1.ª edición: noviembre, 2017
© 2017, Olga Hermon
© 2017, Sipan Barcelona Network S.L.
Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona
Sipan Barcelona Network S.L. es una empresa
del grupo Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.
ISBN DIGITAL: 9788490699140
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Maquetación ebook: emicaurina@gmail.com
Todos los derechos reservados. Bajo las sanciones establecidas en el ordenamiento jurídico, queda rigurosamente prohibida, sin autorización escrita de los titulares del copyright, la reproducción total o parcial de esta obra por cualquier medio o procedimiento, comprendidos la reprografía y el tratamiento informático, así como la distribución de ejemplares mediante alquiler o préstamo públicos.
A Dios, por tantas bendiciones.
A la inolvidable Nena, por poner en mis manos la primera novela de amor.
A mi querido RNR, por abrir ese maravilloso espacio para los seres en busca
del romanticismo escrito.
A la querida Faby, por ser la luz que iluminó el camino a las letras.
Y con todo amor a mis hijos, que siempre han creído en mí.
Nunca es tarde para soñar…
Contenido
Portadilla
Créditos
Dedicatoria
Nota editorial
Capítulo I
Capítulo II
Capítulo III
Capítulo IV
Capítulo V
Capítulo VI
Capítulo VII
Capítulo VIII
Capítulo IX
Capítulo X
Capítulo XI
Capítulo XII
Capítulo XIII
Capítulo XIV
Capítulo XV
Capítulo XVI
Capítulo XVII
Capítulo XVIII
Capítulo XIX
Capítulo XX
Capítulo XXI
Capítulo XXII
Capítulo XXIII
Capítulo XXIV
Capítulo XXV
Capítulo XXVI
Capítulo XXVIII
Capítulo XXIX
Capítulo XXX
Capítulo XXXI
Capítulo XXXII
Capítulo XXXIII
Vocabulario
Promoción
NOTA EDITORIAL
Selección BdB es un sello editorial que no tiene fronteras, por eso, en esta novela, que está escrita por una autora latina, en este caso mexicana, es posible que te encuentres con términos o expresiones que puedan resultarte desconocidos.
Lo que queremos destacar de esta manera es la diversidad y riqueza que existe en el habla hispana.
Esperamos que puedas darle una oportunidad. Y ante la duda, el Diccionario de la Real Academia Española siempre está disponible para consultas.
CAPÍTULO I
Cdad. de Londres, Inglaterra, septiembre de 2010
Isabella aguardaba impaciente a que la azafata anunciara que ya podía retirarse el cinturón de seguridad; eso y su creciente inquietud la hacían revolverse en el asiento del avión que la trasladaba al que sería su hogar por los próximos seis meses. Si no cesaba en su remolineo, terminaría por sacar de quicio a su vecina de asiento que no dejaba de mandarle señales con ojos de tía solterona.
El estrés estaba pasándole factura, le dolía la espalda y el cuello como consecuencia del ajetreo por los preparativos del viaje. De pronto, acudió a su memoria el último día de compras con su entrañable amiga Giselle, esto le sacó una sonrisa, pero la nostalgia por abandonar su amado país y a su gente, desplazó el efímero momento.
Era la primera vez que viajaba sola al extranjero y, a diferencia de anteriores ocasiones, su estadía en tierras lejanas sería por mucho, mayor; esto le causaba ilusión, pero también la llenaba de incertidumbre. No podía evitar preguntarse qué le depararía su aventura, si lograría la inspiración que tanto necesitaba para su próximo libro y, sobre todo, si conseguiría avanzar en la búsqueda del equilibrio para su vida.
Aún le restaban muchas horas de vuelo, por lo que decidió aprovechar el tiempo para reflexionar sobre los pasos recorridos y los que debía seguir en los próximos meses.
De nuevo Giselle ocupó su mente. Apenas habían pasado unas horas desde que se despidieron en el aeropuerto y ya la extrañaba. Esa chispeante amiga suya ganó su cariño de inmediato y en poco tiempo logró convertirse en la hermana que siempre deseó tener. Ahora ella y sus amigos eran su nueva familia.
