El intérprete de La Paz
Coincidí con una mosca en un avión transoceánico y, como es natural, viéndola golpearse inútilmente contra la ventanilla que daba sobre el cosmos, me preocupó qué pasaría con ella a la llegada, si sería capaz de adaptarse o no al nuevo mundo. A fin de cuentas por eso se producen los regresos: porque los viajeros no se adaptan y porque les agarra la nostalgia cuando menos la esperan. Pero dos días después la vi bajo el reluciente cielo de La Paz en el frío y seco verano de los Andes —era ella, la mosca de mi avión, imposible no reconocerla—, y me tranquilizó comprobar que, pese a que mantenía la típica actitud de primermundista perdonavidas, se había adaptado bien, sin problemas, y ni siquiera le afectaba el soroche o mareo de las alturas. Y me pregunté por qué no es siempre así. Por qué no aprendemos de las moscas. Por qué los europeos entienden tan mal América y por qué los americanos...
Lo digo, sobre todo, por Esteban y Adriana. ¡Qué historia si...!
Y lo peor es que la historia, esa historia, también depende de mí. Sobre todo depende de mí. Si yo me retiro, si por alguna razón me retiran de La Luna (el proyecto de presa ecológica más alta del mundo y de ahí su nombre), con toda probabilidad su amor tropezaría en los malentendidos y se rompería las narices. ¿Y puedo yo asumir tal responsabilidad? No, no puedo. Que una historia no se desarrolle por culpa, no de los protagonistas, sino del narrador, del intérprete, es algo para lo que no debe de haber perdón en el cielo de los cuentistas. (¿Cuentistas? ¿Historiadores? ¿Traductores?) Seguro que es un pecado peor que si al final los personajes resultan unos cobardes.
Porque en eso me he convertido: en un intérprete. Soy ingeniero hidráulico de profesión pero de ésos hay muchos en España, en tanto que mi trabajo de traductor entre Esteban y Adriana... Me temo que ése sólo lo puedo hacer yo. La razón es simple: veterano de la travesía del Atlántico, he terminado por ser una de las pocas personas a través de las cuales Esteban y Adriana se pueden comunicar. Soy, por así decir, su guiño de ojo, su cita del viernes, su pista de baile, su atardecer, su asiento trasero, su carta enfebrecida en las ausencias. No hay más. Si yo me voy, fin de la historia.
Sucede que Esteban me dijo un día: «No tengo derecho a no vivir esa historia. A mis años (tiene cuarenta y ocho) es seguramente mi última oportunidad. Si no la vivo, ¿cómo me miraré al espejo dentro de diez años?». Bien, soy rehén de una extraña lealtad, y es la impávida certeza de que tampoco tengo derecho a no servirles de idioma. Quizá sea también mi última oportunidad de comprobar si la pasión existe.
Mi amigo Esteban es un andaluz de Córdoba con la cara que tenían los conquistadores extremeños según los libros de Historia: barba negra, piel muy blanca, de santo, y ojos verdes, de guerrero. Y como buen andaluz, Esteban venera el agua igual que un castor. Por eso hace presas.
Por eso y por los viajes. Le gusta mucho viajar, lo que, unido a sus penas de amor, motivó que fuese el primero en aceptar el desafío de construir una presa ecológica cerca de Potosí, a 5.000 metros de altura y 1.000 por encima del lago Titicaca (el más alto del mundo), para robarle el agua perfecta de hace millones de años a las nieves eternas de los Andes. Mientras nosotros les robamos el agua, las cimas nos escatiman a nosotros el aire.
