Dictadura y Democracia (1976-2001)

Juan Suriano

Fragmento

INTRODUCCIÓN: UNA ARGENTINA DIFERENTE

Este libro se propone revisar algunos aspectos de la historia del presente en la Argentina. Sin duda es una tarea compleja para el campo historiográfico. Recién en los últimos años los historiadores han comenzado lentamente a involucrarse en el análisis del tiempo presente, rompiendo con el viejo presupuesto positivista predominante desde finales del siglo XIX que se negaba a analizar la historia reciente por falta de “perspectiva temporal”. A pesar de que aún no se ha producido una discusión teórica y metodológica profunda al respecto ni se la ha incorporado a los programas de estudios medios y superiores, la llegada de los historiadores a la historia del presente viene a sumarse a la de los politólogos, sociólogos y cientistas sociales en general y a producir una saludable complementación con ellos, pero también una lectura diferente desde el punto de vista metodológico al incorporar no sólo el análisis retrospectivo sino también las herramientas que les son propias. Por otro lado, la intervención del historiador en la historia del presente puede contribuir a combatir ciertos peligros de las múltiples y difundidas interpretaciones vulgarizadas circulantes y, a la vez, estar en condiciones de reordenar, reformular y problematizar una historia del presente generalmente narrada por cronistas y periodistas, quienes, más allá de un mayor o menor rigor en sus análisis, tienden a producir una interpretación del presente condicionada por el sentido común, por los tiempos mediáticos y por las múltiples presiones sociales.

Este volumen abarca el análisis del último cuarto del siglo XX. Sin embargo, su delimitación no es sencilla porque la historia del presente no representa un período histórico clásico sino una temporalidad que se mueve y se reinterpreta constantemente, cuyas fronteras son móviles especialmente en su límite más próximo pues no está cerrado y es vulnerable al impacto provocado por los acontecimientos y a la forma en que éstos son procesados política, cultural y socialmente. Por lo tanto, el cierre de este volumen es muy complejo de determinar y optamos por poner el punto final de manera lábil y ambigua hacia la caída del gobierno de la Alianza, ocurrida después de las dramáticas jornadas del 19 y 20 de diciembre de 2001, que provocaron la renuncia del presidente Fernando de la Rúa. La grave y profunda crisis económica, social, institucional y de representatividad política entonces desatada, en realidad, fue el resultado de la acumulación de las políticas desarrolladas desde un cuarto de siglo antes, y sólo en parte parece haber sido superada pues aún hoy hace sentir muchos de sus peores efectos. Sin embargo, el volumen no se detiene específica y necesariamente en ese punto y en algunos capítulos avanza un poco más allá, analizando algunas consecuencias de la crisis tanto en su persistencia como por las formas de resolución a través de la reconstitución lenta y paulatina del tejido social, la recomposición parcial del sistema político y una cierta recuperación de la economía.

El punto de arranque ofrece, en principio, menos dificultades. Aunque no se produjo una ruptura radical con las tendencias socioeconómicas predominantes, el año 1976 implicó un cambio significativo no tanto por el inicio de la dictadura más cruel y violenta de la historia argentina del siglo XX, sino fundamentalmente por el comienzo de un proceso de reconversión económica y social que era, en parte, un eco de la crisis mundial desatada en 1973 como consecuencia del alza de los precios del petróleo. Este proceso avanzó de manera irreversible, aunque no linealmente, recorriendo dictadura y democracia, transformando la sociedad argentina y alcanzando su clímax en la década de 1990 durante la presidencia de Carlos Saúl Menem y cuyos efectos, aun cuando se hayan atenuado un tanto, parecen en buena medida difíciles de revertir. Si bien es cierto que algunos atisbos de las orientaciones neoliberales que se impondrían en el último cuarto del siglo XX ya asomaban en las políticas económicas implementadas por el ministro Celestino Rodrigo a partir de junio de 1975 bajo la presidencia de Isabel Martínez de Perón, fue durante la gestión desde el Ministerio de Economía de José Alfredo Martínez de Hoz cuando comenzaron a enunciarse y a aplicarse de manera efectiva las políticas de desmantelamiento del Estado. El argumento central apuntaba a la disminución del déficit del sector público y el redimensionamiento de la industria a partir de la reducción de la protección arancelaria con el consecuente achicamiento del sector. Estas estrategias, que fracasaron parcialmente en ese momento pues se debilitaron en cuanto el régimen declinó políticamente, anticiparon y en cierta forma comenzaron a crear el consenso social a las políticas neoliberales aplicadas plenamente durante los ’90 en el marco de un contexto nacional e internacional más favorable.