Sin poder evitarlo, unos recuerdos indeseados se colaron en su memoria. Como si fuera apenas ayer, se reprodujo ante sí aquella terrible discusión con su padre que la había obligado a abandonar el que hasta ese día había sido su hogar.
Talló su rostro con las manos con la intención de apartar las imágenes que desfilaban por su cabeza, atormentándola. Aunque quisiera negarlo, tenía que admitir que las palabras aún dolían, y dolían demasiado.
—¡Nada de eso!, ¡harás lo que yo diga! ¿Quedó claro, Isabella?
—¡No! Lo siento, padre, pero en esta ocasión no voy a ceder.
—Piénsalo bien, jovencita impertinente, si insistes en desafiarme, será mejor que te despidas de mi apoyo, de mi herencia y también de esta casa.
—No serías capaz…
—¡Por supuesto que sí! Tú sales por esa puerta sin acatar mi voluntad y te puedes olvidar de que tienes padre.
—Muy bien. A partir de este momento, usted y yo no tenemos nada que ver el uno con el otro. Que tenga buenas noches, señor Hamilton.
Esa fue la última vez que vio a su padre; desde entonces habían transcurrido dos largos años… Y todo porque se negó a trabajar en la dirección de las empresas Hamilton. Eso era peor que haber cometido un pecado mortal; se había atrevido a contrariar los deseos del señor todo poderoso que tenía planeado, en un futuro no muy lejano, que asumiera el mando total del imperio como su única heredera.
Isabella estaba acostumbrada a que su padre decidiera sobre su vida sin que a él le importara en lo más mínimo lo que ella opinara o sintiera. Durante años ella se lo permitió sin poner objeción, pero tratándose de sus sueños, no estaba dispuesta a dejarse manipular más.
La voz de la azafata la devolvió al presente cuando le preguntó si apetecía alguna bebida y la aceptó gustosa. Una vez a solas concluyó para sí que, a pesar del dolor de la pérdida y de las peripecias subsecuentes, la vida la compensó con poner en su camino a Giselle.
Los siguientes minutos, Isabella los dedicó a ojear las revistas de los famosos que ofrecía la aerolínea, pero los chismes y sus banalidades no lograron distraerla. Cansada, cerró los ojos un momento y se perdió de nuevo en los recuerdos.
A su mente acudió la última vez que salió con sus amigos. Esa noche decidió que por nada del mundo se perdería la oportunidad de divertirse, ya que pocas veces se conjuntaban el grupo de rock que tanto le gustaba y un bailarín de la talla de Gerard, su amigo y la estrella principal del Royal Ballet School.
—Será un placer para mí bailar contigo, mi querido Gerry.
—¡Gerard, Isabella, Gerard! —exclamó con enfado—. Sabes de sobra que me molesta que me compares con el ratón de Tom y Jerry. —Le fastidiaba que jugara con él de esa manera.
—Oh, vamos, no seas tan refunfuñón y muévete como solo tú sabes hacerlo —dijo inmune a sus berrinches.
Por casi una hora, Isabella imitó los sensuales pasos del profesional de la danza sin lograr ponerse a tono con él; sospechaba que en parte se debía a un leve exceso de copas. Propuso que regresaran a la mesa para tomarse un respiro y un gran vaso con agua. Como diría Giselle, se estaba curando en salud para que no le fuera tan mal con la resaca del día siguiente.
—Amiga, ahí hay un tipo que no te quita la vista de encima. ¿Lo conoces? Giselle se acercó a ella mostrando con la mirada al sitio, con rostro de preocupación.
—¿Qué? ¿Quién?
—El tipo enorme de traje azul y lentes obscuros.
Obediente, Isabella miró en la dirección indicada, pero no encontró a nadie con las características mencionadas por su amiga.
— No lo veo Gis, ¿segura de lo que dices?
—Sí. Te juro que hace un momento estaba ahí.
—Amiga, creo que estás tan ebria como yo, o quizá un poco más —se burló minimizando sus temores.
Un rato después, Isabella estaba de nuevo en la pista de baile, con el dispuesto y disponible de Gerard como pareja.
—¡Vamos, Gerry! Muéstrame cómo se hace, nene ¿Cómo va ese pasito tan mono donde mueves tu cadera más o menos así?
