Santiago de Chile, septiembre 2005
Cuando alguna vez le preguntaron cómo soportaba nadar en las aguas tan frías del Pacífico sur, ella respondió, eso no importa, si ya estoy congelada. Con aquel testimonio en la memoria, Miguel Flores abre las puertas del viejo armario blanco y con el dedo sigue la huella de la pátina cobriza que recorre la veta de la madera. Ha aprendido que vestirse cada mañana es contar una historia de sí mismo. Aún no está seguro de qué debe contar, de qué quiere contar en este día. Verifica distraído que una de las bisagras de la puerta del armario está a punto de vencerse y romper toda complicidad con los pequeños tornillos que la sujetan. Rememora con alguna nostalgia su llegada al país y la mañana aquella en que compró este mueble en el Parque de los Reyes, lo complicado que fue el traslado hasta su departamento porque no cabía en el ascensor, y la mala cara de los de la mudanza al verse obligados a subir las escaleras con ese enorme trasto a cuestas. Mira sus trajes con esmerada atención: cuál será el más adecuado, de ningún modo el pantalón gris con chaqueta azul, no, odia por principio el rebaño de la ciudad, manso, aburrido, uniforme. Quiere ir muy atildado, presentar sus respetos vestido de un solo color, ojalá oscuro de acuerdo a las circunstancias, gris quizás, o tal vez ese terno marengo que usa para las reuniones con los clientes más importantes, buen corte, solo dos botones, la caída elegante e impecable, hasta lo confundieron con un miembro del directorio de la empresa a la que iba a asesorar la última vez que se lo puso, él en un directorio, para la risa. Sí, a Amelia le habría gustado este traje marengo, qué lástima, ella nunca lo vio bien vestido, un adefesio, le decía sin ningún escrúpulo, que cuál era el afán de andar tan desastrado. Los zapatos y los calcetines siempre deben ser negros, pero se pregunta por la camisa, blanca o celeste, no es tan obvio, aunque el blanco solemniza, por Dios, qué cantidad de camisas blancas, en qué momento las ha acumulado, tan prístinas y bien planchadas, qué trabajo se da la Brígida todos los martes, plancha que te plancha, porque los jueves cocina y pasa la aspiradora, ella tiene sus reglas. Elije la que más le gusta, roza el sólido algodón y la huele, qué placentero es el olor a limpio. Ahora la corbata. Como si con cierta pereza lo hubiese postergado porque siempre le resulta lo más difícil, mira el colgador donde tiene agrupadas las corbatas y se marea un poco, el celeste, el amarillo y el rojo son los colores que priman en ese revoltijo de sedas, rayas, círculos, óvalos, flores de lis, incluso algunos animalitos, no es que falte el diseño. Luego de una lenta inspección elige una azul oscura con un leve toque de amarillo, las líneas diagonales parecen ranuras de luz que se han ladeado, delgaditas, muy delgaditas, interrumpiendo la severidad del azul. Ya enteramente vestido se mira con descaro en el espejo, igual que Mary Anne en Manchester cada vez que salían de fiesta, tanto que te miras, le decía, y ahora es él quien lo hace porque algo adentro, bien adentro, le pide estar a la altura. De reojo, al partir, por décima vez, echa un fugaz vistazo al recorte de su barba.
Amelia está congelada. No la mataron las aguas del Pacífico sino algo tan cercano y particular como su propio corazón.
