Nota del editor
Este libro contiene los artículos publicados por Javier Marías en el suplemento dominical El País Semanal durante el periodo que va desde el 8 de febrero de 2015 hasta el 29 de enero de 2017; en total, son noventa y cinco las columnas aquí reunidas. El título del volumen, como ya es tradición, el autor lo ha tomado prestado de uno de los epígrafes: el de la pieza que cierra la recopilación, «Cuando los tontos mandan». En ella el escritor señala, valiéndose de noticias recientes, algunas «reclamaciones imbéciles» que atañen, entre otras, a prohibiciones y censuras de clásicos universales en los programas universitarios. Y da en la diana al lamentar que «la presión sobre la libertad de expresión se ha hecho inaguantable. […] Se miden tanto las palabras que casi nadie dice lo que piensa».
Los lectores de Marías saben que éste sí dice lo que piensa; es más, confían en que, domingo tras domingo, haga caso omiso del clima de opinión reinante en los medios de comunicación y en las redes sociales y exponga su parecer sobre cualquiera que sea la cuestión que trate. Y jamás defrauda.
La nuestra es una época sin duda rara, confusa y complicada: nadie puede soslayar el triste triunfo de las radicalidades, de las militancias de todo signo y de los bulos cotidianos; los políticos, ya plenamente adaptados a la posverdad, nos mienten sin parar; el sistema judicial es tan lento que los ciudadanos, sobre todo en los casos de corrupción, tenemos la impresión de que la justicia en España funciona más bien nada. En este panorama poco halagüeño, quizá lo peor sea la constatación de que la gente, salvo excepciones, se halla asombrosa y paradójicamente desinformada, puesto que sólo leemos, oímos o vemos a los que son de nuestra cuerda, atrincherados en la comodidad de un pensamiento coincidente. Así, Javier Marías es un outsider más necesario que nunca en estos tiempos. Con su estilo elegante, su exquisita educación y su gran sentido del humor, lleva a cabo en sus artículos algo infrecuente: matizar, razonar, dar mandobles a unos y a otros cuando lo considera conveniente, no ejercer banderías ni lo políticamente correcto. Sus columnas de los domingos, en las que tan a menudo combate con pasión la ideología oficial y el pensamiento trillado, han convertido a Marías en una de las voces más representativas y valoradas de la auténtica disidencia.
En esta recopilación, se plantean cuestiones cruciales como las promesas incumplidas del Gobierno de Rajoy, el procés en Cataluña, el descontento social por los recortes, la crisis económica —«que nunca termina ni amaina», en palabras del escritor— y las terribles consecuencias que aún padecen sobre todo las clases más desfavorecidas, el Brexit, las elecciones que auparon a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos…
Sin embargo, el autor no se dedica a la opinión política de manera estricta ni continuada; bien al contrario, si algo caracteriza su labor articulística es la enorme variedad de temas que suele tratar. Haciendo un somero repaso, en Cuando los tontos mandan hay también textos sobre películas, series de televisión, libros, cuadros, evocaciones personales de amigos y familiares, viajes de trabajo, la Semana Santa, el fútbol, los Óscars, el papa Francisco, el neoespañol, el bajo porcentaje de gente que lee en nuestro país, etcétera. Y por descontado, los que abordan algunas de las plagas de nuestros días: el terrorismo del Estado Islámico, los desahucios en España, las redes sociales y sus nefastos linchamientos masivos, la manía por fotografiarlo todo, la discriminación salarial que sufren las mujeres y lo que Marías califica como el «progresivo abaratamiento del sistema democrático», por citar los más significativos.
Jueces no humanos
No es que los jueces hayan sido nunca demasiado de fiar. A lo largo de la historia los ha habido venales, cobardes, fanáticos, por supuesto prevaricadores, por supuesto desmesurados. Pero la mayoría de los injustos mantenía hasta hace no mucho una apariencia de cordura. Recurrían a claros sofismas o retorcían las leyes o bien se aferraban a la letra de éstas, pero al menos se molestaban en urdir artimañas, en dotar a sus resoluciones de simulacros de racionalidad y ecuanimidad. Recuerdo haber hablado, hace ya más de diez años, de un caso en que el juez no apreció «ensañamiento» del acusado, que había asestado setenta puñaladas a su víctima, algo así. El disparate, con todo, buscó una justificación: dado que la primera herida había sido mortal, no podía haber «ensañamiento» con quien ya era cadáver y no sufría; como si el asesino hubiera tenido conocimientos médicos y anatómicos tan precisos y veloces para saber en el acto que las sesenta y nueve veces restantes acuchillaba a un fiambre.
