Especie (Inspectora Camino Vargas 2)

Susana Martín Gijón

Fragmento

Capítulo 1

1.

Hace un calor del demonio.

Son las diez de la noche pero el termómetro no baja de los treinta y cinco grados. A pesar de los manguerazos del camarero, el asfalto sigue hirviendo y contribuye a mantener un ambiente tórrido y asfixiante. Camino lleva una camisa verde oliva y una falda blanca de lino que realza sus piernas bronceadas. La estira cuanto puede para evitar el contacto con la butaca de plástico que se le pega al culo. Se ha recogido el largo cabello rubio en una coleta y se ha puesto unos pendientes verdes a juego con la blusa. Hace menos de media hora que ha salido de casa recién duchada, pero ya ha roto a sudar de nuevo. Se mira bajo las axilas y comprueba disgustada que se le han formado los cercos oscuros que tanto detesta. Saca el abanico del bolso y trata de airearlos, pero se detiene con disimulo cuando divisa a Paco en la distancia. A él no parece pasarle factura el calor. Va lidiando con sus dos muletas con destreza. Lleva una camisa floreada al más puro estilo hawaiano y un pantalón corto con bolsillos a los lados. No está acostumbrada a un estilo tan informal, aunque reconoce que le sienta bien. Como siempre que le ve, se le hace un nudo en el estómago y se vuelve terriblemente torpe. Para aparentar normalidad, agarra el botellín y lo vacía de un trago. Después juega con él, pasándoselo de una mano a la otra mientras Paco acaba de llegar.

Tras salir del coma, los doctores fueron muy cautos sobre la posibilidad de una recuperación total. Uno incluso llegó a decir que no volvería a andar; se equivocaba. Al inspector Arenas no le gana nadie a testarudo y él estaba decidido a reponerse. Así que eso es justo lo que está haciendo. Ella sonríe al ver cómo se esfuerza en los últimos pasos. Ahora se da cuenta de que él también está sudando a mares, pero no aparenta importarle lo más mínimo. Le parece increíble el cambio operado en solo un par de meses.

—Estás más gordo —le suelta por todo saludo cuando alcanza la terraza del bar.

—Falta me hacía —Paco sonríe. Eso en boca de Camino es un halago. Ni sabe ni quiere hacerlo mejor—. El hospital me dejó en los huesos, parecía un puto esqueleto.

—Tampoco es que hayas sido nunca un luchador de sumo.

—Pues tú en cambio estás muy bien.

Camino se sonroja. Según los cánones de belleza actuales, le sobran diez o quince kilos. A ella esos estándares sociales le importan un pimiento. Ya hay bastantes reglas que obedecer en la vida de adulta como para autoimponerse alguna más. Además, le gusta su cuerpo de curvas generosas compatible con una buena forma física. Pero aún no se acostumbra a los nuevos modos del inspector. Antes jamás le hubiera lanzado ni medio piropo. También con respecto a ella se ha obrado un cambio desde que salió del coma. Y eso es algo que le da mucho vértigo, aunque se acerca al borde del precipicio cada vez que puede y mira de frente a sus propios miedos. Está dispuesta a vencerlos.

—¿Qué tal el fin de semana? —Paco lanza la pregunta al aire, como si fuera poco más que una fórmula de cortesía, pero está lejos de serlo y Camino lo sabe. Lo ve en el fondo de sus ojos. Curiosidad, intriga, y algo más que atisba y no acierta a descifrar. ¿Celos?

—Normal, lo de siempre —dice ella con una mueca de quitarle importancia.

—¿Saliste a bailar?

—Había campeonato de salsa en el Azúcar. Quedamos los terceros.

—No está mal. ¿Qué se cuenta Víctor?

Víctor es el compañero de baile de Camino. Hacen una pareja desigual. Él, con diez años menos, espigado y finolis; ella, tosca y regordeta, muy distinta a las jóvenes esbeltas que frecuentan la academia. Pero cuando se juntan los dos, se compenetran como nadie y a menudo acaban cediéndoles el centro de la pista.

—Ha roto con su novio. Tuve que emborracharme con él después de los bailes.

—Qué coraje, lo que hay que hacer por los amigos.

—Lo que haga falta —Camino hace una seña al camarero para que traiga otros dos botellines.

—Pues se ve que os pillasteis una buena cogorza, todavía se te notan las ojeras.

—¿Cuándo vuelves al tajo? —ella cambia de asunto. Lo cierto es que se ha despertado esta mañana en la cama del speaker que animó la competición, un cubano mestizo de pelo afro que la hipnotizó con su forma de moverse y con los mojitos que aparecían en sus manos como por arte de magia. Desde que Paco salió del coma había dejado a un lado su parte más promiscua, y ahora se siente rara. Se ha despertado con un remordimiento absurdo y ha salido pitando del piso del cubano, que estaba preparando un desayuno al estilo de la isla y se ha quedado con un palmo de narices y el mandil puesto sobre los slips de superhéroe.

—Dame un respiro, anda. No hace ni dos meses que me mandaron a casa.

—Ni hablar. Vuelve ya, estoy harta de ser la jefa.

—Pues yo creo que se te da bien.

—No digas tonterías.

—De hecho, creo que deberías seguir así.

—¿Así, cómo?

—Como hasta ahora. Coordinando el Grupo de Homicidios.

Camino entorna los ojos. Deja pasar unos segundos, el tiempo de calibrar las palabras del inspector.

—¿Y tú? —dice, temiéndose la respuesta.

—Yo ya estoy viejo. Es hora de pasarme a la fila de atrás.

—Pero bueno, ¿es que esa bala que tienes ahí metida te está friendo el cerebro?

—La bala está quietecita. Y que siga así.

Camino se muerde el labio. A veces se pasa de bruta.

—Perdona. Pero, ¿puedo saber a qué viene eso?

—Solo estoy pensándolo.

—Pues no lo pienses más. Te necesitamos.

Paco da un trago a su cerveza y coge la carta. Estudia el listado de raciones como si acaso no se las supiera ya de memoria.

—¿Unas puntillitas?

—Adobo —ella le mira desafiante.

—Las dos cosas.

—Tú mismo. Ya verás qué pechá nos vamos a pegar —Paco sabe tan bien como ella que las raciones son enormes. Pero no será Camino quien se acochine. Si quiere pedir, que pida. Y que se ponga gordo.

—Estupendo —dice él mientras llama al camarero por su nombre de pila y sonríe satisfecho. Ha logrado su objetivo: aparcar el tema.

Camino se percata demasiado tarde. Intuye que no tiene que apretarle más, pero no le ha gustado lo que ha oído. Ella cuenta los días para que Paco Arenas regrese a la Brigada y tome los mandos del Grupo de Homicidios. No es solo que a ella no se le dé bien dirigir un equipo, es que le echa muchísimo de menos. Y así, al menos tendrá la excusa de verle a diario.

—Ya se ha jubilado Teresa —deja caer como quien no quiere la cosa.

—¿Ya?

—Cumplió los sesenta y cinco la semana pasada.

—Vaya, cómo pasa el tiempo. Estaría feliz.

—Como unas castañuelas. Dice que va a dedicarse a ser abuela a tiempo completo.

—Pues tiene para entretenerse.

—Ya lo creo. Ocho polluelos.

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