Odia esa iglesia, para él representa todo lo podrido de esta ciudad de mierda. El Bosque con su larga y alta torre roja y su sospechosa historia de acólitos abusados, de dineros abonados a lujos de los curas que olvidaron convenientemente los evangelios, de viejas beatas que entregaron sus sólidas y amadas argollas de matrimonio para ampliar el patrimonio de Pinochet, de jóvenes católicos, pálidos y confusos, formándose para atajar cualquier cambio que los amenace desde el futuro poder que les será otorgado: ¿cuánta sangre tendrán estas personas debajo de sus joyas?, ¿habrán actuado así creyendo a Dios de su parte o vienen a pedir perdón en silencio para no tener que hacerlo en tribunales? ¿Cuántos muertos van en nombre de Dios? Miguel Flores se siente ajeno, un absoluto extraño, qué mierda hago aquí, se pregunta si fue una buena idea haber venido. La ceremonia ya ha comenzado. La iglesia está abarrotada como feria de domingo, los bancos de madera mil veces encerados no dan abasto y la gente se agolpa en los pasillos laterales de la nave central; personas vestidas de oscuro como él, hombres sobre todo, de todas las edades, las mujeres habrán llegado antes porque se les ve instaladas en sus asientos. Deduce que la mayoría pertenece a esa enorme familia que arropaba a Amelia como las mantas a un vagabundo. En un rincón distingue a un grupo que resalta en medio de la concurrencia: los reconoce de inmediato, son los campesinos. Unos siete hombres, unas cuatro mujeres. Muy atildados, vestidos con ropajes oscuros y recatados, miran en solitario, no se comunican entre ellos, tampoco con el resto. Los hombres se han destapado las cabezas y sujetan los sombreros entre las manos, a la altura de la cintura. Miguel Flores hace esfuerzos para mantener la compostura, la escena lo ha emocionado. Mira desde lejos el ataúd, solo y rotundo en medio de la nave, único, irrefutable. Al frente, en el primer banco, divisa a los más cercanos, los hijos, su mirada los recorre con dificultad por la distancia, la iglesia es grande, reconoce a Mel, sentada en la esquina del primer banco, pegadita al ataúd, como si fuera de su propiedad, sí, es ella, no puede equivocarse, han pasado muchos años pero quién se atrevería a sentarse casi arrimada al féretro sino su hija. Perdónanos nuestras ofensas así como nosotros perdonamos a los que nos ofenden, y él cae en la cuenta de que ya no revisará más el resumen de los obituarios en la prensa semanal, si lo miraba meticulosamente buscando a Amelia por la certeza de que nadie le avisaría, en la agencia se reían de él, pareces vieja cuica buscando a los muertos, le decían, no necesitará volver a hacerlo, Amelia ya murió.
A la hora de la comunión se produce un gran ajetreo: muchas personas dirigiéndose en un acongojado silencio, aunque igualmente ruidosas a su pesar, hacia el centro de la nave donde el cura, delgado, enjuto, un poco consumido y vestido todo de blanco, estático, sostiene la hostia en sus manos invitando a los fieles a ir hacia él, o, más probable, hacia Cristo. Se forma una larga fila de devotos, todos los ojos secos (en los entierros de los viejos nadie llora), como si los que quedan vislumbraran cierta liberación. Las señoras de más edad abandonan sus bancos con la penosa dificultad de sus miembros un poco entumecidos, las dejan pasar para que la espera no les sea larga. Súbitamente, como si en un camino en medio del desierto, de golpe, cayera una inesperada nevazón, irrumpen las voces de un coro, voces majestuosas inundando la iglesia entera con ímpetu y con tristeza a la vez. Será Bach o algún otro barroco, resulta divino el canto para sus oídos, y Miguel Flores siente una punzada de soledad. La intimidad de su historia con Amelia amenaza con desvanecerse si no es confirmada por otro.
Por otro. ¿Por quién?
Cuando sacaron el ataúd la gente se agolpó en torno a la familia: besos, abrazos, frases dichas entre murmullos, caras circunspectas. Él mira desde lejos, en el atrio, deja pasar los minutos, observa a Mel en su impermeable negro, muy Burberry ella, lentes oscuros, pelo castaño bien cortado, hasta los hombros, piernas a la vista con rigurosas medias negras y tacos altos de charol también negros. Sus movimientos precisos —entre gentiles y eficientes a la vez— asumen a la perfección el rol que le ha sido asignado: la deuda principal, la protagonista. De repente, a pesar de cuánto la abrazan y la cercan, ella mira al cielo. Es que es septiembre: el sol juega con los habitantes de Santiago, aparece y se esconde coqueteando en esta fecha inestable y justo ahora, de un segundo para otro, ha resuelto ocultarse y el cielo se ha vuelto peligrosamente oscuro. Mel temerá a la lluvia, aún falta la ceremonia en el cementerio, qué inadecuado, ella es práctica, debe llevar con exactitud las tareas hasta su fin sin quiebre alguno, y ese es el momento preciso que él elige para acercarse. Presiente el rechazo, pero necesita darle el pésame porque se siente solo.
—¿Cómo te atreves?
Aun entre la confusión y la urgencia del momento, Mel se da el tiempo para dirigirle una mirada: hosca, despectiva y socarrona. Miguel decide ignorar la agresión y la abraza igual; ella cede por un instante al abrazo, se entrega un poco, como si el dolor la llevara a desear un instante de reposo cómplice en un hombro, no importa cuál.