La premisa central que recorre estas páginas es que la Argentina cambió de manera notable durante el último cuarto del siglo XX debido a las profundas transformaciones acaecidas en la economía, en la sociedad y en el campo político. A partir del proceso abierto en 1976 se fueron abandonando las políticas que, desde los años cuarenta, privilegiaban el pleno empleo, la demanda del mercado interno como factor de crecimiento sobre la base de la protección de la industria sustitutiva y el papel del Estado como regulador del salario y como garante del bienestar de las personas mediante diversas formas de prestaciones sociales. Más allá de las profundas deficiencias que las políticas estatales habían puesto en evidencia a lo largo de varias décadas, como bien señala Susana Belmartino (Cap. IV), hoy parece evidente que la quiebra de este modelo no mejoró la calidad de vida de la sociedad argentina sino que, por el contrario, generó un proceso de exclusión social nunca visto antes que persiste plenamente en la actualidad. En efecto, el crecimiento de la pobreza, una desocupación que por momentos orilló el 20%, el ensanchamiento de la brecha entre los que más y menos tienen y el achicamiento de la movilidad ascendente se han convertido en lo que parece ser un rasgo estructural de nuestra sociedad. Si hace treinta años la Argentina era una nación sumergida en un profundo y grave enfrentamiento político, pero que aún se pensaba a sí misma en términos de bienestar, de inclusión y de integración social, hoy es un país fracturado socialmente que sólo apela a débiles políticas asistenciales para combatir la pobreza.

Claro que este complejo y discontinuo proceso de transformaciones económicas y sociales se desarrolló durante regímenes políticos absolutamente diferentes. Por eso el título de este volumen, “Dictadura y democracia”, remite a procesos totalmente contrapuestos en el sentido del respeto a la Constitución, a las instituciones democráticas y a los derechos civiles: el primero, la dictadura, refiere al período que abarcó desde el golpe militar del 24 de marzo de 1976 hasta el 10 de diciembre de 1983, cuando asumió la presidencia el doctor Raúl Alfonsín, ungido por casi el 52 por ciento de los votos, lo cual dio lugar a una experiencia democrática que, a pesar de sus notables defectos y de los diversos temblores institucionales, continúa hoy vigente y tiene el indudable mérito de ser la más prolongada de nuestra historia y de haber finalizado con la alternancia entre gobiernos militares fuertes y civiles débiles.

El nuevo régimen militar no fue uno más y excedió largamente la agenda represivo-autoritaria de las dictaduras clásicas. El gobierno surgido del golpe de 1976, encabezado alternativamente por los generales Videla, Viola, Galtieri y Bignone, al margen de los matices que los diferenciaban, nos retrotrae casi con seguridad a los peores años vividos durante el último siglo. En ellos se impuso como norma el terrorismo de Estado y las libertades públicas e individuales fueron violadas brutal y sistemáticamente como nunca antes. Es cierto que durante la primera mitad de la década de 1970 se fue instalando un clima generalizado de intolerancia y violencia políticas que alcanzó su punto culminante en los meses anteriores al golpe, cuando la represión ilegal y paraestatal había ido creciendo notablemente y era tolerada, si no alentada, por el propio gobierno justicialista. Pero con la irrupción del general Videla y del autodenominado Proceso de Reorganización Nacional en el poder estos métodos se oficializaron y generalizaron. De esta manera desde un Estado controlado por las Fuerzas Armadas se profundizó la desintegración social al imponer un verdadero régimen de terror que apelaba a la eliminación y desaparición sistemáticas de personas, y que tuvo las características de un verdadero genocidio. Amparados en el control de la suma del poder político al haber eliminado las instituciones democráticas y republicanas, los militares organizaron una represión clandestina que recurría a los “grupos de tareas” de las diversas ramas de las Fuerzas Armadas encargados de secuestrar a opositores políticos, que eran recluidos en centros clandestinos de detención en los que se convirtieron en “desaparecidos” hasta ser asesinados, la gran mayoría, con total impunidad.

