LA CIUDAD SENTIDA
(2007)
Hablamos de una ciudad arraigada en el mapa y con muchos siglos de historia, una ciudad que pese a presentarse tal cual es, sin modificar el nombre de sus calles, ni el curso de su río ni la ubicación de sus monumentos, no parece la misma cuando se somete a la disección del cronista igual que el cadáver al bisturí del forense y en algún punto de su geografía muestra la cara oculta de la evidencia, ese hallazgo del que recelamos en principio, achacándolo a infidelidad de nuestra vista, cansada de indagar en tinieblas, aunque poco a poco absorbe nuestra atención y, a la manera del faro de la locomotora en la noche, que parpadea a lo lejos y conforme se acerca avasalla y deslumbra, así nuestro descubrimiento se acredita a fuerza de ser observado, por más que esa fisura abierta en el catastro no provenga de intereses económicos, como suele suceder, sino de una especulación literaria expresada por la vía del cuento.
Aviso
La feria de San Isidro fue un desastre, dirán que no hay dinero pero lo que falta es vergüenza. Los toros venían del Batán cansados y al primer capotazo se tumbaban. Acabarán sacándolos al ruedo en carretilla, los toreros les darán conversación, y en eso consistirá la faena. Ahora, después de la corrida, ningún aficionado sube toreando por la calle de Alcalá. Y de los presidentes qué decir, si con sus actuaciones no necesita enemigos la fiesta.
El mejor trofeo de esta isidrada ha sido la cazuela de rabo de toro que se despacha a los turistas en los figones de la plaza Mayor. Muchos de los que hacen la digestión por los alrededores son desvalijados y los que se resisten al atraco sufren lesiones o muerte. El pícaro que los ataca seguramente probó el mismo plato en el hospicio, en el correccional o en la casa de comidas, de donde se largaría sin abonar su precio.
También se distribuye este guiso en asilos y hospitales, aunque sin la vigilancia de los doctores, de modo que los que repiten ración se empachan. Pero tienen el consuelo de caer en cama y no acuchillados en una esquina por la delincuencia callejera o reventados y esparcidos sus restos, como los usuarios de los servicios públicos —trenes, aviones, autobuses—, víctimas del atentado o del error de los políticos.
La avaricia del contratista hunde los edificios y el cansancio del conductor estrella el autobús de pasajeros. Por caducidad de las instalaciones descarrilan los trenes y por la incuria de las constructoras se matan los albañiles. Raro es el día en Madrid sin un accidente de andamio. La sangre de los infortunados y el llanto de los deudos desbordaría los ríos de la provincia. Las autoridades presiden los entierros, pero no abandonan sus cargos ni aprietan a las empresas.
En la medianoche del viernes, barrio del Lucero, asesinaron a otra mujer. Sesenta años de buena salud, con una hija casada y un nieto. No hubo robo ni acoso, sino disputa conyugal. Los vecinos dieron la alarma porque no podían dormir con los gritos. Al principio los atribuyeron a la tele, pues su violencia se confunde con la realidad de la calle. Cuando derribaron la puerta y vieron a la mujer cosida a puñaladas estimaron cortas las quejas.
Se sospecha del viudo, pero todavía no se ha confesado autor del crimen, porque cuando la justicia le buscó ya estaba huido. Un hombre corriente, sin antecedentes ni murmuración, carnicero de Legazpi. Por querencia escapó hacia Vista Alegre y debe de seguir por las inmediaciones del coso de la Chata. Aunque, más pronto que tarde, se personará donde juega su nieto, cerca del mercado de San Braulio, junto al metro de Urgel.
Entonces, acaso contará al niño por qué mató a su abuela y, si no acierta a explicarlo, le dejará en herencia su ejemplo. Cuando se educa a los hombres en que deben dominar a las mujeres y cuando las mujeres se prendan de la energía de un hombre, no cabe esperar sino violencia. La hija comenta a las vecinas que no perdona a su padre este crimen, pero delante de su marido calla porque le alza la mano y teme seguir el destino de su madre.
