Mi aventura sin gluten

Alejandra Temporini

Fragmento

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Índice

Introducción

El gluten

¿Qué es la celiaquía?

¿Qué es el gluten?

¿Dónde lo encontramos?

Preparar la casa

La cocina

Utensilios, horno y superficies

Si no estamos en casa...

Harinas, aglutinantes, leudantes y emulsionantes

Las harinas

Los agentes aglutinantes

Los agentes leudantes

Las levaduras

Los huevos

Los panificados

¡Llega una máquina de pan!

Preparándonos para amasar

Recomendaciones para masas quebradas

Azúcar invertido / Des­na­tu­ra­li­zar la leche / Doradura

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Salados

Talitas

Grisines

Grisines de maíz

Bizcochos de grasa

Hummus de garbanzos

Hummus de remolacha

Hummus de zanahoria

Galletas marineras

Scons de queso

Galletitas de papa y queso parmesano

Dip de espinaca

Fondue de queso

Buñuelos de acelga

Muffins de queso azul

Muffins de jamón y queso

Chipa

Chipa Martín Fierro

Pizza de molde

Empanadas al horno o fritas

Tarta masa tipo pascualina

Tarta rústica

Fajitas

Baguette

Pan de campo

Ciabatta

Pan de molde multisemillas, de trigo sarraceno

Pan de molde blanco

Pan para sanguchitos de miga

Pan de coliflor

Figacitas de manteca integrales

Pan de brioche

Pan de pancho

Pan de hamburguesa

Bagel

Ñoquis rellenos de queso azul

Tallarines con sarraceno

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Pizza a la parrilla

Pan relleno

Raviolones

Pulled Pork

Dulces

Cookies superchocolatosas

Cookies de almendra y naranja

Cookies de nuez

Vainillas

Pepas sin lactosa

French Toast

Scons de la abuela Trompo

Mermelada de naranja

Alfajores santafesinos

Alfajores de maicena

Rogel

Pionono

Pan de leche

Bizcochuelo básico

Tarta cremosa de coco y dulce de leche

Torta de fruta de estación

Cucurucho sin gluten

Pan de banana

Budín de naranja

Carrot coconut cake con frosting de queso

Torta crocante de brownie

Pan dulce

Rosca de Pascua o Rosca de Reyes

Medialunas

Merengado de coco y frutas

Postre de chocolate

¡GRACIAAAAAS!

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Introducción

Esta historia, la de mi aventura sin gluten, comenzó hace unos doce años.

La primera vez que le presté atención a la palabra que cam­bia­ría nuestras vidas para siempre, celiaquía, fue durante un viaje a San Martín de los Andes. Estábamos en un res­tau­rante. Una de mis amigas había llevado a otra amiga suya, Gaby, a ce­nar con nosotros. Cuando llegó el mozo, fuimos to­dos bastante expeditivos para encargar nuestros platos. To­dos excepto ella, que pidió un risotto y empezó a insistir en in­fi­ni­dad de detalles y a preguntar demasiado por los in­gre­dientes, poniéndose particularmente quisquillosa: “Qué man­te­ca vas a u­sar, cómo lo vas a preparar…”. Y yo, que no tengo filtros —creo que es un gran defecto mío, ese ímpetu y esa tendencia a decir todo tal cual pasa por mi cabeza—, cuando se fue el mozo le dije: “Che, pobre tipo, lo volviste loco; tanto problema para pedir un arroz. La verdad, no entiendo para qué hacés die­ta, si estás bien”. (Realmente pensé que ella estaba haciendo una dieta para adelgazar.) Ante lo cual me miró y me respondió: “Es que soy celíaca”. E in­mediatamente empezó a contarme qué significaba esa  palabra  aún  rara  para  mí   y   a   describir   sus   síntomas.

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Fue entonces, mientras me estaba hablando, cuando me di cuenta de que mi hija Catalina podría ser celíaca, y ahí mismo me agarró un ataque y lo único que quise a partir de ese momento fue volver a Buenos Aires.

