Nuestro juego más cruel

Araminta Hall

Fragmento

cap-1

I

 

Las reglas del Ansia eran sencillas. V y yo íbamos a una discoteca en algún lugar predeterminado que estuviera a una distancia considerable de donde vivíamos. Nos desplazábamos juntos hasta allí, pero entrábamos por separado. Avanzábamos hasta la barra y nos situábamos lo bastante separados el uno del otro para que no pareciera que íbamos juntos, pero lo bastante cerca para que yo no la perdiera de vista ni por un instante. Entonces esperábamos. La espera nunca duraba mucho; lógico, puesto que V es imponente. Algún pobre desgraciado la abordaba y se ofrecía a invitarla a una copa o intentaba sacarla a bailar. Ella iniciaba un leve coqueteo con él. Yo aguardaba, sin quitarle los ojos de encima, con el cuerpo preparado para saltar como impulsado por un resorte en cualquier momento. Teníamos una señal: V alzaba la mano y empezaba a toquetearse el águila de plata que siempre lleva colgada al cuello. Entonces yo entraba en acción. Me abría paso entre la masa humana que atestaba aquellas salas oscuras y palpitantes, agarraba al inútil que estuviera babeando encima de ella y le preguntaba quién se creía que era para hablar con mi novia. Y, como doy bastante el pego por ser más bien alto y corpulento, y porque a V le gusta que haga pesas y salga a correr todas las mañanas, el tipo invariablemente retrocedía protegiéndose la cara con las manos en actitud temerosa y apocada. Unas veces no podíamos esperar un segundo más para empezar a besarnos; otras íbamos al aseo y follábamos en un retrete, entre los gritos que V profería para que la oyeran. En ocasiones conseguíamos llegar a casa. Tanto en unos casos como en otros, los besos de los dos sabían a Southern Confort, la bebida favorita de V.

Fue V quien puso nombre a nuestro juego, una de esas noches gélidas y oscuras en que la lluvia resbala como grasa por las ventanas. V llevaba una camiseta negra de tacto aterciopelado. Le marcaba las tetas redondeadas, y yo sabía que no se había puesto sujetador. Mi cuerpo reaccionó a sus encantos como de costumbre. Se rio cuando me levanté y me puso la mano en el pecho acalorado.

—¿Sabes, Mikey? Es lo que nos pasamos el día haciendo. Nosotros y el resto de la gente. Todos ansiamos algo.

Debo decir que el Ansia siempre fue cosa de V.

Una parte de mí no quiere ponerlo todo por escrito, pero mi abogado insiste en que lo haga porque necesita entender la situación con claridad. Según él, mi versión de los hechos le parece muy difícil de asimilar. También cree que sería beneficioso para mí, porque me ayudaría a comprender mejor en qué punto nos encontramos. Yo creo que es un idiota. Aun así, no tengo otra cosa que hacer aquí sentado, en esta celda de mala muerte, sin más compañía que la de Terry el Gordo, un hombre con un cuello más grueso que los muslos de la mayoría de las personas, oyendo cómo se masturba mirando fotos de famosas que no reconozco.

—¿Qué, ha vuelto a comerte la lengua el gato? ¿Mis bromas no son lo bastante buenas para ti? —me dice casi todas las mañanas cuando estoy tumbado en mi litera, callado.

Las palabras brotan de sus labios como bombas sin estallar. No le respondo, pero la sangre nunca llega al río porque en este lugar, cuando has matado a alguien, la gente te respeta, aunque de mala gana.

Cuesta creer que no haya pasado ni siquiera un año desde que regresé de Estados Unidos. Tengo la sensación de que ha transcurrido una vida entera; quizá incluso dos. Aun así, lo cierto es que llegué a casa a finales de mayo, y ahora estoy escribiendo en esta celda diminuta y oscura en pleno mes de diciembre. Aunque algunos diciembres son templados y agradables, este está resultando frío y gris, con días en los que parece que no sale el sol a causa de una niebla que nunca se disipa. Los periódicos hablan de una nube de esmog que cubre Londres, como si un millón de almas victorianas hubiera regresado del otro mundo y flotara sobre el Támesis. Pero en realidad todos sabemos que se trata de un billón de partículas químicas minúsculas que contaminan nuestro aire y nuestros cuerpos, mutando y modificando la esencia misma de nuestro ser.

Creo que tal vez todo el lío empezó cuando me fui a Estados Unidos. V y yo habíamos nacido para estar siempre juntos y, sin embargo, nos sedujo la promesa de conseguir dinero fácil y rápido. Recuerdo que ella me animó a marcharme; alegó que en Londres tardaría cinco años en ganar lo que en Nueva York ganaría en solo dos. Tenía razón, claro, pero ahora no estoy tan seguro de que el dinero valiera la pena. Siento como si hubiéramos perdido una parte de nosotros mismos durante esos años. Como si hubiéramos intentado abarcar tanto que nos hubiéramos estirado hasta desvanecernos y dejar de ser reales.

Pero nuestra casa es real, y quizá de eso se trataba, ¿no? La ecuación me provocaba vértigo: dos años en el infierno equivalen a una casa de cuatro dormitorios en Clapham. Suena a chiste, así expresado. Ninguna persona cuerda vendería su alma por algo semejante. A pesar de todo, es una realidad innegable. Una realidad que siempre estará ahí para nosotros sin juzgarnos. Que perdurará.

Cuando supe que iba a regresar contraté a una mujer para que fuera a la caza de una vivienda para mí. Siempre me la imaginaba al acecho por las calles de Londres, con una escopeta en una mano y varias casas colgadas del hombro, goteando sangre por las heridas. Me mandaba innumerables fotos y detalles que yo examinaba desde mi mesa de trabajo, en Nueva York, hasta que empezaba a ver borrosas las imágenes. Descubrí que, en realidad, no me importaba mucho cómo fuera la casa, si bien le planteaba exigencias muy concretas porque sabía que era lo que V querría. Era muy estricto respecto a la ubicación y la orientación. Recordaba que el jardín tenía que dar al sudeste e insistía en que la entrada principal estuviera en el centro de la fachada, porque a V le parecía que las casas así ofrecían un aspecto más acogedor. A ambos lados del vestíbulo hay habitaciones que de niño ni siquiera sabía que existían pero que V me enseñó que tenían nombres específicos: salón para las visitas y biblioteca. Aunque aún no he llenado las estanterías ni tengo intención de recibir a nadie. La cocina con office, como a los agentes inmobiliarios les encanta llamar a cualquier estancia espaciosa con aparatos para cocinar, abarca toda la parte posterior de la casa. Los propietarios anteriores ampliaron la construcción comiéndose un metro y medio de jardín, lo acristalaron todo e instalaron enormes puertas plegables que se abren y se cierran con la misma facilidad con que uno desplaza la mano por el agua.

Un suelo con calefacción radiante recubierto de piedra de Yorkshire se extiende por toda la cocina y se adentra en el jardín, de modo que cuando las puertas están abiertas puedes salir sin notar un cambio de textura.

—Es llevar el exterior al interior —aseguró Toby, el agente inmobiliario, haciendo que me cosquillearan las manos por las ganas que sentía de pegarleâ

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