Violetas de Marzo

Sarah Jio

Fragmento

 

Título original: The Violets of March

Traducción: María Altana

1.ª edición: abril 2012

 

© Sarah Jio 2011

© Ediciones B, S. A., 2012

para el sello Vergara

Consell de Cent 425-427 - 08009 Barcelona (España)

www.edicionesb.com

Depósito Legal:  B.10401-2012

ISBN EPUB:  978-84-9019-094-4

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A mis abuelas, Antoinette Mitchell y

Cecilia Fairchild (i.m.), quienes me inculcaron

el amor por el arte y la escritura,

y una fascinación por la década de 1940

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

... É a chuva chovendo, é conversa ribeira

das águas de março, é o fim da canseira.

... São as águas de março fechando o verão

É a promessa de vida no teu coraçao.

 

Águas de março,

ANTONIO CARLOS JOBIM

 

 

Contenido

Portadilla

Créditos

Dedicatoria

Cita

 

1

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20

Agradecimientos

 

1

 

—Bueno, supongo que es todo —dijo Joel, asomándose a la entrada de nuestro apartamento.

Su mirada lo abarcaba todo como si quisiera memorizar cada detalle del edificio neoyorkino de dos pisos, construido a comienzos del siglo, que habíamos comprado cinco años atrás y renovado en épocas más felices. Era realmente espectacular: el recibidor, con su arcada de curva delicada, la repisa de chimenea —una pieza de época que descubrimos en una tienda de antigüedades de Connecticut y llevamos a casa como un tesoro—, y la suntuosidad de las paredes del comedor. Fue un martirio elegir el color de la pintura, pero al final optamos por un colorado terracota, un tono entre triste y chillón, un poco como era nuestro matrimonio. Pero, en cuanto Joel lo vio puesto sobre las paredes, juzgó que era demasiado anaranjado. Yo pensé que quedaba bien.

Nuestras miradas se cruzaron un instante, pero yo bajé la vista de inmediato y miré el rollo de cinta de embalaje que tenía en mis manos; como un robot, despegué lo que quedaba y me apresuré a cerrar la última caja con sus pertenencias, que Joel había pasado a retirar esa mañana.

—Espera —dije.

Recordaba haber visto un poco del color azul de una tapa encuadernada en piel en la caja que acababa de cerrar. Lo miré con reprobación.

—¿Has cogido mi Años de gracia?

Yo había leído esa novela durante nuestra luna de miel, en Tahití, seis años antes. Sin embargo, no era el recuerdo de nuestro viaje lo que yo deseaba glorificar con las hojas manoseadas de aquel libro. Ahora que lo pienso, nunca sabré cómo la novela de la difunta Margaret Ayer Barnes, ganadora del premio Pulitzer en 1931, fue a parar a la pila de libros polvorientos puestos a disposición de los clientes en el vestíbulo del hotel de veraneo, pero, cuando la saqué del cajón y se resquebrajó su frágil lomo, se me encogió el corazón al sentirme inexplicable y profundamente vinculada a ese libro. La conmovedora historia narrada en sus páginas, una historia de amor, de pérdida y aceptación, de pasiones secretas y de pensamientos inconfesables, cambió para siempre la manera como yo abordaba mi propia escritura. Puede que haya sido la razón por la que dejé de escribir. Joel nunca había leído el libro; mejor así, pues era demasiado íntimo como para compartirlo. Para mí fue como si leyera las páginas del diario que nunca escribí.

Joel me observaba mientras yo despegaba la cinta, abría la caja y rebuscaba en su interior hasta dar con la vieja novela. Cuando la encontré dejé escapar un suspiro: estaba emocionalmente agotada.

—Perdona —dijo un poco aturdido—, no me di cuenta que tú...

No se dio cuenta de un montón de cosas acerca de mí. Cogí el libro sujetándolo con fuerza y volví a cerrar la caja con la cinta de embalaje.

—Ya está, creo que ahora está todo —dije mientras me incorporaba.

Me miró con circunspección y entonces sí le devolví la mirada. Por unas pocas horas más, al menos hasta que yo fuera a firmar los documentos del divorcio, esa misma tarde, seguiría siendo mi marido. No obstante, era difícil mirar aquellos ojos marrones, casi negros, sabiendo que el hombre con quien me había casado me dejaba por otra. ¿Cómo llegamos a esta situación?

