LA MUERTE NO ES EL FINAL
El poeta americano de cincuenta y seis años, Premio Nobel, conocido en los círculos literarios americanos como «el poeta de poetas» o simplemente como «el Poeta», estaba tumbado fuera en la terraza, con el torso desnudo, haciendo gala de un ligero sobrepeso, en una hamaca parcialmente inclinada, bajo el sol, leyendo, haciendo gala de un sobrepeso moderado, aunque no grave, ganador de dos National Book Awards, de un National Book Critics Circle Award, de un Lamont Prize, de dos subvenciones del National Endowment For the Arts, de un Prix de Rome, de una Beca de Investigación de la Fundación Lannan, de una Medalla McDowell y de un Premio Vitalicio Harold Strauss de la American Academy and Institute of Arts and Letters, presidente emérito del PEN Club, poeta al que dos generaciones distintas de americanos habían proclamado la voz de su generación, de cincuenta y seis años, ataviado con un bañador seco Speedo de la talla XL, tumbado en una hamaca de lona de inclinación graduable en la terraza embaldosada adyacente a la piscina de la casa, poeta que estuvo entre los diez primeros americanos que recibieron una «subvención para genios» de la prestigiosa Fundación John D. y Catherine McArthur, uno de los tres únicos americanos vivos que cuentan en su haber con un Premio Nobel de Literatura, de metro setenta y noventa kilos, pelo y ojos castaños, frente desigualmente despejada debido a la aceptación/rechazo inconsistente de diversos sistemas de regeneración del cabello/trasplantes capilares, sentado, o tumbado —o tal vez sería más preciso decir simplemente «reclinado»— con un bañador negro Speedo junto a la piscina en forma de riñón de la casa,1 en la terraza embaldosada de la piscina, en una hamaca portátil cuyo respaldo estaba ahora inclinado cuatro muescas en un ángulo de 35 grados respecto al mosaico de baldosas de la terraza, a las 10.20 del 15 de mayo de 1995, el cuarto poeta más antologado de la historia de las belles lettres americanas, junto a un parasol pero no en la misma sombra del parasol, leyendo la revista Newsweek,2 usando la ligera curva de su abdomen como soporte inclinado para la revista, provisto también de unas chanclas, con una mano detrás de la cabeza y la otra colgando a un lado y rozando la decoración afiligranada pardusca y ocre del caro embaldosado de cerámica española de la terraza, humedeciendo ocasionalmente un dedo para pasar la página, con unas gafas de sol graduadas cuyas lentes habían sido tratadas químicamente de la luz a la que estuvieran expuestas, con un reloj de pulsera de calidad y precio medios en la mano colgante, con chanclas de imitación de goma en los pies, con las piernas cruzadas a la altura del tobillo y las rodillas ligeramente separadas, bajo el cielo sin nubes y cada vez más luminoso a medida que el sol matinal se elevaba hacia lo alto y hacia la derecha, humedeciendo un dedo no con saliva ni sudor sino con la condensación del esbelto vaso de té helado que ahora reposaba al borde de la sombra de su cuerpo en la parte superior izquierda de la silla y que pronto habría que mover para que continuara estando dentro de aquella sombra fresca, pasando ociosamente un dedo por el costado del vaso antes de llevar ese mismo dedo húmedo ociosamente hasta la página, pasando de vez en cuando las páginas del ejemplar del 19 de septiembre de 1994 de la revista Newsweek, leyendo sobre la reforma del sistema sanitario de Estados Unidos y sobre el trágico vuelo 427 de USAir, leyendo un sumario y una reseña favorable de los populares libros de no ficción Zona caliente de Richard Preston y La plaga que viene de Laurie Garrett, pasando eventualmente varias páginas de una vez, saltándose ciertos artículos y sumarios, eminente poeta americano a quien ahora le faltaban cuatro meses para su quincuagésimo séptimo cumpleaños, poeta a quien la principal competidora de Newsweek, la revista Time, una vez había calificado absurdamente de «lo más parecido a un inmortal literario que vive hoy en día», con las espinillas casi desprovistas de pelo, con la sombra elíptica del parasol haciéndose un poco más densa cada vez, con la goma de las chanclas provista de granitos por los dos lados, la frente llena de gotitas de sudor, el bronceado intenso y oscuro, la parte interior de los muslos casi desprovista de pelo, con el pene enroscado sobre sí mismo en el interior del bañador ajustado, con la barba en punta casi al rape, con un cenicero sobre la mesa de hierro, sin beberse su té helado, carraspeando de vez en cuando, cambiando de postura a intervalos en la hamaca de color pastel para rascarse ociosamente el empeine de un pie con el dedo gordo enorme del otro pie sin sacarse las chanclas y sin mirarse los pies, aparentemente concentrado en la revista, con la piscina azul a su derecha y la gruesa puerta corredera de cristal de la casa en ángulo oblicuo a su izquierda, con una mesa redonda de barrotes blancos de hierro entrelazados entre él y la piscina, empalada en el centro por un enorme parasol de playa cuya sombra ahora ya no tocaba la piscina, poeta de talento indiscutible, leyendo su revista en su silla en su terraza junto a su piscina de detrás de su casa. La piscina y la terraza de la casa están rodeadas en tres de sus lados por árboles y arbustos. Los árboles y los arbustos, plantados años atrás, están densamente enmarañados y enredados y cumplen el mismo cometido esencial que un seto de secoyas o un muro de piedra. Ya está avanzada la primavera, y los árboles y arbustos tienen todas las hojas y hacen gala de un verde intenso y están inmóviles y dibujan sombras caprichosas; el cielo es azul intenso y está inmóvil, de manera que el retablo que forman la piscina, la terraza, el poeta, la silla, la mesa, los árboles y la fachada trasera de la casa permanece inmóvil y bien compuesto y casi por completo en silencio, siendo los únicos ruidos el suave zumbido de la bomba y el desagüe de la piscina y el ruido ocasional del poeta carraspeando o pasando las páginas del Newsweek; no hay un solo pájaro, no se oyen cortadoras de césped a lo lejos ni a nadie podando los setos ni máquinas de desbrozar hierbas ni aviones en lo alto ni el ruido lejano y amortiguado de las piscinas de las casas adyacentes a la del poeta; nada salvo la respiración de la piscina y la carraspera ocasional del poeta, todo inmóvil y bien compuesto y cerrado en sí mismo, sin ni siquiera un asomo de brisa para agitar las hojas de los árboles, los arbustos o la vegetación circundante viviente y silenciosa de un color verde inmóvil, nítido e inescapable al que nada en el mundo se puede comparar en apariencia o capacidad de sugestión.3
EN LO ALTO PARA SIEMPRE
Feliz cumpleaños. Tu decimotercer cumpleaños es importante. Tal vez sea tu primer día realmente público. Tu decimotercer cumpleaños es la ocasión para que la gente se dé cuenta de que te están pasando cosas importantes.
