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En busca del corazón de Europa. 1985
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Ciudades de la memoria. 1990
La Habana
Leningrado, San Petersburgo
Fez
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Nueva Orleans
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Nueva York
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Mérida de Yucatán
Nairobi
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Hong Kong
Cuzco
Río de Janeiro
De Siracusa a Olimpia. 2004
Vasos de oro con cenizas
La isla de Calipso
La filosofía al poder
Los animales atletas
Tres medallas de oro y una corona
El sexo roto de los dioses
La memoria huele a linimento
Notas de la conversión
Sobre el autor
Créditos
En busca del corazón de Europa
1985
Holanda
¿Quién no estuvo en Amsterdam alguna vez en medio de aquella fiesta? Llegaban de todas partes. Sucesivas oleadas de jóvenes vistiendo harapos magnéticos habían elegido la pequeña explanada del Dam como punto de cita antes de levantar el último vuelo hacia las faldas del Himalaya. En un lugar de California alguien había abierto la jaula y la fuga acababa de convertirse en una estética. Durante esos años de jubileo, las aves migratorias venían huidas de Nueva York, bajaban de Estocolmo, subían desde París, llevaban una flauta de indio en el pico, y el macuto radiactivo, que albergaba el Evangelio según Kerouac, les servía de cabezal en los verdes sueños de Vondelpark. Entonces comenzaba a reinar la marihuana y las risas de la adolescencia aún eran candorosas en el viejo caserón de Paradiso, una iglesia neoclásica habilitada por el Ayuntamiento para que ellos jugaran. En el coro ejecutaban actos de amor sobre petates de paja, allí se intercambiaban deseos, itinerarios y ladillas, hacían sonar instrumentos musicales de diversa índole hasta transformar aquel recinto sacro en un gran establo lleno de baladas y relinchos.
Primero fueron los beatniks, nueva orden de mendicantes que hizo filosofía del camino. Aquellos muchachos estaban poseídos por el rigor de las modernas visiones, iniciaron el viaje interior a bordo del ácido luminoso y externamente nunca cesaron de andar. En sus botas putrefactas germinaron los hippies, cuya investigación era más superficial, sin duda más dulce; pero todos cantaban, bailaban, flotaban en Amsterdam y por aquel tiempo una emisora de radio daba diariamente las cotizaciones del mercado de la droga con una inocencia preternatural. Holanda había acogido a los peregrinos sellando una flor en cada pasaporte, la policía no preguntaba el origen de nada, se compartían los equipajes anónimos en la Estación Central, se multiplicaban las comunas y aquello tenía un cariz de puerto franco para extraterrestres. Cuando el Paradiso agotó sus vibraciones, las bandadas de chicos y chicas silvestres, siempre renovadas, tomaron posesión de La Vía Láctea, una discoteca con dormitorios y galerías de lona donde todo el mundo se rascaba el aura hasta el amanecer. En una dorada época reciente, Holanda fue el país anfitrión de la rebeldía juvenil, y allí se fundió de forma hospitalaria cualquier movimiento de protesta. Beatniks, hippies, provos, crakers, kabouters, enanitos del bosque y monjas prostitutas se sucedieron sobre el pasto de tulipanes y pronto quedaron asumidos, consumidos sin violencia. ¿Qué resta de la pasada gloria? Nada de nada. Los ecologistas, que sólo se distinguen ahora por sus bicicletas blancas, han conseguido elegir a un concejal. El resto se ha esfumado, aunque todavía pueden verse algunos maderos de aquel naufragio y el espectáculo no deja de ser patético.
En la espalda de la plaza del Dam, cerca del puerto, hay algunas hermosas calles con canales dedicadas a la prostitución, y este negocio secular, que hoy se encuentra amparado bajo el patrocinio del judío mafioso Jopie de Vries, también llamado Jopie el Negro, compadre de Sinatra, ha atravesado todas las modas y ha salido indemne de ellas. Sus escaparates con rameras son muy famosos y turísticos. Marineros en tierra, ciudadanos solitarios y reatas de japoneses con guía cruzan ese barrio, y las sirenas desnudas los incitan desde el interior de las bomboneras. Cada prostíbulo parece una casa de muñecas, y la luz de fresa ilumina el escueto camastro, un lavabo aséptico, tiernos peluches de terciopelo y la cortinilla que se corre cuando el cliente penetra en el santuario de la ninfa. Las tarifas están escritas en la puerta. Un éxtasis simple cuesta 50 florines (unas 2.400 pesetas, aproximadamente). Dos éxtasis, 75 florines (3.600 pesetas). Tres, 100 florines (4.800 pesetas). Se ofrecen más rebajas cuando los éxtasis son al por mayor, y cualquier clase de aberración, desde el vil latigazo hasta la doma en el potro del placer, viene especificada con el sobrecargo en la tabla de precios. Por el alquiler de una vitrina la prostituta paga 3.000 florines al mes (unas 147.000 pesetas), y si desea adquirirla en propiedad deberá soltar alrededor de 120.000 billetes (algo más de 5.800.000 pesetas). Según las estadísticas, en Holanda se realizan diariamente 10.000 coitos pagados, pero todo es limpio, ordenado y metódico en medio de esta sordidez, ya que el calvinismo se ha posado también en el bajo vientre de los habitantes de ese paraje. Putas y diamantes: he aquí una receta de Amsterdam para viajeros de agencias.