Sin duda, la responsabilidad principal de la represión recae en los miembros de las tres Fuerzas Armadas que ocupaban casi todas las instancias superiores del gobierno. Sin embargo, que los militares hayan sido los principales responsables no implica perder de vista la colaboración prestada por amplios sectores de la sociedad, ya sea mediante el apoyo explícito a la dictadura o a través de silencios cómplices que ayudaron a conformar el consenso civil al nuevo régimen. En el primer sentido, debe mencionarse la activa participación en cargos ministeriales y municipales de cientos de cuadros intermedios de diversos partidos políticos nacionales y provinciales, que le otorgó al gobierno de facto un carácter cívico-militar. Por otro lado, recibió un respaldo casi unánime de los medios de comunicación, de la cúpula eclesiástica, de múltiples asociaciones empresariales, así como también de diversos sectores de la sociedad civil que rescataban la supuesta restitución del orden político y social no importa cuál fuera el costo. Todo este amplio espectro social prestó de una u otra forma su cooperación al régimen militar y le otorgó un consenso sin el cual no hubiera podido existir ni sobrevivir. Como dice Hugo Vezetti, “se trata, entonces, de mirar el rostro visible de la acción dictatorial a la luz de una trama menos visible de condiciones que la sostenían”.

Las evidencias del apoyo de políticos, empresarios, obispos y periodistas al gobierno dictatorial son irrefutables. Pero el mayor impacto, y tal vez el más traumático y paradigmático, fue el respaldo de amplios sectores de la sociedad civil a partir de dos acontecimientos bien diversos, como el fútbol y la guerra, y con implicancias ulteriores tan disímiles. En primer lugar, ¿qué mejor ejemplo de esta colaboración que las imágenes acumuladas durante la realización del campeonato mundial de fútbol en 1978, que, a la vez, fue una formidable operación de búsqueda de consenso y legitimidad? Sin duda, la impresionante movilización popular en apoyo del seleccionado argentino durante el mes que duró el torneo pudo aparecer como una manifestación de apoyo al propio gobierno militar, no tanto por ser un respaldo explícito al régimen sino por contribuir a tender el velo que ocultaba la aberrante violación de los derechos humanos. En refuerzo de esta hipótesis están aquellas otras imágenes, un año más tarde, cuando visitó el país la Comisión Interamericana de Derechos Humanos en el contexto de la obtención por parte del seleccionado argentino del Mun- dial de Fútbol juvenil en Japón. En la ocasión miles de personas, empujadas por un popular relator de fútbol desde Radio Rivadavia, ignoraron o sencillamente repudiaron la labor de la comisión y de los propios familiares de desaparecidos que reclamaban por sus seres queridos en absoluta soledad. “Los argentinos somos derechos y humanos” fue la frase creada en la ocasión para responder a las denuncias sobre las flagrantes violaciones a los derechos humanos que, impulsadas por las organizaciones de derechos humanos locales e internacionales, se realizaban en el exterior y comenzaban tímidamente a expresarse en el ámbito local. Miles de personas, antes y después del Mundial, adhirieron a esa consigna sin preocuparse demasiado por el destino de las personas desaparecidas y amparando esa actitud indiferente en la ignorancia o en la presunción de culpabilidad de quienes eran perseguidos.

