Lo que encontré bajo el sofá

Fragmento

El grupo se movió y nos fuimos adentrando por unas calles que parecían desplazarse como serpientes…

—Hay varias razones por las que antiguamente se hacían calles tan estrechas —continuó el guía—. Por una parte, eso protegía a los ciudadanos del frío en invierno y del calor en verano, y lo que también es importante, estos callejones eran perfectos para defender la ciudad, pues si era invadida, confundían a los enemigos.

Y así, atravesando lugares que nos llevaban a otras épocas, narrando leyendas sobre fantasmas que parecían rodearnos y descubriendo un secreto en cada esquina, nos fuimos acercando a la plaza en la que iban a comenzar mis dos historias.

—Bueno, pues hemos llegado a este precioso rincón. Vayan pasando y quédense aquí, a mi alrededor, que les voy a contar una bonita historia de amor.

Poco a poco, fuimos ocupando con nuestros cuerpos el espacio que dejaba la noche; agrupados, en silencio, frente a un hombre que comenzó a conquistarnos.

—Estamos en la plaza de Santo Domingo el Real. Por si a alguno de ustedes les suena, aquí es donde sucede —al menos hasta ahora se piensa que es así— parte de la leyenda de Las tres fechas, de Bécquer. Miren a su alrededor e imagínense en un día cualquiera de hace unos ciento cincuenta años…

»La leyenda nos cuenta que Bécquer se encontraba por estos lugares cuando, paseando por una calle en la que raramente se cruzaba con nadie, se dio cuenta de que las cortinillas de una ventana se abrían para volver a cerrarse casi de inmediato. Él intuyó que unos bonitos ojos lo observaban, pues tras aquella ventana tan hermosa —supuso— solo podía asomarse una hermosa mujer. Pasaron los días y, cada vez que Bécquer caminaba por aquella calle, hacía más ruido del necesario con sus zapatos para advertir de su presencia.

»Y de nuevo, otra tarde, le ocurrió exactamente lo mismo… pero tampoco pudo verle el rostro. Pese a su curiosidad, a los pocos días tuvo que marcharse de Toledo y anotó en su cuaderno una primera fecha.

Se detuvo durante unos instantes y me di cuenta de que era tal el silencio que la ciudad parecía dormida. Nosotros, en cambio, permanecíamos totalmente despiertos, inmóviles, atentos… como esos niños que se reúnen de noche junto al fuego para disfrutar de una historia de misterio en pleno bosque.

—Pasado un tiempo, Bécquer volvió a Toledo y, una vez más, otro día, paseando por esta misma parte de la ciudad, vio una joven mano que le saludó desde la ventana. Desgraciadamente, al igual que la vez anterior, tampoco llegó a ver su rostro. Estuvo esperando y esperando, pero aquella hermosa mujer —según su imaginación— ya no volvió a asomarse. Finalmente, tuvo que partir de nuevo hacia Madrid y anotó una segunda fecha. Sobra decir que durante todo ese tiempo, Bécquer, que era un enamoradizo, se había creado mil sueños e imágenes en su mente sobre aquella misteriosa y, sobre todo, bella mujer.

El guía guardó silencio nuevamente y yo aproveché para agacharme y atarme unos cordones que se habían vuelto rebeldes hacía ya unos cuantos pasos. Al inclinarme, me fijé en una extraña inscripción que había en la base de la pared. A primera vista parecía un reloj de arena, pero al mirarlo más detenidamente descubrí que en realidad eran dos corazones enfrentados, uno arriba y otro abajo, uniéndose en sus puntas. En el interior del primer corazón había unas iniciales y en el del segundo una fecha: 22-X-1984.

