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Redacción: Cuenta un día distinto de los demás en discurso directo e indirecto.
Han pasado casi seis años de ese día, pero me acuerdo de todo. La única cosa de la que no me acuerdo es de las voces.
Como todos los veranos, mis padres y yo estábamos de vacaciones en un sitio que se llama Marina. Ese año mis tíos y mi primo Emidio, que es casi de mi edad, también habían alquilado una casa.
Papá y yo bajábamos la pendiente que conducía a la cala donde nos bañábamos. El mar, azul oscuro y celeste, parecía una balsa de aceite, con apenas una estela blanca alrededor del islote, el rastro de un barco de pesca. Mamá se había quedado arreglando la casa y nos había dicho que al volver de la playa deberíamos tener cuidado de no ensuciarla de arena. Papá se había enfadado un poco cuando la vio con la escoba en la mano porque no quería que se cansara, pero mamá dijo que esa mañana se encontraba bien. Desde que había vuelto de la clínica a menudo se cansaba por culpa de las medicinas que tomaba. Agotamiento nervioso, decían los mayores cuando hablaban del tema, pero yo nunca he entendido qué es. Solo me acuerdo de que antes de ingresar en el hospital mamá decía cosas raras que nadie entendía. Pero los médicos afirmaban que ahora estaba bien, que se había recuperado. En resumidas cuentas, aquel día no había ni una nube, todo resplandecía, como si alguien se hubiera levantado por la mañana temprano y se hubiera dedicado a abrillantarlo.
Papá me llevaba de la mano. Emidio y mis tíos nos esperaban en la playa.
—Deja de chancletear.
—¿Se dice «chancletear» porque llevo chancletas?
—¿Tú qué crees?
—Entonces, si llevas sandalias, ¿se dice «sandalear»?
Me miró por encima de las gafas de sol y puso cara de «no te hagas el listo conmigo», mi preferida, porque significa que he dicho algo gracioso. Después miró el mar y dijo:
—Hoy es una tabla.
—Y el islote es el plato.
Volvió a mirarme y me dedicó una de sus sonrisas ladeadas, levantando una sola comisura, y sopló por la nariz, algo así como un bufido. Tenía permiso para seguir haciéndome el listo.
—Solo faltan el cuchillo y el tenedor. Papi, ¿la escuela es como la guardería?
—Más o menos. En la escuela te ponen notas.
—¿Y eso qué es?
—Si haces algo bien, te ponen «Bien» y si lo haces mal, te ponen «Insuficiente».
—¿Como cuando me tiro al agua y tú me dices si lo he hecho bien o mal?
—Bueno, más o menos.
Para él era muy importante enseñarme a tirarme al agua, era el segundo verano que le dedicaba, como mínimo, dos horas al día. A mí, en cambio, me preocupaba comenzar primaria, en septiembre iría a una escuela donde no conocía a nadie.
—¿No puedo quedarme en la guardería?
—¿Te gustaría quedarte en la guardería?
—Allí están mis amigos...
—¿Y qué harás cuando se vayan? ¿Te quedarás solo?
—¿No podemos quedarnos todos?
—No, no podéis.
Se echó a reír. Recuerdo que de pequeño me encantaba hacerlo reír. Pero así no, no me gustaba que se riera porque todavía no sabía todo lo que sabían los mayores. A él le parecía divertido lo que había dicho, pero yo lo pensaba de verdad. Por suerte, eso de ser gracioso pasa a medida que creces. De todos modos, se dio cuenta de que me había puesto serio, incluso un poco triste.
—¿Te preocupa no tener amigos? En la escuela harás otros nuevos, ¿no?
—En realidad, me gustaban los que tenía.
Me acarició el pelo, que es lo que acostumbran a hacer los mayores cuando no saben qué decir. Después, inesperadamente, pasó algo bueno, como cuando se te cae el helado, te compran otro y al final acabas tomando uno y medio. Si no hubiera caminado con la cabeza gacha, triste, no habría visto esa cosa blanca en medio de la maleza que crecía en la cuneta. Me apresuré a cogerla. Era un robot de juguete, no uno de verdad, como los de los dibujos animados, que hablan y se mueven solos. Se lo enseñé a papá y le pregunté si podía quedármelo.