Te han estado pasando cosas durante el último medio año. Ahora tienes siete pelos en tu axila izquierda. Doce en la derecha. Espirales duras y amenazadoras de pelo negro y encrespado. Un pelo crujiente, animal. Alrededor de tus partes íntimas te han salido más pelos duros y rizados de los que puedes contar sin perderte. Y otras cosas. Tu voz es llena y rasposa y se mueve entre octavas sin previo aviso. Tu cara empieza a brillar cuando no te la lavas. Y dos semanas de dolor profundo y temible la pasada primavera hicieron que algo se te descolgara desde dentro: tu saco se ha llenado y se ha vuelto vulnerable, un artículo de lujo que tienes que proteger. Levantado y amarrado por unos suspensorios prietos que te dejan rayas rojas en las nalgas. Te ha brotado una nueva fragilidad.
Y sueños. Durante meses has tenido sueños que no se parecían a nada que hubieras visto antes: húmedos, trepidantes y distantes, llenos de curvas cimbreantes, de pistones frenéticos, de calor y de un vértigo tremendo. Y te has despertado con los párpados convulsos al ritmo de una descarga, un borbotón y un espasmo que te ha sacudido desde el cuero cabelludo hasta los dedos de los pies procedente de una zona en las profundidades de tu interior que nunca imaginabas que tuvieras, estremecimientos producidos por un dolor profundo y dulce, las farolas del otro lado de las persianas de tus ventanas proyectando estrellas brillantes en el techo negro del dormitorio, y una gelatina blanca y densa rezumándote entre las piernas, goteando y pegándose, enfriándose sobre ti, endureciéndose y aclarándose hasta que no queda nada más que nudos retorcidos de pelo animal duro y pálido en la ducha matinal y en esa maraña húmeda persiste un olor dulce y limpio que no puedes creer que proceda de nada que tú hayas creado en tu interior.
Más que a ninguna otra cosa, el olor se parece a esta piscina: una sal dulce mezclada con lejía, una flor de pétalos químicos. La piscina tiene un fuerte olor azul claro, aunque ya se sabe que el olor nunca es tan fuerte como cuando uno está dentro del azul, como tú ahora, recién salido del agua, descansando en la parte menos profunda de la piscina, con el agua a la altura de las caderas lamiéndote esa zona que te ha cambiado.
La terraza de esta vieja piscina pública situada en el extremo occidental de Tucson está rodeada por una verja Cyclone del color del peltre, decorada con un enredo brillante de bicicletas sujetas con cadenas. Detrás de la verja hay un aparcamiento negro y caluroso lleno de líneas blancas y coches resplandecientes. Un prado indistinto de hierba seca y matojos duros, cabezas aterciopeladas de viejos dientes de león que estallan y flotan como copos de nieve en el viento que se levanta. Y más allá de todo esto, doradas por un redondo y lento sol de septiembre, están las montañas, dentadas, con los ángulos agudos de sus picos recortándose contra una luz cansina de color rojo intenso. Sobre el fondo rojo sus picos afilados y conectados trazan una línea serrada, el electrocardiograma del día que agoniza.
Las nubes se tiñen de color en el borde del cielo. Flotan lentejuelas en el azul claro del agua, a esa temperatura cálida propia de las cinco de la tarde, y el olor de la piscina, igual que el otro olor, conecta con una niebla química que hay dentro de ti, una penumbra interior que desvía la luz hacia los bordes y difumina la distinción entre lo que termina y lo que empieza.
Tu fiesta es esta noche. Esta tarde, la tarde de tu cumpleaños, has pedido permiso para venir a la piscina. Querías venir solo, pero un cumpleaños es un día familiar, tu familia quiere estar contigo. Es amable por parte de ellos, no sabes explicar por qué querías venir solo, y la verdad es que tal vez no quisieras estar realmente solo, de manera que han venido. Están tomando el sol. Tu padre y tu madre toman el sol. Sus hamacas han estado señalando la hora toda la tarde, girando, siguiendo la curva del sol a través de un cielo despejado y tan recalentado que ha adquirido la textura de una película gelatinosa. Tu hermana juega a Marco Polo cerca de ti en la parte menos profunda con un grupo de niñas flacas de su curso. Le toca a ella quedar, dice «Marco» y ha de perseguir a ciegas a quienes le replican chillando «Polo». Tiene los ojos cerrados y va dando vueltas al compás de un coro de gritos, girando en el centro de una rueda de niñas chillonas con gorros de baño. De su gorro sobresalen flores de goma. Los pétalos de color rosa viejos y flácidos tiemblan cada vez que ella se abalanza en dirección a los ruidos invisibles.
En el otro extremo de la piscina están el «tanque», la zona destinada a saltos, y la torre elevada del trampolín. En la terraza de detrás está la CAF TERÍA, y a ambos lados de la misma, atornillados sobre las entradas de cemento de las duchas oscuras y húmedas y los vestuarios, están los megáfonos de metal gris que emiten el hilo musical de la piscina, ese ruidito metálico y mortecino.
Caes bien a tu familia. Eres inteligente y callado, respetuoso con los mayores, aunque no te faltan agallas. Te portas bien en general. Vigilas a tu hermana pequeña. Eres su aliado. Tenías seis años cuando ella tenía cero y estabas enfermo de paperas cuando la trajeron a casa envuelta en una manta amarilla muy suave; le diste un beso de bienvenida en los pies por miedo a contagiarle las paperas. Tus padres dijeron que aquello era un buen augurio. Que marcaba la tónica. Ahora creen que tenían razón. Están orgullosos de ti y satisfechos en todos los sentidos y se han retirado a esa distancia afable en la que se mueven el orgullo y la satisfacción. Os lleváis bien.
