Un pueblo llamado Gaviotas

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En 1994, un equipo de periodistas independientes recibió financiación por parte de la Corporation for Public Broadcasting, la Ford Foundation y la John D. and Catherine T. MacArthur Foundation para producir una serie para la National Public Radio que documentara la búsqueda de soluciones de la humanidad a los mayores problemas ambientales y sociales que amenazaban el mundo. Alan Weisman, uno de los miembros del equipo, llevó su empresa hasta un lugar poco prometedor: Colombia, un país asolado por la violencia y la guerra contra las drogas. Le habían contado que veinticinco años antes un grupo de visionarios colombianos habían decidido que si podían generar paz y prosperidad autosostenibles en el lugar más difícil del mundo, se podía hacer lo mismo en cualquier otra parte. Después se dispusieron a intentarlo.

Weisman hizo un viaje por tierra en un jeep durante dieciséis horas, a lo largo de carreteras con retenes del ejército, la guerrilla y los paramilitares, para ir a ver lo que esos visionarios habían construido en el lugar más inhóspito que pudieron encontrar: la extraordinaria comunidad llamada Gaviotas.

Las siguientes instituciones brindaron un generoso apoyo

a la escritura de este libro:

The Burr Oak Fund of the Tides Foundation

Kristie Graham of the Amazon Foundation

The Macon and Regina Cowles Foundation

The Westport Fund

Homelands Research Group

cap-1

OBERTURA

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Años antes de que Belisario Betancur fuera presidente de Colombia y sorprendiera a su fragmentado país al arriesgarse a empezar un proceso de paz con un grupo de insurgentes marxistas que en ese momento controlaba más parte del territorio nacional que el gobierno; antes de que llenara los salones gubernamentales con las obras y los conciertos de los mejores pintores, músicos y poetas colombianos, e invitara al público a que entrara a ver y a oír; antes de que hiciera que los magos de Gaviotas le instalaran en su palacio presidencial aparatos ingeniosamente diseñados para captar la abundante energía solar a través del cielo plomizo de Bogotá; mucho antes de todo esto, Belisario escuchó una historia que nunca pudo olvidar.

Era el tipo de historia que ponía todo lo demás en perspectiva, le explicó treinta y cinco años después a Paolo Lugari, el fundador de Gaviotas.

—Todavía lo hace. Escucha.

—Así lo haré, presidente. Y después tengo otra historia para usted.

Corría el año 1996. Estaban en el apartamento de Betancur, ubicado al nordeste de Bogotá, tomando una infusión de manzanilla. Fuera, una fría lluvia azotaba la falda de los Andes de 2.600 metros de altura. El ex presidente, de cara redonda y cabellos plateados, que entonces contaba con setenta y tres años, estaba sentado en su sillón de cuero, enfundado en un grueso suéter azul y una bufanda de lana roja. Lugari, un hombre barbado y corpulento a quien evidentemente no le afectaba el frío, llevaba puesto el ligero atuendo tropical que vestía habitualmente. En sus enormes manos, la taza y el plato de porcelana parecían tan delicados como cáscaras de huevo.

«Era el año 1962 —empezó Betancur—. Yo era senador en ese entonces.»

Un senador. En esa época, la mera idea había parecido un milagro. Belisario Betancur era uno de los veintitrés hijos de una pareja de campesinos casi analfabetos. Cuando tenía ocho años, había encontrado un volumen ilustrado sobre historia antigua en una estantería en la escuela de su pueblo, e, intrigado por las peculiares imágenes, decidió aprender a leer. No mucho tiempo después, pasaba el tiempo devorando enciclopedias en busca de más información sobre las guerras del Peloponeso, Cartago, el emperador romano Adriano, cualquier cosa en griego y latín.

Gracias a la insistencia de sus profesores, los sorprendidos padres con el tiempo decidieron enviarlo a un seminario en Medellín, en donde pasó los siguientes cinco años conversando solo en esas dos lenguas clásicas, incluso durante los fines de semana, que era cuando se permitía hablar en español, debido a que con demasiada frecuencia lo castigaban por violar las reglas de comportamiento claustral. Finalmente, sus superiores concluyeron que, a pesar de ser brillante, Betancur era demasiado impetuoso para ser sacerdote. Así, el superior que lo expulsó del seminario hizo los trámites necesarios para que lo aceptaran en una universidad, en donde estudió derecho y arquitectura, pero terminó ejerciendo como periodista.