—Tienes que darle un nombre —dijo mi padre, lo cual significaba que sí.
Lo pensé un momento.
—Miércoles.
Papá no lo entendió. Le expliqué que el libro que mamá me estaba leyendo trataba de un náufrago que había ido a parar a una isla desierta y que siempre estaba solo, hasta que un día encuentra a un chico indígena y, como ese día era viernes, lo llama Viernes. Aquel día, en cambio, era miércoles.
Más tarde nos pusimos a construir un volcán: yo transportaba arena con el cubo y papá hacía la montaña. Cuando la terminó, excavó un túnel de costado y otro en la cúspide. Encendió un cigarrillo y lo enfiló dentro: el humo salía por la cima. Miré a papá y le puse una nota: «Muy bien». Emidio, en cambio, fingía indiferencia. Es tonto de remate, pero debo quererlo porque es mi primo, eso dice papá. Solo que a veces es muy difícil porque se pone insoportable.
—Falta la lava —dijo, como si el humo no fuera suficiente.
Entonces se me ocurrió una idea: en vez de tirar a mi primo dentro del volcán, puse a Miércoles.
—Miércoles sale del volcán al ataque de los monstruos indestructibles...
Todos los niños que nos miraban se echaron a reír, menos uno. Y no era Emidio.
—¡Megatrón! —gritó de repente mientras agarraba el robot, pero lo sujeté a tiempo y se quedó a medio camino entre los dos.
Yo tiraba hacia un lado y él hacia el otro.
—¡Megatrón es mío! ¡Me lo has robado!
—No es verdad, no lo he robado. Además, ¡se llama Miércoles, no Megatrón!
Entonces intervino papá:
—¡Salvo! ¡Niños! Lo hemos encontrado en la pendiente, ¿lo has perdido tú?
—Sí.
Papá me miró y comprendí que debía devolvérselo. Pero no me gustaba que me hubiera llamado ladrón. Por eso hice algo que no se hace: le partí una pierna antes de dárselo. Ahora era todo suyo.
—¡Salvo! —gritó papá, y tuve miedo de que me diera un bofetón.
—No lo he robado —respondí.
El niño —no sé cómo se llamaba— se había quedado de piedra; miraba a Megatrón y ahora que estaba roto ya no lo quería. Entonces dijo con maldad:
—Me da igual, mi padre me comprará otro juguete.
Lo tiró al suelo y se fue.
Me había llamado ladrón, pero también había insultado a mi padre. Me volví a mirar a papá; creí que se habría enfadado, sin embargo sonreía. Los niños no pueden ofender a los mayores porque lo que dicen no llega hasta allá arriba.
—Has hecho bien —me dijo.
Recogí a Megatrón, que ahora volvía a ser Miércoles, y me lo enfilé en la goma del bañador, de costado. Me daba igual que fuera cojo.
Después le pedí permiso a papá para ir a tirarnos desde las rocas con Emidio y me lo dio, a condición de que no intentara hacer volteretas porque todavía no había aprendido del todo, debía esperar a que estuviera él presente.
Papá se encaminó hacia la sombra de una roca grande que hay en medio de la cala y se encendió un cigarrillo mientras Emidio y yo trepábamos por los escollos. Al llegar a la punta desde donde saltamos, lo llamé e hice ademán de que iba a hacer la voltereta; él se levantó, enfadado, y yo me eché a reír, no tenía intención de hacerlo de verdad.
Me tiré de cabeza, mientras que Emidio se tiró en bomba, como siempre, porque le da miedo tirarse al agua de cabeza. Pero no quiere admitirlo, dice que en bomba es más divertido porque salpicas un montón. Es un fantasma. Cuando volvimos nadando a la playa, papá nos estaba esperando en la orilla.
—En el salto carpado, los pies con las manos casi se tocan, luego se separan como un muelle. Y hay que mantener las piernas más jun...