Feliz cumpleaños. Es un gran día, tan grande como la bóveda del cielo del suroeste. Lo has estado cavilando. Ahí arriba está el trampolín. Pronto querrán marcharse. Súbete y hazlo.
Te sacudes de encima la limpieza azul. Estás lleno de cloro, suave y resbaladizo, reblandecido, con las yemas de los dedos arrugadas. La niebla de olor demasiado limpio de la piscina se te ha metido en los ojos; descompone la luz en colores suaves. Te golpeas la cabeza con la base de la mano. En un lado de la cabeza suena un eco fofo. Inclinas la cabeza hacia ese lado y das un saltito: un calor repentino en tu oído, delicioso, mientras el agua calentada en tu cerebro se enfría en el nautilo exterior de tu oreja. Ahora oyes la música más nítida y metálica, los gritos más cercanos, mucho movimiento en mucha agua.
La piscina está llena para ser tan tarde. Hay chicos flacos, hombres peludos como animales. Chicos desproporcionados, todo cuello, piernas y articulaciones huesudas, estrechos de pecho y vagamente parecidos a pájaros. Como tú. Hay ancianos que se mueven a tientas por la parte menos profunda con las piernas rígidas como patas de palo, palpando el agua con las manos, fuera de todos los elementos a la vez.
Y niñas-mujeres, mujeres, curvilíneas como instrumentos o como frutas, con la piel barnizada de color castaño oscuro, la parte superior de sus bañadores sostenida por frágiles nudos de cordón de colores delicados que aguantan el peso de cargas misteriosas, la parte inferior encabalgada sobre las suaves prominencias de unas caderas totalmente distintas a las tuyas, hinchazones desmedidas y giratorias que se funden bajo la luz con un espacio circundante que sostiene y acomoda sus curvas suaves como si fueran objetos preciosos. Casi lo puedes entender.
La piscina es un sistema de movimientos. Aquí y ahora se ven: chapoteos, combates de salpicaduras, zambullidas, acorralamientos en las esquinas, Tiburones y Sardinas, caídas desde lo alto, Marco Polo (tu hermana todavía Lo es, medio llorosa, hace demasiado rato que Lo es, el juego rayano en la crueldad, pero no te compete defenderla ni avergonzarla). Dos chicos de color blanco brillante con toallas de algodón atadas como si fueran capas corren por el borde de la piscina hasta que el socorrista les hace detenerse en seco gritando por el megáfono. El socorrista es de color castaño como un árbol, el vello rubio le forma una línea vertical sobre el estómago, lleva un sombrero de explorador de la selva y su nariz es un triángulo blanco de crema. Una niña rodea con el brazo una de las patas de su torreta. Está aburrido.
Ahora sales y pasas junto a tus padres, que están tomando el sol y leyendo y no te miran. Olvídate de tu toalla. Detenerse a recoger la toalla significa hablar y hablar requiere pensar. Has decidido que el miedo lo causa básicamente el hecho de pensar. Sigue adelante, hacia el tanque que hay en el extremo hondo de la piscina. Al borde de tanque hay una torre enorme de hierro de color blanco sucio. Un trampolín sobresale de lo alto de la torre como una lengua. La terraza de cemento de la piscina es áspera y está caliente al tacto de tus pies llenos de cloro. Cada una de las huellas que dejas es más fina y tenue. Van menguando detrás de ti sobre la piedra caliente hasta desaparecer.
Flotan hileras de salchichas de plástico alrededor del tanque, que es un mundo en sí mismo, ajeno al ballet convulsivo de cabezas y brazos del resto de la piscina. El tanque es azul como la energía, pequeño y profundo y perfectamente cuadrado, flanqueado por las calles de la piscina y por la CAF TERÍA y la terraza áspera y caliente y la sombra inclinada bajo la luz del atardecer de la torre y el trampolín. El tanque está silencioso y tranquilo y quieto en el lapso entre dos zambullidas.
Tiene un ritmo propio. Como la respiración. Como una máquina. La cola de quienes esperan para subir al trampolín forma una curva que retrocede desde la escalera de la torre. La cola se tuerce gradualmente y se endereza al acercarse a la torre. Uno por uno, van llegando a la escalera y suben. Uno por uno, separados por un latido del corazón, alcanzan la lengua del trampolín que hay en lo alto. Y una vez en el trampolín, hacen una pausa, siempre exactamente la misma pausa que se prolonga durante un latido del corazón. Sus piernas los llevan hasta el extremo, donde todos dan el mismo bote para impulsarse y trazan una curva con los brazos como si estuvieran dibujando algo circular y total. Pisan con fuerza el extremo de la tabla y hacen que esta los lance hacia arriba y afuera.
Es una máquina de descensos en picado, de líneas de movimiento discontinuas a través de la dulce neblina de cloro del atardecer. Uno puede contemplar desde la terraza cómo golpean la superficie fría y azul del tanque. Cada zambullida crea un penacho blanco que se eleva, se desploma sobre sí mismo, se extiende y se deshace en forma de espuma. Luego aparece un azul puro en medio de la mancha blanca y crece como un pudín, hasta limpiarlo todo de nuevo. El tanque se cura a sí mismo. Tres veces mientras tú recorres el camino.
Estás en la cola. Mira a tu alrededor. Tienes que parecer aburrido. En la cola casi nadie habla. Todos parecen ensimismados. La mayoría miran la escalera y parecen aburridos. Casi todos tenéis los brazos cruzados y estáis congelados por un viento vespertino que se está levantando y que golpea las constelaciones de partículas de cloro azul puro que cubren vuestras espaldas y vuestros hombros. Parece imposible que todo el mundo pueda estar tan aburrido. A tu lado tienes el extremo de la sombra de la torre, la lengua negra inclinada que es el reflejo del trampolín. La sombra es un sistema enorme, largo, escorado a un lado y unido a la base de la torre formando un ángulo oblicuo y agudo.