—¿Cómo fue? —pregunta Miguel.
—Murió en su cama, plácidamente.
—Sus plácidos párpados se cerraron...
—¿Qué dices? —pregunta Mel.
—Nada —responde él con una leve sonrisa—, es un poema que le gustaba.
Mel se libra del abrazo y lo mira a los ojos fijamente.
—Quizás ella te haya perdonado, pero nosotros no —le dijo con voz baja pero nítida, y de inmediato se dio la vuelta, enfocando el rostro hacia el próximo que la requería.
Miguel abandona la iglesia y mientras camina por la Plaza Las Lilas recita a Thomas Hood:
«Mas cuando llegó la mañana tétrica,
sombría, lluviosa y fría,
sus plácidos párpados se cerraron... Disfrutó de una aurora más bella que nosotros.»
Camino a la agencia de publicidad, recuerda con nitidez el comienzo del tercer capítulo de Mary Barton, cuando al morir la madre de Mary, Elizabeth Gaskell cita esa estrofa del poema de Hood. Al terminar sus pasos por la ancha Plaza Las Lilas, atravesará Eliodoro Yáñez y a pocos metros llegará a la calle República de Cuba, con su pequeña punta de diamante, su abundancia de cafés y de árboles frondosos, y antes de entrar al edificio, se detendrá, buscará en el horizonte la larga y angosta torre roja de la iglesia El Bosque, evocará las palabras de Mel, y, seleccionándolas, las repetirá para sí mismo.
Primera parte
La Novena, 1985
1
El perro. El puto perro. Si no fuera porque decidió cruzar la calle justo cuando venían los pacos con las bombas lacrimógenas y las mangueras con sus feroces chorros de agua, si el muy huevón hubiera elegido otro minuto, un instante previo, una hora antes, si no se hubiese dejado arrastrar por la sorpresa, el miedo y el desconcierto de las piedras que caían sobre su pobre lomo, no hubiera sentido el impulso de cruzar la Alameda en ese preciso momento, el mismo exacto en que corría yo, desesperado, con una manga de pacos persiguiéndome y yo rogándole a mis piernas que mantuviesen su fuerza, que tomaran más velocidad, y cuando mis putas piernas deciden hacerme caso, me tropiezo con el perro, por la mierda, y los dos nos caemos como una sola masa compacta e indivisible, las patas del perro enredadas entre las mías, nuestras caras confundidas en una, mojadas, babosas, como si nos hubiesen tirado desde la altura, una encomienda que, por su propia velocidad de caída, da contra la tierra como un enorme fogonazo, y, zaz, la Alameda estaba vacía, solo el perro y yo botados en la calle y los pacos culiaos acercándose gustosos a su botín.
Al perro lo dejaron ahí tirado, a mí me llevaron preso.
2
Hacia finales de la dictadura los militares no encontraron nada mejor que abrir un libro de geografía, apuntar con el dedo hacia la zona central del país, y así elegir los lugares donde relegar a sus prisioneros. Territorios perdidos de la Región Metropolitana o cerca del mar, en la Quinta Región, todo bien cerca de la capital; un balneario, por ejemplo, o un caserío oculto en medio de un valle, como si se hubieran aburrido de la lejanía del sur de Chile, asustados de que los relegados se les murieran de frío cerca de los glaciares; también podían sucumbir en los pueblos del norte con la camanchaca del desierto, sin mencionar siquiera el problema de la altura, donde nadie logró nunca respirar como se debe.
Miguel Flores pasó cinco días en la sucia comisaría de la calle Santo Domingo, como un estudiante más de los que marchaban en las complicadas fechas de ese invierno chileno, porque cinco días bastaron para que los archivos revelaran su verdadero yo, sus actividades subversivas y su militancia: en vez de dejarlo libre luego de una buena apaleada, como a los otros con quienes compartía la celda, decidieron relegarlo.