Las escenas de nuestro deceso desfilaban por mi mente como una película trágica, tal como habían pasado un millón de veces desde que nos habíamos separado. Empezaba una mañana lluviosa de un lunes de noviembre. Yo estaba preparando huevos revueltos bañados en salsa de tabasco, su plato preferido, cuando me habló de Stephanie. Me contó cómo ella lo hacía reír. Cómo ella lo entendía. Cómo estaban ambos «conectados». Me representé la imagen de dos piezas de un Lego ensambladas y sentí un escalofrío. Es gracioso: cuando pienso en aquella mañana siento olor a huevos con tabasco quemados. Si hubiera sabido que el final de mi matrimonio olería a eso, habría preparado unas crêpes.

Miré una vez más el rostro de Joel. Había tristeza e indecisión en su mirada. Sabía que si me levantaba y me echaba en sus brazos, me abrazaría con el amor de un marido arrepentido que no se marcharía, que no acabaría con nuestro matrimonio. Pero, no, me dije. El daño estaba hecho. Nuestra suerte estaba echada.

—Adiós, Joel —dije.

Es posible que mi corazón deseara prolongar aquel momento, pero mi cerebro sabía más que mi corazón: era preciso que se fuera.

Joel parecía herido.

—Emily, yo...

¿Esperaba mi perdón? ¿Una segunda oportunidad? No sabía cómo interpretarlo. Con un gesto de la mano le impedí que siguiera.

—Adiós —repetí, reuniendo todas mis fuerzas.

Dijo que sí con la cabeza, su expresión era solemne, y se volvió hacia la puerta. Cerré los ojos y escuché cuando la cerró suavemente al salir. La cerró con llave por fuera, y eso me paralizó el corazón. Todavía se preocupa... Por mi seguridad, al menos. Sacudí la cabeza y me dije que no debía olvidarme de cambiar la cerradura, luego escuché el sonido cada vez más débil de sus pasos que se alejaban, hasta que el ruido de la calle los tapó por completo.

 

 

Un rato después sonó mi teléfono y cuando me levanté para cogerlo me di cuenta de que me había quedado sentada en el suelo, absorta en la lectura de Años de gracia, desde que Joel se había marchado. ¿Había transcurrido un minuto? ¿Una hora?

—¿Vienes? Me prometiste que no ibas a firmar los documentos de tu divorcio sola.

Era Annabelle, mi mejor amiga.

Desorientada, miré el reloj.

—Perdona, Annie —dije mientras buscaba en mi bolso las llaves y el sobre de papel manila. Hacía cuarenta y cinco minutos que tenía que haberme encontrado con ella en el restaurante—. Voy hacia allá.

—Bien. Pediré algo de beber para ti —dijo.

El Calumet, nuestro restaurante preferido, quedaba a cuatro manzanas de mi apartamento, y cuando llegué, diez minutos más tarde, Annabelle me recibió con un abrazo.

Nos sentamos a la mesa.

—¿Tienes hambre? —preguntó.

—No —suspiré.

Annabelle frunció el ceño.

—Carbohidratos —dijo, pasándome la cesta del pan—. Necesitas carbohidratos. Bien; ¿dónde están esos papeles? Vamos, acabemos con esto.

Saqué el sobre de mi bolso y lo puse sobre la mesa, mirándolo con una suerte de prevención, como si fuera dinamita.

—¿Te das cuenta de que tú tienes la culpa de todo esto? —dijo Annabelle esbozando una sonrisa.

La miré disgustada.

—¿Qué quieres decir?

—Una no se casa con un hombre que se llame Joel —prosiguió con un retintín de amonestación en la voz—. Nadie se casa con los Joeles. Con los Joeles sales, dejas que te inviten a una copa y que te compren regalos en Tiffany, pero no te casas con ellos.

Annabelle estaba haciendo un doctorado en antropología social. Durante sus dos años de investigación había analizado los datos sobre los matrimonios y los divorcios de una manera poco convencional. Según sus hallazgos, se podía predecir con exactitud el índice de éxito de un matrimonio por el nombre del varón.