Pero ahora hay no pocos jueces que no disimulan nada, y a los que no preocupa lo más mínimo manifestar síntomas de locura o de supina estupidez. Uno se pregunta cómo es que aprueban los exámenes pertinentes, cómo es que se pone en sus manos los destinos de la gente, su libertad o su encarcelamiento, su vida o su muerte en los países en que aún existe la pena capital. Si uno ve series de televisión de abogados (por ejemplo, The Good Wife), a menudo reza por que lo mostrado en ellas sea sólo producto de la imaginación de los guionistas y no se corresponda con la realidad judicial americana, sobre todo porque cuanto es práctica en los Estados Unidos acaba siendo servilmente copiado en Europa, con la papanatas España a la cabeza. Hace unas semanas hubo un reportaje de Natalia Junquera sobre los tests a que se somete a los extranjeros que solicitan nuestra nacionalidad, para calibrar su grado de «españolidad». Por lo visto no hay una prueba standard («¡Todo el mundo se aprendería las respuestas!», exclama el Director General de los Registros y del Notariado), así que cada juez pregunta al interesado lo que le da la gana, cuando éste se presenta ante el Registro Civil. Al parecer, hay algún juez que, para «pulsar» el grado de integridad del solicitante en nuestra sociedad, inquiere «qué personaje televisivo mantuvo una relación con un conocido torero» o «qué torero es conocido por su muerte trágica» (me imagino que aquí se admitirían como respuestas válidas los nombres y apodos de todos los diestros fallecidos a lo largo de la historia, incluidos suicidas). El mismo juez preguntó quién era el Presidente de Navarra, y el marroquí interrogado lo supo, inverosímilmente. Pero tal hazaña no le bastó (falló en la cuestión taurina), y hubo de recurrir, con éxito. Otros jueces quieren saber qué pasó en 1934, o cómo fue la Constitución de 1812, o nombres de escritores españoles del siglo XVI. A un tal juez Celemín, famoso aunque yo no lo conozca, le pareció insuficiente que un peruano mencionara el de Lope de Vega, y se lo cargó. Todo esto suena demencial, y encima, en los exámenes sobre «personajes del corazón», resulta muy difícil seguirles la pista o incluso reconocerlos, tanto cambian de aspecto a fuerza de perrerías (hace poco creí estar viendo en la tele a la actriz de la película Carmina o revienta y después descubrí que era, precisamente, quien «mantuvo una relación con un conocido torero»).
Pero la epidemia de jueces lunáticos se extiende por todo el globo. Se ha sabido que los magistrados venezolanos del Tribunal Supremo (o como se llame el equivalente caraqueño) han fallado 45.000 veces a favor de los Gobiernos de Chávez y Maduro… y ninguna en contra, en los litigios presentados contra sus directrices y leyes. Empiecen a contar, una, dos, tres, y así hasta 45.000, no creo que nadie lo pueda resistir, y sin embargo existe tal contabilidad. Pero quizá es más alarmante (el caso venezolano sólo prueba que esos jueces reciben órdenes y son peleles gubernamentales, lo habitual en toda dictadura) el reciente fallo de unos togados argentinos que dictaminaron que una orangutana del zoo era «persona no humana», con derecho al habeas corpus (como si hubiera sido arrestada) y a circular libremente. Que haya articulistas y espontáneos que abracen en seguida la imbecilidad y reivindiquen la «definición» también para las ballenas, los perros y los delfines, no tiene nada de particular. Al fin y al cabo ya hubo aquel llamado Proyecto Gran Simio que suscribió con entusiasmo el PSOE de Zapatero. Pero que unos jueces (individuos en teoría formados, prudentes y cultos) incurran en semejante contradicción en los términos, francamente, me lleva a sospechar que son ellos quienes forman parte del peculiar grupo de las «personas no humanas». Y a ellos sí, pese a su desvarío, habría que reconocerles el derecho al habeas corpus, faltaría más. Confío en que la orangutana (ya puestos) sea proclive a concedérselo. No vería gran diferencia si fuera ella quien vistiera la toga y enarbolara el mazo con el que dictar sentencias. La capacidad de raciocinio de la una y los otros debe de ser bastante aproximada.