En cambio, nuestra generación conserva de esta ciudad la memoria febril de un tiempo en que la juventud posindustrial de Occidente abandonó de madrugada la cama deshecha, puso el dedo al borde de la cuneta y acudió a reconocerse en torno al monumento de la Liberación en la plaza del Dam, antes de levantar el vuelo definitivo hacia las laderas del Tíbet. De aquella espiritualidad del camino, que ya se ha podrido, sólo queda un residuo maldito y bifurcado: los nietos de Kerouac o de Allen Ginsberg acuden todos los días como perros sarnosos a buscar la dosis de heroína al siniestro callejón de Zeedijk o toman helados de cucurucho bailando cándidamente la bamba de Trini López en los salones de Zorba the Buddha. En esto ha venido a parar la ola de una década donde brillaron las risas inocentes de la yerba.
Igual que las putas de los escaparates, también los drogadictos se han convertido en un espectáculo. Tomando las debidas precauciones, ahora el callejón de Zeedijk constituye una visita obligada para turistas y burgueses que quieren horrorizarse un poco. Zeedijkstraat arranca desde la Estación Central de Amsterdam y va cerrando por debajo, en una curva, la zona de los prostíbulos. Se trata de un pasadizo marginal, bien acotado por la policía, que sólo vigila aquellos residuos humanos de lejos con ayuda de un mastín, además de la pistola y la radio de bolsillo, pero que nunca entra en liza sino ante los navajazos más evidentes. Dentro de esa reserva bullen negros mandangueros jaleando pequeñas raciones de mercancía adulterada, y adolescentes pálidos, con ojeras moradas, llenos de pústulas, contratan con ellos el urgente picotazo en la acera, mientras les tiembla la carne bajo los andrajos. El visitante puede admirar aquí la parte visible del infierno. En este callejón la vida sólo es una papelina o un sueño de cuchillo, una jeringa, un estertor de perro rabioso, y en toda la ciudad no hay un camino más corto para ir al otro mundo. Holanda tiene 80.000 heroinómanos en su haber, y cada año, en el país los yonkis roban un millón de bicicletas, aparte de los atracos y asesinatos de rigor. Realmente, en Holanda, excepto la reina y algunas personas muy dignas, todos roban ya bicicletas. Tú me robas una bicicleta a mí, y a la cuarta vez, aunque uno sea honrado, abstemio y calvinista, yo te robo una bicicleta a ti. La noria no deja de ser graciosa.
No obstante, otros nietos de aquella década prodigiosa, rescatados por la dulzura, bailan en el interior de este laberinto de drogadictos y rameras, en la discoteca Zorba the Buddha, decorada como una tienda de caramelos. Es la última estética de los ángeles. Niñas con calcetines, de nuca rapada, mejillas de miel y barriguitas translúcidas, lamen bolas de vainilla, sorben refrescos mentolados junto a unos chicos de perneras fláccidas, corbatín de lechuguino y rostros nacarados. Todos danzan al compás de melodías ingenuas en el recinto de paredes blancas bajo una luz celeste, tal vez violeta o malva. Nadie fuma ni siquiera tabaco en esa fiesta infantil, que tiene algo de juerga escolar. Los camareros y regentes del salón, vestidos totalmente de rojo granate, color de la vida, exhiben un aire melifluo de padres prefectos y atienden a la clientela siguiendo las enseñanzas del barbudo Bagwan, jefe lejano de la secta, maestro oriental nacido en Calcuta y afincado en Oklahoma. Con toda seguridad en Amsterdam aún quedan muchas bandadas de jóvenes duros, y éstos se van cada noche a escupir por el colmillo a un formidable garito musical que se llama 36 en la escala de Richter. Allí celebran el rito de la violencia electrónica arreándose mutuamente con sus cinchos de hierro. Pero una cosa es cierta: los descendientes de aquella generación de los años sesenta sólo han encontrado la salida natural dividida en dos: a unos la heroína les ha convertido en ratas de alcantarilla en el callejón de Zeedijk, a otros les ha arrebatado cualquier subproducto del budismo, y así permanecen, mirando el techo, con los ojos dulces y el cuello blando.
En Leidseplein, íntima plazoleta rodeada de botillerías para la bohemia dorada, ahora unos niños patinan en el hielo como en un paisaje nevado de Avercamp. Allí está el café Americain, de ámbito enmaderado, con lámparas votivas, lugar de encuentro de intelectuales y muchachas con libro. En este café se ven melenas laicas con bufanda, lectores decadentes frente a las teteras de plata, gente extremadamente usada y fina que pasa la tarde extasiada en silencio, sentada a una mesa de paños bordados y porcelanas florales. Es un viejo café de espejos biselados donde se refleja la vieja Europa. Después de tomar la consabida ración de tarta, uno puede acercarse a contemplar el caserón de Paradiso, muy próximo a Leidseplein, para comprobar en qué ha quedado su antigua gloria. Dentro de aquel famoso tabernáculo de los hippies, esta misma noche un grupo hace sonar rock anodino, más antiguo que el campo, y el pequeño ganado con cresta de gallo e imperdibles atravesados se agita a duras penas en una atmósfera de polilla. El local arrastra una existencia a medio gas y hoy está casi desierto. Rodeado de jovenzuelos que golpean la tarima con la pata, en la sala de arriba, junto al coro de la iglesia, un cuarentón calvo, sentado en el suelo, lee de forma inmutable The Financial Times. Luce todavía la barba florida de aquellos tiempos, y por su diseño parece un hippy que ha quedado varado en la moqueta de esparto desde entonces.