Cásate con un Eli y probablemente disfrutarás de felicidad conyugal durante más o menos 12 años y 3 meses. Los Steve no pasan de cuatro. Y, según Annabelle, nunca, jamás, te cases con un Preston.

—Bueno, ¿y qué dicen tus datos sobre los Joel?

—Siete años y dos meses —dijo con la mayor naturalidad.

Asentí con la cabeza. Habíamos estado casados seis años y dos semanas.

—Tienes que conseguirte un Trent —prosiguió mi amiga.

Hice una mueca de desagrado.

—Detesto el nombre de Trent...

—De acuerdo, entonces, un Eduardo o un Bill o, no, mejor un Bruce; son nombres que auguran longevidad conyugal —dijo.

—Está bien —acepté, y añadí con sarcasmo—: me podrías acompañar a elegir marido a un hogar de ancianos.

Annabelle es alta, delgada y hermosa, una belleza del tipo Julia Roberts, con su cabello largo, oscuro y ondulado, su piel de porcelana y la mirada intensa de sus ojos negros. A los treinta y tres años todavía no se había casado nunca. Decía que la razón era el jazz. No podía encontrar a un hombre que le gustara Miles Davis y Herbie Hancock tanto como a ella.

Le hizo una seña al camarero.

—Dos más, por favor.

El chico retiró mi copa de Martini y dejó un anillo de humedad en el sobre.

—Ha llegado la hora —dijo Annabelle con dulzura.

Me temblaba un poco la mano cuando extraje del sobre el fajo de papeles de más de un centímetro de espesor. El auxiliar de mi abogado había señalado tres hojas con notas adhesivas color rosa que decían: «Firme aquí.»

Metí la mano en mi bolso para buscar la pluma y se me hizo un nudo en la garganta cuando firmé la primera hoja, y luego la segunda, y la siguiente con mi apellido de soltera. Emily Wilson, con una y alargada y la n marcada. Así firmaba yo desde quinto grado. Después garabateé la fecha, 28 de febrero de 2005, el día en que fue inhumado nuestro matrimonio.

—Buena chica —dijo Annabelle, acercándome la copa de martini que me acababan de traer—. Entonces, ¿vas a escribir sobre Joel?

Annabelle, como todas las personas que yo conocía, creía que, porque soy escritora, mi mejor venganza sería escribir una novela apenas velada sobre mi relación con Joel.

—Podrías inventar una historia en torno a él, cambiándole un poco el nombre, claro... —prosiguió—; llámalo Joe, por ejemplo, y hazlo aparecer como un absoluto gilipollas. —Casi se atraganta de risa con lo que estaba comiendo, pero añadió—: No, un gilipollas con disfunción eréctil.

El único problema es que si me hubiera propuesto escribir una novela para vengarme de Joel, que por supuesto no escribí, habría sido un libro malísimo. Cualquier cosa que hubiera puesto sobre un papel, si es que aún era capaz de poner algo sobre un papel, habría sido carente de imaginación. Lo sé porque, en los últimos ocho años, me había levantado cada día, me había sentado a mi escritorio y me había quedado mirando la pantalla en blanco. A veces paría una frase estupenda, o escribía varias páginas seguidas, pero después me atascaba. Y una vez que me congelaba, no había manera de derretir el hielo.

Bonnie, mi psicóloga, lo llamaba el bloqueo clínico del escritor. Mi musa se había enfermado y su pronóstico no era bueno.

Hace ocho años escribí una novela que se vendió muchísimo. Yo era flaca —no es que hoy sea gorda (bueno, los muslos, sí, un poco)— y figuré en la lista de best-sellers del New York Times. Y si hubiera habido algo parecido a una lista del New York Times de los que llevaban la mejor vida, también habría figurado en ella.

Después de la publicación de mi libro, Llamando a Alí Larson, mi agente me alentó para que escribiera una segunda parte. Los lectores, me dijo, deseaban una continuación. Y mi editor ya me había ofrecido el doble como anticipo por un segundo libro. Pero, por mucho que lo intentava, no tenía nada más que decir. Entonces, mi agente dejó de llamarme por teléfono. Los editores no insistieron más. Y los lectores perdieron el interés por mis libros. La única prueba de que mi vida anterior no fue una quimera eran los cheques a cuenta de mis derechos de autor que encontraba a menudo en mi buzón, y alguna que otra carta de un lector perturbado que respondía al nombre de Lester McCain y decía que estaba enamorado de Alí, el personaje principal de mi libro.