—Al cabo de un año —continuó el guía—, Bécquer volvió a esta plaza sin haber olvidado aquellas dos fechas. Estuvo paseando varias veces por aquí intentando encontrar a la dama de sus sueños, pero nada, no tuvo suerte. Un día, en uno de sus tantos caminares, escuchó el sonido de un órgano acompañado de unos cantos que salían de este mismo convento que ustedes tienen a sus espaldas. —Todos nos dimos la vuelta—. Preguntó por lo que aquí ocurría y le dijeron que una novicia estaba tomando los hábitos. Bécquer, movido por la curiosidad, se asomó y estuvo atento a toda la ceremonia, sin poder distinguir en ningún momento la cara de la dama. Una vez acabado el rito, se abrió la puerta y la nueva esposa de Dios entró hacia la clausura. En ese instante el poeta la vio y… —aquel hombre, ayudado por el silencio que nos rodeaba, nos tenía a todos atrapados—… quiso saber quién era aquella muchacha.

»Le dijeron que se trataba de una joven que se había quedado sola tras la muerte de sus padres, una doncella que no tenía a nadie con quien compartir su vida. Cuando preguntó dónde vivía, le señalaron una ventana y se le encogió el corazón, pues según las indicaciones era la misma ventana que él ya conocía. Como imaginaréis, Bécquer salió de allí destrozado, seguramente se pasó el día pensando en que si hubiera llamado a su casa, si la hubiera conocido a tiempo… Esta es la tercera fecha, una fecha que nunca llegó a escribir porque dice que se la guardó para siempre en su corazón.

Dejamos escapar un pequeño suspiro que se desvaneció entre la noche.

—Bueno, como ven, es una bonita historia que no tuvo un final feliz, o al menos el final que Bécquer hubiera esperado. Y ahora, continuemos, caminemos hacia allí, hacia aquellos cobertizos…

Aquello podría haberlo hecho cualquier enamorado, pero algo no me cuadraba: la fecha, la letra y, sobre todo, el esfuerzo que suponía: estaba esculpido en la roca. Un trabajo demasiado complicado para la inmediatez de un adolescente. Finalmente, me pudo la duda y, antes de que el guía desapareciera tras el grupo, me acerqué a él.

—Oiga… Luis, ¿verdad?

—Sí, dígame —me contestó con un gesto amable, poniendo su mano sobre mi hombro.

—Verá, es que he encontrado una marca aquí detrás, justo donde se juntan el muro y las rejas, no sé, es extraña…

—A ver, dígame dónde… —Y me acompañó unos metros.

—Mire, aquí —le señalé con el dedo.

El hombre se agachó, miró la inscripción y acarició lentamente la pared, como si cada parte de aquella ciudad fuera también parte de su propia vida.

—Vaya, sí que es usted observadora —contestó—, pero supongo que será obra de algún joven enamorado. Esta plaza tiene mucho significado, sobre todo por la historia que les acabo de contar. No es de extrañar que alguien haya querido dejar aquí su amor por escrito. —Sonrió.

—Pero es que… —repliqué—, es que pone 1984, y teniendo en cuenta la facilidad de los espráis, ¿quién se va a poner a hacer este trabajo sobre la piedra?

—Quién sabe, quizás aún quedan románticos. —Sonrió—. Además, si lo piensa, esto no se lo lleva la lluvia.

—¿La lluvia?

—Sí, claro, los espráis se van desdibujando con la lluvia, en realidad, la lluvia lo desdibuja todo: los rostros, las miradas, los recuerdos… hasta las calles —me dijo sonriendo—. Vamos, que se nos pierde el grupo.

Y en cambio fui yo la que, a partir de ese momento, comencé a perderme.

* * *

Y sin aviso, como esas malas noticias que llegan por teléfono en la madrugada, siente que le explota el estómago.

Como reacción, su cuerpo expulsa un grito que concentra miedo y dolor. Un grito que va colisionando entre los muros de la pequeña calle y escapa hacia la ciudad.

Un puño acaba de impactar con tanta fuerza que su cuerpo se dobla, cayendo, de rodillas, al suelo.

Las tres sombras se quedan momentáneamente a la espera.