Ninguno de los ingenieros de nuestra empresa aceptaba: no sólo por la demasiada altura, que en efecto ha causado ya dos infartos, sino porque por esos días se anunciaban además levantamientos indígenas liderados por El Malku, y parecía que iban a cuajar en la venganza inca pendiente desde que Pizarro asesinó a traición al Inca Atahualpa. «Fuera los khara’s», decía El Malku. «Cuando yo llegue al Palacio Quemado echaré a los blancos de este país.» Y entre los blancos incluía a todo el que no fuese puro aymará. Y ese verbo racial y nacionalista asustaba a los españoles, con el tradicional despiste en cuestiones indígenas que dura ya quinientos años. «Los españoles no han acabado de comprender que la Conquista ya terminó», decía El Malku. «Que vengan: a nosotros ya no nos impresionan ni las barbas, ni los caballos, ni el trueno de los arcabuces.»
De modo que todo tiene su importancia: si Esteban pudo venir a La Paz fue porque nadie quería, en ese momento esquinado de la Historia, y si se encontró a Adriana en el momento exacto fue porque venía huyendo de una pena de amor.
Supongo que nadie discutirá que una pena de amor, la pena de amor, incluso, bien puede ser un matrimonio encallado en la infinita tarde de domingo del aburrimiento: la invisibilidad, el silencio drogado con televisor, el sexo obligatorio y de fórmula, la resignación sin fin para burlar el pánico a la soledad...
Bien, ésa era la situación de Esteban, y no le traiciono: es la de tantos... Y el hecho de que Maribel, su mujer (labios todavía vivos, pechos que le han ido creciendo pero manteniendo la línea, mirada de comprensiva inteligencia...), el hecho de que a los cuarenta y cinco haya alcanzado la plenitud —esa sensual sabiduría de las mujeres que no se gastan aplazando su edad sino que la viven—, no niega sino que añade más misterio a lo que digo: por qué el matrimonio transforma a seres atractivos en una especie de mesa camilla.
Si van separados, las mujeres se vuelven a mirar a Esteban con disimulo y los hombres todavía nos imaginamos a Maribel en según qué situaciones. Yo en particular, lo reconozco, pues la vida me ha ido demostrando que la experiencia, el deseo tranquilo o la ternura, como quieran llamarlo, pueden devolverle a una mujer en la cama la belleza, y con intereses, que el tiempo le ha ido robando. Al lado de esa mujer sin prisa, la sirenita de veinte años es exactamente eso: una niña.
En cambio, cuando van juntos Esteban y Maribel proponen esa exhausta postal del matrimonio que se ha consumido, como el misticismo en la religión, en rituales que no eran sino plantillas, máscaras... del amor o de lo que sea que hace que nos atemos unos a otros.
No es difícil comprender que Esteban se encontrase a Adriana, en La Paz, y un día más tarde se desnudase frente a ella sin complejos para descubrir un nuevo mundo. No es retórica: español al fin (en contra de lo que se cree, en España nos contamos muy poco estas cosas), Esteban sólo aludía a todo ello más tarde. Le rebosaban las palabras. «No sabes lo que es...», decía, y la mirada verde se le ponía ciega. «No te lo puedo explicar...», y parecía que evocaba oasis de miel y estrellas y cometas persiguiéndose en la silenciosa noche del desierto.
Pero no hacía falta explicar. Cuando semanas después viajé a La Paz y busqué a Adriana para entregarle un regalo de Esteban, confirmé a qué se refería: a sus manos aéreas, que a todas luces no habían conocido los fregaderos. En el extremo de dedos no largos, aunque lo parecían, las uñas color zapote (una variedad de rosa que sólo se ve en América) hacían juego con sus labios. Y éstos, con aliento a hierbabuena, parecían simplemente más. Más prometedores, más generosos y sensibles al beso, más inocentes también. Quiero decir que sonreían con mayor generosidad. La sonrisa, por lo demás, empezaba dentro de los ojos y le cambiaba la cara. Cuando recibió el regalo de Esteban se le iluminó de tal modo que me sentí culpable: igual creía que era un diamante, o una promesa secreta, o unos pasajes a Pekín. Pero no: cuando sus dedos de mujer encontraron al fin, no un tesoro, sino un disco con banales canciones de amor, su resplandor se mantuvo. Comprendí entonces lo que quería decir Esteban con sus puntos suspensivos.