—¿Qué haces, hermano?
—Veo pasar la vida.
—La guerra ha terminado —le digo.
—¿Vietnam? Ah, sí, Vietnam. Creo recordar.
—Vuelve a casa, muchacho.
—Yo vivo aquí. Llevo más de 20 años sin moverme de esta habitación. Fue muy bonito aquella vez. Soy canadiense —me dice.
—La guerra ha terminado, hermano. Vuelve a casa. Eres el único que no se ha enterado.
Amsterdam, antigua ciudad de burgomaestres, judíos, gentilhombres y navegantes tronados, tiene en las calles una mezcla de ruido mercantil y silencio de campanas. El brazo del río Amstel se derrama en ella formando collares concéntricos de canales cabalgados por puentes y pasajes lacustres donde parecen flotar casas de chocolate con sus tejadillos de grada trabados con tochos de madera. Amsterdam es de color chocolate espeso, de café torrefacto y de sangre de toro. En sus fachadas se alterna una especie de fragilidad, que recuerda el decorado de un cuento infantil, con la solidez de unos establecimientos fundamentados sobre recios materiales, y allí la sofisticación urbana alcanza extremos como éste: en los relucientes lavabos de algunos bares y hoteles, frente a la inmaculada taza de caballeros, hay paneles de cristal con la primera página de los periódicos del día enmarcada a la altura de los ojos, para que los usuarios puedan leer las noticias más importantes de cada jornada mientras dan de sí. Flores en los urinarios, diamantes en los comercios, patos en las mansas corrientes de agua, bicicletas candadas al pie de los árboles, torres y agujas oscuras quemadas por la nieve, ventanas con visillos de encaje, quesos y tiendas de sexo, verdes plazoletas con estatuas de próceres que llevan boina renacentista, la casa de Ana Frank, frutas y plantas y lejanas especies coloniales en los quioscos al borde de los canales, Rembrandt y Van Gogh en el museo, trasiego de peatones en Kalverstraat, palacios patricios, sonido de carillones luteranos, mercaderes de la Compañía de Indias, copas de acacia contra el marrón de las paredes, parques mentolados y puertas medievales. El restaurante Keyzer, junto al Concert-Gebouw, cerca del Rijksmuseum, es un buen rincón para soñar en Amsterdam devorando un trozo de vaca con patatas. Ahora la ciudad está bajo una profunda ola de frío polar. Los colores calientes palpitan dentro del hielo o se reflejan en la nieve como en los paisajes de Van Ostade.
Dios creó el mundo, pero los holandeses hicieron Holanda. Nada hay más cierto. En realidad, Holanda es el delta del Rin, una extensión blanda, llena de islas empapadas, dunas costeras, lagunas disecadas y diques ciclópeos con los que se ha ido ganando tierra al mar. La lucha contra el agua ha forjado el carácter de sus habitantes. A grandes rasgos, se podría definir el talante indígena según esta receta: la gente del Norte, por la Frisia, es tosca, hosca y de pocas palabras; el ciudadano de Amsterdam goza de cierto desenfado cosmopolita, un poco frívolo; en cambio, Rotterdam aún conserva la ética del trabajo, absolutamente fiable; en La Haya están los grises burócratas cerrados; y por el Sur, en Liburg, parece que cunde algo de alegría e incluso se celebran carnavales. Holanda es el país más poblado, más industrializado y más democratizado del mundo. Católicos y protestantes se reparten la fe al 40% y el resto practica la Tora o carece de cielo y pasa por la vida sin desesperarse demasiado; pero el calvinismo, con su moral puritana y la redención de las penas del infierno por el trabajo, ha inundado cualquier clase de creencia, desde la papista romana al ateísmo.
A simple vista, los holandeses son como alemanes de regadío. Tienen la dicha del pie húmedo y la tozudez, agresividad y dureza centroeuropea; aunque no han perdido el método, se ven aquí un poco macerados por el aire mojado. Holanda es una llanura donde no sobresale nada ni nadie, si se quitan varios genios y algunos locos. En este paraje la tradición consiste en no destacar para evitarse molestias. Se trata de una costumbre muy arraigada. No se divisa un solo rico en la calle. Los aristócratas, emparentados en su mayoría con la nobleza germánica, habitan casas de campo y castillos en zonas fronterizas de Gelderland o de Overijssel, lejos de la corte de La Haya, cuyo aburrimiento es legendario. Celebran fiestas y cacerías de faisanes dentro del más riguroso pudor, aparean su riqueza con sociedades anónimas y ellos se extinguen cruzándose la sangre entre sí. Los ricos existen, pero van de incógnito. Tal vez si uno tropezara en la acera con un heredero auténtico de Philips, calzado con botas mugrientas, tocado con un pompón de lana, no lo distinguiría de otro ciudadano medio. En este país, donde se tallan brillantes con serrucho y se venden diamantes a espuertas, resulta muy difícil descubrir una joya en el dedo, en el papo, en la oreja de un mortal. El mercado del arte fluye igualmente por el subterráneo, y los coleccionistas cierran los tratos con los anticuarios bisbiseando el precio, vigilando el contorno con el rabillo del ojo. Tampoco hay pobres en Holanda, y si los hay, andan disfrazados de bohemios y nunca alargan la mano sin ofrecer algo en compensación, por ejemplo, un solo de violín, un mimo de saltimbanqui o un retrato al minuto. El género visible en el asfalto es esa potente masa con pantorrillas de percherón, belleza de fécula hervida, piel mantecosa y nalgas espléndidas que un día Rubens hizo pasar a la historia.