Miguel Flores abandonó la ciudad de Santiago en un furgón de la policía civil y fue trasladado, con las manos esposadas, por dos detectives jóvenes —uno, alto y fortachón, al volante, y el otro, el que llevaba el mapa en la falda, con la cara picada de viruela—. Parecían ajenos a la acción que realizaban, cumpliendo órdenes sin cuestionarlas. Avanzaban por el camino a San Antonio. Sin embargo, no era el puerto su destino, tanta suerte no tuvo, solo vio que doblaban por unos caminos de tierra en la provincia de Melipilla y que se enfrascaban, quejumbrosos, en la subida de una empinada cuesta sin pavimento. El paisaje le recordó una película del oeste. Cerros enormes, cactus, tierra seca, soledad. A pesar de cómo el ripio golpeaba al vehículo y los enceguecía el polvo, y del intento esmerado de la policía por seguir la ruta que el mapa indicaba —una equivocación leída como una condena—, lograron, después de un buen rato, divisar, como una luz repentina, el comienzo de un valle de intenso verdor, muy largo, repleto de árboles arrodillados. Se internaron por la única vía existente, la que parecía repartir la tierra a diestra y siniestra hacia los cerros. Los tiras miraban asombrados, comentando entre ellos lo raro de encontrarse en una zona tan rural, tan apartada, sin embargo a una hora y media de Santiago.
Luego de recorrer un par de kilómetros de exclusiva plantación de paltos y cítricos, más cítricos y más paltos, en la mitad de la nada apareció una construcción pintada de verde y blanco a la derecha del camino. De inmediato frenaron el furgón.
—Aquí está el retén, aquí te quedái —dijo el alto y fortachón.
—Aquí, ¿dónde?
—No sé, puh —contestó el de la cara picada de viruela—, tenemos que entregarte en custodia a Carabineros de Chile. Nosotros no tenemos nada que ver contigo.
—Ahí te las arreglái —agregó el fortachón, ansioso por liberarse lo antes posible de este molesto prisionero, y se bajó del furgón muy seguro de sí mismo, sacando pecho, con un sobre cerrado en las manos que le entregó al primer uniformado de verde que apareció.
—Estái relegado —le informó el otro.
Así se enteró Miguel Flores de su condena.
Definición de la Real Academia Española: Relegación: pena temporal o perpetua que había de cumplirse en el lugar designado por el Gobierno.
Otros diccionarios: la traslación del condenado a un punto habitado del territorio de la República, con prohibición de salir de él, pero manteniendo la libertad. O también: el traslado obligatorio de una persona a un lugar distinto al de su residencia habitual, por un plazo definido por disposiciones administrativas o judiciales.
Firmó el acta.
—¿Entiende bien sus obligaciones? —le preguntó el paco a cargo del retén, luego de leerle, con un cierto tartamudeo y una voz aguda y arrogante, una chorrera de medidas escritas en papel oficial con el logo del Gobierno de Chile.
Sí, se dijo más tarde Miguel Flores, no es muy difícil entenderlo. No tengo autorización para salir después de las diez de la noche ni antes de las siete de la mañana. No puedo desplazarme sino dentro del valle. Debo firmar todos los días en el retén de Carabineros. El alojamiento y la comida son de mi absoluta responsabilidad. No puedo trabajar en ningún punto del lugar de relegación. Debo avisar en caso de enfermedad. Vale.
Avanzó con los zapatos embarrados y casi sin aliento por la única huella existente, la recta que partía en dos aquellos largos potreros saturados de árboles frutales, y sintió cómo los altos cerros, centinelas incólumes, lo apretaban y machacaban, succionándole cualquier certeza que pudiera haberlo acompañado. Como si tuviésemos cuatro cordilleras, pensó, una por cada lado. Las indicaciones que le facilitaron en el retén eran vagas: avanzar hacia el sector de Santa Amelia, de allí, a la izquierda, casi al inicio de la bajada de la cuesta, encontraría el camino de El Pimiento, bordeando el fundo La Novena. Una casa desocupada al lado de un quiosco, podís usarla, le habían dicho los pacos, una mediagua del Hogar de Cristo que no tenía dueño.
Cuatro palos parados, planchas de madera terciada y un techo de zinc: mejor que nada. Su única habitante: una lagartija.
Ochocientos pesos en el bolsillo, con eso tendría que arreglarse hasta que los compañeros llegaran en su ayuda desde Santiago. Crisis económica, dictaminó, nacional y personal.
Me ha tocado un caserío, por la chucha, ni siquiera un pueblo.
3
—Explíqueme, joven, ¿qué es un relegado?