Todavía me acuerdo del subidón que me dio cuando Joel se me acercó durante la fiesta de presentación de mi libro, en el hotel Madison Park. Asistía a no sé qué cóctel en un salón contiguo cuando me vio en el vestíbulo. Yo llevaba un vestido Betsey Johnson, que, en 1997, era el último grito. Era un traje negro, escotado, por el que había pagado una fortuna. Pero, eso sí, lo valía. Seguía en mi armario. De pronto me entraron ganas de ir a casa y quemarlo.

«Estás deslumbrante», dijo, bastante atrevido, por cierto, pues aún no se había presentado. Me acuerdo cómo me sentí cuando se lo oí decir. Podía haber sido su frase habitual para ligar, y, para ser franca, probablemente lo era. Pero me hizo sentir maravillosa, divina. Muy típico de Joel.

Unos meses antes, GQ había dedicado varias páginas a los solteros del tipo «tío normal» más cotizados de América. No, no era la lista que cada dos años siempre presenta a George Clooney, sino la que incluía a un surfista de San Diego, a un dentista de Pensilvania, a un maestro de Detroit y, sí, a un abogado de Nueva York: Joel. Figuraba entre los diez primeros. Y, en cierto modo, yo lo había enganchado.

Y perdido.

Annabelle agitaba sus manos delante de mis ojos.

—A tierra, Emily —dijo.

—Lo siento —contesté, temblando un poco—. No, no voy a escribir sobre Joel. —Sacudí la cabeza, volví a meter los papeles dentro del sobre y lo guardé en mi bolso—. Si vuelvo a escribir algo, no tendrá nada que ver con ninguna de las historias que haya intentado escribir hasta ahora.

Annabelle me miró desconcertada.

—¿Y qué pasa con la segunda parte de tu último libro? ¿No la vas a terminar?

—No —contesté, mientras doblaba en cuatro la servilleta.

—¿Por qué?

—No puedo seguir con eso —suspiré—. No me puedo forzar a producir en cadena 85.000 palabras mediocres, aunque eso signifique contrato con un editor. Aunque signifique miles de lectores leyendo mi libro en la playa de vacaciones. No, si me decido a escribir otra vez —si es que vuelvo a escribir— será algo diferente.

—¡Mírate! —exclamó Annabelle, como si quisiera ponerse de pie y aplaudir—. ¡Has dado un gran paso!

—No, no —repetí, obcecada.

—¡Pues claro que sí! —replicó—. Vamos a analizarlo. —Juntó las manos y añadió—: Has dicho que quieres escribir algo diferente, pero creo que lo que quieres decir es que, en tu último libro, tu corazón no estaba.

—Puede ser —dije, encogiéndome de hombros.

Annabelle cogió la aceituna que había en su copa de martini y se la llevó a la boca.

—¿Por qué no escribes sobre algo que realmente te importe? —dijo al cabo de un rato—. Un lugar, por ejemplo, o una persona que te inspire.

Negué con la cabeza.

—¿No es eso lo que tratan de hacer todos los escritores?

—Sí —respondió mientras despedía al camarero con una mirada que significaba «estamos bien y no queremos que nos traiga la cuenta». Luego, volviendo hacia mí sus intensos ojos oscuros, me preguntó—: Pero, en realidad, ¿lo has intentado? Quiero decir, tu libro fue fantástico, de verdad lo fue, Emi..., pero, ¿había en él algo tuyo, algo que fuera parte de ti?

Annabelle tenía razón. La historia era buena. ¡Vaya, por Dios, fue un best-seller! ¿Por qué, entonces, no podía sentirme orgullosa? ¿Por qué no me sentía conectada con ese libro?

—Te conozco desde hace mucho —prosiguió— como para saber que esa historia no salió de tu vida, de tus experiencias.

Era cierto. Pero, ¿qué podía yo extraer de mi vida? Pensé en mis padres y en mis abuelos.

—Ahí está el problema —dije—. Los demás escritores tienen muchas cosas que pueden explotar: malas madres, abusos, infancias llenas de aventuras. Mi vida ha sido tan normalita. Ninguna muerte. Ningún trauma. Ni siquiera la muerte de una mascota. Oscar, el gato de mi mamá, tiene veintidós años. No hay nada que merezca ser narrado, créeme. Ya lo he pensado.