En Holanda no sobresale nada ni nadie. El paisaje es una campa de 41.000 kilómetros cuadrados bajo el nivel del mar, suave como una sopa, de una simplicidad cuaternaria, llena de charcas, canales, esclusas, meandros de río, arenales, estuarios y diques. De un modo impresionista, a la sombra de un cielo siempre enfrascado en una gran batalla de nubes densas con ribetes de plata, este país se compone de un conjunto de vacas echadas al borde de las autopistas, campos de tulipanes rodeando fábricas, manchas oscuras de abedules en el horizonte, plásticos de invernadero, gasolineras de la Shell que emergen de la bruma, prados de forraje, anuncios de Philips y gente maciza con la nariz mojada. Pero si hubiera que escoger el rasgo peculiar de Holanda, el que define su alma, yo no elegiría las vacas, los molinos, los tulipanes, los diques ni los quesos de bola. El signo de este pueblo está en esas ventanas con visillos de encaje, adornadas con plantas de interior, donde se asoma un gato familiar envuelto en una luz color tortilla.
Fiesta holandesa se llama a aquella en que el anfitrión se emborracha antes que los invitados. Uno llega a la casa y el dueño ya está cocido. Entre el puritanismo y la sensualidad, la tortura moral y el desenfreno, el rigor y la licencia, se agita el genio de esta raza que los pintores Vermeer de Delft y Frans Hals reflejaron magistralmente. Otros artistas flamencos hallaron su pasto en otras pasiones tal vez más universales. El Bosco pintó los endriagos superrealistas del infierno católico, y Rembrandt extrajo un lujo de vestiduras sobre la carne culpable; pero en el cuadro de La bordadora, de Vermeer, con su perfección intimista, y en cualquier músico borracho de Frans Hals se expresa el magnífico debate del corazón holandés. Arcones llenos de antiguos terciopelos con puntillas, ubres de moza casquivana sobre jarras de cerveza Heineken, amorosa luz de vitral emplomado que se vierte en la mesa camilla, risotadas de marinero ebrio en los garitos del puerto, meticulosos contables bajo el sonido de carillones luteranos, y Van Gogh que se corta una oreja y se la regala a una puta.
—¿Has conseguido alguna vez que te invite un holandés? —le pregunto a un amigo.
—Probablemente. Los holandeses son muy hospitalarios cuando te reciben en casa.
—Me refiero a si has conseguido que un holandés te invite en un bar o en un restaurante.
—Eso nunca.
—¿Por qué será?
—Parece cosa de la sangre, que no pueden remediar. Se dice que los holandeses son antiguos escoceses expulsados de Escocia por tacaños. Les das con un martillo en el codo y no abren la mano.
El dinero en Holanda no es más que una forma de raciocinio. Tendría que suceder una catástrofe, por ejemplo, un terremoto, una inundación o un incendio con muchas víctimas, para que las monedas de estos ciudadanos, contabilizadas hasta el céntimo, abandonaran la fisiología corporal. El dinero es una estructura mental, ya de por sí muy ascética, que se conecta con la moral calvinista. No lo llevan en el bolsillo, sino en las venas, y el plasma sólo se ofrece en casos de extrema necesidad. Si tienes ocasión de hacerte introducir en un hogar holandés, no lo dudes un momento. Allí el ama te inundará de sopa, te atiborrará de queso y hará en tu honor una tarta casera. Pero aunque simules un ataque de epilepsia no conseguirás nada en metálico. Sólo si el peligro de muerte es totalmente real puede que alguien, en un esfuerzo desmesurado, te pague el taxi directamente hacia el depósito de cadáveres para ahorrarse el paso por el hospital. El dinero pertenece a la región del espíritu, y el espíritu es de Dios, que lo inventó.
Desde la región de Frisia, al Norte, lugar famoso por sus patatas y vacas berrendas, hasta el pueblo de Westkapelle, en la punta del Sur, el mar está contenido por diques gigantescos, y si uno circula por las carreteras de la costa, a veces se le oye rugir allí arriba, en lo alto del muro. Los polders, o terrenos desecados aptos para el cultivo, constituyen la nueva frontera de estos colonos interiores, cuyo trabajo de ingeniería marítima excede toda medida. Para plantar un pequeño huerto de remolacha hay que ahuyentar el océano; un poco de tierra firme se consigue con 1.000 millones de toneladas de cemento, y detrás de un ameno campo de alfalfa se esconde una obra cosmológica. Hércules, en Holanda, pasaría por un decadente. El resto son nombres que se difuminan en la memoria de los españoles. Breda, Guillermo de Orange, Utrecht, Egmont, Haarlem, Erasmo, Leyden, Spinoza, Roosendaal, Grotius, ciudades y figuras de la historia que nos recuerdan estampas escolares. Hace bien poco los holandeses todavía rechazaron a un embajador español sólo porque llevaba el apellido Alba. Por estos arenales, los tercios arrastraron el sable, y uno no se explica cómo aquellos entecos, famélicos y huesudos guerreros de Castilla, deslumbrados por el dogma, lograron dominar durante algunas décadas a esta gente rolliza, que pudo, con un simple golpe de anca, haberlos arrojado al mar del Norte.
