Cuando los tontos mandan

Javier Marías

Fragmento

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Nota del editor

Este libro contiene los artículos publicados por Javier Marías en el suplemento dominical El País Semanal durante el periodo que va desde el 8 de febrero de 2015 hasta el 29 de enero de 2017; en total, son noventa y cinco las columnas aquí reunidas. El título del volumen, como ya es tradición, el autor lo ha tomado prestado de uno de los epígrafes: el de la pieza que cierra la recopilación, «Cuando los tontos mandan». En ella el escritor señala, valiéndose de noticias recientes, algunas «reclamaciones imbéciles» que atañen, entre otras, a prohibiciones y censuras de clásicos universales en los programas universitarios. Y da en la diana al lamentar que «la presión sobre la libertad de expresión se ha hecho inaguantable. […] Se miden tanto las palabras que casi nadie dice lo que piensa».

Los lectores de Marías saben que éste sí dice lo que piensa; es más, confían en que, domingo tras domingo, haga caso omiso del clima de opinión reinante en los medios de comunicación y en las redes sociales y exponga su parecer sobre cualquiera que sea la cuestión que trate. Y jamás defrauda.

La nuestra es una época sin duda rara, confusa y complicada: nadie puede soslayar el triste triunfo de las radicalidades, de las militancias de todo signo y de los bulos cotidianos; los políticos, ya plenamente adaptados a la posverdad, nos mienten sin parar; el sistema judicial es tan lento que los ciudadanos, sobre todo en los casos de corrupción, tenemos la impresión de que la justicia en España funciona más bien nada. En este panorama poco halagüeño, quizá lo peor sea la constatación de que la gente, salvo excepciones, se halla asombrosa y paradójicamente desinformada, puesto que sólo leemos, oímos o vemos a los que son de nuestra cuerda, atrincherados en la comodidad de un pensamiento coincidente. Así, Javier Marías es un outsider más necesario que nunca en estos tiempos. Con su estilo elegante, su exquisita educación y su gran sentido del humor, lleva a cabo en sus artículos algo infrecuente: matizar, razonar, dar mandobles a unos y a otros cuando lo considera conveniente, no ejercer banderías ni lo políticamente correcto. Sus columnas de los domingos, en las que tan a menudo combate con pasión la ideología oficial y el pensamiento trillado, han convertido a Marías en una de las voces más representativas y valoradas de la auténtica disidencia.

En esta recopilación, se plantean cuestiones cruciales como las promesas incumplidas del Gobierno de Rajoy, el procés en Cataluña, el descontento social por los recortes, la crisis económica —«que nunca termina ni amaina», en palabras del escritor— y las terribles consecuencias que aún padecen sobre todo las clases más desfavorecidas, el Brexit, las elecciones que auparon a Donald Trump a la presidencia de Estados Unidos…

Sin embargo, el autor no se dedica a la opinión política de manera estricta ni continuada; bien al contrario, si algo caracteriza su labor articulística es la enorme variedad de temas que suele tratar. Haciendo un somero repaso, en Cuando los tontos mandan hay también textos sobre películas, series de televisión, libros, cuadros, evocaciones personales de amigos y familiares, viajes de trabajo, la Semana Santa, el fútbol, los Óscars, el papa Francisco, el neoespañol, el bajo porcentaje de gente que lee en nuestro país, etcétera. Y por descontado, los que abordan algunas de las plagas de nuestros días: el terrorismo del Estado Islámico, los desahucios en España, las redes sociales y sus nefastos linchamientos masivos, la manía por fotografiarlo todo, la discriminación salarial que sufren las mujeres y lo que Marías califica como el «progresivo abaratamiento del sistema democrático», por citar los más significativos.

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Jueces no humanos

No es que los jueces hayan sido nunca demasiado de fiar. A lo largo de la historia los ha habido venales, cobardes, fanáticos, por supuesto prevaricadores, por supuesto desmesurados. Pero la mayoría de los injustos mantenía hasta hace no mucho una apariencia de cordura. Recurrían a claros sofismas o retorcían las leyes o bien se aferraban a la letra de éstas, pero al menos se molestaban en urdir artimañas, en dotar a sus resoluciones de simulacros de racionalidad y ecuanimidad. Recuerdo haber hablado, hace ya más de diez años, de un caso en que el juez no apreció «ensañamiento» del acusado, que había asestado setenta puñaladas a su víctima, algo así. El disparate, con todo, buscó una justificación: dado que la primera herida había sido mortal, no podía haber «ensañamiento» con quien ya era cadáver y no sufría; como si el asesino hubiera tenido conocimientos médicos y anatómicos tan precisos y veloces para saber en el acto que las sesenta y nueve veces restantes acuchillaba a un fiambre.

Pero ahora hay no pocos jueces que no disimulan nada, y a los que no preocupa lo más mínimo manifestar síntomas de locura o de supina estupidez. Uno se pregunta cómo es que aprueban los exámenes pertinentes, cómo es que se pone en sus manos los destinos de la gente, su libertad o su encarcelamiento, su vida o su muerte en los países en que aún existe la pena capital. Si uno ve series de televisión de abogados (por ejemplo, The Good Wife), a menudo reza por que lo mostrado en ellas sea sólo producto de la imaginación de los guionistas y no se corresponda con la realidad judicial americana, sobre todo porque cuanto es práctica en los Estados Unidos acaba siendo servilmente copiado en Europa, con la papanatas España a la cabeza. Hace unas semanas hubo un reportaje de Natalia Junquera sobre los tests a que se somete a los extranjeros que solicitan nuestra nacionalidad, para calibrar su grado de «españolidad». Por lo visto no hay una prueba standard («¡Todo el mundo se aprendería las respuestas!», exclama el Director General de los Registros y del Notariado), así que cada juez pregunta al interesado lo que le da la gana, cuando éste se presenta ante el Registro Civil. Al parecer, hay algún juez que, para «pulsar» el grado de integridad del solicitante en nuestra sociedad, inquiere «qué personaje televisivo mantuvo una relación con un conocido torero» o «qué torero es conocido por su muerte trágica» (me imagino que aquí se admitirían como respuestas válidas los nombres y apodos de todos los diestros fallecidos a lo largo de la historia, incluidos suicidas). El mismo juez preguntó quién era el Presidente de Navarra, y el marroquí interrogado lo supo, inverosímilmente. Pero tal hazaña no le bastó (falló en la cuestión taurina), y hubo de recurrir, con éxito. Otros jueces quieren saber qué pasó en 1934, o cómo fue la Constitución de 1812, o nombres de escritores españoles del siglo XVI. A un tal juez Celemín, famoso aunque yo no lo conozca, le pareció insuficiente que un peruano mencionara el de Lope de Vega, y se lo cargó. Todo esto suena demencial, y encima, en los exámenes sobre «personajes del corazón», resulta muy difícil seguirles la pista o incluso reconocerlos, tanto cambian de aspecto a fuerza de perrerías (hace poco creí estar viendo en la tele a la actriz d

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