Cerca del mar, en un valle donde florecen los limoneros, hay una casa solariega de gruesas paredes encaladas, porche de cuatro arcos y hondo zaguán, rodeada de varias hectáreas de tierras de labranza que ya nadie cultiva a la espera, tal vez, de que se conviertan en un magnífico solar recalificable en la próxima fiesta de la codicia. No existe ninguna otra vivienda en cientos de metros a la redonda, de modo que cualquier disparo de revólver o los gritos de auxilio que se pudieran producir en alguna de sus altas estancias se habrían perdido en el mar por una ventana o por otra en el monte escarpado. Solo el encargado de la finca, el señor Benítez, pasaba alguna vez por allí a echar un vistazo, escopeta al hombro y cartuchos del ocho en las cananas, seguido de un perro perdiguero por si le salía al paso un conejo o alguna perdiz.
En esa casa, no lejos de Circea de la Marina, sucedió un misterio de pasión cuyo enigma estremecerá de espanto a quien se lo cuente, pero nadie será capaz de resolver. Es el caso de una pareja de amantes: ella, Dora Mayo, una joven actriz secundaria famosa por su belleza, con el talento aún por demostrar, si bien ya había empezado a ser manoseada por las revistas del corazón; él, Pepe California, un alto financiero o algo así, con el que la chica se había liado pese a que le doblaba la edad, sesenta años bien llevados, la camisa de seda natural muy apretada a su tripa, pelo blanco con reflejos, saunas y masajes en el spa de La Moraleja, a veces bicicleta estática en el despacho frente a un televisor de plasma conectado en directo con el mercado continuo de la Bolsa y dentelladas aquí y allá para ejercitar su mandíbula de tiburón bruñida con colonia Paco Rabanne hasta extraer de ella un tono violeta.
La pareja vivía una pasión clandestina, ella con el sexo como arma de ataque, él ayudado en ese combate por unas pastillas azules que le había recetado el urólogo después de un preceptivo tacto rectal problemático para fortalecerle la autoestima, depositada desde siempre, como es lógico, en los genitales. Hasta ese verano se habían citado en hoteles donde tomaban habitaciones contiguas para encontrarse en la cafetería; habían viajado en vuelos distintos de fin de semana a París, a Londres, a islas del Caribe, con cierta regularidad a Montecarlo y una vez, incluso, a matar osos en Rumania. Nunca se les había visto juntos en fiestas o estrenos, ni siquiera en el palco de honor del estadio del Real Madrid, donde se junta lo mejor y lo peor de cada casa. Pepe California tiraba de tarjeta oro y Dora Mayo se dejaba, lo permitía todo menos que la tomaran por una muñeca de carne, la querida de un ricachón. Ella soñaba que algún día sería la Ofelia de Hamlet o la protagonista de una tragedia griega en el teatro de Mérida, de ahí para arriba, y su amante estaba dispuesto a alimentar esos sueños previo pago en efectivo. Había un proyecto teatral en perspectiva.
Fue en el verano de 2016 cuando decidieron pasar un largo fin de semana en esa casa solariega que el tipo había heredado de sus antepasados, o vete tú a saber. Se habían prometido tomar unas gambas rojas y unas sepias a la plancha a la vista de todo el mundo; poner a punto el velero atracado en el Náutico para participar en la próxima regata y practicar sexo hasta reventar en aquella cama antigua que tenía cuatro columnas de palo santo torneadas, una en cada esquina. Todo cuanto acontecía en ese lecho, alto como un altar, incluidas las refriegas más inverosímiles, se reflejaba al fondo de la habitación en la gran luna del armario, que en el silencio de la noche emitía crujidos como si hablara. Si uno ponía atención, también podía oír las termitas que estaban royendo sus nobles maderas, así como las de la cama. En cuanto a los limoneros en flor, eran la única licencia poética que este pez gordo se permitía, sin que se supiera por qué, puesto que ninguna flor le importaba nada en absoluto. Tal vez este acontecimiento glorioso de la naturaleza que sucedía en aquel valle de la Marina le había funcionado como truco en otra ocasión para llevarse a una chica al huerto. Bueno, la verdad es que una vez este tiburón se puso una gardenia en el ojal de la solapa para celebrar con mariscos en La Trainera el haber salido indemne de un juicio por tráfico de divisas, eso era todo.