Un espanto tapa otro y, como la actualidad manda, ocurre lo que en los toros, que cuando están lidiando el quinto nadie se acuerda del que abrió plaza. Para sobrevivir a esta sangría hay que echarse los cadáveres al hombro, aceptar que dentro y fuera del ruedo todos tenemos fijada la hora y que, cuando ésta se retrasa, la presidencia lanza un aviso. Quien pisa la calle de Madrid arriesga tanto como el torero en el redondel, menos mal que disfrutamos de los atardeceres más bellos.
Se alargan los días y las noches se abrevian, comienza julio y no se respira ni en los parques. En el horno de Madrid se achicharra la gente, esto parece Auschwitz. Si para San Cayetano no ha llovido, ¿cómo se limpiará esta corrupción? Nada se decidirá en verano porque, al igual que otras veces, aguardaremos a resolverlo en otoño y, mientras estudiamos un remedio, se presentará el invierno y, antes de que nos demos cuenta, llegará la Nochebuena, que como vino se irá, y nosotros nos iremos y no volveremos más.
Leyendas
Sobre el paisaje madrileño y sus gentes circulan muchas fantasías ante la indiferencia, si no el desdén, de la ciudad involucrada en ellas, la misma que viste y calza un uniforme que, por lo bien que le cae, parece hecho a su medida y no diseñado por sus idólatras: es ese conjunto de mantón de Manila, clavel reventón y falda de céfiro que, bajo un cielo inefable, luce la más garbosa del barrio donde Isabel Tintero encontró en la basura el lienzo milagroso de la Soledad.
Estas hipérboles nacen en los jardines de la alameda de Osuna, en las escalinatas del mentidero de San Felipe o en la función de madrugada de Apolo y se propagan sin oposición ni debate entre los señoritos del trueno, los filósofos ilustrados, los clérigos de misa y olla, las escotadas del abanico o los jaques de la taberna taurina donde hay frasca de valdepeñas y fandango al atardecer; las apoyan los que construyen su patrimonio cultural con dos o tres refranes —pues no hablamos de honduras, sino de tópicos tan asentados en la mentalidad colectiva como el engrudo de chocolate que se bate a vida o muerte en el ruedo de la jícara con el tenso soconusco—; y quienes hoy las asumen se han olvidado de su creador y ni se molestan en exigirle daños y perjuicios.
El farol
Madrid se presenta a los geógrafos como un bubón en la meseta de Castilla. Su diseño no es ilustrado y francés, sino angustiado y ruin, y por eso a los literatos no les cautiva tanto su esqueleto como sus contenidos, lo que Vélez de Guevara llama el puchero humano, un burbujeo que define, a falta de otra singularidad, este antro de insatisfechos.
Para la vista de lince que a la distancia de Vallecas o Pinto traspase la polvareda alzada en la Corte por ciudadanos y carruajes, lo que se cuece en el Madrid de Cervantes, Góngora y Tirso de Molina recuerda una olla con garbanzos. Como ingredientes de esta cazuela, desvelados por los escritores costumbristas, figuran las artesanías. Cada una congrega a sus practicantes en una calle donde se maneja un vocabulario peculiar que, por imperativo de la competencia mercantil y de la guerra entre barrios, nace hermético para los que no son del gremio y se convierte en jerga.
Vive el madrileño en confrontación verbal continua. Gracioso con Lope, majo con don Ramón de la Cruz y menestral en zarzuelas y entremeses, pierde con los años el pelo de la dehesa para lucir su condición urbana de curioso parlante con Mesonero Romanos, o burócrata con Larra.
Todavía este madrileño considera distinguido regalar por Navidades gallinas, pavos y frutos del campo. Pero ya esa actividad agrícola no se desempeña en la ciudad sino en las afueras, desde donde acude el vendedor ambulante a ofrecer el producto genuino. Con ello, la fama agraria de la ciudad se desvanece: por los suburbios donde los abuelos cultivaron lechugas y honraron a San Isidro Labrador, campan ahora los golfos de la inmigración o el proletariado que invaden como lobos el centro de la urbe ante el recelo de las familias burguesas instaladas en esos cubículos llamados pisos, una tendencia de la nueva arquitectura ciudadana que desdeña extenderse a lo ancho de huertas y trigales para edificar en vertical, con la ambición del rascacielos.