No eran tiempos propicios. En 1948, Colombia había caído en una atroz guerra civil desatada por enfrentamientos entre los dos mayores partidos políticos del país —el Liberal y el Conservador—, y durante la década siguiente, una época conocida como La Violencia, murieron cientos de miles de personas. Había poco consuelo para informar, pero durante esos años Betancur descubrió algo que la mayoría de sus compatriotas parecían desconocer: al este de los Andes, que dividen Colombia como una gran franja diagonal, se encuentra el corazón del país, una zona casi deshabitada, salvo por algunos grupos indígenas nómadas dispersos.

El destino que lo había llevado a la cima de las montañas esta vez tomó la forma de un piloto que lo invitó a ver lugares exóticos que muy rara vez se mencionaban en los medios. Fue esa vez y después regresó con tanta frecuencia como le fue posible. Lo que encontró fue la selva colombiana del Amazonas y, más al nordeste, los Llanos: una vasta sabana drenada por el río Orinoco que se extiende hasta Venezuela. Ambas regiones eran tan extensas y vírgenes que Betancur pronto se convenció de que la clave del futuro del país residía de una manera u otra allí. Años después, en 1982, siendo candidato a la presidencia, voló sobre los Llanos, vio la comunidad llamada Gaviotas, aterrizó allí y concluyó que había estado en lo cierto.

Se necesitó una dictadura militar —la primera y única en la historia de Colombia, que empezó en 1953 y duró cuatro años— para finalmente poner fin a La Violencia. En los años posteriores, Belisario Betancur, perteneciente a una generación de supervivientes que había soñado durante toda una angustiosa década con enderezar al país, decidió entrar en la política.

«Allí me encontraba yo, un senador en un país que trataba de resucitar, cenando una noche en Washington, D. C., en el Banco Interamericano de Desarrollo.»

En 1962, el Banco Interamericano de Desarrollo era un joven vástago del Banco Mundial, que había proliferado como la mala hierba a partir de los escombros de la Segunda Guerra Mundial y que había empezado a dispersar sus semillas hacia todas partes. Los directores de los nuevos fondos monetarios multinacionales tenían la tarea de ayudar a recuperar lo más rápido posible el planeta exhausto por la guerra a través del envío de dinero a lugares lejanos donde con frecuencia los locales nunca antes habían pensado que lo necesitaban. Betancur se dio cuenta de que más tarde o más temprano la lista de esos lugares bien podía incluir el Amazonas colombiano o los Llanos. Creía que el país necesitaba desarrollo, pero ¿quién decidiría de qué tipo? En su última visita a los Llanos, un chamán perteneciente al grupo indígena guahíbo había adivinado la hora exacta de llegada del piloto de Betancur, que se había retrasado, con solo examinar una nube de humo de tabaco ritual. ¿Qué podían entender banqueros de instituciones internacionales de financiación sobre esas gentes y esos lugares?

Esa noche durante la cena, Felipe Herrera, un economista chileno que entonces era el presidente del banco, contó una historia sobre una pequeña aldea indígena, ubicada en el altiplano boliviano, cerca del lago Titicaca, en donde había estado haciendo un estudio de viabilidad para construir una represa hidroeléctrica. Al finalizar la visita, su equipo se dio cuenta de que no habían gastado la totalidad del presupuesto del viaje. Dado que la aldea carecía de todo, reunieron a los jefes locales de la aldea y les explicaron que tenían un dinero disponible y que, como muestra de agradecimiento por su hospitalidad y ayuda, querían regalárselo a la comunidad.

—¿Qué proyecto les gustaría que financiáramos aquí en nombre del banco?

Los ancianos se excusaron y se retiraron a discutir el asunto. Regresaron a los cinco minutos.

—Sabemos qué queremos hacer con el dinero.

—Muy bien. Cualquier cosa que quieran.

—Necesitamos instrumentos musicales nuevos para nuestra banda.

—Tal vez no han entendido bien —respondió el portavoz del equipo del banco—. Lo que ustedes necesitan son mejoras como electricidad, agua corriente, alcantarillado, teléfono y telégrafo.

Pero los indígenas habían entendido perfectamente. Uno de los ancianos explicó:

—En nuestro pueblo todos tocamos un instrumento musical. Los domingos, después de misa, nos reunimos para la retreta, un concierto en el patio de la iglesia. Primero hacemos música juntos, después podemos hablar sobre los problemas que tiene la comunidad y cómo resolverlos. Pero nuestros instrumentos están viejos y se están desmoronando. Sin música, nosotros también lo haremos.