—Vaya con la niña, ¿habéis visto cómo grita? —dice una voz salpicada de odio a apenas unos centímetros de su cara.

—¿Sabes lo que le pasa a quien me toca las narices? —Habla sobre un cuerpo que escucha sin comprender lo que está ocurriendo, un cuerpo que repasa mentalmente entre sus últimas acciones alguna que haya podido provocar aquel arranque de violencia. Por un momento, llega a pensar en la posibilidad de que se estén equivocando de persona.

—No entiendo… —se atreve a decir.

—¿No entiendo? ¿No entiendo? ¿No entiendo?… —se burla su agresora—. Pues parece que el otro día, cuando estabas ligando con mi chico, sí que entendías. —Y esa frase comienza a despejar todas las dudas, al menos hay un motivo, como si eso, de alguna forma, justificara la agresión.

Fue hace dos días, cómo iba a olvidarlo. Estuvo hablando unos minutos con sus amigas a la salida de clase, como casi siempre, de chicos. Se despidieron, y ella comenzó a caminar hacia su casa. Cruzó la calle, dobló una esquina y alguien gritó su nombre.

Se dio la vuelta y vio al chico por el que todas estaban locas: Dani, de segundo. Él comenzó a hablarle y ella a no oír, él comenzó a mirarla y ella a no ver… y, sin saber cómo, se estaban besando en las mejillas. A partir de ese momento, empezó a notar que se alejaba del suelo…

—No… Yo no hice nada, él vino… —Habla con unas palabras que se atropellan a la salida de su boca—. Yo no lo conocía de nada, no sabía que tú y él… no sabía…

—¡No sabía, no sabía! ¡Nada! —grita mientras le agarra del pelo con rabia—. Como vuelva a ver que te acercas a mi chico, te clavo esto… —Y en ese momento saca una pequeña navaja del bolsillo—. Te clavo esto en esa carita de muñeca que tienes.

* * *

Me quedé allí, repasando con mis dedos los surcos de aquellos dos corazones, sintiendo el frío rozar de la piedra contra mi tacto. «¿La lluvia?», pensé, no entendía nada.

Nunca imaginé que ese rincón y esa marca iban a significar tanto en mi vida; nunca imaginé que, en unos días, apoyada en ese mismo lugar iba a desarmarme por completo, que iba a descuidar todos mis principios.

Me estaba ya incorporando cuando, como un susurro surgido de la ciudad, llegó hasta mí la sombra de un grito; un grito diferente a los que llenan la noche de un viernes.

Podría haberlo ignorado y correr tras un grupo que ya se me escapaba, pero la intuición me lo impidió. Me puse en pie y salí de la plaza siguiendo la estela de aquel sonido que parecía resultado del dolor. Orienté mi oído buscando miedo como un zahorí dirige su palo buscando agua.

Me asomé a la primera calle: nada. Comencé a caminar a más velocidad hasta la siguiente: nada; la siguiente: nada; pero al doblar la esquina, miré a la izquierda y, al final de un oscuro callejón, distinguí unas sombras sobre el suelo.

Y sin pensar —porque, seguramente, si lo hubiera pensado, no lo habría hecho de una forma tan inconsciente—, grité desde el otro extremo: «¿Pasa algo por ahí?».

* * *

«¿Pasa algo por ahí?», se oye en la noche.

Tres sombras giran sus cabezas hacia la otra orilla de la calle, dejando que un silencio tenso se instale entre esa voz no invitada y ellas.

—¡Ya hablaremos otro día, zorra! —se oye con fuerza en la oscuridad.

Y esas mismas sombras echan a andar hacia el extremo más cercano a la salida, sin prisa, con la seguridad que da saber que, a esa edad, una ley las protege.

Me acerqué en susurros, temblando, con un valor imprudente; sin saber lo que me podía encontrar allí, sin saber el estado de aquel pequeño bulto que permanecía inmóvil, abrazado al suelo.