Se contoneó con movimientos demasiado sensuales, sin percatarse de que parecía hacerle el amor a su amigo. No solo a él se le figuró, algunos pares de ojos cercanos a ellos también lo vieron así.
Entonces sucedió lo inevitable
—Si insistes en provocarme, seguro es porque esperas que yo tome la iniciativa, ¿me equivoco?
Sin miramientos, Gerard arrastró a Isabella a una apartada esquina donde la besó de forma arrebatada y brusca; sus manos recorrían con desesperación el cuerpo de sinuosas curvas que lograron sacarlo de quicio durante la noche.
—¡No! ¡Suéltame, hombre! ¿Qué te pasa? —indignada, forcejó para liberarse del abrazo de tenaza con el que su errático amigo insistía en mantenerla cautiva, pero él parecía no escucharla—. Gerard, por favor, déjame ir…
—Ya escuchó a la señorita, ¡suéltela en este momento!
Gerard obedeció la autoritaria voz sin replicar, con la creencia de que el portador pertenecía a un elemento de la seguridad contratada por el sitio. Justo en ese instante, Giselle y François se unieron a ellos para averiguar qué sucedía.
En cuestión de segundos todo se convirtió en caos alrededor de la pareja. En medio de la confusión, Isabella trató de ubicar al dueño de tan fascinante voz para agradecerle su oportuna intervención, pero él ya no estaba…
Regresó al presente cuando de nuevo la azafata le preguntó si deseaba acompañar su platillo con agua simple o con una gaseosa. Le tomó unos segundos reaccionar pues el eco de esa profunda voz se repetía en su cerebro una y otra vez. Al final se decidió por una bebida mineral con un toque de limón para regresarle la humedad a su garganta que, de pronto, se sentía seca.
Mientras disfrutaba del refrigerio, recordó el gran alboroto que había armado Giselle en torno al extraño del bar; según ella, un lujoso auto negro seguía de cerca el taxi que abordaron cuando decidieron abandonar el sitio después del desagradable incidente con Gerard...
—¿Puedes decirme qué rayos pasó? —Giselle no había perdido tiempo en atosigarla con uno de sus acostumbrados interrogatorios—. ¿Ya viste?, ahí está ese auto de nuevo —dijo mirando por el parabrisas trasero.
—Seguro llevan el mismo rumbo que nosotras; deja de ser paranoica ¿A quién podría interesarle seguir a un par de chicas comunes y corrientes?
—Deberías ser más cautelosa, Isabella, recuerda que eres hija de uno de los hombres más ricos y poderosos de este país y, aunque no vivas con él, no dejas de ser su heredera.
—Yo soy una escritora con solo un éxito literario y en busca de su perdida inspiración y nada más —aseguró brava.
Giselle se volvió a la ventanilla como si no la hubiera escuchado, observando atenta el vehículo en cuestión.
—Tengo un mal presentimiento acerca del tipo del antro. Es más, podría apostar mi alma al diablo a que es él quién nos sigue en ese auto. —Señaló persistente.
—¿Por qué estás tan segura? ¿Acaso lo viste?
—No, pero… ¡Oh, Dios, Isabella! ¡Solo confía en mí!
Al llegar a casa, Giselle le prohibió encender las luces y con sigilo atisbó por la ventana para cerciorarse de que el auto obscuro no estuviera estacionado en los alrededores. Después de revisar la zona y no encontrar nada fuera de lo común, con un ruidoso suspiro se desplomó en un sillón, dispuesta a seguir con el interrogatorio que Isabella ya veía venir.
—Ahora quiero que me expliques con pelos y señales qué sucedió con Gerard en el bar.
—No lo sé, todo iba de maravilla. De verdad, amiga, no entiendo nada, él me reclamó que lo llamara Gerry; siempre lo hago, pero nunca había reaccionado así.
—¿No se te ha ocurrido pensar que quizá Gerard llegó al límite de su tolerancia?
Isabella no respondió la pregunta, se limitó a observarla en espera de que prosiguiera con su teoría.
—¿Recuerdas que te lo advertí? —Giselle la cuestionó con la mirada llena de inquietud—. Bella, no puedes ir por el mundo provocando a los hombres sin esperar que no haya consecuencias, incluso, algunas tan desagradables como las de esta noche.