Casi todos los que están en la cola del trampolín miran la escalera. Los chicos mayores miran el trasero a las chicas mayores que suben. Los traseros están enfundados en una tela suave y fina, en nilón ajustado y elástico. Los buenos traseros ascienden por la escalera como péndulos sumergidos en líquido, siguiendo un código lento e indescifrable. Las piernas de las chicas te hacen pensar en ciervos. Tienes que parecer aburrido.
Mira más allá. Mira al otro lado. Puedes ver perfectamente. Tu madre está en su hamaca, leyendo, con los ojos entornados, con la cara inclinada hacia arriba para recibir la luz del sol en las mejillas. No ha mirado para ver dónde estás. Da un sorbo de alguna bebida dulzona de una lata. Tu padre está tumbado sobre su enorme panza, su espalda parece una cresta en el lomo de una ballena, los hombros cubiertos de rizos de pelo animal, la piel untada de aceite y de color castaño oscuro por culpa del exceso de sol. Tu toalla está colgando de la silla y ahora se mueve una punta de la tela: tu madre la ha golpeado al espantar a una abeja a la que parece gustarle lo que ella tiene en la lata. La abeja vuelve enseguida y parece flotar inmóvil sobre la lata trazando un suave borrón. Tu toalla tiene una cara enorme del oso Yogi.
En algún momento ha tenido que haber más gente en la cola detrás de ti que delante. Ahora no hay nadie por delante excepto tres personas que suben por la estrecha escalerilla. La mujer que hay delante de ti está en los travesaños de abajo, mirando hacia arriba. Lleva un bañador ajustado de nilón negro de una sola pieza. Asciende. Desde lo alto llega un retumbo, luego una caída tremenda, un penacho y el tanque se cura a sí mismo. Ahora quedan dos personas en la escalera. Las normas de la piscina dicen que solamente puede haber una persona en la escalera, pero el socorrista nunca grita a los que suben. El socorrista es quien dicta las verdaderas normas gritando o dejando de gritar.
La mujer que hay por encima de ti no tendría que llevar un bañador tan ajustado. Es tan mayor como tu madre e igual de corpulenta. Es demasiado corpulenta y está demasiado blanca. Su bañador rebosa. La parte posterior de sus muslos queda constreñida por el bañador y tiene un aspecto parecido al queso. Sus piernas están marcadas con los garabatos pequeños y abruptos de las venas varicosas y azules que circulan por debajo de la piel blanca, como si sus piernas tuvieran algo roto o herido. Parece que sus piernas tendrían que doler si uno las apretara, de tan llenas como están de garabatos árabes retorcidos de un azul roto y frío. Sus piernas hacen que te duelan las tuyas.
Los travesaños son muy delgados. No te lo esperabas. Cilindros delgados de hierro envueltos en fieltro de seguridad mojado y resbaladizo. El olor del hierro mojado a la sombra te hace sentir un sabor metálico. Cada travesaño se te clava en las plantas de los pies y te deja una marca. Las marcas se clavan hondo y duelen. Te sientes pesado. Cómo debe de sentirse la mujer corpulenta que tienes por encima. Los pasamanos a los lados de la escalera también son muy delgados. Parece que no puedan sostenerte. Confías en que la mujer también se coja bien. Y, por supuesto, desde lejos parecía que hubiera menos travesaños. No eres estúpido.
Subes hasta la mitad, a la vista de todos, la mujer corpulenta por delante de ti, un hombre robusto, calvo y musculoso bajo tus pies. El trampolín todavía está lejos en lo alto y es invisible desde aquí. La tabla retumba y hace un ruido batiente, y un chico al que puedes ver a lo largo de unos cuantos pies a través de los finos travesaños de la escalera cae trazando una línea resplandeciente, con una rodilla abrazada contra el pecho, y se zambulle al estilo bomba. Un enorme signo de exclamación de espuma aparece en tu campo visual, se disgrega y se desmorona sobre el enorme borbotón. Luego, el murmullo del tanque curando de nuevo su superficie azul.
Más travesaños delgados. Agárrate fuerte. La radio se oye más alta aquí, uno de los altavoces colocado sobre una de las entradas de cemento de los vestuarios te queda a la altura de los oídos. Un tufillo húmedo y frío sale del interior del vestuario. Te agarras fuerte a las barras de hierro, te doblas, miras hacia abajo y a tu espalda y puedes ver a la gente comprando chucherías y refrescos allí abajo. Puedes verlo todo desde arriba: la cima blanca y limpia de la gorra del vendedor, los envases de helado, las neveras de latón humeantes, los tanques de sirope, las serpientes de las mangueras de soda, las cajas abultadas de palomitas saladas recalentadas por el sol. Ahora que estás en lo alto puedes verlo todo.
Hace viento. Cuanto más alto llegas más viento hace. El viento es fino; cuando sopla a la sombra te enfría la piel mojada. Con el fondo de la escalera y a la sombra tu piel se ve muy blanca. El viento te produce un silbido agudo en los oídos. Faltan cuatro travesaños para el final de la escalera. Los travesaños te hacen daño en los pies. Son delgados y te demuestran cuánto pesas. En la escalera pesas mucho. El suelo te quiere de vuelta.
Por fin puedes ver lo que hay por encima de la escalera. Ves el trampolín. La mujer está ahí. Tiene dos caballones de callos rojos y de aspecto doloroso en la parte posterior de los tobillos. Está de pie al principio del trampolín y le miras los tobillos. Ahora estás por encima de la sombra de la torre. El hombre corpulento que hay debajo de ti está mirando por entre los travesaños de la escalera el espacio que la mujer tiene que atravesar.
Ella se detiene durante el instante que dura un latido del corazón. No hay ni rastro de lentitud. Te quedas helado. En un abrir y cerrar de ojos llega al final del trampolín, toma impulso hacia arriba, luego hacia abajo, el trampolín se comba hacia abajo como si no la quisiera. Luego asiente, rebota y la arroja violentamente hacia arriba y hacia fuera. Sus brazos se abren para trazar el círculo y de pronto desaparece. Se esfuma en un parpadeo oscuro. Y pasa tiempo antes de que oigas el impacto allí abajo.