Me agaché y descubrí a una niña que temblaba, acurrucada sobre un pequeño charco. Le acaricié suavemente la espalda y su reacción inmediata fue protegerse ante un posible nuevo golpe, ocultando la cabeza entre sus manos.

—No te preocupes, ya se han ido… —le dije en voz baja, intentando no asustarla más, si es que eso era posible. Y la abracé; la abracé como hubiera abrazado a mi hija. Y ella, aún temblando, sacó sus brazos y me devolvió el abrazo. Y así, dos desconocidas estuvimos sintiéndonos durante un siglo. En aquel contacto yo iba notando cómo, poco a poco, su corazón volvía a la normalidad, cómo su temblor iba disminuyendo y cómo las lágrimas llegaban al final de su recorrido: mi cuello.

—¿Te han hecho algo? ¿Estás bien? —le pregunté cuando comenzaba a separarse.

Levantó lentamente la cabeza, quizás porque su mente aún retenía el miedo a ser golpeada de nuevo. Observó alrededor y me miró a los ojos mientras volvía a la realidad. Intentó disimular su dolor recogiendo varios objetos y guardándolos en su mochila.

—¿Estás bien? —le insistí.

—Sí, sí —respondió casi sin voz, mientras con una mano se limpiaba las señales de terror que le quedaban en las mejillas.

—¿De verdad? ¿Quieres que llame a alguien? ¿Te han hecho daño? ¿Vives por aquí? —Fue el rosario de preguntas que le hice con la intención de poder ayudarla en algo.

—No, no, de verdad, estoy bien, estoy bien… —respondió con unas palabras que, al salir, intentaban esquivar las lágrimas que aún le quedaban en la garganta.

Me sentí impotente, sin saber qué decir ni qué hacer. Se levantó, se sacudió los restos de vergüenza como pudo y se colocó la mochila entre las piernas, intentando disimular una mancha que delataba su fracaso.

Nos dirigimos hacia la salida del callejón, una al lado de la otra, dos desconocidas a veinte años de distancia.

—¿Quieres que te acompañe a algún sitio? —le insistí.

—No, no hace falta, gracias… vivo ahí mismo —me decía mientras notaba sus ganas de desaparecer.

Miró a ambos lados con desgana y comenzó a caminar. Me quedé mirando su silueta mientras cruzaba la calle… Se me cayó el alma al suelo.

En ese mismo instante, a lo lejos, distinguí las luces de un coche de policía. Sin pensarlo, grité hacia él moviendo las manos en el aire.

—¡Policía! —grité con todas mis fuerzas—. ¡Policía!

Grité y gesticulé tanto que finalmente me vieron. Pero conforme el coche se acercaba, era la niña la que desaparecía: al oír mi voz echó a correr y se metió en un portal cercano.

Y yo, ese día, atravesé también un portal, el que conduce a esas otras realidades que no se pueden contar a nadie, ni siquiera a una misma.

* * *

Durante unos instantes que le parecen horas es incapaz de meter la llave en la cerradura. Es como si todo el viento del mundo balanceara en ese momento su mano, su cuerpo y su vida.

Está a punto de llamar al timbre y gritar que está asustada, que se siente sola, que se acaba de mear encima, que necesita el abrazo de alguien…, aunque sea el de sus padres. Que, en realidad, a pesar del maquillaje, de sus faldas y su altura, aún es una niña, solo eso, todo eso: una niña.

Está a punto de gritar que hoy, como cuando era pequeña, necesita dormir con ellos, en su cama. Dormir y que la noche sea tan eterna como una estación por la que ya no pasan trenes. Necesita moverse en mitad de la madrugada y sentir la protección del tacto. Sentirse como cuando aún no era tan mayor. Ahora, después de tantos años queriendo ser adulta, desea ser un poco más niña.