Se interrumpió, algo había captado su atención. Me di la vuelta para mirar. Había dos señores altos y corpulentos plantados en lo alto de la escalera, pero no habían venido a bañarse, porque iban vestidos como en las bodas, con chaqueta oscura. Papá puso una cara rara que no le conocía, parecía un niño que ha perdido todos sus juguetes, no solo un robot. Se acercó a la tía Anna, la mamá de Emidio, y le preguntó si podía dejarme con ella porque tenía que hacer un recado.
—¿Adónde vas, papi?
—Han venido a verme unos amigos, voy a saludarlos, nos vemos arriba, ¿vale?
Dije que sí con la cabeza. Si papá se iba, podía probar a hacer la voltereta, la tía Anna se embadurna de un apestoso aceite de nuez de coco y se pasa las horas tumbada al sol como un lagarto.
Cuando papá llegó a la altura de los señores vestidos de boda no los abrazó, a pesar de que había dicho que eran amigos. Pensé que eso era lo de menos, porque cuando vuelvo a ver a Emidio en verano, yo tampoco soy muy efusivo con él. Quizá papá también tenía un par de primos algo tontos. Subí de nuevo a la roca y esperé a que se fuera para hacer la voltereta. Pero él seguía en lo alto de la escalera hablando con los señores, después uno de ellos sacó del bolsillo algo brillante, metálico. Papá negó con la cabeza; me señaló y el hombre volvió a metérselo en el bolsillo. Pensé que quería mostrarles lo bien que me tiraba y que si hacía la voltereta no me reñiría en su presencia. Di un paso adelante, me coloqué en posición, ¡y me tiré! Hice una cabriola. Giré rapidísimo y entré de cabeza. ¡Viva! Quería salir del agua de inmediato para ver la cara de papá, no podía reñirme porque le había hecho quedar bien. Pero cuando saqué la cabeza del agua ya no me miraba. Se alejaba acompañado por sus amigos que, a un lado y al otro, lo sujetaban por el brazo.
Aquella mañana el mar era una tabla y el islote parecía el plato. Después se levantó el viento, llegaron Cuchillo y Tenedor y se comieron a mi padre. Fue la última vez que lo vi.
SALVO DE BENEDITTIS, 5.º B
11 de mayo de 1991
—Lo que cuentas en la redacción, ¿ha ocurrido de verdad? —me preguntó la señorita Silvia.
Asentí con la cabeza. Nadie sabe nada de cuando vivía en Puglia, de todo lo que ocurrió antes de mudarme a Trento con mis tíos.
La maestra se quedó callada durante unos segundos, después me preguntó si sabía dónde estaba ahora mi padre. Le conté lo que me había dicho mamá cuando se lo pregunté, que papá también estaba en una escuela, pero que cuando acababan las clases, no podía volver a casa porque tenía que estudiar mucho.
—Lo sé, está en la cárcel —le dije en voz baja para que mis compañeros no lo oyeran.
La señorita Silvia me sonrió, creo que le inspiraba ternura. Yo soy así, no me tomo en serio las cosas malas que me pasan. Luego, en vez de mandarme a mi sitio, les dijo a todos que había escrito una redacción muy bonita y me puso sobresaliente. Nadie se lo esperaba, ni siquiera yo. Tuve miedo de que me la hiciera leer delante de los demás niños; en cambio, llamó a Tommaso, a quien le faltó tiempo para subir muy tieso a la tarima, convencido de que había llegado la hora de que elogiara su redacción. Pero la señorita le dijo que me entregara la escarapela porque ahora era yo el primero de la clase.
Cuando la señorita Silvia me la colocó en la solapa, me puse rojo. Y al volver a mi sitio noté que Noemi me miraba.
En la redacción no pude contar lo que pasó después de que papá se fuera porque debía ceñirme al tema. Por lo que parece, es muy importante ceñirse al tema. Aun así, el primer año en Ruvo fue seguramente el peor: mamá no paraba de llorar y volvió a enfermar. Yo empecé la escuela, pero a menudo me quedaba en casa en vez de ir a clase, y cuando el curso terminó no había aprendido nada, así que suspendí.
Después volvió el verano, que se fue tal como había llegado. De vez en cuando, la señora Devoto me llevaba a la playa con los gemelos, eso es todo. Los gemelos eran muy guapos, acababan de nacer y eran idénticos. Quién sabe si al crecer dejarán de ser iguales.
