La verdad de Agamenón

Javier Cercas

Fragmento

PRÓLOGO

Este volumen reúne un conjunto de escritos publicados en los años del cambio del siglo y, a su modo, aspira a sumarse a un tipo de libro que me gusta mucho: esos libros que, más que la deliberación del autor, compilan el azar o el tiempo, libros compuestos de fragmentos sin mucho orden ni concierto aparentes, que pueden abrirse por cualquier página y que en cualquier página ofrecen algo agradable, o de provecho, libros sin género –porque participan de todos los géneros, o de casi todos– que han dado, dicho sea de paso, algunas de las mejores páginas publicadas en nuestra lengua desde hace más de un siglo.

Recoger, corregir y ordenar textos propios equivale a buscar en ellos un común sentido o dirección que ni siquiera se imaginaba cuando fueron escritos, pero del que no siempre carecen cuando, pasado el tiempo, se vuelve a leerlos. Felizmente, mis ideas acerca de muchos asuntos tratados aquí son distintas de las de hace diez años –felizmente porque las contradicciones son el carburante del pensamiento–, pero lo cierto es que, por mucho que se contradiga y trate de emanciparse del tedio de ser quien es, uno no tiene más remedio que conformarse con serlo. De modo que la coherencia no es un mérito, sino casi una fatalidad genética: al final siempre se acaba en manos de esa bestia omnívora e insoslayable que es el Yo (un drama que acaso constituye uno de los temas del único cuento que incluyo en este libro, una fábula sobre el deseo y la imposibilidad de ser otro). Recoger, corregir y ordenar estos textos ha sido, así, realizar una especie de experimento con uno mismo. Si bien se mira, no otra cosa es la literatura. Y no otra cosa pretende ser, en conjunto y por separado, cada uno de los textos que vienen a continuación: fragmentos de una crónica personal que, pese a la variedad de temas, tonos y propósitos, no pueden sino aparecer unidos por la experiencia de quien los firma y por esa forma de encararla que, cuando de escritores se trata, sólo puede denominarse estilo.

La primera parte del libro, «Autobiografías», es el testimonio de algunos viajes y perplejidades, de algunas aficiones veniales, de algunas nostalgias o hipotecas que, la verdad, todavía no sé muy bien cómo administrar; esa parte viene a ofrecer, en suma, el relato de ciertos recuerdos mal asimilados (porque en mi caso, y al menos hasta hace poco, todo recuerdo bien asimilado acababa siempre transfigurándose en ficción). Como su propio título indica, la segunda parte, «Cartas de batalla», contiene un puñado de artículos de carácter polémico, intentos más o menos conseguidos de razonar mis discrepancias sobre ideas concretas –literarias, políticas, históricas– formuladas por personas concretas. Vistos con la perspectiva del tiempo, estos textos llaman la atención por su optimismo, por la fe en la discusión intelectual que respiran y por su aparente convicción de que, en España, todos hemos aceptado ya que, por decirlo como Alejandro Rossi, «un error intelectual no supone necesariamente un defecto moral», y que por lo tanto la auténtica tolerancia intelectual –«tan distinta», asegura también Rossi, «a la aceptación cobarde o a la incapacidad crítica»– ha arraigado por fin entre nosotros. No sé quién dijo que un optimista es un pesimista mal informado; lo cierto es que mi optimismo de entonces quizá era fruto de un momento de optimismo colectivo, pero sobre todo, me temo, de mi total, feliz y peligrosa ignorancia de la vida intelectual de mi país. Desde luego, yo sabía por los libros que, en nuestra tradición, toda discrepancia había sido casi siempre interpretada como una agresión personal, y toda discusión convertida en reyerta de chulos; pero creía que todo eso era cosa del pasado. No lo era. Como algunos hechos posteriores se encargaron de demostrar, en la vida intelectual del país ocurría como en el país a secas, y es que, bajo una cáscara de civilización y modernidad, seguía agazapado el «intratable pueblo de cabreros» del que habla un verso de Jaime Gil de Biedma, y que yo daba por amortizado en este libro. La experiencia me desengañó, ya digo. Lo curioso es que, a pesar de ello, en los últimos años he seguido participando en polémicas parecidas. Sólo tengo dos explicaciones para esta persistencia en el error: la primera es que, como observó Bernard Shaw, lo único que se aprende de la experiencia es que no se aprende nada de la experiencia; la segunda es que en el fondo no lo considero un error, sino poco menos que una obligación. No sé si hace falta aclarar, por lo demás, que yo también desconfío de la figura del intelectual; como cualquier persona de mi edad, crecí con esa desconfianza, y no he conseguido librarme de ella.

Quizá es injusta. Es verdad que a nosotros nos ha tocado ver a menudo cómo la figura noble, valiente y dicharachera del philosophe dieciochesco –al fin y al cabo el antecedente inmediato del intelectual– degeneraba de mala manera, convirtiéndose en la del propagador de dogmas fariseos, la del pícaro arribista, la del tuttologo o la del tertuliano enloquecido. Pero este hecho comprobable no significa que quienes escribimos, no digamos quienes escribimos en la prensa, podamos hacernos los suecos; o por lo menos que, si lo hacemos, no podamos ser acusados con razón de tirar la piedra y esconder la mano. Quiero decir que la vieja cuestión de la responsabilidad del escritor ni siquiera es en realidad una cuestión; no: esa responsabilidad va con el sueldo. Todo escritor, por el simple hecho de serlo, contrae un compromiso con el lenguaje, pero al contraerlo contrae también, lo sepa o no, un compromiso con la realidad, porque la escritura de una frase, por banal o anodina que parezca, entraña la toma de unas decisiones que no son sólo lingüísticas, y porque, si es verdad que el lenguaje de algún modo crea el mundo, el escritor es, ya que no el dueño del lenguaje, si por lo menos su usufructuario privilegiado, y por ello tiene el deber de mantenerlo tenso y exacto y ávido de verdad y de significación. En otras palabras: faltar a su responsabilidad estrictamente literaria, a su compromiso con el lenguaje y la verdad, es la mejor manera que tiene el escritor de faltar a su compromiso moral y político. Claro está que un escritor no tiene ninguna obligación –absolutamente ninguna– de escribir artículos o columnas de opinión; ni de escribirlos ni de intervenir de ninguna otra manera en el debate público; es más: para algunos escritores el ejercicio del articulismo o el columnismo puede resultar catastrófico, no porque el periodismo avillane el estilo (según decía Valle-Inclán, en mi opinión equivocadamente), sino porque el ejercicio de responsabilidad social a que obliga escribir artículos o columnas puede acabar contaminando el resto de su escritura, que sólo puede ser un desaforado ejercicio de irresponsabilidad social. Ahora bien, si el escritor decide escribir artículos o columnas, por los motivos que fuere (por ejemplo: porque sospecha que, si un irresponsable profesional como él no practica de vez en cuando la responsabilidad, puede acabar convirtiéndose en un mamarracho), lo mínimo que puede hacer es escribir cien veces al día en la pizarra esta frase de Ezra Pound, para tenerla siempre presente cuando se disponga a escribirlos: «Haré declaraciones que pocas personas se pueden permitir porque pondrían en peligro sus ingresos o su prestigio en sus mundos profesionales, y sólo están al alcance de un escritor por libre. Dada mi libertad, puede que sea un tonto

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