8-II-15
Un Papa
Este Papa actual cae muy bien a laicos y a católicos disidentes, y bastante mal, al parecer, a no pocos obispos españoles y a sus esbirros periodísticos, que ven con horror las simpatías de los agnósticos (utilicemos este término para simplificar). Las recientes declaraciones de Francisco I respecto a los atentados de París (qué es esa coquetería historicista de no llevar número: Juan Pablo I lo llevó desde el primer día) no parecen haber alertado a esos simpatizantes y en cambio me imagino que sus correligionarios detractores habrán respirado con alivio. Un Papa es siempre un Papa, no debe olvidarse, y está al servicio de quienes está. Puede ser más limpio o más oscuro, más cercano a Cristo o a Torquemada, sentirse más afín a Juan XXIII o a Rouco Varela. Pero es el Papa.
Francisco I es o se hace el campechano y procura vivir con sencillez dentro de sus posibilidades, pero esas declaraciones me hacen dudar de su perspicacia. Repasémoslas. «En cuanto a la libertad de expresión», respondió a la pregunta de un reportero, «cada persona no sólo tiene la libertad, sino la obligación de decir lo que piensa para apoyar el bien común … Pero sin ofender, porque es cierto que no se puede reaccionar con violencia, pero si el Doctor Gasbarri, que es un gran amigo, dice una grosería contra mi mamá, le espera un puñetazo. ¡Es normal! No se puede provocar, no se puede insultar la fe de los demás … Hay mucha gente que habla mal, que se burla de la religión de los demás. Estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al Doctor Gasbarri si dijera algo contra mi mamá. Hay un límite, cada religión tiene dignidad, cada religión que respete la vida humana, la persona humana … Yo no puedo burlarme de ella. Y este es el límite … En la libertad de expresión hay límites como en el ejemplo de mi mamá».
El primer grave error —o falacia, o sofisma— es equiparar y poner en el mismo plano a una persona real, que seguramente no le ha hecho mal a nadie ni le ha impuesto ni dictado nada, ni jamás ha castigado ni condenado fuera del ámbito estrictamente familiar (la madre del Papa), con algo abstracto, impersonal, simbólico y aun imaginario, como lo es cualquier religión, cualquier fe. Con la agravante de que, en nombre de las religiones y las fes, a la gente se la ha obligado a menudo a creer, se la ha sometido a leyes y a preceptos de forzoso y arbitrario cumplimiento, se la ha torturado y sentenciado a muerte. En su nombre se han desencadenado guerras y matanzas sin cuento (bueno, no sé por qué hablo en pasado), y durante siglos se ha tiranizado a muchas poblaciones. Las religiones se han permitido establecer lo que estaba bien y mal, lo lícito y lo ilícito, y no según la razón y un consenso general, sino según dogmas y doctrinas decididos por hombres que decían interpretar las palabras y la voluntad de Dios. Pero a Dios —a ningún dios— no se lo ve ni se lo oye, solamente a sus sacerdotes y exégetas, tan humanos como nosotros. La madre de Francisco I fue probablemente una buena señora que jamás hizo daño, que no intervino más que en la educación de sus vástagos, y contra la cual toda grosería estaría injustificada y tal vez, sí, merecería un puñetazo. Pero la comparación no puede ser más desacertada, o más sibilina y taimada. A diferencia de esta buena señora, o de cualquier otra, las religiones se han arrogado o se arrogan (según los sitios) el derecho a interferir en las creencias y en la vida privada y pública de los ciudadanos; a permitirles o prohibirles, a decirles qué pueden y no pueden hacer, ver, leer, oír y expresar. Hay países en los que todavía las leyes las dicta la religión y no se diferencia entre pecado y delito: en los que lo que es pecado para los sacerdotes, es por fuerza delito para las autoridades políticas. Hasta hace unas décadas así ocurrió también en España, bajo dominación católica desde siempre. Y hoy subsisten fes según las cuales las niñas merecen la muerte si van a la escuela, o las mujeres no pueden salir solas, o un bloguero ha de sufrir mil latigazos, o una adúltera la lapidación, o un homosexual la horca, o un «hereje» ser pasado por las armas. No digamos un «infiel».