El curso empezó el 22 de septiembre y, como de costumbre, todos lloraban el primer día. Si llora uno, lloran todos.
Había una niña sentada a mi lado y su madre le decía:
—No llores, ¿no ves que todos son niños como tú? Mira, ahí está Antonella, ¿la ves? Llámala.
La niña sentada a mi lado se volvió para mirar a su amiga, pero creo que Antonella era la que lloraba más fuerte. Yo iba a mi aire; total, sabía que solo duraría un rato.
—Mira qué niño tan valiente, su mamá no está y él no llora. ¿Por qué no le dices que el primer día no se llora?
—En realidad, para mí no es el primer día.
—¿Ah, no?
—Soy repetidor.
—Ah...
No sé por qué lo dije, pero era la verdad. No era el primer día para mí.
—Pero el año pasado tampoco lloré.
—¿Lo ves?
Me volví hacia la niña y hablé con ella:
—No te preocupes, volverán a buscarte.
La niña me miró, tenía los ojos enrojecidos. Pero había dejado de llorar. La nueva maestra se detuvo a nuestro lado.
—Os estáis haciendo amigos, muy bien. Qué niña tan guapa, ¿cómo te llamas?
Ella levantó la cabeza, miró a su madre y dijo:
—Roberta.
Era la niña más guapa que había visto en mi vida.
Su madre parecía preocupada de que fuera mi compañera, entonces la maestra le dijo algo al oído y después me preguntó:
—¿Te veremos más a menudo este año?
Al final, todas las madres salieron y Roberta se quedó a mi lado.
La señorita se apoyó en la mesa y empezó a decir:
—Vamos a ver, soy vuestra maestra. ¿Sabéis lo que es una maestra?
—Sííí...
Roberta miraba las hileras de dibujos pegados en la pared unos al lado de los otros.
—¿Qué son?
—El abecedario.
—¿Qué?
—Sirve para aprender las letras del alfabeto. —No lo había entendido—. Son las letras del alfabeto. Esa es la erre y hay un ratón dibujado porque «ratón» empieza con erre.
—¿Ratón no empieza con «re»?
—Sí, pero cuando está sola se llama «erre».
—¿Por qué?
—Ni idea.
—¿Por eso has suspendido?
«Espero que la mamá de Roberta vuelva a buscarla pronto», pensé. Sin embargo, fui yo quien se marchó, no permanecí ni un mes en esa escuela.
2
Un día que había ido a la escuela, me encontré al tío Eugenio esperándome a la salida. Era el 20 de octubre de 1986, una fecha que siempre recordaré porque no la puedo olvidar.
El tío Eugenio era un poco más mayor que papá, pero ya tenía la barba blanca. Papá iba con él a Alemania de vez en cuando, le echaba una mano para conducir el camión, y siempre volvía con un montón de ropa para mamá, sobre todo zapatos. Nadie del pueblo tenía los zapatos de mamá.
Él no vivía en la misma ciudad que nosotros, así que me sorprendió su presencia. Me dijo que mamá estaba en el hospital porque se había encontrado mal. Subimos al camión y yo ni siquiera podía mirar la carretera porque el asiento era demasiado bajo y mi estado de ánimo era aún más bajo que el asiento.
En la parte de atrás había una cortina que ocultaba la cama donde mi tío duerme cuando va de viaje. Sobre ella había una revista con un primer plano de una chica rubia que sonreía de una forma rara, como si tuviera sueño. El titular decía Strutt no sé qué, creo que era alemán. El tío Eugenio, en efecto, sabe hablar alemán, o al menos eso aseguraba cuando papá le tomaba el pelo porque solo sabía decir «buenos días» y «buenas noches».
—Tío, ¿qué quiere decir Strutt?
—No lo sé, Salvo.
—Pero ¿no hablabas alemán?
«¿A qué papá tenía razón? Se compra una revista y no sabe ni lo que pone», pensé.
—Sí, pero esa palabra no la sé.
—Yo sé una, tío: Kaputt.
—Salvo, ¿cuántos años tienes?