—Y ahora escuchemos tu historia —le dijo Betancur a Lugari mientras le ofrecía patacones, tajadas de plátano frito, en una bandeja de plata.

—Señor presidente —le dijo Paolo Lugari negando con la cabeza—, no lo va a creer.

Juanita Eslava tampoco había sabido si creerlo o no. Básicamente, lo que le había dicho nada menos que el ilustre doctor Gustavo Yepes, director de la Facultad de Música de la prestigiosa Universidad de los Andes en Bogotá, era que la selva estaba encantada. Juanita, que estaba estudiando en Los Andes para convertirse en soprano lírica, era sobrina nieta de Luis Carlos González, un famoso poeta y compositor colombiano, y nieta de una cantante popular. Un día iba de camino a un ensayo para la gira coral por Europa, en 1996, cuando vio un anuncio en un tablón de la universidad que decía que en un lugar llamado Gaviotas se necesitaban unos cuantos músicos audaces.

—No estoy segura —le dijo al doctor Yepes cuando él le explicó que el trabajo consistía en ayudar a montar una orquesta en un paraíso tropical—. Tendría que renunciar a la gira por Europa.

—Europa estará en su mismo lugar el año entrante, seguro que no se va para ninguna otra parte, pero ¿cuándo se te va a volver a presentar otra oportunidad para hacer algo así?

Era una pregunta difícil de responder, porque Juanita nunca había escuchado algo parecido antes. Es decir, ¿quién había escuchado algo así? ¿Una orquesta en los Llanos? Europa parecía estar más cerca que los Llanos.

Al menos había oído hablar de Gaviotas, un referente habitual para cualquier estudiante de Los Andes, dado que la oficina que Gaviotas mantenía en Bogotá estaba ubicada en la montaña, justo arriba de donde terminaba el campus de la universidad. Además, era imposible no verla, pues se trataba de una construcción de ladrillo y bloques de vidrio rodeada de una elegante y extraña colorida maquinaria que sobresalía entre los eucaliptos. Esta incluía varios molinos de viento montados en brillantes mástiles amarillos de diversas alturas cuyas hojas no eran los típicos triángulos angostos, sino punzones de aluminio rematados con paletas que tenían la forma de los cortes transversales que se les hacen a las alas de un avión. Junto a ellos descansaban una serie de latas de diferentes tamaños de color rojo brillante, una colección de tubos y palancas azules y una pila de tableros plateados de forma rectangular. El conjunto les daba la impresión a los que pasaban por ahí de que se trataba de algo tecnológico, pero también algo bello y escultural, como la promesa de un atractivo futuro que esperaba un poco más allá del invasor caos urbano que reinaba abajo.

Los estudiantes de ingeniería de Los Andes sabían de los tableros plateados, que habían empezado a aparecer en varias partes de Bogotá a mediados de la década de 1980, durante la presidencia de Belisario Betancur. Según la sabiduría popular, los paneles solares no funcionaban en una ciudad que, como Bogotá, estaba nublada la mitad del año, pero en Gaviotas habían diseñado una cobertura para sus modelos que captaba la energía incluso de la luz solar difusa. Además del palacio presidencial, en donde entonces vivía Betancur, los paneles solares estaban ahora ubicados sobre condominios, apartamentos, conventos, orfanatos y Ciudad Tunal, un barrio que en ese momento albergaba a 30.000 personas y que era el complejo habitacional más grande del mundo que contaba exclusivamente con energía solar para calentar el agua. El hospital más grande del país no solo había convertido su sistema de calentadores de agua, sino que también había instalado hervidores de agua solares, diseñados por técnicos de Gaviotas, que lograban alcanzar temperaturas lo suficientemente altas a partir del escaso sol bogotano para purificar agua para beber y para esterilizar el instrumental médico.

Pero el doctor Yepes ni siquiera le mencionó a Juanita los paneles solares. Le habló de música. Y de árboles. Le aseguró que Gaviotas no era solamente un centro experimental de tecnología punta dedicado al diseño de aparatos novedosos. De hecho, Gaviotas era un lugar: un lugar maravilloso en medio de las llanuras tropicales casi sin árboles que se extienden al este de Colombia. Sin embargo, ahora era un lugar en medio de un bosque. Un bosque increíble que había sembrado la comunidad. Y pronto, Gaviotas se disponía a hacer música también.