Así que, según este Papa, «la fe de los demás» hay que soportarla y respetarla, aunque a veces se inmiscuya en las libertades de quienes no la comparten ni siguen. Y en cambio «no se puede uno burlar de ella», porque entonces «estas personas provocan y puede suceder lo que le sucedería al Doctor Gasbarri…». Sin irse a los países que se rigen por la sharía más severa, nosotros tenemos que aguantar las procesiones que ocupan las ciudades españolas durante ocho días seguidos, y ni siquiera podemos tomárnoslas a guasa; y debemos escuchar las ofensas y engaños de numerosos prelados en nombre de su fe, y ver cómo la Iglesia se apropia de inmuebles y terrenos porque sí, sin ni siquiera mofarnos de la una ni de la otra, no vayamos a «provocar» como ese pobre Doctor que se ha llevado los hipotéticos guantazos de Francisco I. Con semejantes «razonamientos», no se hace fácil la simpatía a este Papa. Al fin y al cabo es el jefe de una religión.
15-II-15
Crueldades admitidas
Tuve una pesadilla, y aunque no soporto la aparición de sueños en las novelas ni en las películas, como esto no es ni lo uno ni lo otro, ahí va resumido: era de noche y estaba en la fría ciudad de Soria, en la que pasé muchos veranos de mi infancia y en la que luego, durante doce años, tuve alquilado un piso muy querido, que dejé hace tres por causa de un Ayuntamiento desaprensivo. Me iba a ese piso para dormir allí, pero me daba cuenta de que ya no tenía llave y de que ya no existía, convertido ahora en una pizzería o algo por el estilo. Pensaba en irme entonces al de mi niñez, pero aún hacía más tiempo que no disponía de él. Un hotel, en ese caso, pero estaban todos llenos, y además yo vestía inadecuadamente (me abstendré de dar detalles). La respuesta a la pregunta «¿Dónde iré?» fue la inmediata salida de esa ciudad y la tentativa de entrar en otras casas en las que he vivido. Una de Barcelona en la que me recibió una mujer, una de Venecia en la que me acogió otra, una de Oxford en la que pasé dos años, otra de Wellesley, un par de pisos que tuve alquilados en Madrid hace siglos. Ninguno existía ya, pasaron a ser pasado. Los lugares a los que uno se encaminó centenares de veces después de una jornada, que uno ocupaba con relativa tranquilidad, de los que poseía llaves, «de pronto» ya no estaban a mi disposición, habían desaparecido. Si entrecomillo «de pronto» es con motivo: en el sueño no había lento transcurso del tiempo, como lo hay en la vida; estaba todo comprimido, superpuesto, todos mis «hogares» eran uno y el mismo, y en ninguno tenía cabida. Me obligué a despertar, me daba cuenta de que soñaba pero no lograba salirme de la sensación de pérdida y caducidad, de ver clausurados los sitios que en otras épocas eran accesibles y hasta cierto punto eran «míos» (en realidad ninguno lo era, de ninguno había sido yo propietario, sólo inquilino o invitado).
Cuando, ya levantado, conseguí sacudirme el malestar y el desamparo, no pude por menos de pensar en los millares de personas para las que ese mal sueño es una verdad permanente. De todas las injusticias y desafueros, de todas las crueldades cometidas en este largo periodo, bajo los Gobiernos de Rajoy y de Zapatero, quizá la mayor sean los desahucios. Hay cosas en las que la legalidad debería ser secundaria, o en las que su estricta y ciega aplicación no compensa, porque las consecuencias son desproporcionadas. Hace ya mucho escribí aquí que los españoles estaban muy confundidos al considerar poco menos que un «derecho» tener una vivienda en propiedad. Me escandalicé de que gente con empleos precarios suscribiera hipotecas a treinta, cuarenta y aun cincuenta años. Expuse mi perplejidad ante la aversión de mis compatriotas a alquilar, con el argumento falaz y absurdo de que así tira uno el dinero. ¿Cómo va uno a tirarlo por hacer uso de algo? Sería como decir que lo tira por comprarse un coche que no va a durar toda la vida (y gastar en gasolina), o por comer, o por pagar la ropa que indefectiblemente se desgastará y habrá que desechar algún día. Pero lo cierto es que los bancos, durante decenios, no sólo permitieron el demencial endeudamiento de los ciudadanos, sino que lo alentaron y fomentaron. Y, cuando demasiados individuos no pudieron hacer frente a las abusivas hipotecas, se iniciaron los desahucios, que aún prosiguen. Las circunstancias de las personas no han importado: a los bancos y a los Gobiernos les ha dado lo mismo echar de su hogar a una anciana que sólo aspirara a morir en él que a una familia con niños pequeños. «Están en su derecho», y lo ejercen. Pero ¿para qué?