En el entresuelo se establece un comerciante y el principal lo ocupa un funcionario, que estará de servicio o será cesado por el gobierno de turno. Padres e hijos se reúnen en torno a la mesa camilla de la habitación más frecuentada, que por eso se conoce como cuarto de estar. Hasta ahí les llega —desde la calle o el inicio de la escalera— el pregón del campesino con miel de la Alcarria o melón de Villaconejos y al instante mandan a la criada a proveerse de su mercancía exquisita, con la que agasajarán a los miembros de la tertulia vespertina: los políticos relacionados con el cabeza de familia, el párroco devoto del chocolate con picatostes y el pretendiente de la niña, que estudia Leyes para superar el escalafón de su suegro.
Una tarde, la familia no recibe a sus contertulios porque pasea por Recoletos o fue al teatro a llorar con Echegaray o a reírse con Vital Aza. O a descubrir su antecedente, y con ello su identidad, en la revoltosa de una corrala castiza. Esa tarde, la criada mete en su cama al tratante que la deshonra. Deja entonces el servicio doméstico por el piso más coqueto que le costea un diputado con porvenir, o canta en un café de camareras o, desesperada loba de los arrabales, se prostituye por cuatro perras para dar de comer al hijo natural que concibe entre las páginas de la novela erótica de un Madrid que es canalla o señor por exigencia de la propiedad horizontal, o absurdo, brillante y hambriento cuando toma la calle y se sabe sin ley.
Esta metrópoli de forasteros queda abandonada por sus pobladores los días de fiesta. Obedientes al reclamo de la tierra, los urbanos tornan al campo y con ellos se desplaza el bullicio que dimana de la jerarquía administrativa de la ciudad, un rango que no merecen sus avenidas ni sus monumentos, pero que, como un don de la naturaleza, destilan sus habitantes. Porque, igual que el madrileño baila el chotis en un ladrillo, a Madrid le basta un rincón para hacerse capital.
Tres siglos después de aquella metáfora del puchero, la olla continúa hirviendo. Corte y suburbio, autopista y callejuela, buhardilla y corrala, soledad y vecindario sustancian ese caldo. Pero, más allá del espacio y del tiempo, a Madrid lo define un farol: el que encandila al iluminado de la provincia a conquistar la capital de la gloria y el que desde dentro proyecta su sentido figurado —¡qué farol!— para desaconsejar la participación del ingenuo en ese guiso de especuladores.
El asfalto
Ese chaval que vende gangas en el Rastro de la Ribera de Curtidores nada sabe del lugar donde se gana la vida hasta que una mañana lo aprende —deslumbrado por el farol capitalino—, y no a través de un libro ni de un vídeo ni porque ese día la ciudad le parezca inaugurada, sino gracias a la canción del tenderete más próximo, donde la chusma regatea las ofertas y Ramón Gómez de la Serna hace vanguardia con las antigüedades.
¡Qué manera de aguantar,
qué manera de crecer,
qué manera de sentir...!
Pero, antes de estrellarse en el asfalto o desaparecer con viento fresco, la melodía atraviesa las ondas como un suicida del Viaducto para que el chaval, al seguir su vuelo con la vista, descubra la caricia del Guadarrama en los árboles del Retiro y del Oeste, dos parques que son los pulmones de la urbe asentada sobre el esternón del Manzanares, el río que, si fue caudaloso de mozo, se le canaliza en su madurez, no vaya a pasar por agua las meriendas que en su orilla celebran por la festividad de San Isidro los habitantes de la capital de España, cuando salen de sus cubiles en busca de la verdura de las eras.