—¿Música llanera? —preguntó Juanita. Y si era así, ¿qué tenía que ver con ella? La música tradicional llanera, con sus arpas, cuatros y agudas bandolas, estaba muy, muy lejos de las arias italianas que ella cantaba.

Gustavo Yepes le contó entonces que una noche, hacía unos pocos años, le habían presentado a Paolo Lugari después de un concierto del coro, en el que había cantado música sacra de Bach. Esa noche, Lugari apretó la mano de Yepes y le preguntó con su retumbante voz de bajo:

—Dime, Gustavo, ¿cómo puede la pasión creativa de los compositores, que se origina en emociones no lineales y completamente aleatorias, lidiar con la estructura de la música, que es matemática y, por lo tanto, lineal?

Era una pregunta extraña pero sorprendente, aunque Yepes ya había escuchado que este era un hombre extraño e insólito.

—Me imagino que es casi lo mismo que lo que sucede en Gaviotas —le respondió Yepes—. La gente que se atreve a construir una utopía usa los mismos materiales que están disponibles para todo el mundo, solo que encuentra maneras sorprendentes de combinarlos. Eso es exactamente lo que los compositores hacen con los doce tonos de la escala. Son soñadores, como tú. En los sueños, no estamos limitados por lo que se supone que es permitido o posible.

—Gaviotas no es una utopía —lo interrumpió Lugari—. «Utopía» significa literalmente «lugar que no existe». En griego, el prefijo «u» significa «no». Nosotros llamamos topia a Gaviotas, porque es real. Hemos pasado de la fantasía a la realidad. De utopia a topia. Tienes que venir a visitarnos alguna vez.

Y esa vez llegó inesperadamente en octubre de 1995, continuó contándole Yepes a Juanita. Paolo Lugari lo llamó y le dijo que unos periodistas alemanes habían contratado una avioneta para que los llevara a los Llanos, a visitar Gaviotas, y había un asiento disponible. Le dijo que le gustaría mucho que Yepes viajara con los alemanes.

—¿Por qué yo?

—Ya verás.

Lo que vio y escuchó Yepes contradecía las afirmaciones de Lugari: Gaviotas no solo parecía una prueba de que la utopía en la Tierra sí era posible, sino que parecía ser más práctica que lo que en la actualidad se consideraba una sociedad convencional. A quinientos kilómetros de su cada vez más miedosa ciudad, Yepes se había encontrado en una aldea tranquila a la sombra del soto de un afluente del río Orinoco y llena de flores e increíbles aves melodiosas. Los habitantes de Gaviotas exudaban una energía tan novedosa, que Yepes pensó que nunca antes la había sentido, pero era inconfundible una vez que se percibía. Eran felices. Se levantaban antes del amanecer, trabajaban duro y productivamente, comían sencillamente pero bien, y eran pacíficos. La maquinaria que usaban no los dominaba, ni a los habitantes ni al paisaje, y casi toda había sido diseñada o adaptada por ellos mismos; además, era silenciosa.

—¿Puedo vivir aquí después de que me jubile? —le preguntó Yepes a Lugari, después de ver a unos niños jugando en un balancín que era a la vez una bomba de agua que se ponía en funcionamiento con el juego de los niños y llenaba el tanque de la escuela de Gaviotas.

—No esperes hasta la jubilación, mejor ven antes. Eres exactamente lo que necesitamos.

Iban andando por un camino de tierra rojiza que pasaba por una arboleda de mangos, una cancha de básquet al aire libre, viviendas modulares poligonales y una sala comunitaria de techo sibilante diseñado en forma de parábola y construida en metal brillante para atenuar el calor tropical. Al sur del pueblo, el camino se ensanchaba hasta convertirse en una carretera flanqueada por un bosque de altos pinos. Intercambiaron saludos con seis hombres y una mujer con sendas gorras de visera, pañuelos de color al cuello, camisetas y cinturones con herramientas al cinto, que iban en bicicletas de neumáticos gruesos. Lugari guió a Yepes dentro del bosque y empezó a explicarle:

—Llevo veinticinco años, desde que fundamos Gaviotas, estudiando la historia y la literatura sobre comunidades utópicas.

—Pensé que me habías dicho que esto no es una utopía.

—Tampoco lo fueron ninguno de los otros lugares. Fueron intentos.