Tras varios intentos consigue meter la llave. Empuja la puerta y, ya desde dentro, observa a través de unos pequeños centímetros cómo la mujer que acaba de ayudarle está hablando con un policía. Se mantiene ahí hasta que nota cómo sus miradas, sus palabras y sus gestos se dirigen hacia ella.

Cierra de golpe.

Se sienta en el primer escalón, apoya la espalda contra la pared ahogando el dolor que le roza varias partes de su cuerpo y se pregunta qué acaba de ocurrir.

Hasta ese momento su vida ha sido bastante fácil, nunca le ha sucedido nada parecido, alguna riña con otros compañeros, alguna discusión… pero nada más; en cambio, eso, lo que le acaba de pasar…

Oye unos pasos en el exterior y se levanta de golpe. Sube las escaleras.

De nuevo otra llave.

Abre la puerta y en silencio entra en casa.

Su madre está en la cocina.

Su padre está en el sofá.

Y ella desearía no estar en ningún sitio.

* * *

Encaja la llave a la primera, a pesar de que sus dedos también tiemblan, pero por razones distintas. Llama al ascensor y sube en él como tantas veces lo ha hecho. Se mira al espejo con una sonrisa que no acaba de completarse, como siempre. Llega al tercer piso y abre lentamente la puerta con una sensación de victoria.

En realidad, no sabe exactamente qué es lo que más le gusta: si tener ese control sobre otra persona o ser admirada y temida por el resto, quizás una mezcla de ambas cosas.

Nunca admitirá que la verdadera razón es la envidia. Esa chica nueva —Marta le ha dicho que se llama— es demasiado guapa, demasiado llamativa y, aunque esto ya no le importe tanto, demasiado lista. La vio los primeros días, pero solo se ha fijado en ella al descubrirla hablando con Dani, con su —al menos eso desea— Dani, con el chico más guapo del instituto. Sí, piensa, esa chica destaca en muchas cosas, pero, afortunadamente, acaba de descubrir que es tan débil como guapa.

Sabe que si persiste en su acoso, podrá conseguir que trasladen a Marta de centro; porque, como ya ha ocurrido en otras ocasiones, normalmente se va la agredida y no la agresora. Sonríe.

Sale del ascensor.

De nuevo otra llave.

Abre la puerta y, en silencio, entra en casa.

Su madre ya ha salido.

Su padre aún no ha llegado.

Y a ella le daría igual estar en cualquier otro sitio.

* * *

Mete el coche en el garaje, abre la puerta de casa, desconecta la alarma y tira la chaqueta sobre una silla.

Se dirige con una sonrisa hacia la habitación. Sabe que mañana podrá conseguir un dinero que no le vendrá nada mal: un político corrupto —prácticamente todos, sonríe—, algún funcionario con tareas extra por las tardes, abogados con pocos escrúpulos, empresarios ricos que buscan el calor en camas ajenas… en realidad, es tan fácil.

Comienza a desnudarse, dejando un reguero de ropa desde la cama al baño. Abre el agua caliente y se mete en la ducha. Y ahí, bajo el placer de esa lluvia, observa cómo su orina, mezclada con el agua, desaparece por el desagüe… y suspira de gusto.

Se mantiene con los ojos cerrados y la cabeza mirando hacia el suelo, dejando que las miles de gotas que le caen en la nuca le estremezcan el cuerpo.

Y mientras se enjabona con la mano y llega a ese punto por debajo del ombligo, se pone a pensar en la tía que ha conocido. Cómo le ha sonreído, cómo se le ha quedado mirando, sabe que le ha atraído y, además, tiene un buen polvo. Pensando en ella, con el movimiento de una sola mano, consigue un placer que le recorre el cuerpo.

Apoya los brazos sobre la pared, suspira varias veces y, tras dejar que el agua arrastre los restos, sale.

Quizás sean cosas del uniforme, piensa mientras se sitúa frente al espejo para afeitarse.