—Me parece que te restas méritos —dijo—. Alguna cosa debe de haber. Algo en lo que puedas inspirarte.

Esta vez dejé vagar mis pensamientos y me acordé de mi tía abuela Bee, la tía de mi madre, y de su casa en la isla Bainbridge, en el estado de Washington. La añoraba, así como también añoraba la isla. ¿Cómo había podido dejar pasar tantos años desde mi última visita? Bee, que tenía ochenta y cinco años y aparentaba veintinueve, no había tenido hijos, de manera que mi hermana y yo fuimos sus nietas por sustitución. Nos enviaba postales para nuestros cumpleaños con billetes de cincuenta dólares dentro del sobre, estupendos regalos de Navidad y golosinas para el día de San Valentín. Cuando, desde nuestro Portland natal, en Oregón, íbamos a visitarla los veranos, a escondidas nos ponía chocolates debajo de la almohada antes de que nuestra madre pudiera gritar: «¡No, que ya se han lavado los dientes!»

Bee era ciertamente una mujer fuera de lo común. Pero era, también, un poco rara. Porque hablaba demasiado. O hablaba demasiado poco. Por su forma de ser, a la vez acogedora y petulante, generosa y egoísta. Y por sus secretos. Yo la amaba porque tenía secretos.

Mi madre siempre decía que las personas que viven solas la mayor parte de sus vidas acaban siendo inmunes a sus propias rarezas. Yo no estaba segura de estar de acuerdo con su teoría, tal vez porque me preocupaba pensar que yo también podía convertirme en una solterona. De momento me contentaba con observar los signos.

Bee. Me la podía representar inmediatamente en la isla Bainbridge, sentada a la mesa de su cocina. Porque, durante todo el tiempo en que yo la he tratado, cada día ha comido lo mismo a la hora del desayuno: tostadas de pan integral sin sal, con mantequilla y miel. Corta el dorado pan tostado en cuatro cuadraditos y los coloca sobre una servilleta de papel que previamente ha doblado en dos. Unta cada pedacito con una generosa capa de mantequilla baja en calorías, tan gruesa como el glaseado sobre una magdalena, y derrama una buena cucharada de miel. La vi hacerlo cientos de veces cuando yo era niña y, ahora, cuando me pongo enferma, las tostadas integrales sin sal, con mantequilla y miel, son mi medicina.

Bee no es una mujer hermosa. Es más alta que la mayoría de los hombres y tiene una cara demasiado ancha, hombros demasiado anchos y dientes demasiado grandes. En cambio, en las fotografías en blanco y negro, de cuando ella era joven, su rostro irradia un destello de algo, esa belleza que todas las mujeres tienen a los veinte años.

A mí me encantaba una foto de ella precisamente a esa edad, que tenía un marco adornado con conchas marinas y estaba colgada en la pared del pasillo de mi casa cuando yo era pequeña. No era lo que se dice un lugar de honor, pues había que subirse a una escalera taburete para verla bien. Aquella foto vieja, de rebordes festoneados, no mostraba la misma Bee que yo conocía. Sentada sobre una toalla, en la playa, con un grupo de amigos, aparecía despreocupada y con una sonrisa seductora. Junto a ella otra mujer le estaba diciendo algo al oído. Un secreto. Bee se tocaba un collar de perlas que pendía de su cuello y miraba a la cámara como yo nunca la había visto mirar a tío Bill. Me preguntaba quién estaría detrás del objetivo aquel día, tanto años atrás.

—¿Qué le dijo? —le pregunté a mi madre un día, de pequeña, contemplando la foto.

Mamá no apartó los ojos de la ropa sucia con la que lidiaba en el pasillo.

—¿Qué le dijo quién?

Señalé con el dedo a la mujer que estaba al lado de Bee.

—La hermosa señora que le está diciendo algo a Bee al oído.

Mamá se acercó y limpió el polvo del marco y del vidrio con la manga de su jersey.

—Nunca lo sabremos —dijo mirando la foto.

Era evidente que lo lamentaba.