Hacía poco, Lugari había estado leyendo sobre un afamado experimento del siglo XVII en Paraguay, cuando los sacerdotes jesuitas habían llegado al Nuevo Mundo para cumplir con su misión evangelizadora. Hasta entonces, los colonizadores de la mayor parte de las tres Américas habían considerado que los indígenas eran o esclavos que se podían explotar o salvajes prescindibles. Pero los jesuitas que habían terminado bien lejos de las rutas de comercio, en la lejana región donde hoy convergen las fronteras entre Brasil, Argentina y Paraguay, consideraron que los indígenas guaraníes que vivían allí eran como una especie de tabula rasa: Homo sapiens sin corromper, en su estado natural, susceptibles de perfeccionamiento. Por supuesto, al ser misioneros, tenían preconcepciones sobre la perfección, por lo que pronto se dedicaron a la tarea de reemplazar el lenguaje, los dioses y los medios de subsistencia de los nativos. Sus misiones, llamadas acertadamente «reducciones», eran totalmente paternalistas, si bien eran comunidades benévolas y autosostenibles que prosperaron durante más de un siglo, hasta que los jesuitas cayeron en desgracia con España y Portugal y fueron expulsados de las colonias latinoamericanas.

Paolo Lugari no estaba interesado en la evangelización —Gaviotas ni siquiera tenía una iglesia—, pero lo que le fascinaba de ese experimento en Paraguay era la música. Le dijo a Yepes:

—A todo el mundo se le enseñaba a cantar o a tocar un instrumento musical. La música era el telar que tejía a la comunidad, lo que la unía. La música estaba presente en la escuela, a la hora de las comidas, incluso mientras trabajaban: los músicos acompañaban a los trabajadores en los campos de maíz y yerba mate y trabajaban por turnos. Unos tocaban y cantaban mientras los otros recolectaban la cosecha, y después intercambiaban. Era una comunidad que vivía, literalmente, en armonía. Eso es lo que pretendemos hacer justo aquí, en este bosque. Por eso te pedí que vinieras.

Pero Yepes no estaba escuchando. O, de hecho, estaba escuchando, pero no las palabras de Lugari. Se detuvo y levantó una mano.

—Guarda silencio un momento —le pidió a Paolo. Silencio, excepto por el martilleo de un pájaro carpintero y el murmullo de la brisa sobre las ramas de los pinos. Al cabo de unos momentos, susurró—: Ahora sigue hablando.

—¿Qué?

—¿Escuchaste eso?

—¿Escuchar qué?

—Habla.

Los dos hombres se encontraban en un matorral rodeados por pinos caribes de doce metros de altura y una maraña de hojas de árboles y arbustos caducifolios. A pesar de la tarde tropical, el aire del bosque era deliciosamente fresco. Era difícil darse cuenta, entre el espeso follaje del sotobosque, que los árboles habían sido sembrados en hileras, a la misma distancia unos de otros. Hacía trece años, ese bosque —en ese momento la más grande reforestación de Colombia, incluso más que todos los proyectos de reforestación del gobierno juntos— había sido una sabana vacía a excepción de pastos bajos y pobres en nutrientes. En 1995, el número de árboles que Gaviotas había sembrado se aproximaba a los seis millones.

Yepes se había puesto tenso de la emoción.

—Paolo, di algo. Lo que sea.

Encogiéndose de hombros, Paolo empezó a explicarle cómo él y los primeros habitantes de Gaviotas habían llegado allí provenientes de Bogotá, a principios de la década de 1970, habían probado cientos de cultivos, pero nada crecía en ese suelo tropical lixiviado y altamente ácido, cuyos niveles de aluminio rayaban en lo tóxico. Más adelante, un agrónomo venezolano, que se sentó en el asiento contiguo al suyo en un congreso en Caracas, le sugirió que probara a sembrar pinos tropicales, cuyas semillas se conseguían en Honduras.

Los árboles crecieron mientras los habitantes de Gaviotas se preguntaban si sería buena idea sembrar especies exóticas. Algunos argumentaban que el asunto era político, no ambiental, dado que los mismos pinos crecían en Panamá, que antiguamente había sido parte de Colombia. Si Estados Unidos no hubiera robado el istmo y hubiese instalado un gobierno títere para poder construir allí su canal, esos pinos todavía serían considerados nativos.

