Los exiliados

Fragmento

Introducción:

Los exiliados, la dictadura y la Comisión Interamericana de Derechos Humanos

“L a duda hamletiana (cómo blanquear las conciencias, cómo lavar la sangre vertida, cómo disipar el horror) nubla la mente de los gobernantes, desquicia su equilibrio. En su sueño agitado palpita una visión que el régimen quizás aún no se anima a contemplar. Clara como un diamante, esa visión es la del futuro inevitable: sea cual sea la solución que se encuentre, haya o no haya Nüremberg, el poder usurpado en 1976 habrá de ser devuelto.” Con estas palabras, a comienzos de 1980, los editores de Testimonio Latinoamericano1 de Barcelona daban cuenta de la situación argentina. Unos meses antes la Comisión Interamericana de Derechos Humanos (CIDH) de la Organización de Estados Americanos (OEA) había visitado el país para investigar y acreditar las innumerables denuncias sobre “graves, generalizadas y sistemáticas” violaciones de los derechos y libertades fundamentales que ocurrían en la Argentina desde el golpe de Estado del 24 de marzo de 1976 y que venían concentrando la preocupación de organizaciones gubernamentales, no gubernamentales, confesionales, laicas, culturales o partidarias del mundo occidental. Estas denuncias tenían un origen claro: la acción al principio tímida pero siempre decidida de familiares de víctimas residentes en el país y de los exiliados políticos dispersos para entonces por todos los continentes.

En septiembre de 2009 se cumplieron treinta años de esta misión que fue, sin duda, bisagra en la lucha antidictatorial y por el esclarecimiento de la situación de los “desaparecidos”. Desde los preparativos del viaje de la Comisión hasta el tratamiento de su Informe en la Asamblea General de la OEA más de un año después, pasando por las recomendaciones preliminares de los “inspectores” al gobierno o la publicación internacional del Informe definitivo, sus implicancias fueron evidentes no sólo para los dictadores sino para los que constituían la resistencia y la oposición.

Este libro es la historia de uno de los protagonistas de la lucha antidictatorial, los exiliados políticos, aquellos que los militares calificaban de “subversivos derrotados y en fuga”, y quienes a lo largo de los casi ocho años de gobiernos castrenses intentaron convertirse en vasos comunicantes o “puentes con” y “voz de” los miles de otros argentinos que vivían “sojuzgados por la represión y la censura [y] que no podían hacer conocer al mundo el genocidio practicado por la dictadura” (Exiliados Argentinos en Venezuela, 1982).

Tomando como eje la visita de la CIDH, por considerarla el evento que durante el “Proceso de Reorganización Nacional” colocó con más nitidez a la Argentina en el centro de la atención mundial, no por un resultado deportivo —como en junio de 1978 con el Campeonato Mundial de Fútbol—, ni por una “guerra anticolonial” como calificaría Galtieri a la de Malvinas, sino por la situación de los “desaparecidos”, este texto se propone analizar el trabajo político, de solidaridad y de denuncia desplegado por los exiliados radicados en América y Europa, asumiendo que cada una de las acciones proyectadas y ejecutadas por los desterrados no pueden entenderse sino en el contrapunto y en la polémica con los movimientos realizados por el gobierno de las FFAA de cara a su silenciamiento, su descalificación o su eliminación, y también en armonía (y a veces en disonancia) con quienes integraban el campo de los derrotados, de las víctimas, de los opositores, de los testigos de la tragedia, pero que vivían esa experiencia en el aquí y ahora de la “Argentina interior”.

¿Qué líneas atraviesan la visita de la CIDH a la Argentina entre el 6 y el 20 de septiembre de 1979?, ¿en qué medida la presencia de esta entidad autónoma de la OEA creada en 1959 y orientada a la promoción de los DDHH, condensa y a la vez proyecta y redefine prácticas, problemas, tensiones y debates tanto al interior de la sociedad argentina y del gobierno castrense, como en el seno de las diferentes comunidades de desterrados? En definitiva, ¿por qué estudiar la visita de la Comisión para entender las relaciones entre la dictadura y los exiliados argentinos, sus dinámicas, su historia y sus perspectivas?

Antes de entrar en materia, es necesario hacer algunas puntualizaciones. En primer lugar, que la presencia de los “justicieros internacionales” precipitó la decisión del gobierno militar de cerrar la etapa de la “guerra antisubversiva” y sus “consecuencias”. Mientras se preparaba la visita y hasta que sus últimos ecos se escucharon, el gobierno puso en práctica un conjunto de estrategias de neutralización, algunas conocidas y otras nuevas. Entre ellas, la promulgación de las leyes sobre “desaparecidos” y la liberación de algunos detenidos especialmente “molestos”, que congregaban el interés internacional. Esta política de clausura del pasado provocó reacciones no sólo en el exilio, sino dentro de la “familia militar”, que no tardó en manifestar su malestar, cuando sus resultados no fueron los esperados.