—¿Estás diciendo que yo misma busqué lo que él hizo? —No cabía en su asombro—. ¡Yo nunca alenté a Gerard a nada! No me parece justo que me agreda por no corresponder a sus deseos.
—Amiga, no es tan sencillo como decir: «Aunque parezca lo contrario, no quiero nada contigo». El problema está en que tu lenguaje corporal y ese estilo tan directo que tienes los confunde. Si a eso le añadimos que la mayoría de los hombres son unos tarados que piensan que cuando decimos «NO» es porque queremos hacernos del rogar…, todo resulta un desastre seguro —concluyó con rostro de agobio.
—Razón de más para que no me fije en ninguno. El día que yo me enamore, si eso llega a suceder —dijo con mofa—, será de un hombre especial, diferente, único… —entonces se dio la media vuelta para recluirse en su habitación, dando así por zanjado el tema.
—Sigue soñando, amiga —oyó que le decía Giselle.
Después de varias horas de viaje por aire y por tierra, Isabella arribó por fin al que sería su hogar por los próximos meses. Tenía reservada una habitación de manera temporal en el hotel Intercontinental, mientras su compañía editora la ayudaba a encontrar un lugar decente donde vivir.
Al llegar, con asombro observó que el hotel realmente era de cinco estrellas, a pesar de encontrarse en una ciudad que no presumía por su fastuosidad, según pudo confirmar en el recorrido del aeropuerto al sitio donde este se ubicaba. Otra agradable sorpresa fue la calidez con que fue recibida por parte del personal de recepción, la hizo sentir cómoda de inmediato. Ya en su habitación, se fue directo a la terraza para observar la vista trasera del lugar. Al alcance de su mano había un hermoso jardín de un verde intenso y la gran piscina que invitaba a refrescarse. Con los ojos cerrados levantó el rostro al sol para que acariciara su piel, a su nariz llegó el olor salino del Mar Muerto.
Moría de ganas por darse un chapuzón y gozar del fabuloso clima, pero también sentía el cuerpo molido por el largo viaje, así que se decidió por un buen descanso antes de nada. Pensó que el día aún era joven y la esperaba mucho del astro rey por delante.
—Novela, libros y apuntes, entiendo que quieran salir de su encierro, pero primero he de descansar. —Rio de sus propias ocurrencias al tiempo que se dejaba caer en la enorme y mullida cama.
Varias horas después, Isabella se estiró en el colchón cual felino satisfecho; sin levantarse enfocó la mirada en la carátula de su reloj de pulsera.
—¡Diablos! Si no me apresuro, me perderé los últimos rayos del sol para que me den la bienvenida —dijo levantándose de un salto.
Rebuscó en su maleta hasta localizar los trajes de baño y los bikinis. Se decidió por estrenar uno de dos piezas en tonos malva que se asemejaba al precioso atardecer que se podía contemplar a través del ventanal que daba a la terraza, pero antes se tomó unos segundos para admirar tan bello espectáculo que la naturaleza, con benevolencia, le obsequiaba.
Lista para salir se miró al espejo y recordó las palabras que Giselle siempre le decía: «Bella, tienes el don de convertirte en una hermosa mariposa cada vez que así lo deseas». Sonrió con nostalgia al pensar en ella.
De nuevo fijo la vista en su imagen y trató de analizarse con objetividad. Era una chica de mediana estatura, delgada, pero con pronunciadas curvas donde debía de haberlas. Pero lo de verdad llamativo en ella, era su espesa cabellera roja y rizada que enmarcaba de forma contrastante su níveo rostro. De ser honesta consigo misma, también había sido agraciada con un par de ojos rasgados (herencia de su madre), de un extraño azul turquesa (herencia de su padre). Otra historia era la exagerada blancura de su piel, esta le venía por parte de su abuela materna, una hermosa escocesa de nombre Marlene Shuttlenston, que causó estragos en la población masculina en sus tiempos mozos.
