Capítulo 1
LA TUMBA Y EL ENIGMA
“Deja las cosas como están, Elcaná; no permitas que tu ambición de fama te encandile.”
Mi sospecha era que quien estaba enviándome las cartas anónimas merodeaba entre la gente cercana. Probablemente un envidioso que recelaba de mi trabajo y se proponía malograrlo. Ese bromista tendrá que pagarla, rechiné los dientes. Y miré de reojo a mi contradictorio joven asistente Uriel, que conducía el jeep.
Aunque el volante desobedecía, Uriel no tenía intenciones de aminorar la velocidad: sabía que yo estaba apurado. Los arenales se extendían hostiles con sus espinosas matas oscuras y sus traicioneras ondulaciones. Cada vez que viajábamos al desierto —lo hacíamos con creciente frecuencia—, Uriel dejaba que el vehículo se balancease con rabia en los badenes de la ruta como una fiera tras su objetivo. Por lo general me molesta que acelere tanto, y quizás lo sabe. Pero ese martes no iba a frenarlo: ansiaba terminar de una buena vez la misión que me había impuesto.
Íbamos a excavar una vieja sepultura para solucionar el misterio que mantenía inquieta a mucha gente. Nos habíamos levantado antes del alba, cuando el cielo adquiere un color de arpillera que torna hacia el ceniza y luego se convierte en una chapa de cinc. Me había cepillado los dientes, afeitado y duchado. Calculo que llevó un minuto adicional tragar una taza de café amargo y vestir mi uniforme de mayor. Una fugaz mirada por la ventanita del improvisado cuartel permitió cerciorarme de que Uriel ya había cargado las mochilas con armas, agua y víveres. Le había advertido que ese martes mi habitual exigencia de puntualidad sería inflexible.
No había alcanzado a subir a mi jeep cuando, para mi sorpresa, emergió del vehículo la figura de Yosi Harel, con rostro imperturbable.
Harel ya debía rondar los sesenta años de edad, aunque su legendaria energía lo mostraba mucho más joven. Algo calvo y canoso, tenía penetrantes ojos azules, hombros anchos y piel bronceada. Veinte años antes había sido el comandante del célebre barco Éxodo que transportó casi cinco mil sobrevivientes del Holocausto desde Europa a las costas de Israel. Luego cumplió con muchas misiones intrincadas del Mossad.
—¿Yosi? —pregunté, sin dismular mi desconcierto—. ¿Qué hace aquí?
—Hola, Elcaná. Suerte en la misión —se limitó a responder, como si no me hubiera debido explicaciones por haber estado revisando el jeep.
Harel, a esa hora y en ese momento, fortaleció mi sensación de que el Mossad había decidido controlarme de cerca. Partió sin siquiera despedirse.
Contuve mi irritación. Quizás me seguían de forma rutinaria por haber solicitado que me reclutasen para servir en el espionaje. Tenían que probarme, desde luego. Aunque los engreídos examinadores se tomaban demasiado tiempo —pensé— sin reconocer mis logros.
Mi nombre completo es Shlomo Ben-Elcaná, pero suelen llamarme Elcaná a secas. Seco también soy yo. Voy al grano, aun cuando la profesión me obligaría a fingir caminos sinuosos. Desde joven tiendo a observar con cuidado, escuchar las felinas señales de mi intuición, examinar hipótesis oscuras y someterme a la lógica, aunque sea cruel.
—¡Mayor Elcaná! —había informado Uriel al amanecer—. Todo listo.
Ese martes dichas virtudes tenían que llevarme a conseguir lo que buscaba. No importa que me tilden de obsesivo. Cuando tengo delante un enigma, corro tras su solución como una nube hinchada de tormenta.
Nunca lo pregunté, pero es claro que también Uriel me considera un mero detective, un sujeto del común, no un profesional con virtudes excepcionales para un lucimiento en el Mossad. Varios me llaman así, “el detective”, con ironía urticante. Prefiero suponer que de esa forma disimulan su admiración.
La brisa de ese otoño tardío acariciaba bajo la incandescencia del sol, cada vez más implacable. No iba a reconvenir a Uriel por el vaivén del vehículo. Prefería evitar su charla; cualquier tema menor empujaría a un desvío de mis cavilaciones sobre el trabajo que me esperaba. En mi cabeza se mezclaban los libros de historia con los indicios recopilados en mis interrogatorios. De esa combinación resultaban las conclusiones que obtuve, parcas y sólidas como sentencia de juez comercial. Ya había adelantado algunas de ellas a mis superiores. Me pregunté en ese momento si Yosi Harel también las conocía y si determinaban sus movimientos. Hasta los datos que yo había incluido sobre el estado de mi jeep podían ayudarles a saber si mis palabras eran incuestionablemente fidedignas. En este ambiente todo vale.