Escucha. No parece apropiado, esa manera de desaparecer durante el tiempo que transcurre hasta que se oye el ruido. Como cuando tiras una piedra en un pozo. Pero te da la impresión de que ella no piensa lo mismo. Ella era parte de un ritmo que excluye el pensamiento. Y ahora tú también te has convertido en parte de él. El ritmo parece ciego. Como las hormigas. Como una máquina.
Decides que es necesario pensar en esto. Después de todo, puede ser apropiado hacer algo temible sin pensarlo, pero no cuando lo temible es el propio hecho de no pensar. No cuando resulta que el pensar es inapropiado. En algún momento los detalles inapropiados se han amontonado hasta cegarte: el aburrimiento fingido, el peso, los travesaños finos, el dolor en los pies, el espacio segmentado por la escalera en encuadres unidos solamente mediante una desaparición en el tiempo. El viento en la escalera que nadie hubiera esperado. La manera en que el trampolín sobresale de la sombra para entrar en la luz y no puedes ver más allá de su extremo. Cuando todo resulta distinto a lo esperado uno tendría que ponerse a pensar. Es lo que habría que hacer.
La escalera está atestada debajo de ti. La gente está apilada, separados los unos de los otros por unos pocos travesaños. La escalera está conectada a una nutrida cola que retrocede y traza una curva hasta la oscuridad de la sombra escorada de la torre. La gente de la cola tiene los brazos cruzados. Los que están al pie de la escalera están ansiosos y miran todos hacia arriba. Es una máquina que solamente se mueve hacia delante.
Subes a la lengua de la torre. El trampolín resulta ser muy largo. Tan largo como el tiempo que pasas en él. El tiempo se ralentiza. Se condensa a tu alrededor mientras tu corazón late cada vez más veces por segundo y sus latidos abarcan todos los movimientos del sistema de la piscina allí abajo.
El trampolín es largo. Desde donde estás parece estrecharse hasta la nada. Te va a enviar a alguna parte que su propia longitud te impide ver y parece inadecuado entregarse a esto sin pararse a pensar.
Mirado de otro modo, el mismo trampolín no es más que una cosa larga, plana y delgada cubierta con una sustancia plástica blanca y áspera. La superficie blanca es muy áspera y tiene motas y rayas de un color rojo pálido y acuoso que sin embargo nunca deja de ser rojo para convertirse en rosa: viejas gotas de agua de la piscina que atrapan la luz del sol vespertino sobre las montañas escarpadas. La sustancia blanca y áspera del trampolín está mojada. Y fría. Los pies te duelen por culpa de los travesaños delgados y tienen una sensibilidad exacerbada. Se resienten de tu peso. Hay barandillas en el principio del trampolín. No son como las barras laterales de la escalera. Son gruesas y están muy bajas, de modo que casi tienes que agacharte para cogerte a ellas. Solamente son de adorno, nadie se coge a ellas. Agarrarse lleva tiempo y altera el ritmo de la máquina.
Es un trampolín largo, frío, áspero y blanco de plástico o fibra de vidrio, veteado del mismo color triste cercano al rosa que las golosinas baratas.
Pero al final del trampolín blanco, en su extremo, en donde te apoyas con todo tu peso para hacer que te arroje lejos, hay dos zonas de oscuridad. Dos sombras planas bajo la luz del sol. Dos formas ovales difusas y negras. El final del trampolín tiene dos manchas sucias.
Son de toda la gente que ha pasado antes que tú. Mientras estás aquí de pie tus pies están reblandecidos y marcados, doloridos por la superficie áspera y mojada, y ves que las dos manchas oscuras las ha hecho la piel de la gente. Es piel erosionada de los pies por la violencia de la desaparición de gente provista de un peso real. Más gente de la que podrías contar sin perderte. El peso y la erosión causada por su desaparición deja trocitos de pies reblandecidos, migas, grumos y tiras de una piel sucia, oscurecida y morena cuyos trocitos diminutos y deslavados se ven a la luz del sol al final del trampolín. Se amontonan, se deslavan y se mezclan. Se oscurecen formando dos círculos.
Fuera de ti el tiempo no transcurre en absoluto. Es asombroso. El ballet vespertino que tiene lugar allí abajo se mueve a cámara lenta, con los movimientos pesados de mimos sumergidos en jalea azul. Si quisieras podrías quedarte aquí encima para siempre, vibrando tan deprisa por dentro que flotarías inmóvil en el tiempo, como una abeja flotando sobre alguna sustancia dulce.
Pero tendrían que limpiar el trampolín. Cualquiera que lo piense un segundo se dará cuenta de que tendrían que limpiar del extremo del trampolín toda esa piel de la gente, esas dos huellas negras de lo que queda del pasado, esas manchas que desde aquí detrás parecen ojos, ojos ciegos y bizcos.
El sitio donde estás ahora es tranquilo y silencioso. La radio grita al viento y chapotea en otra parte. No hay tiempo ni más sonido real que tu sangre chillándote en la cabeza.
Estar aquí en lo alto comporta visiones y olores. Los olores son íntimos, recién blanqueados. Es ese peculiar aroma floral de la lejía, pero de su interior emanan otras cosas hacia ti como una nieve sembrada de hierbas. Notas un olor intenso a palomitas amarillas. A un aceite dulce y tostado como el de los cocos calientes. Deben de ser perritos calientes o maíz tostado. Un rastro diminuto y cruel de Pepsi muy oscura en vasos de papel. Y ese olor especial a toneladas de agua emanando de toneladas de piel, elevándose como el humo de un baño reciente. Calor animal. Desde lo alto es más real que nada.
Míralo. Puedes verlo todo en toda su complejidad, azul y blanco, marrón y blanco, bañado en un destello acuoso de color rojo cada vez más intenso. Todo el mundo. Esto es lo que la gente llama una vista. Y sabías que desde abajo no te podía parecer que estuvieras tan alto aquí arriba. Ahora ves qué alto te encuentras. Sabías que desde abajo no se puede saber.