La mayoría de los pisos de los que sus medio-dueños han sido expulsados no sirven de nada. Los bancos y las inmobiliarias han sido incapaces de revenderlos ni de hacer negocio, y si han podido los han malvendido. Centenares de millares de ellos están desocupados, empantanados, se deterioran, entran ladrones a llevarse hasta los grifos o se convierten en botín de okupas, a menudo devastadores. El daño infligido a las personas desalojadas —que tenían voluntad de cumplir, que llevaban tiempo habitándolos, que los cuidaban, que simplemente no podían satisfacer los plazos por haber perdido su empleo, y que habrían continuado con ellos a cambio de un alquiler modesto— es desmesurado respecto al beneficio obtenido —si lo hay— por los acreedores. Es, por lo tanto, un daño gratuito e innecesario, un daño sin resarcimiento, y a ese tipo de daño se le ha dado siempre el nombre de crueldad, no tiene otro. No es comparable con el del casero que echa a un vecino por no abonarle el alquiler: gracias a su medida puede encontrar otro inquilino que sí le pague, y no lo condene a perder dinero. Pero la gran mayoría de los pisos de desahuciados se subastan a precios irrisorios, o se pudren abandonados, y los bancos los ven como un lastre y apenas sacan ganancia. No hay nada que justifique —ni siquiera explique— el inmenso perjuicio causado a los expulsados. Ellos sí que se ven de repente sin llaves, ellos sí que pierden su hogar, y se quedan a la intemperie.
22-II-15
Un país adanista e idiota
A veces tengo la sensación de que este es un país definitivamente idiota, en la escasa medida en que puede generalizarse, claro. Entre las idioteces mayores de los españoles está el narcisismo, que los lleva a querer darse importancia personal, aunque sea como parte de un colectivo. Rara es la generación que no tiene la imperiosa ambición de sentirse protagonista de «algo», de un cambio, de una lucha, de una resistencia, de una innovación decisiva, de lo que sea. Y eso da pie a lo que se llama adanismo, es decir, según el DRAE, «hábito de comenzar una actividad cualquiera como si nadie la hubiera ejercitado anteriormente», o, según el DEA, «tendencia a actuar prescindiendo de lo ya existente o de lo hecho antes por otros». El resultado de esa actitud suele ser que los «originales» descubran sin cesar mediterráneos y por tanto caigan, sin saberlo, en lo más antiguo y aun decrépito. Presentan como «hallazgos» ideas, propuestas, políticas, formas artísticas mil veces probadas o experimentadas y a menudo arrumbadas por inservibles o nocivas o arcaicas. Pero como el adanista ha hecho todo lo posible por no enterarse, por desconocer cuanto ha habido antes de su trascendental «advenimiento» —por ser un ignorante, en suma, y a mucha honra—, se pasa la vida creyendo que «inaugura» todo: aburriendo a los de más edad y deslumbrando a los más idiotas e ignaros de la suya.
Los adanistas menos puros, los que encajan mejor en la segunda definición que en la primera, se ven en la obligación de echar un vistazo atrás para desmerecer el pasado reciente, para desprestigiarlo en su conjunto, para considerarlo enteramente inútil y equivocado. Han de demolerlo y declararlo nulo y dañino para así subrayar que «lo bueno» empieza ahora, con ellos y sólo con ellos. En una de las modalidades de vanidad más radicales: antes de que llegáramos nosotros al mundo, todos vivieron en el error, sobre todo los más cercanos, los inmediatamente anteriores. «Mañana nos pertenece», como cantaba aquel himno nazi que popularizó en su día la película Cabaret, y todo ayer es injusto, desdichado, erróneo, perjudicial y nefasto. Si eso fuera cierto e incontrovertible, tal vez no haría falta aplicarse a su destrucción. Tenemos aquí un precedente ilustrativo: tras casi cuarenta años de dictadura franquista, pocos fueron los que no estuvieron de acuerdo en la maldad, vulgaridad y esterilidad de ese periodo, y los que no lo estuvieron se convencieron pronto, sinceramente o por conveniencia (evolucionaron o se cambiaron de chaqueta aprisa y corriendo). El adanismo no careció ahí de sentido, aunque no fue tal propiamente, dado que, como tantas veces se ha dicho con razón, la sociedad española había «matado» a Franco en todos los ámbitos bastante antes de que éste muriera en su cama, aplastado no sé si por el manto del Pilar o por el brazo incorrupto de Santa Teresa.