Surcos viejos, pliegues secos y marchitos plisaban el rostro entero de la señora Mercedes mientras enfocaba su mirada fija, sin pudor alguno, sobre Miguel Flores, los ojos brillantes y llenos de curiosidad; cómo la conserva, pensó él, si ya lo habrá visto todo durante este siglo de mierda. Pasaba frente a la mediagua con su canasto colgando del hombro camino al quiosco vecino y se detuvo al verlo. Cualquiera podía abordarlo, ese hombre solo y vulnerable frente a una construcción destartalada que ni dueño tenía, parado frente a la puerta sin ninguna ocupación visible salvo la de mirar su entorno. Miguel Flores se presentó, le extendió la mano y luego de responder lo mejor que pudo a la pregunta, constató que la expresión de la anciana se volvía escéptica.
—Como lo que hicieron con los comunistas, allá por los años cincuenta...
—No exactamente —respondió Miguel Flores tratando de ser preciso—. A los comunistas los enviaron a Pisagua, en el norte, pero no como relegados sino como prisioneros a un campo de concentración.
—Ah. Ya... Y cuénteme, joven, ¿no será complicado hablar con usted?
—¿Por qué?
—Puede ser un delito.
—No, no es delito, le prometo.
—No quiero hacerle ningún mal, pero, bueno, nos han dicho que nos cuidemos de usted.
—¿Cuidarse de mí?
Los interrumpió en ese momento el sonido de cascos de caballo que mereció toda la atención de la señora Mercedes.
—Por fin, ¡la leña! —dijo—. Es don Marcial.
Apareció una carretela de madera pintada de azul, guiada por dos caballos bajos y escuálidos, de colores opacos, indefinidos entre el negro y el café; la carga sobrepasaba el espacio destinado a ella y los troncos de la superficie parecían a punto de caer. En la madera del costado derecho de la carreta se leía una décima escrita con pintura rosa:
Tirando de la carretela
El Rosillo y el Mulato
Llevan un trote grato
Que hasta el alba desvela
Una verde corrihuela
La señora Mercedes se apresuró a saludar al conductor, un viejo sin carne en las mejillas y con una chupalla en la cabeza, que le devolvió el saludo con una sonrisa desdentada. Luego, mirando de reojo a Miguel Flores, se dirigió a la anciana:
—No tenís na’ que hacer aquí, Mercedes, vamos, súbete a mi carreta.
Obedeciendo, las arrugas de la señora Mercedes oscilaron en el empeño. Los vio partir. Una lástima, pensó, habría querido preguntarle si sus caballos efectivamente se llamaban Rosillo y Mulato.
Las animitas indigentes. Esa imagen asalta su mente.
El padre de Miguel Flores era un hombre sedentario, un hombre de su casa, como se definía, y su hijo cuenta con pocos recuerdos de paseos en su compañía. Tenía diez años cuando fueron a visitar a su tía Iris, prima de su padre, a un pueblo cerca de Petorca. Ella les pidió que la acompañaran al cementerio a dejarle flores a su marido. Invoca con alguna nostalgia el momento en que, siguiendo los pasos de su tía, su padre se detiene con cierta brusquedad, se queda mirando una tumba y con aprensión le toma a su hijo una de sus manos. Sintiéndose protegido, él busca lo que llama la atención de su papá. No, no era una tumba propiamente, sino una animita, una pequeña construcción blanca en cuyo frontis un letrero decía: animitas indigentes. A las almas en pena, le explicó su papá, se les edifica una morada para que no se queden eternamente en el purgatorio.
La rodeaban todo tipo de estampas e inscripciones apuntaladas en la tierra por la gente del pueblo, en papel, en madera, todas con el mismo texto: Gracias por favor concedido. Y velas, muchas velas a su alrededor, algunas ya empequeñecidas de tanto prenderse, otras nuevas, largas, listas para cumplir su tarea.
—¿Es esta? —le pregunta su padre a la tía Iris, bajando la voz.
—Sí, son ocho los cuerpos. Todos muertos a bala. Mientras arrancaban.
—Fueron los pacos, ¿cierto?
—Sí, todo el pueblo conoce la historia. Los cuidan. Por eso les hacen mandas, les prenden velas y les armaron la animita para que no se quedaran ahí tirados...
—Significa, papá, que el pueblo los quiere, ¿verdad?
—Sí, hijo.
—¿No les tienen miedo?
—No, no les tienen miedo.
De vuelta de su larga caminata al retén, donde ha ido a estampar su firma como es su obligación, entra a la choza y encuentra un pequeño bulto sobre su saco de dormir, envuelto en un paño blanco. Se acerca y lo palpa: está aún tibio. Ese olor nunca lo engañaría, es uno de los olores que él más aprecia sobre esta tierra: el olor del pan.