De hecho, todo lo que me contó esa mujer me recordó a mi hija Cata, que desde los seis meses —cuando los bebés empiezan a comer sólidos— se comportó de manera rara: rumiaba la comida, chupaba los jugos y los escupía. Ahora, que ya tenía tres años, cada dos o tres meses Cata quedaba internada por deshidratación (con vómitos y diarreas), y los médicos nunca lograban decirme qué tenía, por qué estaba de tan mal humor, por qué no crecía. Siempre cuento que Marcelo Armadans, en ese momento su pediatra, insistía en investigar qué pasaba con mi hija y, tan sabio, me decía: “Si vos como mamá, que sos la que está todo el día con ella, me decís que tu hija no está bien, seguiremos investigando hasta que lleguemos a un diagnóstico”. Pasamos por muchos especialistas, pero Catita seguía igual o empeoraba; en la familia estábamos todos muy preocupados.

Después me enteré de que Marcelo ya le había realizado estudios de celiaquía, y que habían dado negativo.

Como padres, no tener un diagnóstico de lo que está a­fec­tan­do a tu hijo es lo peor que te puede pasar; pensábamos de verdad que Cata se iba a morir. Por eso, cuando supe de esta enfermedad, dije: “Ya está, nos vamos mañana mismo a casa”. Mi  marido  me  recordó que nos faltaban cuatro días para irnos.

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Estaba desesperada y, para peor, Cata se descompuso otra vez durante esa semana. Terminamos en el hospital de San Martín y nuevamente le pusieron suero porque estaba deshidratada.

Llegamos a casa y llamé a la gastroenteróloga. Me dieron un sobreturno, y fui sabiendo que esa visita iba a terminar en una internación. Me atendieron tras hacerme esperar ocho horas, lapso en el cual Catalina se deshidrató de nuevo. Tiempo antes, cuando empecé a llevarla al gastroenterólogo, le habían hecho pruebas de todo tipo, retirando alimentos de a uno para identificar posibles causas: “Ahora vamos a sacar la leche, ahora los cítricos; ahora tal otra cosa”. Aunque probábamos todo, seguía igual, no cambiaba, o empeoraba: seguía perdiendo peso. Pero al volver de San Martín le conté a la médica acerca de esta mujer con celiaquía a la que acababa de conocer y le sugerí que, por los síntomas descriptos, tal vez Cata fuera celíaca. La doctora reaccionó con furia; se levantó de su asiento y me echó de su consultorio, diciéndome que yo no tenía ningún título en medicina y que cómo me atrevía a colgarle un diagnóstico tan pesado como la celiaquía.

Me fui muy mal, una vez más con mi hija descompuesta y en brazos. Tal como había previsto, ella quedó internada nue­va­mente, por tres días, otra vez con suero. Cuando nos dieron de alta, angustiadísima, empecé a hacer lo que los médicos re­co­mien­dan que no hagamos: entré en Internet. Busqué, ins­pec­cio­né las  dietas,  indagué  cómo  debía procederse con un niño celíaco.

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Me encontré con una carta de la Asociación Celíaca Argentina, en la que una mamá describía a su hijo, y fue muy fuerte para mí: cada cosa que contaba era como si estuviera hablando de mi hija y de toda la situación que estábamos viviendo en casa. Me dije a mí misma que tenía que buscar otra gastroenteróloga, pero que, mientras tanto, ya mismo, debía empezar a armarle una dieta, porque no quedaban dudas: mi hija era celíaca. Con tres años de edad, pesaba solo diez kilos, tenía muy poco pelo y un mal humor permanente. Entonces le armé un régimen por mi cuenta, y en un mes ya había aumentado cinco kilos.

De repente, la palabra celíaco, desconocida hasta hacía poco, empezaba a aparecer con frecuencia en mi vida. En el cumpleaños de una nena se me acercó una mamá y se quedó escuchando, atenta a todas las indicaciones que daba para que Cata comiera su vianda, y en un momento me dijo: “Mi hijo también es celíaco”. Me encontraba por primera vez con alguien con quien hacer catarsis. Siempre digo que la vida, Dios o no sé quién te pone enfrente a la persona justa en el momento correcto. Y esta mujer, Karina, fue quien muy a­mo­ro­sa­men­te me recomendó a María del Carmen Toca (gas­tro­en­teróloga y nutricionista infantil), lo cual fue como tocar el cielo con las manos; ella es para mí quien le salvó la vida a mi hija. Apenas llegué a su consultorio, le sacó la ropa a Cata, la paró en la camilla y la revisó con delicadeza, muy minuciosamente, juro  que  hasta  las  pestañas;  y  luego  me  miró   y   me   dijo:

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“¿Nunca te dijeron que tu hija puede ser celíaca?”. La pobre mujer no entendía qué me pasaba: yo me puse a llorar como loca.