—Ya no hay mujeres así...
—A qué te refieres... —me hacía yo el bobo.
—Pues así...
Era incapaz de precisar. Pero yo, hijo de español y colombiana, sabía de qué estaba hablando: esa capacidad que tienen las mujeres de allí para hablar sin palabras, hasta el extremo de convertir el silencio en un idioma y lo no dicho en un poema..., o al menos sugerirlo.
El encuentro entre Esteban y Adriana se produjo a los 4.000 metros de altura de La Paz, allí donde los seres humanos recortamos el aire y se ve más. No es extraño que a Esteban ella le pareciera un ser de otro mundo y al tiempo un cuerpo más... cuerpo. Era en el jardín de unos amigos, bajo el atardecer de los Andes centrales, que no se sabe si es rosa o azul, o ambos al tiempo.
Según me dijo, después a él le pareció imposible que ese estómago liso de jovencita ya hubiese tenido dos hijos, y sintió una urgencia extravagante: hacerle otro. Y eso, para alguien que ya tiene un hijo medio abogado, debiera haberle servido de alarma. Pero no fue así, claro. Nunca lo es, cuando está escrito lo que está escrito: aunque sólo se conocieron durante una cena, cuando se levantaron ya eran amantes.
Quizá lo eran, precisamente —amantes—, porque la cena fue compartida..., entre otros por el marido.
Bueno, ¿acaso se habrían conocido de no ser por el marido? Es a menudo el caso. Él era uno de los ingenieros bolivianos y cumplía con el triste destino de dar vida a una caricatura feminista: no tenía pelo en pecho porque era mestizo, pero era ese tipo de hombre, y su voz estaba rayada por el tabaco y el aguardiente que alardeaba de beber con los obreros. Sabía de su poder sobre las mujeres —eso es siempre un misterio para los otros hombres—, y por eso, aunque debía de tener los celos temibles, ni se imaginó que su mujer pudiese estar pensando en otro hombre mientras se sentaban todos a la misma mesa.
En un extremo, para ser exactos. Eran cinco parejas enfrentadas en una mesa larga, y eso hizo que Esteban y Adriana, pese a la multitud, consiguieran cenar con una intimidad que sólo dan las mesas-taburete en los restaurantes enanos de París. Se rozaron las manos y luego las rodillas, a propósito aunque disimulando. Él le vio a ella la blusa entreabierta y quiso deslizar los dedos y acariciarle un pecho cubierto con un sujetador tan delicado que parecía otra piel, y sentir en la palma de la mano cómo se despertaba. Ella percibió la sombra de su barba y deseó que le acariciara los pechos y el vientre con ella. Él le olió a ella el perfume, que no pedía perdón por su delicadeza. Al imaginar ella cómo olería él, desnudo, tuvo que cruzar las piernas. Cuando se levantaron de la mesa fue ya para citarse.
Temprano por la mañana ella le buscó en su hotel y se abrazó a él, sin hablar. Él la sentó en un sillón, se arrodilló y se metió entre sus piernas. Se apretó. Pero no era sexo sino pudor. Porque cuando ya se habían reconocido los labios, las cinturas y hasta la parte interior de los muslos, una zona difícil de resistir, una vez que él le había acariciado las piernas desde las plantas de los pies hasta la ingle y ella, abierta y húmeda, esperaba que él la levantase en vilo y la penetrase sin ni siquiera terminar de depositarla en la cama y desnudarla, él le dijo, como un colegial:
—No quiero. Así no quiero.
Ella le miró estupefacta. No entendía.
—No quiero una sola vez... —intentó explicar él.
—Bueno —sonrió ella, inocente pero sabia—: Depende de ti.
—No me refiero a eso —se exasperó Esteban con dramatismo hispano—: No quiero esta sola vez, como si fues