No estaba empeñado en una simple investigación arqueológica, sino en hallar los huesos de un joven desaparecido medio siglo antes, y con ello cerrar las conjeturas sobre la importancia de su obra. Debía exhumar los restos y establecer si eran verdaderos, corroborar la tesis de un crimen, establecer la identidad del asesino y aclarar varios misterios de la legendaria red de espías llamada Nili, cuya trascendencia aún generaba debates. Ésa era mi misión. Una misión valiosa. O siniestra.
Me la había impuesto cuando uní datos sueltos como jeroglíficos desparramados en una cueva. Otros investigadores, por considerarlos irrelevantes, ni se habían dignado a echarles el ojo. Mis superiores nunca lograron disuadirme con el reiterado cuento de que el destino de aquel joven Absalom ya se había investigado muchas veces, sin fruto, por diversos canales y múltiples técnicas. Que era suficiente.
No me importó. Solicité permiso para volver a intentarlo. Después de varios rechazos inclinaron la cabeza como se hace ante un testarudo que merece lástima.
Tal vez Yosi Harel me estaba siguiendo porque se habían arrepentido de darme luz verde. Quizás lo habían elegido para controlar mis movimientos porque se me parece. Es duro, metódico, adicto a la filosofía, caballeresco en sus modales. Había creado el servicio de inteligencia militar. Uno de los seudónimos que le habían impuesto fue “el oficial gentleman”. No sonaba apropiado para alguien como Harel, quien desde joven había participado en arriesgadas operaciones de las unidades móviles que se internaban en territorio enemigo. En esa época no lo llamaban “gentleman” sino “arrojabombas”. ¿Bajo cuál de los dos epítetos me dispensaba el honor de su inconsulta visita en esa mañana crucial?
Mi ayudante Uriel está de parte de ellos, lo percibo. Quiere atenerse a la tesis de que la muerte de Absalom fue un asesinato premeditado que convendría mantener oculto, y sabe que para ello deberá contradecirme cuando llegue el momento. No se da cuenta de que lo supero no sólo en años, sino también en intuición histórica y que, apenas excavemos e identifiquemos los huesos, sus premisas se desplomarán como un castillo de naipes.
Tengo sobrados créditos en mi currículum para justificar mis conjeturas ante Uriel y ante quienes se han propuesto impugnarme. Tres años antes, en 1964, por ejemplo, había alcanzado uno de mis éxitos cuando el soldado Jaim Yaari parecía haberse esfumado de su cuartel. En esa ocasión, para dar sustento a mi pedido de indagar a fondo, desparramé sobre la mesa del general Mordejai Gur el montón de recortes que había acumulado en una carpeta. El desaparecido recluta Yaari había formado parte de la floreciente élite de paracaidistas que se internaba en territorio enemigo y localizaba a los fedayín que desde la Franja de Gaza, ocupada por Egipto desde la guerra de la Independencia hasta la Guerra de los Seis Días (dos décadas), irrumpían de continuo en nuestro territorio para cometer atentados.
La orden del general había sido que ubicasen a Yaari a toda costa. El gobierno ya había dedicado muchos recursos a la investigación y de nada habían valido los intentos de encontrarlo mediante helicópteros, beduinos y rastreadores. Ni el gobierno enemigo de Egipto ni ninguna banda terrorista se atribuía el secuestro que, de haber existido, podía haber sido usado como oriflama de un triunfo militar. El desaparecido Jaim Yaari era hijo de un famoso parlamentario y educador socialista. Aunque la ausencia de noticias era una carga difícil de sostener para los altos mandos, el general Gur reconoció que no podía avanzar más y que era hora de arrojar la toalla. Yo, en cambio, lo enfrenté.
Descifré el enigma, diría que desafortunadamente, porque ese nuevo laurel en mi carrera aumentó la angustia de la desdichada familia Yaari. El joven se había suicidado sin dejar explicaciones. Me mordí los labios y traté de consolarme con el lugar común de que es mejor saber que ignorar.
—Quien agrega conocimiento, agrega dolor —me había reprochado Uriel con un versículo del Eclesiastés.
En Israel son habituales las citas de la Biblia. Más aún en mi inquieto subalterno, que es estudioso y el más joven de nuestra unidad. Me doy cuenta de que le molestan algunos aspectos de mi trabajo, aunque nunca lo dice de forma directa. Estoy casi seguro de que fue él quien echó a correr el rumoreado calificativo de “morboso”, con el que algunos deslenguados me zahieren la espalda. Por momentos también parece ser el autor de las groseras intimidaciones anónimas que me llegan desde que asumí esta misión. La que me esperaba el viernes sobre el escritorio, decía: “Si la semana que viene vas a exhumar esos restos supuestamente míos, trae comida para alimentarme. No seas mezquino, Elcaná”.