Tras la crema hidratante y la antiarrugas se va hacia la cocina. Abre la nevera, coge una cerveza y pone una pizza congelada en el microondas, sabiendo que todo lo que se cuida por fuera, a veces lo estropea por dentro.

Se tira directamente en el sofá, enciende la tele y se tumba.

Sus pensamientos se van de nuevo hacia los secretos, hacia todos esos secretos ajenos que almacena y que hasta ahora le han dado tanto dinero. Mira alrededor: ¿Qué policía puede permitirse una casa así, un coche así, un nivel de vida así…? Sabe que mañana, como en cada visita, tendrá mucho que contar o, con suerte, esconder.

Mira el mueble: allí permanece el sobre. Un sobre repleto de fotografías que valen un buen puñado de euros.

* * *

Metí la llave sin ser consciente de que aquel encuentro iba a cambiar mi vida y, de alguna forma, la de los que estaban a mi alrededor.

Abrí la puerta y entré en silencio. La única luz venía de un televisor que hacía las veces de candela frente a una mujer que, una noche más, dormía sola en el sofá.

Me quité los zapatos y atravesé el pasillo hasta llegar a mi habitación.

Y allí, en la cama: ella. Me acerqué a su pequeño cuerpo para darle un beso que al final se convirtió en miles de contactos minúsculos contra su mejilla.

Me quité la ropa, me puse el pijama, me lavé la cara y aproveché el momento para llamar a mi marido.

* * *

La noche de un viernes va desapareciendo a través de la madrugada mientras una pareja acaba de saber que, tras muchos meses de espera, por fin serán padres; ella, con el Predictor aún en la mano, sale del baño entre lágrimas de alegría y los dos se abrazan mientras sus cuerpos tiemblan.

En la casa de al lado, pared con pared, un marido, avergonzado, espera a que toda la familia esté durmiendo para acercarse al ordenador y comenzar a masturbarse; su mujer hace tiempo que no tiene ganas de nada y él prefiere internet a estar cada noche acumulando rechazos. Existe otra opción, más física, más clandestina, pero de momento aún no la contempla.

En el edificio de enfrente, en un tercero, la luz de una habitación se enciende cada pocos minutos. Unos padres deambulan inquietos porque no saben qué hacer para paliar la tos que su bebé tiene desde hace horas. Le acaban de dar el jarabe, y aun así, hay momentos en los que parece que se le va la vida en un ahogo. Lo abrazan sin saber si ir al hospital o esperar un poco más.

En el piso de arriba, ya en la cama y con la luz apagada, una mujer revisa los mensajes del móvil mientras su marido duerme, el último es de su compañero de trabajo: «El lunes te follo otra vez en el baño ;)». Sonríe y lo borra.

En la misma calle, a diez portales de distancia, dos ancianos se duermen cogidos de la mano: ella en su mecedora y él, al lado, en el sofá; ambos saben que les queda poco tiempo y que cuando uno muera, para el otro habrá acabado la vida. En la casa de al lado, un adolescente levita en su cama: el miércoles la conoció, se dieron dos besos y al acariciar aquellas mejillas notó cómo ella también se separaba del suelo. Rubia, con los ojos azul cielo y una sonrisa capaz de dejarte indefenso. Le dijeron que se llamaba Marta, y esas letras se le han quedado grabadas en el corazón. En el mismo edificio, dos pisos más arriba, una niña acaba de esconderse bajo las sábanas porque tiene miedo a los monstruos, sobre todo al que está ahora mismo en el salón gritándole a su madre.

A dos calles de distancia, en un ático, una pareja acaba dormida en una bañera, entre espuma, velas y olor a canela; saben que no es el agua lo que les hace flotar. A la izquierda, en la pared contigua, una chica recién entrada en la mayoría de edad ha recibido, esa misma tarde, la noticia de que ha aprobado el carné de conducir. Se duerme mientras se imagina llevando a sus amigos por carreteras infinitas, hacia aventuras que escribirá con fotos en decorados álbumes de papel. Dos pisos más abajo, una niña ya casi adolescente se duerme junto a un papel que ha encontrado por sorpresa en su cartera. Lo lee de nuevo y sonríe: «¿Qué es poesía?, dices mientras clavas en mi pupila tu pupila azul. ¡Qué es poesía! ¿Y tú me lo preguntas? Poesía… eres tú».