En segundo lugar, el consenso popular al régimen militar volvería a aparecer en circunstancias diferentes durante la verdadera aventura que llevó a la ocupación militar de las islas Malvinas el 2 de abril de 1982, lo cual embarcó al país en su única y absurda guerra del siglo XX. Al igual que el Mundial de Fútbol de 1978, también fue una operación destinada a buscar un consenso social que se había perdido con bastante rapidez, tal como había ocurrido con la mayoría de los regímenes militares anteriores. Así, con el objetivo de detener el inexorable y rápido deterioro económico y político de la dictadura militar y de la incipiente recomposición de la oposición política y de la propia sociedad civil, el general Leopoldo Fortunato Galtieri y la cúpula de las Fuerzas Armadas empujaron a cientos de soldados mal entrenados y peor armados a la muerte y a una segura derrota. La decisión, que subestimó absolutamente al rival elegido y demostró una pésima lectura de la coyuntura internacional que indujo al gobierno a esperar confiado el apoyo de Estados Unidos, se apoyó en el reclamo histórico de recuperación de las islas Malvinas, que diversos gobiernos habían efectuado desde que había sido ocupada por Gran Bretaña en 1833, y explotó un adormecido pero latente espíritu irredentista del pueblo argentino.

Precisamente, por ese irredentismo dormido tal vez no debería sorprender el masivo apoyo popular, muy breve por cierto, tanto como duró la ilusión de la victoria preconizada por los generales con la indisimulada complicidad de los medios de comunicación. Este apoyo popular se vio favorecido por los sentimientos nacionalistas y antiimperialistas latentes en la sociedad y por una formidable manipulación mediática que generó la ilusión de un consenso absoluto, ahogando las escasas voces que llamaban la atención no sólo por oponerse a la guerra sino por lo que creían que era una perversa aventura militar destinada a la recomposición de su imagen desgastada. No menos difícil es comprender el masivo apoyo que, con matices y justificativos diversos, brindó casi todo el arco político, desde la derecha a la izquierda. Ciertas imágenes son más que elocuentes: Saúl Ubaldini, líder de la Confederación General del Trabajo, reprimida duramente en la movilización realizada el 30 de marzo, sólo tres días antes de la ocupación de las islas, acompañando y abrazándose con las nuevas autoridades militares del archipiélago; o los dirigentes políticos viajando a las Malvinas para asistir a la asunción del nuevo gobernador militar, el general Mario Benjamín Menéndez; o amplios sectores de la izquierda que preveían que la guerra, además de un justo acto antiimperialista, generaría una situación revolucionaria. Fuera por oportunismo político, por mera ingenuidad o por cierto espíritu nacionalista o antiimperialista, el conjunto de la dirigencia política, con muy escasas excepciones, se encolumnó detrás de los generales y contribuyó a legitimar la acción emprendida por la cúpula militar. Si no tuvo consecuencias ulteriores positivas para el régimen (la consolidación del poder militar) fue precisamente por la rápida y desastrosa derrota de un ejército argentino mal armado y entrenado, y peor dirigido táctica y estratégicamente. El desastre militar cambió rápidamente los humores de la población, de los medios de comunicación y de la dirigencia política, y el apoyo se transformó en malestar y oposición, lo cual aceleró la caída del régimen.

La colaboración y el apoyo de una parte importante de la sociedad argentina al régimen militar no eran nuevos y reconocen una larga tradición iniciada en el golpe militar de 1930 por la cual se puede sostener que no hubo gobiernos militares sin el apoyo civil. Esta conducta es definida por Hugo Quiroga (Cap. I) como “pretorianismo”, un comportamiento de la sociedad que, a partir de la pérdida de legitimidad del orden constitucional, manifiesta la escasa convicción de la ciudadanía por los valores de la democracia y la aprobación de la participación militar en política. El asalto militar al poder en 1976 se inscribe, entonces, en esa tradición de conductas “pretorianas” de una sociedad que descreía en buena medida de la democracia política y ponía en tela de juicio la legitimidad de un gobierno particularmente débil como el de Isabel Perón. Esto es, no sólo reflejaba las endebles convicciones democráticas de la sociedad sino también un estado de incertidumbre frente a la escasa autoridad de la figura presidencial, la parálisis del Parlamento, la poca incidencia de los partidos políticos, el aumento generalizado de la violencia y el desboque de las variables económicas. Fue en ese contexto donde se inscribió la dictadura militar iniciada en 1976.