En ese momento el camión pasó por un bache y la revista Strutt no sé qué se deslizó entre las cortinas y fue a parar justo a nuestros pies. Mi tío la quitó rápidamente de en medio y la metió en el compartimento de la puerta, pero me dio tiempo a ver que la chica de la portada, además de sonreír, tenía un pecho desnudo. Solo uno. Pero era muy grande.
Me acordé de una cosa.
A principios del verano en que vinieron a buscar a papá, Emidio y yo les dimos un buen susto a nuestros padres porque una tarde nos perdimos y creyeron que habíamos acabado en la carretera nacional y nos habían atropellado. En realidad habíamos descubierto «el atajo».
Lo llaman así porque evita dar un rodeo para llegar al Camping dell’Isola, donde nos habían dicho que había una máquina de videojuegos que daba una partida gratis si atizabas la ranura de las monedas con una patada. Para coger el atajo solo había que saltar una red, pero había que tener cuidado con no mancharse porque estaba muy oxidada. El atajo no estaba asfaltado, era de tierra roja y estaba lleno de matorrales que nadie cortaba. Y había tantos olivos que parecía por la tarde aunque fuera plena mañana.
Los olivos son raros porque no hay dos iguales, mientras que los demás árboles se parecen los unos a los otros. Además, parecen antiguos hasta cuando son pequeños, como si nacieran viejos. También había una caravana abandonada, una mezcladora de cemento con pedal y muchas barracas de madera a medio construir, con lonas de plástico haciendo de techo. En resumidas cuentas, en el atajo había un montón de cosas y, cuanto más mirábamos a nuestro alrededor, más cosas encontrábamos, por eso nos entreteníamos.
Como siempre que jugábamos a los exploradores, Emidio había cogido un palo de madera al que llamaba «el bastón de mando», quién sabe de dónde había sacado semejante tontería. Daba bastonazos a diestro y siniestro como si fuera una espada, decía que para espantar a las culebras. Yo creo que ahí solo había lagartijas, pero nunca se sabe. En un momento determinado se paró porque había encontrado algo en el suelo y lo dejé atrás. Creí que empezaba a hacer el tonto como siempre que dice que tengo que ir detrás porque él lleva el bastón de mando. Yo lo dejo hacer; total, que camino con desgana, mientras que él va siempre corriendo. Además, si se atreve a tocarme, le rompo el bastón de mando en la cabeza, así comprobamos si funciona de verdad.
Emidio estaba petrificado, pero no me llamaba. ¿A que ha encontrado una serpiente y no puede moverse porque si no le muerde? Yo también busqué un palo, pero no había ninguno.
Me imaginé que la serpiente le mordía y que me tocaba chupar el veneno y escupirlo, pero me daba miedo no escupirlo todo y morir yo también. Lo sé por las películas.
—¿Qué te pasa? —pregunté.
Emidio se quedó callado, concentrado como si tuviera que resolver un problema de matemáticas dificilísimo. Me hizo un gesto para que me acercara.
En el suelo había una revista abierta.
—¿Qué has encontrado?
—Un coño. —Lo indicó con el bastón de mando.
En la revista había una mujer desnuda con las piernas abiertas.
Ya había visto uno una vez, pero no era como ese; quiero decir, no del todo. Un día mamá se asomó por la puerta del baño y me llamó. Acababa de ducharse y llevaba puesto el albornoz. Se entreveían unos pelos. «¡¿Qué miras?! Tráeme las zapatillas», dijo. Se cubrió de inmediato y yo, no sé por qué, me avergoncé. Fui a buscar las zapatillas al trastero sin levantar la vista del suelo.
—Pero ¿el coño no tenía pelos?
Volvimos a mirar la revista y después nos miramos como dos científicos recelosos.
—Las niñas no tienen pelos.
—Pero esa es una señora. Las señoras sí los tienen.
—¿Y tú qué sabes?
—Todo el mundo lo sabe.
Al volver a casa nos dieron más palos que páginas tenía la revista. Pero valió la pena porque ahora puedo contarlo, aunque no me ciña al tema. Por la noche, cuando nos acostamos sin cenar, Emidio y yo tardamos mucho en dormirnos. Con la vista clavada en el techo, hojeamos páginas imaginarias durante horas.