A tres calles de allí, un niño sueña que será actor porque esa misma tarde le han hecho unas fotos desnudo en el vestuario de la piscina; le han pagado diez euros, pero con la condición de guardar el secreto. Dos pisos más abajo, un hombre cercano a los sesenta años, sin hijos y viudo hace apenas unos meses, cuenta los días para que amanezca y la policía se presente en su casa para desahuciarlo, como si fuera un vulgar delincuente. Coge una vieja escopeta que guarda bajo el sofá e introduce dos cartuchos.

A unos trescientos kilómetros, en un pequeño pueblo, un hombre hace dos horas que ha llegado de trabajar. Lo primero que ha hecho nada más entrar, aprovechando la inusual tranquilidad de la casa, ha sido prepararse un baño. Ha dejado el maletín en la entrada, la ropa encima de la cama y su cuerpo en la bañera. Lleva varios minutos completamente sumergido —a excepción de la nariz—, disfrutando de los sonidos que se escuchan bajo el agua: el tintineo de sus dedos contra la pared, el ruido de esas últimas gotas que siempre quedan en el grifo, sus propios pensamientos, las voces lejanas de algún vecino, la melodía de un móvil que suena en la noche, una melodía igual que la suya… ¡su móvil! Se levanta bruscamente, coge una toalla y se dirige descalzo hacia la mesa del comedor dejando un reguero de agua por la casa.

Se había olvidado por completo.

* * *

—¡Hola! —me contestó jadeando.

—¡Hola! ¿Qué te pasa? ¡Sí que has tardado en cogerlo!

—Me estaba dando un baño y he tenido que salir corriendo…

—¡Vaya! Cuánto tiempo sin llenarte la bañera, ¿eh?

—¡Buf, ya ni me acuerdo! ¿Qué tal todo por ahí, amor?

Era el primer fin de semana que íbamos a pasar separados en mucho tiempo. Él en nuestra casa, y la niña y yo en casa de una —casi— extraña.

En aquella conversación hablamos de nuestra hija, de mi día en el trabajo, de lo cansado que había llegado él del suyo, del frío que ya se acercaba y de cómo me había ido la visita por Toledo… Le dije que la niña bien, el trabajo como siempre y la ruta, muy corta. Le conté por encima lo de la niña del callejón, que perdí al guía y que ya repetiría la ruta otro día. Tampoco le di demasiada importancia, quizás porque no quería llegar al momento en que un policía me había vuelto a recordar sensaciones ya olvidadas.

Ahora sé que aquella noche fue la primera en la que comencé a ocultarle cosas, en la que comencé a hacer acrobacias con las realidades. Aun así, intenté convencerme de que no decir algo no es mentir.

Aquella noche me acosté recordando el miedo tatuado en la cara de una niña que en un futuro podría ser mi propia hija, que en un presente podría ser cualquiera de mis alumnas; me dormí recordando el charco de orina que nacía en sus pantalones, la violencia con que sonó la palabra zorra en los labios de otra niña… Aquella noche me dormí con la imagen de aquellos ojos verdes, de aquellos brazos, de aquel uniforme y de aquella sonrisa que parecía dirigida solo a mí; me dormí dándome cuenta de que, por un instante, hubiera deseado detener el mundo a mi alrededor. Recordé su mirada y todo lo que significaba, porque lo que no me dijo con los labios fue capaz de expresarlo con sus ojos.

Intenté dormir, pero no había forma, algo me lo impedía: nervios, excitación… no lo sé. No pude evitar pensar de nuevo en aquella sonrisa que brillaba con la

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