Lo sorprendente y llamativo —lo idiota— es que ahora se pretenda llevar a cabo una operación semejante con la llamada Transición y cuanto ha venido a raíz de ella. Los idiotas de Podemos —con esto no quiero decir que sean idiotas todos los de ese partido, sino que en él abundan idiotas que sostienen lo que a continuación expongo— han dado en denominarlo «régimen» malintencionadamente, puesto que ese término se asoció siempre al franquismo. Es decir, intentan equiparar a éste con el periodo democrático, el de mayores libertades (y prosperidad, todo sumado) de la larguísima y entera historia de España. La gente más crítica y enemiga de la Transición nació acabado el franquismo y no tiene ni idea de lo que es vivir bajo una dictadura. Ha gozado de derechos y libertades desde el primer día, de lo que con anterioridad a este «régimen» estaba prohibido y no existía: de expresión y opinión sin trabas, de partidos políticos y elecciones, de Europa, de un Ejército despolitizado y jueces no títeres, de divorcio y matrimonio gay, de mayoría de edad a los dieciocho y no a los veintiuno (o aún más tarde para las mujeres), de pleno uso de las lenguas catalana, gallega y vasca, de amplia autonomía para cada territorio en vez de un brutal centralismo… Nada de eso es incontrovertiblemente malo, como se empeñan en sostener los idiotas. Yo diría que, por el contrario, es bueno innegablemente. Que ahora, treinta y muchos años después de la Constitución que dio origen al periodo, haya desastres sin cuento, corrupción exagerada y multitud de injusticias sociales, políticos mediocres cuando no funestos, todo eso no puede ponerse en el debe de la Transición, sino de sus herederos ya lejanos, entre los cuales está esa misma gente que carga contra ella sin pausa. «Es que yo no voté la Constitución», dicen estos individuos en el colmo del narcisismo, como si algún estadounidense vivo hubiera aprobado la de su país, o algún británico su Parlamento. Es como si los españoles actuales protestaran porque no se les consultó la expulsión de los judíos en 1492, o la de los jesuitas en 1767, o la expedición de Colón a las Indias. Tengo para mí que no hay nada más peligroso que el afán de protagonismo, y el de los españoles de hoy es desmesurado. Ni más idiota, no hace falta insistir en ello.
1-III-15
Tiene dinero, es intolerable
Hará unos meses escribí una columna («Siempre tarde y con olvido») en la que señalaba cómo en poco tiempo los españoles habían pasado de ser enormemente comprensivos con la corrupción, y aun defensores de ella («El que no trinque es tonto», sería el resumen de lo que opinaba una considerable parte de la población), a no tolerar el menor aprovechamiento o desvío de dinero público o privado. Ese artículo tuvo escaso eco, que yo sepa, así que una de dos: o era soso e inane —culpa mía—, o a los españoles no les gusta que se les refresque la memoria, se les hagan notar sus múltiples contradicciones y su permanente chaqueteo, se les exponga su cinismo. En una época en la que por culpa de Internet nada se borra y ya no hay que ir a las hemerotecas para saber lo que cada cual dijo en cada momento, España sigue obrando el milagro de que el pasado no exista, ni el más reciente. Han transcurrido unas semanas y observo que ese puritanismo de boquilla y sobrevenido va a más. Por poner un ejemplo, el cobro de 425.000 euros por parte de Monedero, dirigente de Podemos, y su posterior puesta al día con Hacienda, han hecho correr ríos de tinta y saliva escandalizadas, sin que apenas nadie reparara en lo más turbio de ese asunto, a saber: que al parecer dicho político dispusiera de despacho en el Palacio de Hugo Chávez, un militar golpista (es decir, como Franco, Videla y Pinochet), y que percibiera una porción de esos emolumentos sirviendo a un régimen cuasi dictatorial. No de todo el mundo se pueden aceptar encargos y retribuciones si se quiere luego presumir de ser «gente decente». La cantidad es lo de menos.