Una dictadura militar que tuvo como principal objetivo la instauración de un nuevo orden con objeto de reestructurar la sociedad argentina transformando la estructura de los partidos políticos y en el que los militares pensaban para sí una larga hegemonía en alianza con los sectores más concentrados de la economía. En este último plano, el régimen militar se proponía acabar, como explica Mario Damill (Cap. III), con el rol “decisivo del Estado en la asignación de recursos y en la distribución del ingreso”, que pasaría a estar supeditado al funcionamiento de los mercados. Sin embargo, sólo desde 1978, con la implementación de las políticas de estabilización monetaria, comenzaron a aplicarse las experiencias de apertura financiera comunes a otros países de América latina, que intentaban articular una economía “plenamente abierta al comercio internacional” en donde se equipararían los precios internos a los del “mercado mundial, multiplicados por el tipo de cambio (más impuestos o aranceles, menos subsidios). Así, a la larga, con la paridad cambiaria fija, la inflación interna y la internacional resultarían iguales”.

Sin embargo, esta política condujo a un alto y progresivo endeudamiento en dólares como consecuencia de la sobrevaluación cambiaria, la suba de los salarios, los precios internos en dólares y la eliminación de los controles de los movimientos internacionales de capitales. Si bien esta estrategia generó cierta expansión de la economía, evitando en un comienzo el aumento del desempleo, pronto se evidenció frente a la apertura comercial y al dólar barato la vulnerabilidad de los sectores productivos locales ante la competencia extranjera. El fuerte proceso especulativo condujo en 1980 a una crisis financiera que provocó la quiebra de varias instituciones bancarias, la fuga de los capitales privados y el aumento del endeudamiento público, que se multiplicó por cuatro entre 1975 y 1980. Cuando en marzo de 1981 se abandonó la paridad cambiaria, se ingresó en una fase de descontrol de la economía que desembocó en un proceso de devaluación e inflación. La consecuencia más visible de esta política económica y financiera dio lugar a una creciente desnacionalización de la riqueza.

La disminución de los aranceles de las manufacturas nacionales permitió, a partir de la reforma cambiaria de 1978, la importación de productos y afectó de manera directa la actividad industrial vinculada con el mercado interno. Una industria que era escasamente competitiva y que, al perder el respaldo estatal, quedó a merced de la competencia extranjera. Entre 1976 y 1981 el producto industrial descendió en torno al 20 por ciento, y una importante cantidad de plantas industriales debió cerrar sus puertas. El número de obreros ocupados en la producción fabril descendió de manera notable, no obstante no implicó una mayor eficiencia, tal como se enunciaba en el discurso oficial.

Pero el mundo del trabajo no significaba solamente la resolución del problema de la “eficiencia” para el gobierno militar, se trataba también de una cuestión de disciplinamiento. Como explica Héctor Palomino (Cap. VII), esto implicaba tanto someter a los obreros a un fuerte proceso de disciplina laboral como imponer el silenciamiento de las dirigencias gremiales y políticas de los trabajadores. En este sentido, el régimen militar llevó adelante una durísima represión que fue desde la ocupación militar de las plantas fabriles hasta la persecución y desaparición física de centenares de militantes gremiales provenientes del peronismo combativo y de la izquierda, entre los cuales el más emblemático fue el dirigente cordobés René Salamanca. Frente a tamaña represión la resistencia de los trabajadores se resintió notablemente aunque no desapareció y se manifestó de manera menos visible y apelando a repertorios de confrontación no tradicionales para evitar en alguna medida los alcances de la represión.