Después de unas horas de viaje desde Madrid, el todoterreno Porsche Cayenne se detuvo ante la herrumbrosa cancela de la finca. El dueño confiaba en que el encargado, el señor Benítez, hubiera dejado la llave tapada con una piedra en una grieta consabida de la pared, como siempre. Allí estaba, en efecto, pero California ignoraba cuánto mejor habría sido que no fuera así, puesto que esa llave oxidada iba a dar paso a un destino aciago para los amantes. Por un camino de grava flanqueado de adelfas y palmeras llegaron ante el porche umbrío y abrieron la puerta, algo que no se había hecho desde el verano anterior. El aire estancado aún contenía, pegado a las paredes del zaguán, un profundo olor a algarroba, a cereal, a pretéritas cosechas que provenía del granero, ya en desuso, y se unía a la melaza que despedían los muebles y las maderas nobles del artesonado. Era un olor que una vez más despertó en él una extraña pulsión sexual, debida sin duda al recuerdo inconsciente de aquella criada, Miguelina, que en su adolescencia, bajo este mismo olor, le inició, como a muchos otros señoritos, en el placer de la carne en el cuarto trastero del desván.
Los amantes pasaron el primer día muy relajados. Por la mañana bajaron a la explanada del puerto y desayunaron en una terraza a la sombra de los plátanos, cuyas hojas, al agitarse levemente con la brisa, filtraban un sol muy amable que dibujaba arabescos de luz imprecisa sobre el café, los zumos de pomelo, las tostadas con aceite de oliva y alcaparras, el tomate rallado y las aceitunas amargas machacadas. Después, ella hojeó una revista del corazón mientras él consultaba en la tableta los movimientos de la Bolsa, compartieron el periódico Levante leyendo muy divertidos en voz alta los anuncios de sexo para excitarse, o simplemente miraban pasar a los turistas sin hacer comentarios. Una señora se acercó a preguntarle a la chica si era actriz.
—Sí, sí, esa… ¿Cómo se llama? La he visto en televisión, tengo el nombre en la punta de la lengua.
La chica se llevó una gran alegría al comprobar que empezaba a ser reconocida, aunque le humillaba que la vieran con un hombre mayor con pinta de millonario, de modo que lo negó, protegida por unas enormes gafas oscuras, hasta que la señora la dejó en paz.
Pese a todo, estaban decididos a hacer público su romance con la vaga promesa de que él pediría el divorcio, y en esta primera mañana se acercaron al Náutico; el financiero quería comprobar si estaban inscritos los dos en la lista de participantes en la próxima regata. Todo estaba en orden, según lo previsto. Había que poner a punto el velero, el Gipsy, un Bénéteau Oceanis de cuarenta pies.
—Es precioso —exclamó Dora mientras lo abordaba por la escala desde el pantalán.
—Este hermoso cacharro se lo debo a la primera guerra del Golfo —dijo Pepe California con una sonrisa enigmática.
—¿Qué quieres decir?
—Nada. Bobadas.
Así se zanjó la cosa, y como había buena mar y viento favorable optaron por comprobar qué tal navegaba. Zarparon tranquilamente, y al cruzar la dársena, Dora Mayo, en bikini, de pie, agarrada al estay, vio por primera vez cómo el filo de la proa a veces dividía el arco iris que formaban las manchas de gasoil sobre el agua muerta, y apenas ganada la bocana, California izó el foque y se dio prisa en poner el piloto automático que le dejara las manos libres para abordar a la amante, tratando de poseerla mientras las olas golpeaban las amuras y la vela vibraba, unos sonidos tan esenciales que, unidos al silencio acuático, le excitaban sobremanera. Pero la chica se negó. Un orgasmo en alta mar son dos abismos, demasiados, uno abajo y otro arriba, sin control. Y la chica decía:
—No, aquí no, por favor. Tengo miedo de que perdamos la cabeza. En casa, en casa todo lo que quieras, ya verás esta noche.