Después de esto, me sentí tan en confianza con ella y tan contenida que le conté —por cierto, con mucho miedo— que había empezado a hacerle una dieta sin gluten por decisión propia, sin un diagnóstico. Me explicó que no estaba bien pero que, como Cata había aumentado tanto de peso a partir de ese régimen, haríamos aparte del estudio de sangre otro más exhaustivo, el genético, pero que tendría que ir a un lugar especializado. Así fue como llegamos al laboratorio Litwin.

Por supuesto que en el Litwin todo le dio positivo. Y todos felices, porque por fin teníamos un diagnóstico, lo cual simplemente implicaba que habría que cambiar sus hábitos de alimentación.

A los tres meses volví a lo de María del Carmen para un control, y Martina, mi otra hija, fue con nosotras. Por casualidad, solamente porque ese día no había ido al jardín. Cuando entramos al consultorio, María del Carmen atendió a Cata y me preguntó por los estudios de toda la familia, a lo cual yo le respondí que aún no nos había mandado a hacer ninguno. Ahí mismo nos preparó las órdenes para todos. Al otro día, madrugón masivo: Martina, mi marido Germán y yo, ¡a Litwin nuevamente!

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Al mes volví a buscar los estudios e hice algo que tampoco está bien visto por los médicos: mirarlos antes de llevarlos al gastroenterólogo que los ordenó. Lo primero que vi fue que Martina también daba positivo y que tenía todos los valores disparados. Me shockeó tanto que me desmayé, literalmente. ¿Cómo no lo habíamos visto venir? Ocurre que Martina era asintomática, y el ojo clínico de la gran María del Carmen había detectado, ese mismo día en que la conoció, una distensión abdominal (la panza un poco hinchada) que siempre supusimos que era la típica panza de bebé que iba a desaparecer cuando creciera, ¡como si fuera un globo! A la semana le realizaron una biopsia, y ahí mismo nos indicaron que Martu debía comenzar con una dieta libre de gluten, ya que su intestino se encontraba completamente liso; su vellosidad estaba destruida.

Me puse muy mal porque Martina ya me había advertido en alguna oportunidad que, si ella era celíaca como su hermana, nunca más iba a comer, pero la gastro que realizó el estudio se lo explicó muy bien, con mucha paciencia y precisión, y ahí lo único que pidió Martu fue poder comer un último alfajor; el último antes de empezar su nueva dieta para toda la vida. Obviamente le dijeron que sí, así que salimos del Hospital Alemán, cruzamos la avenida y en el kiosco de enfrente eligió el alfajor más grande que había. Y nunca más nos pidió comer algo que estuviera fuera de su dieta. Los niños son muy sabios; cuentan con una capacidad de adaptación a los cambios infinitamente mayor que la de los adultos.

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En casa, con mi marido, acompañamos en este nuevo camino a nuestras hijas. Todos empezamos a cambiar nuestra alimentación. Salvo los viernes, día en que nos juntábamos con amigos para preparar pizza a la parrilla. Yo amasaba para todos, y para las nenas compraba unas pizzas sin gluten (porque no sabía hacerlas yo misma, todavía).

Pero de pronto comencé a descomponerme con frecuencia; los sábados, después de la noche de pizzas, terminaba internada, con muchos cólicos, vómitos y diarreas, con suero y Buscapina.

Mi celiaquía se había despertado en algún momento de estrés; supongo que cuando diagnosticaron a Martina, que, a diferencia de Cata, había sido toda una sorpresa.

Ahora sí, todos a comer sin gluten

Lo social es la parte más complicada. El problema mayor es ese, y la solución reside un poco en la forma de comunicarlo y de acompañarlo, tratando de que nunca falte nada. Al principio fue muy angustiante este aspecto social, de comunidad. En casa no hubo problema: mi marido nos acompaña y sostiene. Todo el que viene a casa come sin gluten, y ya no entra a mi hogar ni un

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