El reflejo de su rostro de pronto se volvió triste al recordar que tuvo que recurrir a sus dotes de investigadora para poder hacerse una idea del aspecto de su madre. Gracias al servicio que prestaba la hemeroteca de la región, Isabella encontró fotografías en revistas y periódicos de la época en que Loretta Shuttlenston, su madre, era la mujer más famosa y cotizada de las pasarelas. Incluso, encontró un artículo sobre su ostentosa boda con el magnate Ricardo Hamilton.
Su padre había destruido todo aquello que se la recordara; incluso mencionar su nombre estaba prohibido en su presencia. De ella, su hija, no había podido deshacerse como de los objetos; solo se limitó a enviarla a un internado para tenerla lejos y, cuando eso ya no fue posible, la inscribió en clases de esto o aquello para mantenerla ocupada y fuera de su vista. Su madre había muerto al darla luz y, aunque no era su culpa, ella siempre asoció el rechazo e indiferencia de su progenitor a la terrible pérdida.
—Ya supéralo, Bella.
Sacudió la cabeza para disipar los tristes pensamientos, tomó su bolso de playa y salió de la habitación para dirigirse a la diversión que le ofrecía el ahora. «Disfruta el hoy». Ese era el lema que profesaba con religiosidad desde hacía dos años hasta la fecha.
Aun las palabras más pomposas a Isabella le parecieron pobres para calificar la vista que el exterior le regalaba a manos llenas: el increíble ocaso colgado de majestuosas colinas rosadas; la multitud de esbeltas palmeras, que como celosos guardianes custodiaban el lugar y los atractivos rostros morenos de rasgos bien delineados de los nativos de la zona. Todo era un mundo fascinante.
De pie frente a la piscina, hipnotizada con los alrededores, contemplaba la belleza exótica del entorno, sin percatarse de que ella misma ofrecía a los huéspedes un espectáculo similar con su bonita figura medio desnuda.
Ajena a su apariencia, se despojó con lentitud del sexy pareo para recostarse en la tumbona y disfrutar de los últimos rayos del sol que, según su sabia amiga, no dañarían su blanca y delicada piel.
De pronto, una fuerza poderosa e invisible la sacó de su relajación para obligarla a abrir los ojos y mirar en todas direcciones. Ahí, muy cerca de ella, justo del otro lado de la piscina, se encontraba el más impresionante espécimen masculino que jamás había visto antes, recargado en una columna del bar exterior, de brazos cruzados, en una pose de total indolencia. El indómito personaje vestía con las ropas típicas de la región y solo mostraba sus ojos de verde jade que la miraban sin el menor recato.
Sometida a tan descarado escrutinio, Isabella desvió la mirada; cuando la volvió hacia él, había desaparecido junto con el tibio viento y el último halo de luz, que rompió con brusquedad el hechizo y la dejó con una sensación de vacío.
Después del extraño episodio en la piscina, deseó poder toparse con el misterioso hombre de camino a su habitación. Suponía que también era huésped del hotel, eso explicaba su presencia allí. Con sorpresa descubrió su absurda necesidad de saber más de él.
Llegó a su destino desilusionada por no satisfacer la repentina curiosidad que la embargaba. En ese ánimo, mejor decidió cenar en la habitación, aún se sentía cansada por el viaje. Levantó el auricular para pedir una comida ligera; mientras esta llegaba deshizo el equipaje y acomodó en el armario y en los cajones toda su ropa, en vista de que no sabía con exactitud cuántos días permanecería en el hotel.
Cuando le tocó el turno a la maleta que contenía los libros y apuntes, casi se desmaya de la impresión: en su interior descansaba, con descaro, el ejemplar que le habían regalado días atrás en el bazar.
Recordó cómo Giselle le había pedido, con insistencia, que la acompañara a esa tienda de antigüedades, «Historia y Magia». Así lo anunciaba el amplio letrero del lugar.
—Anda, vamos, tal vez encuentres algo de interés para la investigación que estás haciendo —argumentó su amiga tratando de convencerla.
Isabella no lo creía, pero ya se había negado demasiadas veces, así que se decidió a darle el gusto con tal de que le bajara dos rayitas a su paranoia. Igual, estaba amenazada por ella de que no se le despegaría hasta que se subiera al avión. Giselle seguía con el tema del tipo del bar y el auto negro.
—¿Quién te va a cuidar ahora que te vas? —Sin poder evitarlo sus ojos se empañaron de lágrimas.