Rotterdam, el puerto más grande del mundo, hoy es la llave de Europa occidental, y en Schiedamsche Dijk hay un kilómetro de tabernas donde los marineros de todo el planeta repostan ginebra y sueñan abrazados a las mantecas de una novia en cálidos paralelos. Erasmo también soñó aquí la locura de una reforma del catolicismo desde arriba, en una religión romana de élite, pero naufragó. Urbes color chocolate, siluetas de castillos, granjas con terneras de prodigiosa culata, anuncios de multinacionales, brumas de arboledas acuosas, vías del tren electrificado, molinos de juguete, vacas de ojos azules entre autopistas llenas de enormes volquetes se extienden en la lejanía llana como la palma de la mano. Para sorprender una Holanda aún solariega no hay que ir a Volendam o a Marken, dos puertos que han conservado artificialmente el carácter antiguo, sino viajar a Middelburg, capital de Zelanda. Aquí puede descubrirse cierta virginidad en unas islas campesinas, en unos pueblos como Veere y Westkapelle. Por aquí entraron los aliados de la Segunda Guerra Mundial. Bombardearon un dique y anegaron a los alemanes. Un carro de combate encaramado en una presa, rodeado de gaviotas, recuerda ese lance. Hoy parece una escultura superrealista que vigila inútilmente el paso de los cargueros por el mar del Norte. Si hubiera algo que conquistar, ahora los tercios de Flandes tendrían que llegar a este país cargados con pimientos morrones, llenos de sol, con naranjas, tomates y melocotones perfumados. Dentro de los invernaderos de Holanda hay un pequeño Alicante prefabricado. Fuera, la temperatura es de 10 grados bajo cero, pero el recinto parece una unidad de cuidados intensivos donde los pepinillos son alimentados con suero. Plásticos, cables, tubos, sondas y algodones dirigidos por ordenador sirven para inocular vitaminas y gotas de agua a las raíces enhebradas en una estopa de lava mediante una aguja hipodérmica. De eso salen judías sintéticas. Los tercios de Flandes tal vez vuelvan pronto lanzando melones, higos, ciruelas, sandías luminosas con los arcabuces. La partida está ganada, pero tendrán que luchar también, si se abre la puerta del Mercado Común, en un país en que a los carniceros se les exige tres años de estudio de química, fisiología, anatomía, bromatología y derecho administrativo.
Los holandeses son sanos, grandes y sosos. Lo soportan todo menos que se les llame frívolos o que los confundan con un alemán. A pesar de eso, a ojo de buen cubero, son como alemanes de ribera, teutones húmedos, con una cierta dicha que da la acequia. Las adolescentes púberes parecen Inmaculadas de patata. Cualquier muchacha granada te puede matar de un rodillazo. Todos son iguales. Rosáceos, gigantes con cuello de novillo. Sólo los locos son puntiagudos, según el diseño de Van Gogh. Quedan algunos ejemplares morenos que dejó por aquí el duque de Alba o la diáspora hebrea sefardí de origen portugués. El resto es una fécula uniforme con la cabeza atormentada por el racionalismo. Cuando se pregunta por los males de la patria, el camarero o el burócrata contestan lo mismo. Es un latiguillo que se oye en todo el Occidente cristiano.
—¿Los problemas de Holanda, dice usted?
—Eso es.
—Primero, el paro. Somos 15 millones de habitantes. Hay 800.000 parados, o sea, el 15% de la población activa —me dice un periodista.
—¿Y después?
—La criminalidad.
—¿También aquí hay navajazos?
—Como tulipanes. Te roban el bolso, el coche, la bicicleta, el retrato de tu madre.
—Yo no he visto una sola reja en todo el país. Las ventanas sólo tienen dulces visillos de encaje y macetas con petunias —le digo.
—No se fíe. La inseguridad ciudadana es absoluta. En los últimos años se ha producido un deslizamiento de la moral. Ya no es como antes. La honradez mercantil también ha bajado.
—¿Y luego?
—La droga. La contaminación del medio ambiente. En fin, todo eso. Ahora el holandés es más pobre y está aprendiendo a pasar las vacaciones en casa. Cuenta mucho su dinero.
—¿Más todavía?
Desde Eindhoven los ejecutivos de la Philips alargan sus tentáculos por todo el mundo. La Shell pertenece a la familia de las Siete Hermanas. Hasta hace poco Holanda ha sido un imperio colonial que hoy se ha retraído dentro de sus fronteras, donde acampa una muestra de moluqueños, surinamitas y negros de la Guyana. El antiguo imperio ahora sólo está en el interior de la cabeza de los holandeses, convertido en ciencia, tecnología y patentes, que es la forma moderna de dominio. Para el turismo de agencia quedan los zuecos de madera, las putas de escaparate, los tulipanes, los quesos de bola y los molinos de viento. En cambio, nuestra generación conserva de Holanda el recuerdo de aquella década de los sesenta, cuando las flores, el sexo, la música y la yerba eran la revolución. ¿Qué queda de ese tiempo de gloria? No queda nada, y eso hay que saberlo antes de hincarle el diente a esta Europa batida por la crisis.