El tipo que tienes debajo te dice, con la vista clavada en tus tobillos, el hombre calvo y corpulento: Eh, chico. Quieren saber. ¿Tienes pensado pasarte todo el día aquí o qué te pasa exactamente? Eh, chico, ¿estás bien?
Todo este tiempo ha habido tiempo. No puedes matar al tiempo con el corazón. Todo ocupa tiempo. Las abejas tienen que moverse muy deprisa para permanecer quietas.
Eh, chico, te dice. Eh, chico, ¿estás bien?
Brotan flores metálicas en tu lengua. Ya no hay tiempo para pensar. Ahora que hay tiempo no tienes tiempo.
Eh.
Lentamente ahora, atravesándolo todo, surge una mirada que se extiende como las ondas que aparecen en el agua cuando lanzas algo. Mira cómo se extiende desde la escalera. Tu hermana, a la que acabas de ver, y sus amigas blancas y delgadas, señalándote. Tu madre mira hacia la parte menos profunda de la piscina donde estabas antes y pone la mano en forma de visera. La ballena se agita y se sacude. El socorrista levanta la vista, la niña que le agarra la pierna levanta la mirada, echa mano al megáfono.
Debajo para siempre hay una terraza áspera, chucherías, música tenue y metálica, ahí abajo donde solías estar. La cola está abarrotada y no permite marcha atrás. Y el agua, por supuesto, solamente es blanda cuando estás en su interior. Mira hacia abajo. Ahora se mueve bajo el sol, llena de monedas duras de luz dotadas de un resplandor rojizo a medida que se alejan y se funden con una niebla que es la sal de tu propio sudor. Las monedas estallan formando lunas nuevas, cascotes alargados procedentes de los corazones de estrellas tristes. El tanque cuadrado es una sábana fría y azul. Lo frío es una modalidad de lo duro. Una modalidad de la ceguera. Te han pillado desprevenido. Feliz cumpleaños. ¿Creías que ya había pasado? Sí y no. Eh, chico.
Dos manchas negras, un momento de violencia y desapareces en el pozo del tiempo. La altura no es el problema. Todo cambia cuando vuelves abajo. Cuando impactas con todo tu peso.
Entonces, ¿cuál es la mentira? ¿Lo duro o lo blando? ¿El silencio o el tiempo?
La mentira es que haya que elegir entre una cosa y otra. Una abeja quieta y flotante se mueve demasiado deprisa para pensar. Desde lo alto la dulzura la hace enloquecer.
El trampolín asentirá y tú saldrás despedido, y los ojos de piel podrán cruzar a ciegas un cielo empañado de nubes, la luz horadada se vaciará detrás de esa piedra afilada que es la eternidad. Que es la eternidad. Pisa la piel y desaparece.
Hola.
ENTREVISTAS BREVES CON HOMBRES REPULSIVOS
E. B. n.º 14, VIII-1996
ST. DAVIDS, PENSILVANIA
—Me ha costado todas las relaciones sexuales que he tenido. No sé por qué lo hago. No me considero una persona politizada. No soy uno de esos tipos que claman por América, leen los periódicos y se preocupan por si se aprueban las leyes de Buchanan. Lo estoy haciendo con alguna chica, no importa con quién. Es cuando empiezo a correrme. Entonces me pasa. No soy demócrata. Ni siquiera voto. Una vez me asusté mucho y llamé a un programa de la radio, a un médico de la radio, sin decir mi nombre, y me diagnosticó la vociferación incontrolada y estridente de palabras o expresiones involuntarias, a menudo insultantes o escatológicas, cuyo nombre técnico es coprolalia. Pero cuando empiezo a correrme y me pongo a gritar, lo que digo no es insultante ni obsceno. Es siempre lo mismo y es muy raro, pero no lo consideraría insultante. Me parece simplemente raro. E incontrolable. Me sale igual que le sale a uno el semen, produce la misma sensación. No sé por qué pasa y no puedo evitarlo.
P.
—«¡Victoria para las fuerzas de la libertad democrática!» Pero mucho más fuerte. Como si lo gritara. De forma incontrolable. Ni siquiera pienso en ello hasta que se me escapa y lo oigo. «¡Victoria para las fuerzas de la libertad democrática!» Pero mucho más fuerte: «¡VICTORIA…!».
P.
—Bueno, se asustan mucho, ¿usted qué cree? Y yo me muero de vergüenza. No sé ni qué decir. ¿Qué diría usted si gritara «Victoria para las fuerzas de la libertad democrática» en el momento de correrse?
P.
—No me daría tanta vergüenza si no fuera tan raro, joder. Si tuviera alguna idea de por qué pasa. ¿Me entiende?
P.: …
—Joder, ahora mismo estoy avergonzado.
P.
—Pero solamente pasa una vez. A eso me refiero cuando digo lo que me ha costado. Me doy cuenta de que se asustan mucho y me entra vergüenza y no las vuelvo a llamar. Por mucho que intente explicárselo. Y las que más me avergüenzan son las que se muestran comprensivas, como si no les importara y no pasara nada y lo entendieran y no les molestara, porque gritar «¡Victoria para las fuerzas de la libertad democrática!» cuando estás eyaculando es tan raro, joder, que siempre me doy cuenta de que están alucinando y simplemente se muestran condescendientes conmigo y fingen que lo entienden. Y son esas las que de verdad me hacen cabrearme y no me da vergüenza no llamarlas o evitarlas por completo, las que dicen: «Creo que podría quererte a pesar de todo».
E. B. n.º 15, VIII-1996
INSTITUTO DE OBSERVACIÓN Y ASESORAMIENTO
MCI-BRIDGEWATER
BRIDGEWATER, MASSACHUSETTS
—Es una propensión, y dado que la coerción es mínima y no se produce un daño real, resulta esencialmente benigna, creo que tiene que estar usted de acuerdo. Y sorprendentemente son muy pocos los que necesitan alguna coerción, se lo aseguro.
P.
—Desde un punto de vista psicológico el origen resulta obvio. Distintos psicoanalistas coinciden, añadiría yo, en este sentido y en todos los demás. De manera que está todo muy claro.
P.