Pero el paso de un extremo a otro se ha visto con aún más claridad al empezar a conocerse nombres de la llamada lista Falciani. De pronto parece que los españoles ya no entiendan nada ni sepan distinguir. He visto a reporteros preguntarles a individuos, en tono acusatorio: «¿Tiene o ha tenido dinero en el extranjero?», como si eso fuera un grave delito y hubiéramos vuelto —también en eso— al patrioterismo franquista. Resulta inverosímil que a estas alturas haya que explicar que es perfectamente legal y lícito tener dinero fuera de España, siempre y cuando las cuentas no sean ocultas, estén declaradas y se tribute al fisco lo que corresponda. Sobre todo si dichas cuentas se encuentran en países de la Unión Europea. Muchos compatriotas parecen no haberse enterado de que la UE (antes Comunidad Económica Europea) no es ya «el extranjero», ni de que para lo primero que cayeron las fronteras de nuestras naciones fue para la libre circulación de capitales. Ustedes pueden guardar sus ahorros en Alemania, Francia o Gran Bretaña si se les antoja (y quizá hagan bien, dado que de España lo pueden a uno «exiliar» en cualquier instante, según se ha comprobado históricamente), con tanta legitimidad como si los conservaran en Madrid, Barcelona o Bilbao. Siempre que sea dinero ganado limpiamente, declarado y tributario a la Hacienda española, repito. Incluso tenerlo en Suiza (que no pertenece a la UE) es legítimo también, si se dan esas condiciones. No digamos en Irlanda, pese a que allí existan ventajas fiscales. Enfurecerse porque alguien no mantenga todo su capital en España es como indignarse porque un madrileño lo deposite en Gerona, un catalán en San Sebastián o un andaluz en Santander. A este paso acabaría estando mal visto que un señor de Tarazona ponga sus ahorros fuera de Tarazona, o una señora de Covarrubias fuera de Covarrubias. Una actitud semejante a la de muchos comerciantes de lugares que conozco, que lamentaban que el equipo de fútbol de la ciudad ascendiera a Primera, porque eso hacía que los hinchas se desplazaran a animar al equipo en sus visitas a clubs famosos y no gastaran en su propia localidad durante los fines de semana, sin apreciar que los aficionados de otros sitios también venían a su pequeña población cuando jugaban en ella esos clubs y sin duda gastaban más que los parroquianos habituales.
Y así, estamos a dos centímetros de que lo que empiece a escandalizar y soliviantar no sea ya dónde se guarde el dinero, sino que se lo posea. «Hay que ver», he leído u oído hace poco, «¡Fulano tiene en sus cuentas 300.000 euros!», como si eso fuera un pecado, o como si el mero hecho de haberlos reunido lo hiciera sospechoso de haberlos malganado, o de haber estafado o robado. ¿No habíamos quedado, hace cuatro días, en que enriquecerse era lo mejor que podía hacerse, y además sin escrúpulos, «pegando pelotazos», cobrando comisiones, echando mano a la caja, tirando de tarjeta de empresa o valiéndose de un cargo para sacar tajada? Todo esto se ha aplaudido, y bien está que ya no sea así. Pero no que de pronto se alce un clamor contra cualquiera más o menos adinerado, aunque haya hecho su fortuna sin explotar ni engañar ni sisar ni defraudar a nadie, honradamente y gracias a su talento o a su suerte o a su mucho esfuerzo, tanto da. Seguimos siendo un país analfabeto e histérico, si todavía hay que explicar semejantes obviedades. Pero más vale insistir en ellas, pese a todo, antes de que se empiece a señalar con el dedo a ciudadanos íntegros y con fiereza se grite: «¡Está forrado, tiene dinero, es intolerable!».
8-III-15
Contra la superación
Nos sirvieron las imágenes hasta en la sopa, una y otra vez, en todos los canales de televisión, y, con su habitual manía retrospectiva, las acompañaron de otras escenas similares del pasado, de archivo. Todo ello con grandes elogios hacia los pobres desgraciados que las protagonizaban. Una cosa es que haya individuos tercos y masoquistas, que atentan indefectiblemente contra su salud (son muy libres), que buscan procurarse un infarto o una ataxia, jaleados además por una multitud sádica que goza con su sufrimiento, que gusta de ver reventar a un semejante sobre una pista, en un estadio. Otra cosa es que todos los locutores y periodistas habidos y por haber ensalcen la «gesta» y fomenten que los espectadores se sometan a destrozos semejantes; que los inciten a imitar a los desdichados (tirando a descerebrados) y a echar en público los higadillos, eso en el más benigno de los casos.