La fama de Madrid no tiene padre ni madre, en la inclusa se acredita y a impulso de los cronistas traspasa la reja de las Comendadoras y circula por el mentidero de San Felipe en versos de Lope de Vega que recitan los cómicos en los escenarios del Príncipe o de la Cruz. Barbieri la pone en solfa y su tonadilla se interpreta en los saraos de la aristocracia, en los bailes de candil y en las pianolas de la burguesía. Pero baja de rango desde que Cuba se emancipa, y ya entonces importan menos las paradas militares de la Corte —aunque homenajeen a la infantería que combate en África— que los celos mal reprimidos de un cajista de imprenta cuando sorprende a su novia del brazo de un boticario añoso por las calles donde los Austrias mataron a Escobedo.
El coraje de ese tipógrafo —Julián es su nombre y se significa en La verbena de la Paloma— se inspira en la rebelión de mayo de 1808 y pervive en la ciudadanía de la guerra civil de 1936, que aguanta tres años de bombardeos y cuarenta de dictadura con la impasibilidad de los cadáveres de la Almudena. Su leyenda atrae al aluvión gitano y árabe que construye su chabola en la periferia donde la nobleza franquista monta cacerías de rojos y da limosna a quien le besa la mano. En el andamio que se multiplica por el ensanche madrileño esos emigrantes cantan las rumbas de su terruño, y sobre las tablas del teatro Calderón alzan una catedral flamenca que propaga su destemplanza por esa desolación de uralitas —La Celsa, Villaverde, El Pozo—, donde Jorge Borrow y el padre Llanos pugnan por hacer santo de su cofradía a tanto ateo que se cree en la gloria desde que habita este infierno.
La convicción de que en Madrid está el cielo —de la que continuamente apostata el castizo, sin duda por cuestiones de tráfico— incorpora a su brisa estos sones y los de quienes, a fin de gozar del paraíso de la Corte, ocupan las casas abandonadas por sus dueños. Para estos desplazados, Madrid es la meta donde se cruzan todos los caminos. Lo sabe el hombre que, pese a ser forastero, está tan vinculado al Madrid que canta como la sabina de su apellido a la tierra. Y ése es el artista que ha conquistado con su balada al joven vendedor del Rastro.
¡... qué manera de soñar,
qué manera de aprender,
qué manera de sufrir...!
Pongamos, por eso, que el chaval roba el disco en un descuido del encargado del tenderete y, entre gritos de denuncia, escapa a su guarida para escuchar esa canción que considera propia. ¿Quién se atreverá a quitarle lo que le pertenece? Así piensa el muchacho, pero uno de sus perseguidores lo derriba en la plaza de Jacinto Benavente, junto al coliseo cañí de sus abuelos, y con un pie en el pecho lo retiene hasta que la policía se haga cargo de él.
¡... qué manera de palmar,
qué manera de vencer,
qué manera de vivir...!
Podrían pasar siglos sin que su guardián se enterase de lo que pisa. Pero, poco a poco, capta el vaivén del corazón que oprime. Y como una melodía nacida de las entrañas de la tierra que sobrevolara la ciudad hasta perderse en el aire, reconoce en el latido la respiración del asfalto.
La Paloma
Por ser la Virgen de la Paloma, en la castiza corrala ornada de cadenetas —donde se venden horchatas, limonadas y sangrías, rosquillas tontas y listas, bartolillos y buñuelos, pipas, chicles y altramuces, garrapiñadas, piñones, dulce algodón de La Habana, porritas en erección y churritos enroscados—, las esbeltas carnes mozas, ceñidas y cinceladas en mantones de Manila, y los pollos de botines y ajustados pantalones trenzan bailes de manubrio acompañados de palmas y jaculatorias hondas, como es propio de quien tiene sangre española en las venas y le gusta que se inflame en honesta proporción cuando es tiempo de jarana.
Sirve de pista de baile un tablado carcomido que rinde honor a las musas griegas, romanas o etruscas —ni lo sé ni me interesa ni quiero buscarme líos y forzar la controversia si el personal no domina tan intrincada materia—. Y todo hubiese acabado en paz y gracia de Dios de no asomar sus contornos el boticario Hilarión con la Susana y la Casta, chulapas morena y rubia del distrito de Latina, y su tía Antonia Cuervo, momia avinagrada y ronca. Cuatro grotescos de feria que constituyen un grupo más redicho y postinero que las gratas atracciones de esta verbena ejemplar.