Bill, el difunto tío de mi madre, fue un héroe de la segunda guerra mundial, muy guapo. Todos decían que se había casado con Bee por su dinero, pero es una teoría que nunca me convenció. Yo había visto cómo él la besaba, cómo rodeaba con sus brazos la cintura de ella en aquellos veranos de mi infancia. La amaba, no me cabía la menor duda.

Sin embargo, por el tono que empleaba mi madre, yo me daba cuenta de que desaprobaba aquella relación, que estaba convencida de que Bill hubiera podido encontrar a alguien mejor. Según ella, Bee era demasiado original, muy poco distinguida, demasiado hortera, demasiado todo.

No obstante, seguimos yendo a visitar a Bee, verano tras verano. Incluso después de que murió tío Bill, cuando yo tenía nueve años. El lugar tenía algo de etéreo, con las gaviotas volando sobre nuestras cabezas, sus jardines colgantes, el olor del estrecho de Puget, la amplia cocina con sus ventanas que daban a las aguas grises, el murmullo inolvidable de las olas que rompían en la orilla. A mi hermana y a mí nos encantaba, y a pesar de lo que pudiere sentir mi madre por Bee, yo sé que a ella también le encantaba. Producía en todos nosotros el efecto de un bálsamo.

Annabelle puso cara de entendida y me dijo:

—Ya tienes una historia, ¿no te parece?

Suspiré.

—Tal vez —dije, evasiva.

—¿Por qué no viajas? —sugirió—. Necesitas alejarte por un tiempo, despejarte la cabeza.

Fruncí la nariz ante la idea.

—Pero, ¿adónde?

—A alguna parte lejos de aquí.

Annabelle tenía razón. La Gran Manzana es amiga solo cuando le conviene. La ciudad te ama cuando vuelas alto y te patea cuando estás en el suelo.

—¿Te vienes conmigo?

Nos imaginé a las dos en una playa tropical, bebiendo cócteles decorados con parasoles.

—No —contestó.

—¿Por qué no?

Me sentí como un perrito perdido y asustado que lo único que deseaba era que apareciera alguien que le pusiera un collar y le enseñara por dónde ir, qué hacer, cómo vivir.

—No puedo ir contigo porque tú necesitas hacer esto sola.

Sus palabras me crisparon. Me miró a los ojos, como si yo necesitara absorber cada gota de lo que me iba a decir:

—Emi, tu matrimonio ha terminado y, bueno, no has derramado una sola lágrima.

 

 

Andando por la calle, de vuelta a mi apartamento, reflexioné en lo que Annabelle me había dicho y de nuevo pensé en Bee. ¿Cómo he podido dejar pasar tantos años sin ir a visitarla?

Oí un chirrido por encima de mi cabeza, el ruido inconfundible del choque de un objeto metálico contra otro objeto metálico, y alcé la vista. Una veleta de cobre, con forma de pato, que el desgaste del tiempo había cubierto de una gruesa pátina verdigris, se erguía airosa sobre el tejado de un café cercano. Giraba estrepitosamente con el viento.

El corazón me dio un vuelco. ¿Dónde la había visto antes? De pronto me acordé. El cuadro. El cuadro de Bee. Me había olvidado por completo del lienzo de cinco por siete que ella me había regalado cuando yo era niña. Bee solía pintar, y me acuerdo del gran honor que sentí cuando ella me eligió para que yo fuera la encargada de conservar aquella obra de arte. Fui yo quien dijo «obra de arte» y ella sonrió ante mis palabras.

Cerré los ojos y pude ver perfectamente aquel paisaje pintado al óleo: el pato-veleta, encaramado en lo alto del tejado de una casa antigua en la playa, y la pareja en la orilla, tomada de la mano.

Me embargó un sentimiento de culpa. ¿Dónde estaba el cuadro? Lo guardé cuando nos mudamos al apartamento, porque Joel decía que desentonaba con la decoración. Así como había tomado distancia de la isla que tanto había amado de niña, también había guardado en cajas todas las reliquias de mi pasado. ¿Por qué? ¿Para qué?