Sin embargo, la política represiva sobre el movimiento obrero no terminaba allí pues los militares desestructuraron, además, el inmenso poder político y el control de instancias estatales que la dirigencia sindical tradicional había alcanzado durante el último tramo del gobierno de Isabel Perón. Este poder se basaba en buena medida en los altos niveles salariales, en las condiciones de pleno empleo y en el mismo poder político acumulado a través de los largos años en que primaron estas condiciones. El régimen militar se sintió al comienzo tan fuerte como para no dialogar y reprimir a la dirigencia gremial y encarceló a varios de sus más prominentes líderes, e incluso permitió la desaparición del dirigente del gremio Luz y Fuerza Oscar Smith. Los pasos más importantes se orientaron a la intervención de numerosos sindicatos y de las obras sociales.

No obstante, la propia dinámica del proceso, que permitió en una primera etapa la negociación salarial encubierta entre trabajadores y empresarios en tanto el mercado de trabajo funcionaba a pleno, sumada a la necesidad del gobierno de legitimarse hacia el exterior, condujeron a los militares a establecer una línea de diálogo con un sector del sindicalismo encabezado por el dirigente del gremio plástico Jorge Triaca. Cuando, a fines de 1979, se sancionó una ley cuyo objeto era eliminar las organizaciones gremiales de tercer grado, particularmente la CGT, apareció un sector sindical más proclive a la protesta en defensa de la subsistencia de la propia CGT y de las obras sociales. El deterioro y el desgaste de la dictadura militar permitieron, en cierta forma, la recomposición de las estructuras gremiales. Sin embargo, el poder sindical no captó que las condiciones que habían cimentado su hegemonía antes del golpe habían comenzado a cambiar en 1975-1976. Esto lo llevaría al colapso cuando esas políticas se aplicaron con plenitud en los años ’90.

Hacia 1982 el régimen militar se hallaba debilitado en varios frentes. No sólo por el fracaso del proyecto económico; tampoco había logrado imponer el disciplinamiento social y político que pretendía, aunque le asestó una indudable y definitiva derrota a la guerrilla tanto urbana como rural. Además, estaba sumido en sus propios enfrentamientos internos, que, a medida que la economía mostraba más resquebrajamientos, se hacían más agudos. El desgaste internacional como consecuencia de la acción de los grupos de derechos humanos, desde que el 30 de abril de 1977 se realizó la primera marcha de las Madres en torno de la Plaza de Mayo, no fue menor e insumió una notable y dilapidada energía a los militares para neutralizarla. En cierta forma, la derrota de la guerra de Malvinas marcó el comienzo del fin de la última dictadura militar, y su acelerado repliegue implicó el reordenamiento desordenado de la actividad política y una breve, compleja y tumultuosa transición a la democracia.

La restitución de la democracia a partir de 1983 habría de producirse en un contexto complejo pues los cambios en el rumbo de la economía en los países centrales afectarían de manera concreta al nuestro. En un mundo cada vez más globalizado y desde fines de los años ’80 unipolar, la presión ejercida por las políticas neoliberales, que pregonaban la reforma del Estado, la reducción del déficit fiscal, las privatizaciones, la reconversión industrial y una excesiva libertad de mercado, marcaría los límites dentro de los cuales se realizaría la transición democrática y condicionaría la consolidación de las instituciones. En realidad, la transición política del autoritarismo a la democracia se llevó a cabo de manera simultánea con el pasaje de una economía dirigida a una de mercado.

