Última Navidad en París

Encarna Magín

Fragmento

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CAPÍTULO 1

París era muchas cosas, todas ellas relacionadas con la belleza, los sueños, la fecundidad y la luz. Una ciudad que en un pasado muy lejano se relacionó con Isis, la diosa madre, la madre que ama sin reservas, la divina y la única capaz de iluminar en nosotros la bondad del alma. Por alguna razón, en la antigüedad, la capital francesa era conocida como «La casa de Isis». En la ancestral cultura egipcia, a dichos templos sagrados se los nombraba Per o Par, y París es la unión de Par e Isis. Así que París es un tributo al amor más puro y sincero; una emoción que va más allá de lo terrenal, pues quien ama de verdad toca el cielo con los dedos.

El ser humano puede sentir de muchas maneras, no todas ella correctas, porque querer no es sinónimo de poseer. Solo si tal sentimiento nace en el corazón se puede nombrar como tal. ¿Quién no ha confundido amor con un enamoramiento caprichoso, que poco tiempo después se evapora sin que deje rastro, pues muchos aún no están preparados para entregarse sin reservas? París ha sido, es y será el único testimonio de muchas seducciones, pero, seguramente, también ha sido espectador de amores verdaderos; estos, más escasos.

No era el caso de Margot Buisson, porque para ella la capital del amor era cómplice de su desamor y fracaso. Tantos poetas se habían inspirado en la mágica ciudad y habían halagado su hermosa esencia con hojas cargadas de traviesas letras, enhebradas y cosidas con los sentimientos más nobles. Porque siempre se trataba de realzar y omitir, al mismo tiempo, su parte sucia que, por desgracia, tiene todo lugar habitado por el hombre, a quien le gusta someter a su antojo la historia que toda ciudad posee. ¿Quién no ha manipulado el verdadero conocimiento de rituales antiguos y divinidades para satisfacer los egos de líderes y de la sociedad? Y es que París siempre será como cualquier otro sitio del mundo: bonito y feo, hospitalario e insociable, cálido y frío, un lugar que aún no se cree su papel como santuario del amor.

Sin embargo, hay una época del año en que todo cambia y los sentimientos están en carne viva: la Navidad. Su espíritu renace como un encanto divino lanzado desde las alturas celestes en un intento de recuperar su esencia pasada. La necesidad de dar se multiplica; entonces, París se convierte en la ciudad de la esperanza y la felicidad. Solo si de verdad alguien lo merece, la magia actuará desde el cielo para cumplir con sus más anhelados deseos.

No obstante, para Margot no había esperanza. Él no la amaba y jamás la amaría, se lo había dejado claro. ¿Por qué no se había dado cuenta antes? ¿Por qué había dejado que los sueños cubrieran sus ojos con un tul que no le había permitido ver la realidad? De todos modos, ya era tarde para arrepentirse; solo le quedaba huir y empezar de nuevo. ¿Empezar? Ya no tenía fuerzas.

Suspiró resignada mientras contemplaba por la ventana de su despacho la ciudad velada por la niebla. Las luces navideñas refulgían de manera tenue en medio de aquella semiblancura y daban al paisaje un aire de cuento de ensueño. En cambio, Margot veía guiños de fantasmales ojos que se burlaban de ella. Siempre había visto la capital de Francia como un lugar para soñar, donde las ambiciones más secretas, con paciencia y mucho trabajo, acababan cumpliéndose. Sin embargo, los suyos se habían convertido en humo y ya ni el olor de ellos quedaba. De nada le había servido tener paciencia, en un intento por que Bruno Durand, el pintor del momento, la viera como algo más que una amiga especial a la cual llevarse a la cama cada vez que coincidían por motivos de trabajo. Se había dejado engañar por sus caricias tiernas y por la belleza de una ciudad que prometía premios en silencio. Todo había sido una gran quimera. Y lo peor de todo era que ella era la única culpable por haberse ilusionado con él.

Hacía tres años que había llegado a París con una maleta cargada de ilusiones, que se llevaba colmada de lágrimas y sueños rotos. Había conocido a Bruno por motivos laborales; su galería, Galerie Topaze, era el lugar de moda de la ciudad. Cualquier artista que se preciara querría exponer allí, sabiendo de antemano que ya, por eso solo, la exposición adquiriría el sello de acontecimiento de primer nivel. Eso se traducía en portadas y entrevistas en los medios informativos más importantes. De hecho, siempre que Bruno inauguraba una colección, acudía a ella para promocionarse. Desde el primer momento hubo química entre ellos; de acuerdo que fue más sexual que otra cosa, la prueba era que el mismo día de conocerse acabaron acostándose. Nunca hubo intención de llegar lejos, simplemente existía entre ellos una conexión muy placentera que llevaban con discreción siempre que coincidían. Reconocía que, aparte de aquellos contactos carnales, no había habido nada más.

Pero, no sabía muy bien cómo había sucedido, con el pasar de lo días ella había necesitado algo más. Quiso dar un paso en una relación que, en realidad nunca fue una relación. Sin embargo, en cuanto se lo había comentado, él se había rehusado a hablar del tema y, no solo eso, sino que se había alejado de ella. Por más que había intentado conquistarlo con paciencia y dulzura, nunca había conseguido nada, salvo algún que otro escarceo sexual que no había ido más allá de dos cuerpos saciándose entre sábanas. El artista nunca había tenido el propósito de ir más allá, pues en cuanto ella salía de la cama, él se olvidaba por completo de su presencia.

Y ella había cometido el pecado de dejarse llevar por su imaginación, pues tantas veces había fantaseado con Bruno y ella viviendo juntos para toda la vida. Había soñado con su pintor arrodillado frente a ella mientras le pedía que se casara con él y le deslizaba un anillo de compromiso en el dedo. Lo había visto en su cabeza mientras le confesaba que la amaba con locura después de hacer el amor. Había dado por hecho que se convertiría en su musa, como los inseparables Dalí y Gala. Nada de eso se había cumplido, y su trabajo ya no era suficiente para llenar el vacío que sentía por dentro.

Margot estaba en su despacho, un despacho de líneas simples y minimalista, donde predominaban los muebles claros en tonos grises y de madera, con algún que otro componente en acero inoxidable. Todo ahí cumplía una función y ese era su encanto, que lejos de crear una sensación vacía, la amplitud y la productividad que se sentían al entrar sosegaban a los clientes más difíciles. Además, las vidrieras grandes, con vistas espectaculares de París, permitían que la luz entrara a raudales y el efecto de amplitud crecía sobremanera.

La mujer miró su lugar de trabajo con reverencia por última vez. Detuvo su mirada en el sofá blanco que había perpendicular a un gran ventanal, con vistas a la torre Eiffel. En él había hecho el amor con Bruno después de una exposición de un escultor. Ella lo había invitado, reconocía que solo había sido una excusa para verlo de nuevo. Ese día habían estado tan ansiosos que no habían podido esperar a llegar a su casa. En aquel momento, los recuerdos le dolían como si fueran una herida abierta. Creía que la decisión de marcharse de París era la correcta, pues sabía que quedarse entre los recuerdos la mataría por dentro.

Se acercó al mueble del fondo, el lugar donde guardaba los ficheros de todas las exposiciones que habían

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