Son los mismos personajes del sainete concebido por Ricardo de la Vega con música de Bretón —representado a porrillo desde su estreno en Apolo—. Pero no se trata aquí de repetir la comedia de los celos dislocados del tipógrafo Julián, que enmudecido se esfuma de esta parodia sin guasa con mohín de chuletilla, sino de contar la historia, en muchos puntos morbosa e inadecuada a menores, de su convecino Cancio, a quien por nombre de pila impusieron Homobono unos padres sin vergüenza, pues sólo por ese detalle que tuvieron con el hijo —y nadie opina distinto aquí, ni en el otro barrio— merecen ir al infierno tras abrazar el garrote.
El tal Homobono Cancio, joven de pocos estudios, de luces muy apagadas y de rentas invisibles —mas no por burlar a Hacienda, sino porque está a dos velas—, no hubiera alcanzado fama ni salido en los papeles —hundido en su cuchitril de la calle del Amparo— si el boticario Hilarión no lo saca a colación esta noche de verbena. Pero se suspende el baile para dar paso al concurso de recitados y chistes que en el programa de fiestas figura a continuación, y entonces don Hilarión y su cortejo temible acceden a la tarima dispuestos a armar el taco y llevarse los billetes del premio gordo —o su accésit— con la representación del sainete escatológico que, inspirado en la leyenda del pobre Homobono Cancio, a ritmo de chotis cantan.
Oigamos, pues, a Hilarión iniciar el cronicón: «Apoteosis —exclama—, apoteosis, Homobono va a operarse de fimosis». «¿De fimosis?», cantan ellas. «De fimosis —dice él—. Y lo teme más que una tuberculosis pues no quiere someterse a la anquilosis de la parte que es opuesta al sacro coxis». Abanicándose el moño de sofocada que está con la descripción científica, la señá Antonia blasfema como una arriera mientras sus sobrinas Casta y Susana brindan al público sonrisas de cortesana y desprendimientos de cadera.
Calla al fin la señá Antonia, sus sobrinas se moderan y don Hilarión pondera con acento sepulcral: «El asustado chaval interpelaba al doctor: “Por favor, imagine algo mejor que yo tengo por mis partes gran fervor”». Se desgarra el personal con la descripción carnal y el versificador añade confidencial: «Mas la novia que sufría de neurosis desde que él era remiso con la dosis —“¡ay, la dosis!, ¡ay, la dosis!”, repiten Casta y Susana agitándose como cocteleras—, le incitaba a la cruel metamorfosis: “No te resistas, mi amor —susurraba angelical—, que saldrás del hospital hecho un primor”».
«Esa novia cargada de razones, para hacer de Homobono hombre cabal —subraya don Hilarión como si diera un pregón—, planteaba abusivas condiciones, reiterando esta línea argumental». Y el narrador achacoso dictamina sentencioso: «Homobono, Homobono, si te operas, te perdono lo que me hiciste pasar; mas si tratas de escapar, por mis muertos te lesiono, mira que ya no razono, después de tanto esperar».
«Homobono practicose la anquilosis», anuncia don Hilarión a su expectante afición. Y en la pausa que propicia, sazona la malicia: «... y a la novia se la llevó una trombosis por no estar habituada a la apoteosis». Avanza la tormenta desde la montaña del Príncipe Pío, relampaguea en el Campo del Moro, la tía Antonia se descoyunta, culebrean las ninfas, truena sobre la bóveda de San Francisco el Grande, se reblandece el asfalto, vuelve a su marco el cuadro de la Paloma y el personal parrandero de la corrala castiza se guarece bajo techo del destemplado aguacero que desluce cadenetas y farolillos apaga, mientras don Hilarión apostilla al auditorio cotilla: «Aproveche el respetable la lección que se ofrece en la siguiente conclusión: quien aguarda tanto tiempo la ocasión, no resiste, cuando llega, la emoción».