Aceleré el paso hasta alcanzar un ritmo de jogging. Pensé en Años de gracia. ¿Acaso el cuadro también había ido parar a una de las cajas de Joel? O, peor, ¿lo había metido por error en una caja de libros y ropa que había preparado para las hermanas de la caridad? Al llegar a la puerta de mi apartamento, metí la llave en la cerradura, entré, subí corriendo por la escalera hasta el dormitorio y abrí de par en par las puertas del armario. Allí, en el estante superior, había dos cajas. Bajé una de ellas y rebusqué en su interior: un par de peluches de mi infancia, una caja con viejas Polaroids, varias libretas con recortes de la época —dos años— en que escribía para el periódico del colegio. Pero el cuadro no estaba.

Bajé la segunda caja y miré dentro. Había una muñeca Raggeddy Ann, una caja con los mensajes de los novios de la secundaria y mi querido diario Strawberry Shortcake de la escuela primaria. No había nada más.

¿Cómo había podido perderlo? ¿Cómo había podido ser tan negligente? Revisé por última vez el armario, de punta a punta. Súbitamente mis ojos tropezaron con una bolsa de plástico metida al fondo, en un rincón. El corazón me latía con fuerza cuando la saqué de allí para examinarla a la luz.

Dentro de la bolsa, envuelto en una toalla playera rosa y turquesa, estaba el cuadro. La veleta. La playa. La casa antigua. Tal como lo recordaba. La pareja, en cambio, no. Había algo diferente. Yo siempre había imaginado a aquellas personas como Bee y mi tío Bill. La mujer era Bee, sin duda, con sus piernas largas y sus eternos pantalones capri azul bebé. Sus «pantalones de verano», como ella decía. Pero el hombre no era mi tío Bill. No. ¿Cómo no me di cuenta antes? Bill tenía el pelo lacio, rubio como la arena. Y el de aquel hombre era abundante, ondulado y oscuro. ¿Quién era? ¿Y por qué Bee se había pintado con él?

Dejé todo tirado por el suelo y bajé, con el cuadro, a buscar mi agenda. Cogí el teléfono y marqué los números que tan bien conocía. Respiré hondo y escuché el primer «ring», luego el segundo.

—¿Diga?

Su voz era la misma: profunda, fuerte, suavemente modulada.

—Bee, soy yo, Emily —dije con la voz algo quebrada—. Perdóname, ha pasado tanto tiempo, es que yo...

—Bobadas, cariño —dijo—. No necesitas disculparte. ¿Has recibido mi postal?

—¿Tu postal?

—Sí, la envié la semana pasada, después de enterarme de tus novedades.

—¿Te enteraste?

Yo no le había contado a casi nadie lo de Joel, ni siquiera a mis padres, que vivían en Portland, estaba segura. Tampoco a mi hermana, que vive en Los Ángeles, con sus niños perfectos, su marido que la adora y su huerta ecológica. Ni siquiera a mi psicóloga. Sin embargo, no me sorprendió que la noticia hubiera llegado a la isla Bainbridge.

—Sí —dijo—. Y me preguntaba si vendrías a visitarme. —Tras una pausa, añadió—: La isla es un lugar maravilloso para cicatrizar heridas.

Pasé un dedo por el borde del cuadro. Me hubiera gustado estar allí en aquel preciso instante, en la isla Bainbridge, en la cocina grande y cálida de Bee.

—¿Cuándo vienes?

Bee nunca malgastaba sus palabras.

—¿Mañana es muy pronto?

—Mañana —dijo— es primero de marzo; es el mes en que mejor está el estrecho. Está absolutamente vivo.

Sabía lo que quería decir con eso. Las aguas grises revueltas. Las kelp, las algas marinas y los percebes. Ya casi sentía el sabor de la sal en la boca. Bee creía en las virtudes curativas del estrecho de Puget. Y yo sabía que, en cuanto llegara, insistiría para que me descalzase y fuera a meterme en el agua, por más que el reloj marcase la una de la mañana y el termómetro, seis grados de temperatura exterior.

—¿Y? ¿Emily?

—¿Sí?

—Tenemos que hablar de algo importante.

—¿Qué es?

—Ahora, no. Por teléfono, no. Cuando estés aquí, cariño.

Después de colgar el auricular, bajé a buscar mi correo al buzón . Había una factura de tarjeta de crédito, un catálogo de Victoria’s Secret —dirigido a Joel— y un gran sobre cuadrado. Reconocí la dirección del remitente y no tardé un instante en recordar dónde la había visto: en los documentos del divorcio. Y porque la había buscado en Google la semana anterior. Era la nueva casa de Joel en la ciudad, en la calle 57. La casa que compartía con Stephanie.