En segundo lugar, que la visita de la Comisión consolidó la acción de denuncia antidictatorial que venían realizando las organizaciones de DDHH y los exiliados. Tras un arduo trabajo de instalación del “tema argentino” ante gobiernos y sociedades del mundo a lo largo de varios años, la oposición en el exilio sintió que ya nadie permanecía ajeno al drama de los “desaparecidos”. La CIDH le dio un espaldarazo, aportando un plus de legitimidad a las denuncias que se acumulaban de a cientos, poblando páginas en la prensa internacional, reverberando en las salas de reuniones de organizaciones tan dispares como parlamentos nacionales, plazas, iglesias y foros como los del Consejo de Europa, Amnistía Internacional (AI) o las Naciones Unidas. Sin embargo, este apoyo que al tiempo que reforzaba la solidaridad internacional hacia las víctimas en la Argentina, reconocía a los exiliados como actores de la lucha antidictatorial y por los DDHH, no estuvo exento de conflictos. ¿Qué tenía que ver la izquierda revolucionaria con la defensa de los derechos y libertades fundamentales de la democracia capitalista?, ¿cómo apostar a que el presidente norteamericano James Carter salvara a los “desaparecidos”?, ¿cómo pensar en una alianza con los sectores “burgueses o protoburgueses”, que “no se consideraban extremistas” y que en la Argentina “colaboraban con la oligarquía”? Y por otra parte, ¿cómo mostrarse como reales defensores de los DDHH, mientras se producían episodios de la llamada Contraofensiva montonera, protagonizada por algunos que compartían experiencias de destierro?, ¿cómo mostrar que el posicionamiento del exilio detrás de la defensa de los derechos fundamentales no era una cuestión táctica, un mero pretexto, un “ropaje útil” como señalaba el régimen?

En definitiva, la visita resulta un escenario privilegiado para descifrar algunas de las cuestiones fundamentales que atraviesan la Argentina de la dictadura, dentro y fuera de las fronteras del país, porque no sólo permite comprender las luchas entre régimen y opositores, sino que a la vez, ilumina las tensiones, contradicciones y complejidades de los diferentes actores en pugna.

El libro comienza con una radiografía del exilio argentino o más bien de los exilios, tratando de dar cuenta de una heterogeneidad marcada por los momentos de salida del país, la variedad de geografías de destierro, las identidades políticas y socio-profesionales previas, las modalidades represivas que precedieron el viaje precipitado, la composición etárea y de género de las diversas comunidades, etc. A continuación, dedica dos breves capítulos a analizar, por una parte, las políticas de denuncia de la dictadura articuladas por el exilio antes de 1979 y, por la otra, a reconstruir los trabajos de exclusión y reconfiguración simbólica implementados por la primera Junta Militar en relación a los que calificaban de “subversivos cobardes” y “agentes de la campaña antiargentina”. El capítulo 4 se focaliza en la visita de la CIDH y sus contextos nacional e internacional, atendiendo a explicar el contrapunto de prácticas implementadas por la dictadura y por los exiliados para neutralizar o amplificar el accionar de la Comisión de la OEA. Ambos actores se emplearon a fondo, uno en clausurar el pasado decretando la muerte de los “desaparecidos”, para que la Argentina recuperara un lugar en el concierto de naciones occidentales y cristianas. Y el otro, en intentar salvar vidas y en cercar aun más a los militares, apurando su definitivo abandono del poder. El capítulo 5, que actúa como epílogo, recupera algunos de los debates más resonantes protagonizados por los exiliados en el contexto de la visita. No hay que perder de vista que la CIDH encontró a los exiliados, por un lado, en el cenit de una tarea urgente, pero nunca exenta de conflictos y contradicciones, y por el otro “adaptados” a las sociedades de destierro y a la vez imaginando el retorno a la Argentina para un futuro no demasiado lejano.

1. Radiografía de un exilio plural

S i bien en la memoria de lo que somos resuena con fuerza la imagen de un país de puertas abiertas que acogió a cientos de miles de inmigrantes europeos, que como riadas humanas se agolpaban en el puerto de Buenos Aires entre las últimas décadas del siglo XIX y las primeras del XX, en cambio existen escasas referencias a las no pocas situaciones de exilio que atraviesan la historia nacional.

Desde 1810, en experiencias individuales y solitarias y en menor medida constituyendo grupos de emigrados que se instalaban especialmente en los países limítrofes, las historias de exilios marcaron el ritmo de nuestra vida política. Desde que Mariano Moreno, San Martín, Rivadavia, Juan Manuel de Rosas, Echeverría, Sarmiento, Alberdi o Mitre sufrieron persecución política, el destierro se perfiló como un camino posible y a veces una “opción obligada” para aquellos que caían en desgracia tras haber ocupado altas responsabilidades de gobierno o habían sido derrotados en el campo de batalla. Poco a poco, intelectuales, artistas, publicistas, científicos y militantes políticos, sociales y sindicales dieron a la emigración política del siglo XX un nuevo carácter.