El caserón eclesiástico de Paradiso está apagado y allí permanece varado todavía un hippy cuarentón, calvo y con la barba florida de antaño.
—¿Qué haces, hermano? —le pregunto.
—Veo pasar la vida —me dice.
—Vuelve a casa, muchacho. La guerra ha terminado. ¿No lo sabías?
—Yo sólo leo The Financial Times a la luz de un candil.
La juventud militante holandesa, que no se pincha o no baila la bamba en Zorba the Buddha lamiendo un helado de cucurucho, está en la línea de combate del ecologismo. Es lo más subversivo. Se empieza amando a los mosquitos y el ecosistema te lleva por lógica matemática a derribar el capitalismo. Bicicletas blancas, narices empapadas de lluvia, pantorrillas de percherón, vacas echadas, sentimiento de la naturaleza, anticonceptivos, hemeroteca en el urinario público, lucha contra la Administración, puritanismo y desenfreno, rigor y licencia, grabados de aves en los billetes de florines, belleza de fécula hervida, carne cada vez menos culpable, método, trabajo y las piernas abiertas para que la penetren desde Norteamérica. Esto es Holanda, una llanura empapada donde no sobresale nada ni nadie. Sólo a los locos que se les ha saltado un muelle, después de muertos, se les impone una medalla.
Francia
Niza. Miércoles, 13 de febrero. La habitación del hotel Negresco, que da al paseo de los Ingleses, tiene un balcón de hierro vegetal con guirnaldas doradas y cortinas de seda azul celeste. La mañana ha amanecido con un nublado elegantísimo gris malva. El camarero acaba de depositar en la mesa sobre el mantel de hilo el bodegón del desayuno, que despide luces de plata, y a través del cristal, por encima del pomelo abierto, se ven algunas palmeras reales, unas farolas modernistas, palomas y gaviotas en el aire, siluetas de viejos caballeros, de ancianas con perro detenidas, perfiladas en el pretil contra el seno de las olas. Surcando las franjas aceradas del mar navega un velero de dos palos. Desde la calle sube una música de Glenn Miller mientras la gente ocupa las tribunas para el desfile del carnaval.
El hotel Negresco es un palacio blanco con cúpula y mansardas de color salmón rematadas con adornos florales de un verde lagarto. Aquí, durante la paz de entreguerras, las divas locas que fumaban cigarrillos Murati en largas boquillas de marfil bajo la parcela de frutas llenaban la bañera de champaña rosa y se cortaban las venas pensando en un artista de Montparnasse. Podría jurar que no existe otro lugar en el mundo tan apropiado para dar remate a la existencia dentro de una belleza medianamente aceptable. Cuando madure un poco más y alcance la lucidez absoluta, si Dios me ayuda, vendré a suicidarme a este sarcófago de merengue.
El hotel Negresco ahora está resplandeciente y deshabitado. A la lumbre de los vitrales prerrafaelistas, por los grandes salones desiertos, eludiendo columnas de mármol, bustos con peluca de escayola, ángeles, óleos y damascos, pasan criados con calzón corto, casaca y un jacinto en la chistera; cruzan el corredor, a lo lejos, algunos próceres incorruptos, damas decrépitas con turbante que parecen ectoplasmas. Tal vez estos seres, en un tiempo esfumado, vivieron un paraíso en esta playa y se bañaban con trajes de avispa, tomaban refrescos de grosella en altas copas talladas y eran felices por la tarde en las terrazas vestidos de blanco manteca con sombreros, encajes y trencillas de paja finísima. Ahora, por el paseo de los Ingleses avanzan las carrozas del carnaval. Arlequines, máscaras, pantomimas, diosas carnales establecen con el público una aburrida batalla de flores y las serpentinas rayan el aire encapotado en medio del estrépito de las comparsas. Niza, en invierno, posee una dulzura convaleciente, algo suavemente tísico. Hay muchas abuelitas con perro lulú, jubilados con afgano, solitarios de mandíbula violácea que meditan ante la delicada comba de la bahía. Alguna sexagenaria cubierta de rímel y carmín va del brazo de un chulo bronceado, y los hampones están, pero no se ven.
Ser perro en Niza: he aquí un sueño imposible en esta vida. Cuando estoy deprimido no pienso en otra cosa. Me gustaría convertirme en un caniche y que una dama francesa de pálida osamenta me llevara en el regazo por el vestíbulo del hotel Negresco y me sentara a la mesa en el restaurante Chantecler frente a un filete miñón con la chapa de los derechos humanos colgada del collar.
—Come, chiquitín.
—¡Guau! ¡Guau! ¡Guau!
—¿Qué pasa, cariño? ¿No te gusta el filete miñón?
—¡Guau! ¡Guau!
—Garçon, s’il vous plaît, tráigale a mi perrito la pêche blanche à la crème de pistache.
—Oui, madame.