Me empezó a subir la adrenalina cuando me detuve a considerar la posibilidad de que Joel quisiera entrar en contacto conmigo. Tal vez era una carta, una tarjeta... no, el comienzo romántico de una búsqueda del tesoro: una invitación para encontrarme con él en un lugar de la ciudad, donde seguramente habría otra carta dándome otra cita, y luego, después de otras cuatro, en la última estaría él, parado delante del hotel donde nos habíamos conocido hace muchos años. En la mano llevaría una rosa... no, un cartel, donde habría escrito: LO SIENTO, PERDÓNAME. Exactamente así. Podía ser el final perfecto para una historia de amor trágica. «Danos la posibilidad de un final feliz, Joel —me oí murmurar, mientras pasaba un dedo por el sobre—. Aún me quiere. Todavía siente algo por mí.»

Pero cuando abrí el sobre y extraje cuidadosamente la tarjeta dorada que había en su interior, la fantasía se hizo añicos. Mi única reacción fue contemplarla.

La calidad del grueso papel de la tarjeta. La elegante caligrafía. Era la invitación a una boda. «Su boda.» A las 18:00 horas. Cena. Baile. La celebración del amor. Carne o pollo. Asistiré con gusto / Lamento no poder asistir. Fui a la cocina, con calma dejé atrás el cubo del reciclado y eché aquel pedazo de papel dorado directamente al cubo de la basura. Cayó encima de una caja sucia de restos de pollo chow mein.

Tanteando con la mano el resto del correo, dejé caer una revista. Cuando me agaché para recogerla, vi la postal de Bee entre las páginas del The New Yorker. Era la foto de un transbordador blanco con una franja verde, que entraba al puerto Eagle. La di la vuelta y leí:

 

Emily:

La isla tiene su manera de llamarnos de vuelta cuando es hora. Ven a casa. Te he echado mucho de menos, cariño.

Con todo mi amor,

BEE

 

Apreté la tarjeta contra mi pecho y exhalé un profundo suspiro.

 

2

 

1 de marzo

 

La isla Bainbridge, aun envuelta en la oscuridad de la noche, no podía disimular su esplendor. La contemplaba por la ventana del ferry a medida que éste se aproximaba al puerto de Eagle, dejando atrás las costas de arena y guijarros de la isla y las casas de tejados de tablillas de madera que colgaban intrépidas en la ladera de la montaña. Desde el interior de aquellos hogares provenían destellos anaranjados, como si sus habitantes nos avisaran de que había lugar para uno más en torno a la chimenea donde estaban todos reunidos bebiendo vino o chocolate caliente.

Los isleños se enorgullecían de ser una banda de eclécticos: madres al volante de sus Volvos, cuyos maridos ejecutivos viajaban diariamente a Seattle en el transbordador, artistas y poetas que habían optado por apartarse del mundo y un puñado de famosos. Se rumorea que, antes de separarse, Jennifer Aniston y Brad Pitt compraron nueve acres en la costa oeste, y, como todo el mundo sabe, varios actores y actrices de La isla de Gilligan consideran a Bainbridge como su hogar. No cabe duda de que es el sitio ideal para desaparecer. Y eso era, precisamente, lo que yo estaba haciendo.

La isla, de norte a sur, tiene apenas dieciséis kilómetros de largo, pero da la sensación de ser toda ella un continente. Cuenta con bahías y ensenadas, calas y marismas, un viñedo, una granja dedicada al cultivo de frutos rojos, una granja de cría de llamas, dieciséis restaurantes, un café que sirve bollos de canela caseros y el mejor café que he probado en mi vida, un mercado que vende, entre otras cosas, vino de grosella de producción local y acelgas ecológicas, cosechadas pocas horas antes de que hagan su aparición en las tiendas de hortalizas y verduras.

Respiré hondo y miré mi rostro reflejado en el cristal de la ventana, y una mujer cansada y seria me devolvió la mirada, muy distinta de la niña que años antes había hecho su primer viaje a la isla. Me dio vergüenza recordar algo que Joel me había dicho hacía unos meses. Nos disponíamos a salir a cenar con unos amigos.&#

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