Qué feo gusto, pensé, y recorrí con los párpados entrecerrados mi derredor para detectar al sospechoso. Como no lo encontré, escondí esa carta junto a las otras para releerlas solo, más tranquilo. Conociéndome, sabía que podía encenderse mi paranoia y transfigurar a cualquier colaborador en un monstruo. Uriel quizás era cómplice de Harel. Y Harel estaba sirviendo a cierto superior del Mossad, desde luego. Deseo ser aceptado por una institución que pareciera resistirse a mi presencia.
No descartar de entrada tesis alguna es parte de mi técnica. Tiene lógica, porque estoy a cargo de una sección militar dedicada por entero a resolver los casos del personal desaparecido en acción. Una tarea desagradable, pero, a la vez, desafiante y ética. Mis estudios universitarios se deleitaban con la historia y la filosofía, y no me dejan contentarme con el hallazgo de cuerpos desaparecidos. Siempre ansío saber más.
En muchos casos también articulé mi profesión de militar con investigaciones sobre acontecimientos irresueltos de la época mandataria, es decir, el período en que el imperio británico gobernó Palestina, desde 1917 hasta 1948. Esas tres décadas tempestuosas se habían inaugurado precisamente en las cercanías de Rafíaj, al sur de la Franja de Gaza, sitio al que Uriel y yo aquel martes nos aproximábamos envueltos en la seda caliente del polvo.
Por esa zona las arenas desnudan la vertiginosa dimensión de lo inabarcable. Infinitas como el mar de Hemingway, son capaces de fagocitar a quien las ultraje. Podía pasarme, pensaba una y otra vez. Más aún con la velocidad que Uriel le imponía al jeep. Estábamos junto al desierto del Sinaí, que dibuja una península triangular de 60.000 kilómetros cuadrados, tajeada sin misericordia por varios conflictos entre potencias, sultanatos e imperios, y que en la remota antigüedad funcionó como el escenario del éxodo más emblemático de la historia humana.
Mis previas visitas a la región habían estado limitadas por la clandestinidad de mi trabajo, debido a que estaba dominada por un Egipto hostil. Ya entonces consumí esfuerzos inútiles para ubicar el sepulcro ansiado, el de aquel joven Absalom que fue dínamo de la audaz red Nili de espionaje. Informaban al ejército inglés sobre la distribución de los campamentos turcos y el movimiento de sus tropas, para liberar al país de su centenaria opresión.
Ese martes, por fin nuestro jeep superaba las últimas dunas. Bordeábamos Rafíaj, que cincuenta años atrás había sido la tensa frontera entre dos grandes imperios, el británico y el turco, enfrentados en la Primera Guerra Mundial. Mirar a un lado permitía evocar el Egipto de aquella época, ya gobernado por una Londres victoriosa; mirar al otro lado hacía recordar la Palestina que languidecía bajo el puño de una decrépita Estambul.
Mis anteriores misiones para identificar la enigmática tumba antes de la Guerra de los Seis Días no habían sido encomendadas por nadie. Se habían inspirado en artículos de prensa. También había leído una crónica sobre Absalom Feinberg del periodista Uri Keisari, en las páginas de Haaretz. Pero no existían posibilidades de resolver la cuestión porque su acceso nos estaba vedado: el Sinaí y toda la Franja de Gaza se encontraban bajo exclusiva dominación egipcia.
Eso cambió de forma radical luego de junio de 1967. El obstáculo fue barrido y el Mossad terminó por autorizarme —de mala gana—, como ya expliqué. Si lograba lo buscado, probablemente conmovería a la patria. No se trataba sólo de exhumar huesos, sino de localizar una figura señera de la épica hebrea contemporánea.
Cuando Absalom desapareció el 20 de enero de 1917, la contienda europea ya había quemado millones de vidas. En el balance del horror, sólo la Batalla del Somme, ocurrida unos meses antes, había producido un millón de bajas. En el fatídico 1º de julio de 1916 cayeron más de cincuenta mil ingleses en una sola jornada. El cálculo me estremece: un soldado muerto por segundo. El resultado de la gigantesca conflagración mundial rendía un contraste grotesco frente al apresurado vaticinio del canciller prusiano, de que el conflicto iba a resolverse en “una tempestad de tres meses”.