No se puede entender nada de Francia si no se sabe qué significa ser un perro de lujo en Niza. El conocimiento de este país se inicia con una eucaristía canina en un restaurante de cinco tenedores. Por la mañana los perros han ido a la peluquería, se han hecho la manicura, han sido lavados con camomila, se les ha perfumado con zumo de raíces exóticas y en este momento se hallan sentados a la mesa sobre sillones de estilo Luis XV en el comedor del hotel Negresco con un lazo de seda en la nuca, con una servilleta bordada en el cuello olisqueando la carta. Le bouquet de langouste servi tiède au beurre de truffe. Les filets de rougets de roche en barigoule de légumes. Cualquier perro francés de buena familia goza de más derechos humanos, tiene mayores posibilidades de realizarse que el español medio. Si uno entra en el restaurante Chantecler a la hora del almuerzo puede contemplar este espectáculo: canes maravillosos de distintas razas comen con cuchara, comparten a la misma altura de sus dueños manjares sutiles entre candelabros de ley y los camareros atienden sus mínimos caprichos, les llenan el plato, les desean buen apetito con una reverencia galante. No se oye un solo ladrido en el ámbito, sino ese murmullo de refinada glotonería que producen a la vez unos animales de alta escuela en compañía de elegantes comensales de dos patas.
Por lo demás, Niza está un poco desvencijada, pasada de moda, penetrada de hampones, tendida a lo largo de la bahía que se cierra por oriente con las primeras estribaciones de Montecarlo. ¿Montecarlo? Ah, sí, una cazuela donde se cuecen dos princesas para alimentar a la pequeña burguesía de Europa en rulos bajo el secador. Ya no hay reyes destronados en este paraje. Niza se ha convertido en un reino de abuelas con perro, de caballeros solitarios con perro, de jubilados con perro. Un horror. Para triunfar en esta ciudad hay que ser macarra o caniche.
Mougins. Jueves 14 de febrero. En verano, la clase media charcutera desciende de Centroeuropa y cae en tromba sobre la Costa Azul. Largas caravanas de ilustres tenderos, de oficinistas bien pagados, de gerentes calvorotas junto a sus señoras legítimas y excitadas acuden a este litoral para reflejar su tedio en la vida de otros seres privilegiados. Desde Menton a St. Tropez, yates de todo el mundo ofrecen en los clubes náuticos la popa impúdica como un culo de mona a esta masa rolliza e indiscriminada del Mercado Común que se dedica a pasear por malecones y pantalanes fisgando la felicidad ajena. Después de la navegada, los magnates modernos, que tal vez son duques de la salchicha, jeques del crudo o emperadores del plástico, fondean o atracan unas embarcaciones de eslora brutal y la gente de medio pelo se acerca al muelle para mirarse en el espejo de la nueva mitología. Héroes salinos, muchachas de insólita hermosura, ancianos plutócratas de aire deportivo celebran de noche festines en las cubiertas bajo el tintineo de las jarcias, y las amas de casa del Mercado Común, gorditas y algo pánfilas, asisten con los ojos a pocos metros de distancia a un sueño que es inasequible.
En invierno, los grandes protagonistas de la comedia solar no están aquí. El público también se ha retirado. Uno recorre esta orilla nublada, y las calas, los embarcaderos, las salas de fiesta dan la sensación de un escenario cuyo decorado ha sido recogido por los tramoyistas. Port Marina, Antibes, Juan-les-Pins, Cannes. Sopla una brisa húmeda, en los espigones hay algún pescador somnoliento, los servidores del teatro rascan cascos de yate en los varaderos, las villas tienen el jardín desolado, el salitre ha corroído las verjas cerradas, el grito de las gaviotas resuena en las playas vacías y por las calles de estos poblados estivales gente encalmada, propia del lugar, que parece recuperada de un lejano frenesí, camina, alrededor del mediodía, con un larguísimo chusco de pan en la mano. Cannes en invierno es un geriátrico. Bajo el matiz de una niebla ya casi dorada, en el paseo de la Croisette sólo resalta el esplendor de la soledad, y la curva magnífica de residencias y hoteles blancos se confunde con el humo de la memoria. En cada extremo de la playa hay un puerto deportivo, y desde la terraza del Carlton, entre sombrillas plegadas, se divisan unas plantaciones de mástiles con los gallardetes flameando. Un barco desmesurado, probablemente de un árabe que ignora las estaciones del año, se pavonea de forma hortera en el seno de la bahía.
En Cannes no hay nadie, ni siquiera un pájaro. Tampoco se oye nada, sino el tumbo de las olas seguido del fragor desolado de la resaca. Sentado en un banco, me pongo a leer el periódico de la región, que trae bellos crímenes provenzales. Gaétan Zampa, rey de la mafia marsellesa, amaneció suicidado un día de julio de 1984. A partir de ese momento, en la capital de la bullabesa no ha cesado el tiroteo. Los rufianes se están abriendo paso en el escalafón con rociadas de plomo entre colegas. Ayer cayó el favorito, y con él van ya 21 fiambres. Eso ha sucedido en Marsella; pero ahora en Cannes acaba de salir el sol, y de pronto en la Croisette se desarrolla un espectáculo irreal, lo más parecido a una visión fantasmagórica. Cuando el primer rayo de sol divide finalmente las nubes, una cantidad enorme de abuelos, fuera de toda medida, comienza a desprenderse de hoteles y residencias que hasta entonces parecían clausurados, y sucesivos raudales de jubilados invaden los parterres, llenan la playa, asaltan el paseo, ocupan las baterías de sillones, avanzan en tropel con la pantorrilla liada con un perro, y otras bandadas de ancianos pulcros, gozosos, sonrientes, se superponen trabándose como una marea, y llega un instante en que el panorama de Cannes se cubre con una masa compacta de viejos. ¡Dios mío, qué es esto! Hay que huir de aquí para hacerse fuerte en el monte.