El exilio de 1976 no puede entenderse sino en esta tradición de expulsiones del territorio nacional producidas bajo gobiernos autoritarios, dictatoriales y militares que clausuraron la esfera de acción política, pero también bajo regímenes con ciudadanías restringidas y ampliadas que no eliminaron mecanismos legales como la relegación, la deportación o ejercieron la persecución y propiciaron la huida.

El éxodo no comenzó el día del golpe. Fue en el marco de la violencia originada por el accionar de bandas parapoliciales y paramilitares que hicieron su aparición en los últimos meses del gobierno de Juan D. Perón y alcanzaron su clímax bajo la presidencia de su esposa María Estela Martínez, que el lento goteo de exilios comenzó a perfilarse. Como indicaba la prensa española en los primeros días de marzo de 1976, la Argentina había comenzado a expulsar militantes de izquierda, líderes sindicales, periodistas, intelectuales, artistas y hasta deportistas durante el gobierno democrático de Perón-Perón. Esta diáspora fruto de un clima de intolerancia, intimidación, amenazas, asesinatos, torturas, listas negras y bombas, reconocía su origen en el accionar represivo de la Alianza Anticomunista Argentina (AAA) que operaba bajo el paraguas del Ministerio de Bienestar Social y de su titular José López Rega. Sus principales blancos fueron militantes políticos de larga trayectoria y compromiso ligados al peronismo de izquierda y a Montoneros, pero también de la izquierda marxista y hasta del radicalismo. Entonces salieron del país Raimundo Ongaro, Miguel Bonasso, Nicolás Casullo, Héctor Alterio, Nacha Guevara, Norman Briski y Luis Brandoni. Para algunos, éste fue el inicio de un largo destierro. Otros volvieron al país y fueron nuevamente represaliados, se vieron imposibilitados de trabajar o debieron volver a marchar al destierro.

Aun considerando estos antecedentes inmediatos, el exilio de la última dictadura encierra más novedades y rupturas que continuidades respecto de los que lo precedieron.

En principio y aunque no existen aún cifras concluyentes, puede afirmarse que el del ’76 ha sido el de mayor volumen y continuidad en el tiempo como movimiento colectivo de expulsión de población. Las cifras más conservadoras hablan de aproximadamente un uno por ciento de la población residiendo fuera del país en 1983 y las estimaciones oscilan según se funden en fuentes censales argentinas o en registros de inmigración de los diferentes países de acogida, entre 300.000 y 500.000 personas (Mármora y Gurrieri, 1988: 475). Los números que tuvieron mayor impacto social, aunque carecían de bases estadísticas serias, elevaron la cifra de expatriados a principios de los años ’80 a más de dos millones de argentinos. Se trataba de los cálculos realizados por el Comité de Estímulo a los Universitarios Argentinos en el Exterior, autor de la “Encuesta Argentina”, difundida ampliamente por la prensa nacional durante la dictadura y más tarde publicada en forma de libro. Estas estimaciones sirvieron para constatar que el país estaba sufriendo una “sangría poblacional” de profesionales y técnicos altamente capacitados y que aquellos que se llamaban exiliados políticos no eran más que una “minoría ruidosa”, cuyo único mérito había sido generar “ríos de tinta” contra el país (Zucotti, 1987: 97).

Pero siendo un destierro numeroso, a diferencia del de los republicanos españoles que huyeron tras la derrota de 1939, no tuvo un carácter organizado. Esto no oblitera casos como los de las cúpulas de las principales organizaciones armadas que en 1976 evaluaron salvar a sus militantes estratégicos y dieron la orden de repliegue al exterior. Tampoco que muchas de las acciones individuales que llevaron al destierro fueran producto de decisiones tomadas colectivamente o en el seno de la organización política o político-militar que los encuadraba.

Lo que no encontraremos en el exilio del ’76 es la foto de un pueblo derrotado cruzando las fronteras en un período corto de tiempo. Nuestro último exilio fue una migración en cuentagotas y conformada por miles de salidas forzadas/condicionadas que se sucedieron a lo largo de toda la etapa dictatorial, aunque tuvieron un clímax entre 1976 y 1979. Estudios realizados para España y México muestran las transformaciones demográficas sufridas por las antiguas colonias de residentes argentinos en el cuatrienio posterior al golpe de Estado y en coincidencia con la etapa de represión política más extendida y sistemática en la Argentina (Jensen y Yankelevich, 2007). A partir de 1980, la relativa relajación de la persecución, unida a algunas liberaciones de detenidos a disposición del Poder Ejecutivo o de prisioneros retenidos en los centros clandestinos, sumado al progresivo deterioro de las condiciones de vida y asfixia profesional resultado del fracaso del proyecto económico de Martínez de Hoz, modificaron la composición y la intensidad de la diáspora, aunque no detuvieron su flujo.

Como señalaba la Comisión Argentina de Derechos Humanos (CADHU) de Madrid, las filas del exilio argentino se nutrieron de los cuadros superiores y medios de las organizaciones armadas que salieron en los meses inmediatos al golpe, algunos pocos políticos de las estructuras partidarias tradicionales, aunque no los que ocupaban cargos expecta

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