El paraíso de las mil islas

Elena Clarke

Fragmento

1. Otra persona

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Otra persona

«Uno no se convierte en otra persona así como así.»

Por más que se miraba y remiraba en el espejo de la visera del coche, Mara no conseguía verse distinta. Giraba la cabeza hacia un lado y hacia el otro, subía la barbilla, procuraba mantener sus ojos castaños cargados de maquillaje dentro del marco, que era tan pequeño que no le permitía verse todo el rostro de una vez.

Cada vez que paraba frente a un semáforo en rojo alargaba la mano hasta la bolsa en el asiento del copiloto y rebuscaba con prisa entre los pañuelos estampados, las gorras y las gafas de sol, por ver si encontraba la prenda definitiva que obrara la magia.

«Esto es absurdo.»

¿A quién iba a engañar? Aquella mujer seguía siendo Mara Ulloa Roibás de los pies a la cabeza.

El recinto ferial estaba cada vez más cerca y se le acababa el tiempo.

Aquello de disfrazarse no podía ser tan complicado. Había superado retos mucho más difíciles en los veinte años de carrera que llevaba a sus espaldas, ¿no? Como el de abrir su primera tienda en Madrid; o el de su primer reportaje en la revista El Mueble, donde Batanara había recibido el premio anual de empresa innovadora; o el del crédito para las tiendas de Alicante y Sevilla; o el de redecorar el palacete de un importante aristócrata patrio, que se había paseado con sus muebles por todas las revistas del corazón.

Ahora solo tenía que convertirse en otra persona, nada más. Algo tan simple como eso.

La feria era la más importante del año y ya estarían allí desde los diseñadores de lujo hasta el aprendiz que ponía los últimos clavos. Distribuidores, importadores, coleccionistas... Casi todas las caras que había conocido durante su larga trayectoria. Y lo único que deseaba, por primera vez, era no tener que caminar como Mara, hablar como Mara y ocuparse de todos los compromisos que había ido adquiriendo, con la deriva de la vida, aquella mujer en que se había convertido.

Lo que quería de verdad era recorrer la feria como si fuera invisible. Como lo había hecho al principio, cuando no era más que una chica a la que no conocía nadie. Fascinada con el mundillo, aferrada a su cuaderno de apuntes y abordando a cualquiera que quisiera contestar sus mil preguntas. Aún con la capacidad de asombro intacta.

Los últimos metros de tráfico se le estaban haciendo insoportables. Se metió dos chicles de menta en la boca, puso la lista de reproducción de Los Beatles y abrió la ventana al aire contaminado de la ciudad, que le revolvió la melena rizada. Le gustaba Madrid, a pesar de todo, y en septiembre aún parecía agradable.

She’s got a ticket to ride... but she don’t care.

Se paró en el semáforo y una chica en el coche de al lado, también con la ventana abierta, se bajó el puente de las gafas de sol y la miró con cara de circunstancias. ¿Es que ya habían prohibido también cantar en los coches? Si uno iba a pasarse una buena parte de su vida estancado en el tráfico, mejor hacerlo en compañía de John, Paul, Ringo y el otro que nunca se acordaba de cómo se llamaba.

«Tú puedes ser quien tú quieras, Mara. Si te lo propones de verdad.»

No sabía si por culpa de internet, los teléfonos inteligentes, las redes sociales o qué exactamente, pero el mundo, desde hacía unos años, se había puesto a girar a una velocidad de vértigo. Las modas duraban apenas semanas, las tendencias se pisaban las unas a las otras, las colecciones se quedaban obsoletas nada más salir y las series brotaban como repollos en las parrillas televisivas y eran canceladas sin compasión en mitad de la temporada, dejando colgada a su modesta y desconsolada audiencia.

«Inteligencia es la habilidad de adaptarse al cambio.» Era una frase de Stephen Hawking, ahora que acababa de morir, que venía en una placa de la Asociación de Mujeres Empresarias, y que tenía colgada en el salón de su casa.

Podía decirse que ella se había adaptado más que satisfactoriamente. Que era una mujer de éxito. No había de qué preocuparse... aunque todo a su alrededor se estuviera consumiendo a fogonazos.

I think I’m gonna be sad, I think is today... yeah.

Los aparcamientos de la feria estaban abarrotados y unos guardias con chalecos reflectantes hacían señas firmes para desviar los coches.

¡Estaba allí todo Madrid, como siempre, en todos sitios! La ciudad tenía aquel extraño don. Parecía que cada madrileño tuviera varios clones que fuera repartiendo por cines, restaurantes, eventos y oficinas... manteniendo la ilusión del lleno permanente.

Mara sabía que su castigo por llegar tarde era hacerlo doblemente tarde por haber aparcado lejos y de cualquier manera. Tendría que sumarse a la penosa riada de los últimos en llegar, que ya caminaban por las aceras aledañas como unos condenados con tacones, trajes de corbata y maletines.

Suspiró resignada y echó un vistazo al pabellón principal de la feria al pasar. Aquel año se había habilitado un gran stand en el exterior, donde se ofrecían las creaciones únicas de varios personajes mediáticos, influencers del mundo de la moda y la tertulia televisiva, que ponía sus fotos en alta resolución y sus firmas como una especie de guinda, un anzuelo redondo, rojo y brillante... sobre una montaña de pastel que Mara conocía bien: se cocinaba con buenas ideas, años de experiencia, trabajo apilado sobre mucho más trabajo. El de todo un equipo de profesionales anónimos, muchas veces contratados por poco dinero y con muy poco tiempo de margen para que todo estuviera en su punto. En la guerra constante por la atención, cada vez la guinda era más cara, el merengue azucarado más voluminoso, los pisos de bizcocho más baratos, la base de galleta más y más fina... y los ingredientes más pobres.

Tartas industriales y clónicas que nada tenían que ver con aquella otra forma que Mara conocía de hacer las cosas.

«Flexibilidad, Mara. Recuerda... hay que hacerlo rentable.» En tiempos de cambio, solo quienes se adaptan sobreviven. Pero ¿hasta dónde se podía ser volátil sin convertirse uno en puro aire? ¿En mera palabrería? ¿En vana imagen? Envolviendo comida basura en papel de alta cocina y cruzando los dedos para que el cliente no se diera cuenta.

Notó que la amargura hacía presa en ella, sin que pudiera evitarlo.

Dio un acelerón que pudiera sacarla de allí. Aquellas cosas había que sacudírselas de raíz antes de que fueran a más.

El impacto no fue menos brutal por haber sido contra un ser vivo.

Mara lo sintió como la sacudida de un trueno en los huesos.

Si no fuera por la columna de humo blanco que salía del capó hubiera pensado que el coche ya no estaba y que el árbol se le había echado directamente encima.

¿Era así como se desplomaban los troncos? ¿Cuan

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