Y el resultado que hoy puede constatarse de ese doble proceso de transición es que tanto la democracia como las transformaciones económicas parecen haberse consolidado. Sin embargo, las consecuencias están lejos de ser alentadoras. En efecto, por un lado la democracia cumplió dos décadas, el período más largo desde la sanción de la Ley Sáenz Peña en 1912. Y, a pesar de sus evidentes defectos y debilidades, el sistema democrático se ha asentado y una muestra en ese sentido es que pudo capear violentos temporales, como los levantamientos militares de fines de los años ochenta o la reciente crisis de gobernabilidad de fines de 2001. En este sentido, el rasgo saliente a lo largo de estas dos décadas de vigencia de las instituciones democráticas, tal vez, es que la sociedad civil supo rechazar los ataques autoritarios a la democracia y también evitó la tentación de dejarse arrastrar hacia experiencias que podrían haber desembocado en proyectos autoritarios. Mirando retrospectivamente la historia política argentina del siglo XX, esta actitud de la sociedad civil resulta un acontecimiento auspicioso pues parece haber desaparecido el pretorianismo presente en la sociedad argentina hasta hace pocos años.

Es cierto que esto sucede en un contexto regional en el cual fueron desapareciendo los regímenes militares y se han impuesto sistemas democráticos en buena parte de América latina, aunque la mayoría de estas democracias funciona con enormes dificultades jaqueadas por los efectos depredadores de las políticas neoliberales y por importantes niveles de corrupción, que llevan al desinterés y a la apatía política a buena parte de los ciudadanos. Con la excepción de Venezuela, no se han producido en los últimos años intentos de golpes de Estado, y la retirada de los militares de la esfera política, más allá de las peculiaridades de cada nación, es hoy un dato de la realidad política latinoamericana. Es en este contexto donde deben entenderse la constitución de la democracia local y el rol desempeñado por la ciudadanía y los partidos políticos.

Hugo Quiroga (Cap. II) sostiene que la participación de la ciudadanía en el espacio público durante la década que duró la transición democrática tuvo dos momentos bien diferenciados. En el primero, entre 1983 y 1987, tuvo lugar una activa e intensa participación ciudadana en la discusión pública en torno a varios acontecimientos cruciales, como el juicio a las juntas militares, la labor de la Comisión Nacional sobre la Desaparición de Personas (CONADEP), el Congreso Pedagógico Nacional, el tratado de paz con Chile, la aplicación del Plan Austral; el punto culminante de este clima democrático lo constituyeron las formidables manifestaciones en defensa de la democracia durante el levantamiento militar de Semana Santa de 1987. Fue en estos años cuando se generalizó el consenso de los ciudadanos hacia la democracia así como un clima optimista en el que parecía haberse conformado un espacio público verdaderamente participativo.

Sin embargo, ese clima pronto habría de resentirse y daría lugar a un creciente desencanto ciudadano. Una serie de factores contribuyó al declive de la democracia participativa, cuya primera evidencia se manifestó con la derrota electoral de la Unión Cívica Radical en 1987. Si bien fue una consecuencia directa de la frustrante resolución de la crisis de Semana Santa, también obedeció al errático rumbo de la política económica, que se veía fuertemente presionada a dos puntas, tanto por el poder financiero como por las demandas gremiales. En este sentido, el gobierno de Alfonsín sufría el acoso implacable de las diversas corporaciones (sindicalismo, Iglesia, Ejército, empresarios) sin saber muy bien cómo salir de la encrucijada. Las leyes de Obediencia Debida y Punto Final vinieron a sumarse a este panorama tan complejo y terminaron por hundir aún más la credibilidad presidencial. La participación ciudadana se fue retrayendo y comenzó a afectarse la confianza en el sistema político.

En realidad, la resolución del tema de la violación de los derechos humanos por parte de los militares marcó con claridad los problemas que tenía el sistema democrático para condenar a los responsables. Al momento de asumir, el gobierno de Alfonsín tomó algunos principios y reclamos del movimiento de derechos humanos, que, más allá de las diferencias entre sus diferentes grupos, exigía conocer la verdad y enjuiciar a los culpables. Derogó la ley de autoamnistía dispuesta por el general Reynaldo Bignone, creó la CONADEP y enjuició a las cúpulas militares. El informe de la CONADEP y el juicio a las juntas militares representan, quizás, el punto más alto del compromiso alcanzado por el gobierno radical con las demandas del movimiento de derechos humanos. Las conclusiones de la labor de la CONADEP, dadas a conocer el 20 de septiembre de 1984, permitieron correr el velo tendido por los militares a las brutales violaciones a los derechos humanos y que la sociedad argentina conociera la verdad al respecto.