—Bueno, mi propio padre era, por decirlo de algún modo, un hombre cuya propensión natural no era portarse bien, pero a pesar de todo intentaba con diligencia ser un buen hombre. Perdía los estribos y todo eso.
P.
—Bueno, no es lo mismo que si las torturara o las quemara.
P.
—La propensión de mi padre a la furia, sobre todo [ininteligible o distorsionado] a Urgencias por enésima vez, porque tenía miedo de su propia cólera y de su propensión a la violencia doméstica, que se fraguó durante un período de tiempo, y eventualmente recurrió, tras ese período de tiempo y varios períodos de asistencia psicológica fallida, a la práctica de esposarse las muñecas detrás de la espalda siempre que perdía los estribos con alguno de nosotros. En casa. Cosas domésticas. Pequeños accidentes domésticos que van socavando la paciencia de uno y todo eso. Aquella contención de sí mismo fue progresando durante cierto tiempo de manera que cuanto más furioso se ponía con nosotros se contenía de forma más coercitiva. A menudo el pobre hombre terminaba el día atado de pies y manos en el suelo de la sala de estar, gritándonos con furia que le pusiéramos su maldita mordaza. No sé si esa historia puede interesar a alguien que no tuviera el privilegio de estar allí. Intentando ponerle la mordaza sin ser mordido. Pero, por supuesto, aquello nos permite explicar mi propensión y rastrear su origen y tenerlo todo bien claro y ordenado para explicárselo, ¿no es cierto?
E. B. n.º 11, VI-1996
VIENNA, VIRGINIA
—De acuerdo, lo soy, vale, sí, pero espera un segundo, ¿vale? Necesito que intentes entender esto, ¿de acuerdo? Ya sé que soy huraño. Ya sé que a veces soy un poco retraído. Ya sé que es difícil estar conmigo, ¿vale? ¿De acuerdo? Pero eso de que cada vez que me muestro huraño o retraído tú pienses que me voy a marchar o que me estoy preparando para dejarte, eso no lo soporto. Eso de que me tengas miedo todo el tiempo. Me agota. Me hace sentir como si tuviera, no sé, que esconder mi estado de ánimo porque enseguida vas a pensar que estoy así por ti y que me estoy preparando para largarme y dejarte tirada. No confías en mí. No. No estoy diciendo que después de toda nuestra historia me merezca un montón de confianza por las buenas. Pero es que tú no confías en mí para nada. Hay confianza cero haga lo que haga. ¿Sí o no? Te prometí que no me iba a largar y tú me dijiste que te creías que por fin me había entregado realmente, pero no era verdad. ¿Sí o no? Admítelo, ¿vale? No confías en mí. Todo el tiempo estoy pisando huevos. ¿No lo ves? No puedo estar todo el tiempo intentando transmitirte confianza.
P.
—No, no digo que esto haya de transmitir confianza. Esto solamente pretende hacerte ver… De acuerdo, mira, las cosas tienen momentos buenos y malos, ¿sí o no? A veces la gente está más entregada y a veces menos. Así son las cosas. Pero tú no aguantas las malas rachas. Parece como si las malas rachas no estuvieran permitidas. Y ya sé que en parte es culpa mía, ¿sí o no? Ya sé que lo que pasó las otras veces no te ha infundido confianza precisamente. Pero eso no lo puedo cambiar, ¿vale? Estamos en el presente. Y ahora me da la impresión de que cada vez que no tengo ganas de hablar o me siento abatido o retraído tú crees que estoy planeando darte plantón. Y eso me rompe el corazón. ¿Vale? Me rompe el corazón. A lo mejor si te quisiera un poco menos o me importaras un poco menos podría soportarlo. Pero no puedo. De manera que sí, así es como están las cosas, me largo.
P.
—Y lo estaba. Así es justamente como me temía que te lo tomaras. Yo ya sabía que tú ibas a pensar que esto quiere decir que tenías razón al tener miedo y al no sentirte nunca segura ni confiar en mí. Sabía que ibas a decir: «¿Ves?, al fin y al cabo te marchas, que es lo que me prometiste que no ibas a hacer». Ya lo sabía, pero voy a intentar explicarme de todos modos, ¿vale? Y ya sé que probablemente tampoco vas a entender esto, pero… espera… intenta escucharme a ver si puedes asimilar esto, ¿vale? ¿Estás lista? El que yo me vaya no es la confirmación de todos tus miedos sobre mí. No lo es. Es por culpa de esos miedos. ¿Vale? ¿Lo entiendes? Es tu miedo lo que no aguanto. Es contra tu desconfianza y tu miedo que he estado luchando. Y ya no puedo luchar más. Me he quedado sin energía para seguir. Si te quisiera un poco menos a lo mejor podría soportarlo. Pero esto me está matando, esta sensación constante de que te estoy asustando y de que nunca te transmito confianza. ¿Es que no lo entiendes?
P.
—Desde tu punto de vista sí que es irónico, lo entiendo. Vale. Y entiendo que ahora me odies con todas tus fuerzas. Y he pasado mucho tiempo intentando llegar a este momento en que estoy preparado para enfrentarme al hecho de que me odies y a esa mirada que tienes como si se hubieran confirmado todos tus miedos y sospechas, porque tendrías que verla, ¿vale? Te juro que cualquiera que pudiera verte la cara ahora mismo entendería por qué me voy.
P.
—Lo siento. No quiero echarte toda la culpa. Lo siento. No es culpa tuya, ¿vale? O sea, tiene que ser cosa mía si no puedes confiar en mí después de todas estas semanas ni soportar unas cuantas idas y venidas normales sin estar pensando todo el tiempo que estoy planeando marcharme. No sé qué es, pero tiene que ser cosa mía. Vale, ya sé que lo nuestro no ha sido una maravilla, pero te juro que todo lo que dije lo dije de verdad, y lo he intentado al ciento por ciento. Te lo juro por Dios. Lo siento muchísimo. Daría lo que fuera por no hacerte daño. Te quiero. Te querré siempre. Espero que me creas, pero renuncio a seguir intentando que me creas. Por favor, créeme que lo he intentado. Y no creas que esto tiene que ver con ningún defecto tuyo. No te hagas eso a ti misma. Es por nosotros, es por nosotros que me voy, ¿de acuerdo? ¿No lo entiendes? ¿Entiendes que no es lo que tú siempre estabas temiendo? ¿Lo entiendes? ¿Admites que tal vez podrías haberte equivocado, solamente tal vez? ¿No podrías admitir al menos eso? Porque esto tampoco es precisamente agradable para mí, ¿sabes? Marcharme de esta manera y quedarme con esa cara que estás poniendo como imagen final de ti. ¿Es que no ves que yo también estoy hecho polvo? ¿No lo ves? ¿Que no eres la única?