El garbo
El paseo de Recoletos guarda memoria de esa niña vestida de blanco que salta a la comba o mueve la rueda del barquillero mientras cortejan a su ama gallega soldados y marineros cerca del aguaducho instalado entre lo que hoy es plaza de Colón y la calle de Bárbara de Braganza, frente a la Biblioteca Nacional. Ahí acude a refrescarse el trío compuesto por el novio, la novia y la mamá de ésta, fatigados de pasear por el Madrid finisecular sin conversación ni rumbo. Y ceremonioso los saluda quien en ellos encuentra materia para su sainete, el músico de género chico, amigo del compositor de La verbena de la Paloma, que al dirigirse al teatro Apolo por el mismo paseo donde se hallan el baile del Elíseo y la fuente de Cibeles, cautiva la mirada de esa niña pulcra —que de adolescente cantará sus zarzuelas— con el divertido dibujo de sus bigotes.
Esos bigotes, los del maestro don Federico Chueca, son tan blancos en los primeros años del siglo veinte como el traje de aquella niña que, ya mocita, exhibe su almidón inmaculado por el paseo de Recoletos. Y lo hace, pese al sacrificio que supone mantenerlo limpio, porque cuando regresa de las clases de costura por el espacio del aguaducho —donde el municipio ha levantado una farola de gas para impedir los desmanes de los rateros— despierta más atención en los muchachos que luciendo otros colores. Este interés se expresa en el piropo del que la aludida finge desentenderse porque es desconfiada y tiene dudas sobre su atractivo. Pero una tarde le estalla la sangre, ya que no le parece escuchar la consabida alabanza, sino algo nunca oído que durante más de mil noches ella se dirá, como Sherezade los cuentos, para sentirse viva.
Un ejército de modistas y planchadoras se ha esmerado en provocar esa seducción desde que ella nació hembra y horadaron sus orejas para los pendientes. Hoy tiene veinte años y no hace falta ser militar y jurar bandera para homenajearla con salvas. La capa de la tuna le sirve de alfombra en el asfalto abrupto y todas las clases sociales elevan sus gorras, bombines e incluso tricornios. Pisa, morena, le cantan; y, a su paso, Carrere improvisa, Rubén se pasma, Valle-Inclán cecea, Gerardo Diego detiene el taxi que le conduce a la tertulia del Gijón y hasta los parroquianos ateos del café Teide, que desde los ventanales situados a ras de suelo la ven desfilar incendiando las baldosas del paseo de Recoletos, condensan en ella la gracia de Dios.
El jovencito que la espera con un ramo de violetas junto a la farola del aguaducho la desposará en la iglesia de Santa Bárbara y le dará todos los hijos que el Señor quiera enviarles. Estallan guerras, Valle-Inclán se vuelve estatua y el taxi de Gerardo Diego, leyenda. Por el tramo de Recoletos aún resuena el clamor que suscitaba su anadeo, pero ya son sus hijas las que ofuscan los desvalidos ojos masculinos. Como antiguamente, el chispazo se produce en el territorio de la farola de gas que ahora es sede de un café en el que las damas pueden permanecer solas sin que nadie lo censure.
Y aunque nuevas mujeres inspiran el interés que ella despertó en su día, ella insiste en pasear por donde triunfó de joven. Todavía el vendedor ambulante situado a la entrada del café la requiebra con la rosa de olor y qué bonita o con un pensamiento del jardín de Aranjuez. Son años muy bien llevados, le reconoce el hombre al regalarle la flor. Aquella belleza magnífica hoy se ha convertido en una exageración, ni la imaginación más fatua la recobra. No hay testigos que la reivindiquen —porque las fotos, mejor romperlas—. Pero ella se niega a claudicar y aún emite destellos de su encanto: el latigazo de la mirada y ese aire que le abre camino y se desplaza con ella como una escuadra de gastadores cuando apoya su envergadura en un bastón. ¡Y ese reconocimiento alimentará su recuerdo mucho después de que una tapada de Carnaval tome su mano una tarde en el paseo de Recoletos y en un suspiro la deposite en la otra acera de la vida!
Casticismo
A José María Varo
y Concha García Cruz
El asfalto de Madrid