En los altos de Cannes se está más seguro, sobre todo si uno se refugia en el restaurante Le Moulin de Mougins y pide amparo a su propietario, Roger Vergé, príncipe bigotudo de la cocina provenzal. El pueblo de Mougins, encaramado en un cerro, que gobierna un valle tupido de castaños y villas, tiene un aire de fortaleza, hoy cepillada en honor al turismo. Durante los años locos, el pintor Francis Picabia, seguido por una tropa de bohemios de París, puso de moda este paraje. En la partida de Notre-Dame de Vie, cerca de la capilla de esta Virgen, estableció Picasso su última morada, y desde allí subió a los infiernos. Realmente este paisaje aún continúa amparado por la sombra del genio. Picasso iba a Vallauris a hacer cerámica, tomaba el sol con camiseta a rayas y sombrero de paja en Cap d’Antibes, recibía a los marchantes americanos en calzones, con el torso de toro al descubierto. Costa Azul. Brigitte Bardot y una foca. Jean Cocteau, Matisse, el hampa braseada, abuelas de visón con un lulú en brazos, memoria de antiguos reyes destronados, magnates de la salchicha a bordo de los yates, la Fundación Maeght en St. Paul de Vence. En el restaurante Le Moulin de Mougins, ante le granite de gingembre au vin d’épices, ya es hora de hacer meditación y preguntarse por primera vez qué es Francia. Probablemente Francia es un país que posee una capacidad asombrosa de transformarlo todo en literatura. ¿Existe algo real debajo de esta salsa? La aparto con el cuchillo y no veo nada. Para empezar, la cocina francesa es una fabulosa creación del espíritu servida por camareros exquisitos y cabreados.
Lyon. Viernes 15 de febrero. Atravesando un cuadro de Cézanne, verdes crudos, manchas ocres, luces moduladas en planos, montañas con pinos, campas de viñedos, se llega a Aix-en-Provence, una pequeña ciudad parda, de fachadas sucias, llena de encanto provinciano. Parece que los personajes de Cézanne no han muerto del todo. En el viejo bar Le Grillon, que da al Cours de Mirabeau, hay todavía cuatro jugadores de cartas fumando una pipa ya casi cubista, con el sombrero echado hacia el cogote, y un ejemplar de cara rubicunda con mostacho despide reflejos impresionistas dentro del vaho mientras lee el diario Le Provençal. Aquí nació aquel artista misántropo, hijo de banquero, precursor de la pintura moderna, y por la calle se ven muchas criaturas que aún llevan en el rostro las pinceladas del maestro; pero ahora Aix-en-Provence también está llena de estudiantes con cartapacios, de mercadillos que han caído en poder de los moros, de universitarios de cariz latinoamericano que toman el sol en las terrazas bajo los plátanos desnudos. El lugar posee la dulce armonía de las horas muertas. Hay que tomar café y dejar correr el tiempo contemplando con ojos entornados la sucesión de muchachas con una baguette en la axila. Resulta curioso. En un determinado momento de la mañana parece que toda Francia se paraliza, la gente acude a la panadería, se pone un chusco bajo el ala y comienza a dar vueltas a la manzana como si se hubiera perdido.
Uno sigue camino hacia Aviñón en busca del Ródano. ¿Qué es Francia? Quedamos en que Francia era sólo literatura. A esto se debe añadir que es un país con una enorme profundidad rural, tal vez insondable. Los intelectuales tienen el alma sólida del tendero, la burguesía conserva las raíces solariegas y la elegancia más refinada se erige sobre un fondo payés. La Provenza queda atrás con un rastro de hipogeos funerarios, necrópolis precristianas, inscripciones enigmáticas, serpientes aladas, Vírgenes negras, magos, astrólogos y alquimistas, sectas de iluminados, abates esotéricos, damas y gnomos, monstruos en el laberinto de las grutas, dragones de Petrarca, fantasmas y papas de Aviñón, palominos con mermelada de algarrobas que se zampaba Benedicto XII, y el valle del Ródano, finalmente, aparece ante los ojos. Abajo está Montpellier, cuna de Jaime el Conquistador y de San Roque con su perro simpático y sarnoso, la romana Nimes y Arlés, manicomio de Van Gogh, el primer loco que se perdió en el Mediodía. El Ródano se abre ya de madre, lejos todavía de la desembocadura en la Camarga. Por ese seno penetraron los romanos en el corazón de Europa y Aníbal recorrió su ribera arreando una manada de elefantes en dirección a los Alpes. Uno es más modesto y asciende por esa columna vertebral de agua buscando inútilmente una simple definición. Por todos los diablos, ¿dónde está la nuez de este país? Al borde del camino, en una solana del pueblo de Morna