La tempestad devino en un catastrófico invierno con temporales que nunca cesaban, lluvias de metralla criminal sobre poblaciones civiles, el uso de armas químicas y la consunción masiva en las serpenteantes fosas de las trincheras. Aquella guerra inédita por lo devastadora, se renovó con el lanzallamas: un ingeniero alemán aprovechó el temor instintivo al fuego para inventar un arma cuya mera visión aterrase a los soldados ingleses y franceses. En efecto, apenas veían un lanzallamas alemán, la idea de ser quemados vivos los propulsaba en carrera desesperada para rendirse incondicionalmente. Esa invención se estrenó a las tres y cuarto de la madrugada del viernes 30 de julio de 1915 en el pueblo holandés de Hooge. Los lanzallamas mataron a casi ochocientos oficiales y suboficiales británicos. Alemania podía ostentar con orgullo la supremacía tecnológica de su ejército. Tan inesperado y elocuente triunfo alentó al alto mando en Berlín a usar lanzallamas en todos los frentes, como el más eficaz despejador de trincheras. Aun los que lograban salvarse caían presa de un devastador efecto psicológico.
La avalancha de muerte crecía por doquier. Absalom Feinberg, a la misma edad de miles de reclutas, anhelaba que, por lo menos, el sacrificio fuera compensado con una victoria que clausurara la ruinosa etapa otomana en Medio Oriente y anunciara la demorada rehabilitación de los judíos en su tierra ancestral. El temerario Absalom no llegó a presenciar ni una ni otra, pero regó los pimpollos de ambas.
Apenas corrió el rumor de su desaparición en enero de 1917 —poco antes del triunfo inglés—, se hicieron esfuerzos para localizarlo vivo o muerto. Los miembros de la joven red de espías se zambulleron en su busca por temor a que las autoridades turcas, aún muy activas, identificaran a Absalom, le extrajesen datos y decapitaran a todos sus camaradas. Los británicos también hurgaron con impaciencia. Y también fracasaron.
En mayo de 1917, Yosef Lishansky, compañero de Absalom en su misión postrera, había reanudado sus tareas militares en Egipto. Se había recuperado de las heridas y recibió la autorización de los ingleses para trasladarse al extremo oriental del Sinaí donde, según su recuerdo, Absalom Feinberg había sido baleado por beduinos. Por su parte, los mentores de la versión divergente se habían propuesto confirmar que Absalom no había sido asesinado por los beduinos, sino por su celoso camarada Lishansky, y que el grupo de espías llamado Nili, en el que operaba, estaba formado por aventureros de baja estopa.
El mismo Uriel podría integrar el bando de los detractores de Lishansky, yo deducía. Por eso no deseaba escuchar sus opiniones, para que no empañasen la asepsia de mi investigación. El asunto era complejo. Por otra parte, dudo de que el experimentado Yosi Harel compartiera las desagradables sospechas de Uriel, porque sonaría inverosímil que un agente del Mossad buscara ensuciar a los jóvenes que protagonizaron hechos heroicos en los días de la Primera Guerra Mundial.
Los ingleses habían confiado desde el comienzo en Lishansky y en su versión. El intríngulis adquirió ribetes extraños cuando semanas después de iniciado su rastreo en el desierto, Lishansky se dirigió con desconcertantes noticias ante quien había sido el mentor y supervisor de Absalom, el botánico Arón Aaronsohn, una figura clave de nuestra historia. Lishansky le informó que había logrado ubicar el sitio donde ellos dos se habían enfrentado con una tropa de beduinos, ahí mismo donde su camarada cayó baleado y desde donde el mismo Lishansky, malherido, pudo huir hacia Port Said bajo la protección de una densa polvareda. Pero aducía que, a pesar de ese hallazgo, no había modo de identificar los huesos de la víctima, porque sobre el solar se habían iniciado construcciones. Apesadumbrado por semejante fiasco, Aaronsohn se abatió sobre una página de su diario íntimo y garabateó: “Es imposible encontrar los huesos de nuestro noble y desdichado Absalom”.
Un año más tarde concluyó la Gran Guerra. Había arrastrado por el infierno a más de treinta países, abarcado medio planeta, derrumbado cuatro imperios, dejado veinte millones de muertos y mucha más gente inválida.
Para Londres ya era innecesario encontrar a Absalom y ordenó suspender las operaciones de búsqueda. También las sospechas sobre Lishansky fueron relegadas, como si hubieran sido meros productos de un resentimiento. Yo, en cambio, no aceptaba olvidar lo uno ni lo otro. Me propuse demostrar que el ataque beduino no fue ficticio, pero que algo raro se escondía en esa historia.
Próximos a la meta, pedí a Uriel que informase a nuestra base que estábamos por llegar. Empalideció y aminoró la velocidad del jeep.
—Mayor Elcaná… no está mi radiotransmisor.
—¿Qué dices? ¿Desapareció? Supuse que cuando anunciaste que todo estaba listo, también incluías el equipo completo.
—Así fue, mayor, había colocado el transmisor en la guantera.
—¿Y se esfumó antes de partir? ¿Así nomás?
Uriel permaneció unos segundos confundido.
—No importa —dije—, ya estamos por llegar. Pero que no vuelva a suceder.
—Me siento c