silencio y agachar su colosal cabeza hasta que el hocico casi rozaba el suelo. Llevaba caminando de esta manera la mayor parte del día y era poco probable que la situación se alargara mucho más, por lo que Sebastian y Cornelius la aprovechaban al máximo.

Tras las recientes y aterradoras aventuras que habían vivido en Ramalat, los tres amigos habían sido contratados por un rico mercader llamado Tadeo Peel para encontrar la legendaria ciudad perdida de Mendip y, en caso de que dieran con ella, regresar con pruebas de su ex

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