—No llores, cariño, solo estaré fuera medio año; si consigues que te autoricen las vacaciones que pediste, me podrás ir a visitar. Dame dos meses en Ciudad del Cabo y te prometo que seré tu guía de turistas personal.
Después de vagar por los pasillos y mostradores llenos de reliquias, Isabella estaba deseosa por salir de allí.
—¡Qué pérdida de tiempo! Todo lo que hay aquí son baratijas, pésimas réplicas y libros que no valen la pena. —Ni si quiera se molestó en disimular su aburrimiento.
—Isabella, baja la voz que te va a escuchar la dueña.
—No me importa, tal vez así se esfuerce por ofrecer cosas de calidad y auténtico valor.
En el trayecto a la salida de la tienda, algunas personas la reconocieron y le pidieron su autógrafo, Isabella gustosa los atendió.
—¿Se va usted? —Como invocada, la dueña del bazar, madame Selé, se presentó ante ellas.
—Sí. Isabella tiene que ir a una firma de autógrafos de su libro —comentó Giselle apresurada para impedir que su imprudente amiga hiciera gala de su pomposa honestidad.
—Fue un honor para mí tenerla por aquí, señorita Hamilton. ¿Encontró algo de su interés?
Isabella recordó que madame Selé era una dama poseedora de una belleza etérea y de una mirada intrigante. Jamás había visto a alguien como ella: era extraña, con un aire casi espectral.
—Siendo honesta, no. Diría que… —Habría dado su opinión de manera tajante, si no fuera porque con un codazo Giselle la instó a callar.
—No haga caso a mi amiga, madame; a ella le gusta mucho hacer bromas.
—Qué pena que mi tienda no pueda aportar algo para su novela histórica, señorita Hamilton. Antes de que se vaya, permítame obsequiarle este libro como recompensa por el tiempo perdido.
Sin darle oportunidad a réplica, la madame le colocó sobre las manos un pequeño libro que parecía muy antiguo. El encuadernado era de piel color marrón y tenía un extraño escudo dorado en la portada.
—Se lo agradezco, pero no puedo aceptarlo.
—No seas malagradecida, Isabella, recibe el regalo que te ofrece madame Selé con tanta amabilidad —Giselle le susurró apenada.
—Le prometo que no se arrepentirá, Isabella. Encontrará que la lectura es en verdad interesante. Es más, me atrevo a asegurarle que influenciará en su viaje al igual que en su porvenir. —Madame Selé desapareció entre los visitantes aprovechando el instante de duda de Isabella.
—Qué dama más extraña. Vámonos ya, esta tienda me da escalofríos. No sé… se me heló la sangre. —Isabella arrastró a Giselle a la puerta. Ella se encontraba distraída con unas lámparas antiguas.
—¡Oh, por Dios! ¡Esto tiene que ser una maldita broma! —vociferó sin dejar de avanzar con paso enfadado por la concurrida avenida.
—¿A qué te refieres, Bella?
—El libro está escrito en otra lengua o tal vez sea un dialecto, no lo sé.
Isabella recordó claro que, decepcionada, lo había arrojado al interior del gran bolso que colgaba de su hombro.
—Me pregunto cómo sabrá la madame que la novela que inicié es de época y que viajaré pronto. ¿No te pareció todo muy raro? Ella es muy extraña —concluyó ceñuda.
—Debió escucharlo o leerlo en alguna de tus entrevistas —respondió Giselle con lógica.
—Tal vez —dijo no muy convencida.
Recordó también que, al llegar a casa, había buscado en su bolso el celular para devolver la llamada de su editor y se topó con el misterioso libro, entonces, lo sacó y volvió a hojearlo.
—¡Esto es el colmo! Mira el libro de tu preciosa madame Selé —dijo molesta pasándoselo a su amiga para que lo revisara.
—¡Wow! ¿Qué le pasó a lo de adentro? ¡No puedo creerlo, todas las hojas se borraron!
—¿Qué, qué le pasó? —ironizó—. Es obvio. Este libro es tan viejo que la exposición a la luz natural lo dañó. No soy traductora y menos de textos de dudosa procedencia, pero puedo asegurarte que no