La controversia, junto con el asunto de qué hacer con los pinos, teniendo en cuenta que no eran comestibles, se solucionó tras una serie de sucesos fortuitos, del tipo de impredecibilidad que los habitantes de Gaviotas habían llegado a apreciar al jugar a improvisar la realidad. ¿Quién habría podido adivinar que los pinos caribes resultarían ser estériles en los Llanos y por tanto no representarían ninguna amenaza para la flora nativa? ¿Quién habría podido saber que la resina de su corteza —una protección natural contra la amplia gama de hambrientos insectos tropicales— emanaría tan copiosamente aquí que se podría recoger como el sirope de arce, aunque más bien podría decirse que era como ordeñar una vaca, porque el solo hecho de perforar levemente el árbol parecía estimular la producción del espeso líquido ámbar, sin hacerles daño a los árboles? ¿O que aquí los pinos madurarían casi diez años antes de lo que predecían los libros sobre árboles? ¿O que hasta hacía unos pocos meses Colombia había estado importando resinas por un valor de millones de dólares al año para producir pinturas, barnices, trementina, cosméticos, perfumes, medicinas y colofonia para arcos de violines, hasta que Gaviotas inauguró una industria de productos de bosque que no necesitaba talar los árboles para explotarlos?

—Y lo más maravilloso de todo, Gustavo, ¿quién habría podido…?

—Espera.

—Estaba a punto de llegar a la parte más importante.

—¿Dijiste arcos de violines?

—Así es. Esa es una de las razones por las cuales quería traerte aquí. Pero no solo por la colofonia. Nos dimos cuenta de que cuando tenemos que talar árboles, con el exceso de madera podemos empezar una fábrica de instrumentos musicales, y…

—¿Te has dado cuenta de lo perfecto que es este lugar para hacer música?

—Exactamente. Por eso queríamos que vinieras.

—No —insistió Yepes—. No entiendes lo que quiero decir. Escucha.

Entonces Lugari escuchó. Y fue así como tres meses después Juanita Eslava se encontró no en París, sino en medio de un bosque, a medianoche, bajo la luna llena, en un lugar que la mayoría de sus compatriotas consideraban la mitad de la nada, preparándose para cantar un aria de Respighi. Según lo que Yepes le había dicho, otro golpe de suerte fortuito había provisto inexplicablemente al bosque de Gaviotas con una acústica magnífica. Más adelante recordaría: «Estábamos en el bosque y súbitamente me di cuenta de que podía escuchar voces lejanas como si estuvieran siendo amplificadas. Aplaudí, después grité; hice que Lugari susurrara. Hay una increíble resonancia allí, aunque no sabemos por qué. Tal vez las copas de los árboles vibran o tal vez tiene que ver con la física de espacios que no están organizados. Paolo quiere que un estudiante de ingeniería escriba su tesis sobre este efecto. Yo solo quiero construir una concha acústica allí para concentrarlo».

Como un par de chicos emocionados, allí mismo los dos hombres empezaron a planear la construcción de un anfiteatro al aire libre entre los árboles con algún tipo de techo retráctil para cuando lloviera, como el que tenía el edificio administrativo de Gaviotas. «Tal vez también tengamos que cubrir toda la construcción con una malla antimosquitos», añadió Paolo. Y ambos empezaron a imaginarse conciertos con instrumentos sinfónicos clásicos y a soñar con una orquesta titular de los Llanos, compuesta con secciones enteras de cuatros, bandolas y arpas llaneras, instrumentos hechos con madera de los pinos renovables de Gaviotas.

A Juanita estos ambiciosos planes no la convencían del todo. En lugar de que cuarenta bandolas tocaran la sexta sinfonía de Beethoven, prefería la idea de combinar violines y cellos con instrumentos folclóricos para crear una nueva y sonora mezcla de timbres. Sin embargo, la había impresionado la seriedad con que los habitantes de Gaviotas se estaban tomando su futuro musical. Durante los años setenta y ochenta, cuando muchas de sus innovaciones tecnológicas estaban en proceso de desarrollo, Gaviotas había hecho un acuerdo con la universidad de Juanita y otras más para llevar científicos e ingenieros con objeto de que hicieran la investigación de sus tesis allí. No obstante, en el último acuerdo con la Universidad de los Andes, Gaviotas había solicitado pintores, escultores y músicos. «No existe tal cosa como tecnología sostenible o desarrollo económico si a la par no hay desarrollo humano —le dijo Lugari a Juanita cuando había llegado—. A lo largo de veinticinco años, Gaviotas ha logrado muchísimas cosas, pero nos hacen falta muchas más todavía.»

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