Si bien la CONADEP fue conformada por el gobierno en oposición a la postura de buena parte del movimiento de derechos humanos, que impulsaba la creación de una comisión bicameral, es indudable que el resultado de la investigación realizada por sus miembros fue un hecho excepcional y notable ya que comprobó fehacientemente los crímenes del terrorismo de Estado, consistentes en la violación sistemática de los derechos humanos. Esto es, la desaparición de personas, la aplicación de torturas, el secuestro de bebés y la existencia de más de trescientos centros clandestinos de detención. Todos estos datos tuvieron una gran difusión por parte de los medios y sus principales resultados se publicaron en el libro Nunca más, que generó (y aún genera) “un enorme impacto sobre la opinión pública”. Pero además, como dice Elizabeth Jelin (Cap. IX), “la actividad de la comisión dejó en el haber del movimiento la sistematización de una carga de prueba que iría a tener peso decisivo para la etapa civil del juicio a las juntas”.

El juicio a las juntas militares, hecho inédito en la historia latinoamericana, fue iniciado por la Cámara Federal en abril de 1985 y constituyó el punto culminante de la lucha por los derechos humanos en la Argentina; y no sólo por conmover la identidad colectiva de la sociedad y por el consecuente valor simbólico sino porque, por primera vez, los máximos responsables de tres conducciones consecutivas de las Fuerzas Armadas se sentaban en el banquillo de los acusados y debían someterse a la justicia civil y aceptar el veredicto del tribunal, que finalmente estableció diversas condenas. Aunque los organismos de derechos humanos se mostraron en desacuerdo con el fallo impuesto por los jueces, como se ha demostrado posteriormente, éste daba lugar a la posibilidad de nuevos procesamientos. A partir de este momento el gobierno comenzó a soportar fuertes planteos y presiones desde diversos sectores de las Fuerzas Armadas, que convirtieron “la cuestión de los derechos humanos” en “cuestión militar”. Los constantes planteos y levantamientos militares lo desestabilizaron a la vez que desdibujaron sus políticas de derechos humanos al sancionar la Ley de Punto Final en 1986 y la de Obediencia Debida un año más tarde.

Parece evidente que esta forma de resolver el conflicto con los militares significó un rudo golpe a la ya declinante credibilidad del presidente Alfonsín, cuyas más claras manifestaciones fueron la derrota electoral de su partido, la Unión Cívica Radical, en 1987, y la consecuente y rápida recuperación del peronismo. Pero además inauguró una crisis de gobernabilidad cuyo rasgo saliente sería una acelerada pérdida de legitimidad gubernamental, en medio del descontrol de las variables económicas y una ola de saqueos, que llevaría a una nueva derrota electoral del partido gubernamental en los comicios presidenciales de 1989 y a la entrega anticipada del poder a su ganador, el justicialista Carlos Saúl Menem.

A partir de este momento el nuevo presidente inauguró un proceso que duraría una década y en el cual quedarían solucionados los dos aspectos centrales que no había podido llevar adelante su antecesor: la cuestión militar y la transformación estructural de la economía. En las formas de resolución de estos problemas mucho tendría que ver la apatía popular predominante durante esos años, tan contrastante con la marcada movilización ciudadana de los primeros años de la democracia. También la debilidad de las instituciones políticas que, frente a la necesidad de estabilizar la economía, resignaron y delegaron capacidades en beneficio de la concentración de poder político en la figura del presidente. Estas dos características del período, a las que habría que sumar el contexto hiperinflacionario y la secuela tan temida de saqueos, le perm

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