3
Ahora el tío Eugenio conducía con más cuidado, no fuéramos a coger otro bache y acabara cayendo otra Strutt no sé qué.
—Cumplí siete años el mes pasado —respondí.
Después le pregunté si podía tumbarme detrás. No quería dormir, solo tenía curiosidad por saber cómo se estaba. Me subí y bailaba todo.
—Tío, ¿papá también dormía en el camión?
—Sí, yo conducía y él dormía, solíamos turnarnos.
—Tío, ¿puedo preguntarte una cosa?
Creo que se preocupó cuando se lo dije, por eso respondió:
—Depende...
—¿Cuándo vuelve papá?
Se quedó callado. Como todos a quienes se lo pregunto. A mamá ya no, porque luego no habla durante el resto del día. Pero pensé que a él podía preguntárselo porque no lo veo nunca.
—No sé cuándo volverá tu papá, Salvuzzo, depende del juicio.
«Juicio» es una palabra importante. Ya la había oído una vez, cuando volvimos a Ruvo dos meses después de que papá se fuera. Acababa de despertarme y mamá estaba en el cuarto de estar con un señor mayor que hablaba muy bajo. De vez en cuando tosía y luego se secaba la boca con un pañuelo. Mamá escuchaba en silencio, no parecía que su presencia la alegrara, estoy seguro de que le tenía miedo. Nunca lo había visto en el pueblo. Entonces me escondí detrás de la puerta entornada; si le hacía algo a mamá, le daría un porrazo y ella podría escapar. Mamá me vio y dijo:
—Ven aquí, Salvo, acércate. —Abrí un poco la puerta y me dejé ver—. ¿Qué haces ahí detrás? Ven a saludar.
Me acerqué a mamá y me di cuenta de que me había equivocado, estaba tranquila. Creo que era yo quien le tenía miedo. Me pasó la mano por el pelo como siempre que me presenta, igual que cuando quita el polvo a los cachivaches porque va a venir una visita, para que vean lo bonitos que son.
—Saluda a este señor. Este es mi hijo, Salvo.
Le bastaban dos dedos para estrecharme la mano. Parecían dos trozos de esa cuerda doble que usan en el puerto para atar los barcos, la gúmena. No soltaba la mía, como si hubiera hecho un nudo. Lo miré y volví a sentir miedo.
—¿Estabas espiando?
—En mi casa nadie espía —respondió inmediatamente mamá en el mismo tono que usa al reñirme.
El viejo se quedó callado durante un rato balanceando la cabeza de arriba abajo, después deshizo el nudo y me soltó la mano. Luego pasó algo raro, tuve la impresión de que me estaban mirando, pero en la habitación no había nadie más. Entonces vi la Santa Faz, como el cuadro que hay encima de la cama en el cuarto de mamá. El anciano lo llevaba dibujado en el pecho y asomaba por la camisa abierta a causa del calor. Era como si Jesús me mirara fijamente.
—Eso es lo que quería saber.
Se puso el sombrero y se levantó muy despacio como hacen los viejos, como si le crujieran todos los huesos. Ahora nos miraba desde lo alto. A mí porque siempre me miran así, a mamá porque estaba sentada.
—Lo que puedo hacer por ti y por tu hijo puedo hacerlo ahora, sin esperar el juicio de Vincenzo.
El juicio de Vincenzo. ¡Así que era algo relacionado con mi padre!
—Y dale más de comer a esta criatura, está enclenque.
Me dio dos cachetes en la cara. Yo estaba quieto como una piedra. La piel de sus manos era como la corteza de los árboles, llena de arrugas.
—Y tú también, Mari, ya verás que todo se arregla, hija mía.
Le dijo «hija mía», como si fuera su padre.
Después cogió su bastón y se fue. No cojeaba mucho, apenas se apoyaba en él, como si no lo necesitara. Pensé en «el bastón de mando», en el palo de Emidio que, como mucho, asustaba a las lagartijas, mientras que el viejo, con el suyo, ahuyentaba de verdad a las serpientes que él llamaba «espías».
—¿Qué es un juicio? —le pregunté a mamá cuando el viejo se marchó.
No me lo quiso explicar. «Salvo, estoy cansada...», dijo como siempre.