Lo que provocaba la admiración de estos comentaristas daba verdaderas lástima y angustia, resultaba patético a más no poder. Una atleta groggy, que no podía con su alma ni con sus piernas ni con sus pulmones, se arrastraba desorientada, a cuatro patas y con lentitud de tortuga, para recorrer los últimos metros de una maratón o «media maratón» y alcanzar la meta por su propio pie (es un decir). Se la veía extenuada, deshecha, enajenada, con la mirada turbia e ida, los músculos sin respuesta alguna, parecía una paralítica que se hubiera caído de su silla de ruedas. Y, claro, no sólo nadie le aconsejaba lo lógico («Déjalo ya, muchacha, que te va a dar algo serio, que estás fatal; túmbate, toma un poco de agua y al hospital»), sino que sus compañeras, los jueces, la masa —y a posteriori los locutores— miraban cómo manoteaba y gateaba penosamente y la animaban a prolongar su agonía, con gritos de «¡Vamos, machácate, tú puedes! ¡Déjate la vida ahí si hace falta, continúa reptando y temblando hasta el síncope, supérate!». Y ya digo, a continuación rescataban «proezas» equivalentes: corredores mareados, que no sabían ni dónde estaban, vomitando o con espumarajos, las rodillas castañeteándoles, el cuerpo entero hecho papilla, víctimas de insolación, sin sentido del equilibrio ni entendimiento ni control de su musculatura, desmadejados y lastimosos, todos haciendo un esfuerzo inhumano ¿para qué? Para avanzar un poco más y luego poder decir y decirse: «Llegué al final, crucé la meta, pude terminar la carrera».
Y no, ni siquiera eso es verdad. Alguien que va a rastras no ha terminado una carrera, es obvio que no ha podido llegar, que no aguanta los kilómetros de que se trate en cada ocasión. Su «hazaña» es sólo producto del empecinamiento y la testarudez, como si completar la distancia a cuatro patas o dando tumbos tuviera algo de admirable o heroico. Y no, es sólo lastimoso y consecuencia de la estupidez que aqueja a estos tiempos. Como tantas otras necedades, la mística de la «superación» me temo que nos viene de los Estados Unidos, y ha incitado a demostrarse, cada uno a sí mismo —y si es posible, a los demás—, que se es capaz de majaderías sin cuento: que con noventa años se puede uno descolgar por un barranco aunque con ello se rompa unos cuantos huesos; que se puede batir el récord más peregrino, qué sé yo, de comerse ochocientas hamburguesas seguidas, o de permanecer seis minutos sin respirar (y palmar casi seguro), o de esquiar sin freno en zona de aludes, o de levantar monstruosos pesos que descuajeringarían a un campeón de halterofilia. Yo entiendo que alguien intente esos disparates en caso de extrema necesidad. Si uno es perseguido por asesinos y está a pocos metros de una frontera salvadora, me parece normal que, al límite de sus fuerzas, se arrastre para alcanzar una alambrada; o se sumerja en el agua seis minutos —o los que resista— para despistar a sus captores, ese tipo de situaciones que en el cine hemos visto mil veces. Pero ¿así porque sí? ¿Para «superarse»? ¿Para demostrarse algo a uno mismo? Francamente, no le veo el sentido, aún menos la utilidad. Ni siquiera la satisfacción.
Lo peor es que, mientras los médicos ordenan nuestra salud, los medios de comunicación mundiales se dediquen a alentar que la gente se ponga gratuitamente en peligro, se fuerce a hacer barbaridades, se someta a torturas innecesarias y desmedidas, sea deportista profesional o no. Y la gente se presta a toda suerte de riesgos con docilidad. «Vale, con noventa y cinco años ha atravesado a nado el Amazonas en su desembocadura y ha quedado hecho una piltrafa, está listo para estirar la pata. ¿Y? ¿Es usted mejor por eso? ¿Más machote o más hembrota?» Es más bien eso lo que habría que decirle a la muy mimética población. O bien: «De acuerdo, ha entrado en el Libro Guinness de los Récords por haberse bebido cien litros de cerveza en menos tiempo que nadie. ¿Y? ¿No se percató de que lo pasó fatal —si es que salió vivo de la prueba— y de que es una enorme gilipollez?». O bien: «Bueno, alcanzó usted la meta, pero como un reptil y con la primera papilla esparcida en la pista. ¿No le parece que sería mejor que no lo hubiéramos visto?».
15-III-15
Transformismo
Cada vez que se entregan los Óscars, me pregunto c