E. B. n.º 3, XI-1994
TRENTON, NUEVA JERSEY [CAZADA AL VUELO]
R.: O sea, que me quedé sentado el último como hago siempre y todo ese rollo.
A.: Sí, hay que quedarse sentado, relajarse y ser el último en levantarse. ¿Por qué todo el mundo tiene que levantarse siempre en cuanto el trasto se para y abalanzarse al pasillo si lo único que se consigue así es quedarse uno cinco minutos de pie cargado con todas las bolsas y sudando a mares solamente para poder…?
R.: Esperé hasta el final y salí por fin al tubo ese que sale del avión y llegué a esa zona, ya sabes, la de las llegadas y los recibimientos esperando poder coger un taxi para…
A.: Qué deprimentes son siempre los comunicados por megafonía para que te dirijas a la zona de llegadas y recibimientos, y allí tienes que ver cómo a todo el mundo van a recibirlo y la gente chilla de alegría y se abraza, y luego están los tíos de los coches de alquiler con los nombres de sus pasajeros escritos en cartones, y tu nombre siempre está mal escrito y el l…
R.: Calla un segundo, joder, y escúchame, lo que pasó es que cuando salí ya se había marchado casi todo el mundo.
A.: Quieres decir que en ese momento la gente ya se había dispersado.
R.: Y la única persona que quedaba era una chica apoyada en la cuerda asomándose al tubo que salía del avión y por fin la chica me vio y yo también me la quedé mirando al salir porque ya se había marchado todo el mundo menos ella, ¿y sabes qué hizo? Pues cogió y se puso de rodillas y se echó a llorar como una Magdalena y empezó a aporrear la alfombra y a arañarla y a arrancar trozos de ese producto barato con que las hacen y que por culpa del pegamento bajo en polímeros que usan se despega enseguida, con lo que se acaban triplicando los costes de mantenimiento, no hace falta que te lo explique, y allí seguía ella, aporreando y arrancando el producto con las uñas, inclinada hacia delante de tal manera que se le veían las tetas. Totalmente histérica y llorando como una Magdalena allí en medio.
A.: Otra cálida bienvenida a Dayton, como dice el puto sistema de megafonía: «Nos alegra darle la bienve…».
R.: No, pero la historia sigue, escucha, yo fui a preguntarle si estaba bien, qué le pasaba y todo eso y así pude verle más de cerca las tetas, porque te juro que tenía unas tetas increíbles debajo de un top ajustado que era como una especie de leotardo en forma de top que llevaba debajo del abrigo, y la tía seguía arrodillada y dándose mamporros en la cabeza y haciendo pruebas de resistencia manual con el producto de la alfombra de la zona de llegadas, y entonces fue y me explicó que había un tío del que estaba enamorada y todo ese rollo, y el tío le había dicho que él también estaba enamorado de ella, pero por lo visto ya estaba comprometido cuando se conocieron y se enamoraron locamente, de manera que tuvieron todo un rollo de tira y afloja y un drama de aquí te espero, y yo la escuché con amabilidad allí de pie y ella me explicó que por fin el tipo se había bajado del burro y le había dicho que se rendía ante el amor de la tía de las tetas y se había comprometido con ella y le había dicho que se marchaba a Tulsa, que era donde el tío vivía, para decirle a la otra tía que se había comprometido con esta y para romper en Tulsa y así poder por fin rendirse ante la tía histérica de las tetas que le había dicho que le quería más que a nada en el mundo y que sentía una «afinidad» entre sus almas y todos esos rollos con música de fondo de violines y que había sentido que por fin, joder, después de todos los cagones e hijoputas que le habían dado mala vida por fin había conocido a un tipo en el que podía confiar y al que podía amar y con cuya alma sentía una afinidad y todo ese rollo de los violines y los corazones y las flo…
A.: Y bla, bla, bla.
R.: Bla, bla, y me contó que el tío se había largado con el avión a Tulsa para romper de una vez por todas su compromiso con la chica de antes, tal como se había comprometido a hacer, para luego volver a los brazos de esta tía de Dayton que estaba ahí de pie con sus pañuelos de papel y sus tetas en la zona de llegadas llorando como una Magdalena delante de este servidor.
A.: Anda que no se ve venir el resto.
R.: Vete a la mierda, pues resulta que el tipo se había puesto la mano en el corazón y todo ese rollo y le había jurado que iba a volver con ella y que iba a llegar precisamente en aquel avión y le había dado el número de vuelo y la hora y ella le había jurado que estaría allí para recibirlo con sus tetas, y resulta que le había contado a todas sus amigas que por fin se había enamorado del hombre correcto y que él iba a romper con su novia y a venirse con ella, y la tía había limpiado su casa para que él se instalara cuando volviera y se había hecho un peinado de esos enormes con laca que se hacen y se había puesto perfume en sus partes, ya sabes, y todo ese rollo tan típico y se había puesto sus mejores vaqueros de color rosa, ¿te he mencionado que la tía llevaba unos vaqueros de color rosa y unos tacones que estaban diciendo «fóllame» en varios millones de idiomas de todo el mundo…?
A.: Je, je.
R.: Llegado aquel punto estábamos en esa especie de cafetería diminuta que hay justo saliendo de las puertas de USAir, ese sitio de mierda que no tiene sillas y en donde te tienes que quedar de pie en las mesas con tu café asqueroso de dos dólares, con la maleta de las muestras y la bolsa y todas tus cosas en esos azulejos de mierda que tienen en el suelo, que ni siquiera son Thermoset y con las piezas que ya se están empezando a despegar, y yo le iba pasando los pañuelos de papel y la seguía escuchando y