Dora le recordó el anuncio de sexo que habían leído en el periódico esa mañana.
Navegaron, fondearon en la primera cala, se bañaron desnudos, emitieron grititos de felicidad dentro del agua y abrasados por un sol tórrido, regresaron al Náutico, donde la espuma de la cerveza muy fría a él le empapó el esternón y a ella le humedeció la primera curva de los adorables senos manoseados. Almorzaron en Casa Federico una escorpa a la brasa para dos con un picadillo de perejil y mostaza negra. Ya no hacían nada por ocultarse, salvo que él no consentía que lo cogiera de la mano, ni ella que doblara el cuello como un enamorado. Se comportaban como un empresario y su secretaria.
Fue en la tarde del sábado cuando, en la cama, Dora Mayo se dispuso a desarrollar una vez más todas sus dotes de actriz. El tiburón financiero, que por supuesto no mandaba nada en esta contienda, estaba preparado para someterse a las órdenes realmente voluptuosas de la chica, quien, a la hora de la siesta, se encaprichó con pintarle los labios de carmín y después le obligó a vestirse de mujer. En el armario de luna había corpiños de cualquier abuela de principios del siglo pasado y enaguas almidonadas, faldas de lino ajadas y pamelas con frutas engarzadas. Hete aquí, pues, a un financiero, un auténtico escualo con tres filas de dientes en el paladar, que en la mesa del despacho tenía cuatro teléfonos conectados directamente con agentes de bolsa de Frankfurt, Londres, París y Nueva York, ese fin de semana del verano de 2016, ante el espejo del armario ropero, vestido aproximadamente de Isabel Pantoja o de Lola Flores. Fue una siesta muy intensa, hasta el punto de que, en medio del fragor del deseo, la chica dijo por fin con voz gutural aquello que desde hacía tiempo él le había pedido:
—Cariño, esta noche dejaré que me ates.
Lo habían leído esa mañana en un anuncio de sexo en el periódico, pero solo con oír esa promesa en boca de su amante, California sintió que un golpe de sangre le ofuscaba el cerebro.
Fuera de la casona hacía un calor sin piedad, con los barrancos deslumbrados por un sol descarnado, que obligaba a las serpientes a abrir la boca y a los alacranes a acumular debajo de las piedras doble carga de veneno para salir a cazar por la noche. Obsesionado con la idea de encontrar unas cuerdas más bien rudimentarias, de esparto a ser posible, California intuyó que podía hallarlas en el trastero del desván o en el cobertizo, junto a los viejos aperos de labranza. En efecto eran de esparto las que aparecieron dentro de un serón de palma y puede que hubieran servido para colgar y orear embutidos en la azotea después de la matanza ritual que se ejercía antiguamente en la casa solariega todos los años por San Martín. Las llevó al dormitorio mientras el corazón le daba un aviso de que la sesión iba a ser muy fuerte, pues los latidos le llegaban a la garganta. Después de dividirlas en cuatro partes con el cuchillo de la cocina, este quedó olvidado en la mesilla como un elemento más del amor en caso de que fuera necesario.
El acto supremo de esta función se produjo esa misma noche. La secuencia no admitiría más comentarios que los normales ante un coito por todo lo alto. Mientras la actriz encendía unas velas perfumadas de almizcle e incienso y disponía el lecho como un ara del sacrificio, Pepe California, que media hora antes se había tomado la pastilla reglamentaria para quedar como un héroe, se miraba desafiándose en el espejo del cuarto de baño para darse ánimo. Por primera vez la chica, totalmente desnuda, permitió e incluso alentó a que la atara bien firme boca arriba, cada muñeca en la columna correspondiente a un lado y otro del cabezal, y los tobillos muy separados en las que había al pie de la cama. El cuerpo de la mujer adoptó la forma de aspa o cruz de San André