I
Las reglas del Ansia eran sencillas. V y yo Ãbamos a una discoteca en algún lugar predeterminado que estuviera a una distancia considerable de donde vivÃamos. Nos desplazábamos juntos hasta allÃ, pero entrábamos por separado. Avanzábamos hasta la barra y nos situábamos lo bastante separados el uno del otro para que no pareciera que Ãbamos juntos, pero lo bastante cerca para que yo no la perdiera de vista ni por un instante. Entonces esperábamos. La espera nunca duraba mucho; lógico, puesto que V es imponente. Algún pobre desgraciado la abordaba y se ofrecÃa a invitarla a una copa o intentaba sacarla a bailar. Ella iniciaba un leve coqueteo con él. Yo aguardaba, sin quitarle los ojos de encima, con el cuerpo preparado para saltar como impulsado por un resorte en cualquier momento. TenÃamos una señal: V alzaba la mano y empezaba a toquetearse el águila de plata que siempre lleva colgada al cuello. Entonces yo entraba en acción. Me abrÃa paso entre la masa humana que atestaba aquellas salas oscuras y palpitantes, agarraba al inútil que estuviera babeando encima de ella y le preguntaba quién se creÃa que era para hablar con mi novia. Y, como doy bastante el pego por ser más bien alto y corpulento, y porque a V le gusta que haga pesas y salga a correr todas las mañanas, el tipo invariablemente retrocedÃa protegiéndose la cara con las manos en actitud temerosa y apocada. Unas veces no podÃamos esperar un segundo más para empezar a besarnos; otras Ãbamos al aseo y follábamos en un retrete, entre los gritos que V proferÃa para que la oyeran. En ocasiones conseguÃamos llegar a casa. Tanto en unos casos como en otros, los besos de los dos sabÃan a Southern Confort, la bebida favorita de V.
Fue V quien puso nombre a nuestro juego, una de esas noches gélidas y oscuras en que la lluvia resbala como grasa por las ventanas. V llevaba una camiseta negra de tacto aterciopelado. Le marcaba las tetas redondeadas, y yo sabÃa que no se habÃa puesto sujetador. Mi cuerpo reaccionó a sus encantos como de costumbre. Se rio cuando me levanté y me puso la mano en el pecho acalorado.
—¿Sabes, Mikey? Es lo que nos pasamos el dÃa haciendo. Nosotros y el resto de la gente. Todos ansiamos algo.
Debo decir que el Ansia siempre fue cosa de V.
Una parte de mà no quiere ponerlo todo por escrito, pero mi abogado insiste en que lo haga porque necesita entender la situación con claridad. Según él, mi versión de los hechos le parece muy difÃcil de asimilar. También cree que serÃa beneficioso para mÃ, porque me ayudarÃa a comprender mejor en qué punto nos encontramos. Yo creo que es un idiota. Aun asÃ, no tengo otra cosa que hacer aquà sentado, en esta celda de mala muerte, sin más compañÃa que la de Terry el Gordo, un hombre con un cuello más grueso que los muslos de la mayorÃa de las personas, oyendo cómo se masturba mirando fotos de famosas que no reconozco.
—¿Qué, ha vuelto a comerte la lengua el gato? ¿Mis bromas no son lo bastante buenas para ti? —me dice casi todas las mañanas cuando estoy tumbado en mi litera, callado.
Las palabras brotan de sus labios como bombas sin estallar. No le respondo, pero la sangre nunca llega al rÃo porque en este lugar, cuando has matado a alguien, la gente te respeta, aunque de mala gana.
Cuesta creer que no haya pasado ni siquiera un año desde que regresé de Estados Unidos. Tengo la sensación de que ha transcurrido una vida entera; quizá incluso dos. Aun asÃ, lo cierto es que llegué a casa a finales de mayo, y ahora estoy escribiendo en esta celda diminuta y oscura en pleno mes de diciembre. Aunque algunos diciembres son templados y agradables, este está resultando frÃo y gris, con dÃas en los que parece que no sale el sol a causa de una niebla que nunca se disipa. Los periódicos hablan de una nube de esmog que cubre Londres, como si un millón de almas victorianas hubiera regresado del otro mundo y flotara sobre el Támesis. Pero en realidad todos sabemos que se trata de un billón de partÃculas quÃmicas minúsculas que contaminan nuestro aire y nuestros cuerpos, mutando y modificando la esencia misma de nuestro ser.
Creo que tal vez todo el lÃo empezó cuando me fui a Estados Unidos. V y yo habÃamos nacido para estar siempre juntos y, sin embargo, nos sedujo la promesa de conseguir dinero fácil y rápido. Recuerdo que ella me animó a marcharme; alegó que en Londres tardarÃa cinco años en ganar lo que en Nueva York ganarÃa en solo dos. TenÃa razón, claro, pero ahora no estoy tan seguro de que el dinero valiera la pena. Siento como si hubiéramos perdido una parte de nosotros mismos durante esos años. Como si hubiéramos intentado abarcar tanto que nos hubiéramos estirado hasta desvanecernos y dejar de ser reales.
Pero nuestra casa es real, y quizá de eso se trataba, ¿no? La ecuación me provocaba vértigo: dos años en el infierno equivalen a una casa de cuatro dormitorios en Clapham. Suena a chiste, asà expresado. Ninguna persona cuerda venderÃa su alma por algo semejante. A pesar de todo, es una realidad innegable. Una realidad que siempre estará ahà para nosotros sin juzgarnos. Que perdurará.
Cuando supe que iba a regresar contraté a una mujer para que fuera a la caza de una vivienda para mÃ. Siempre me la imaginaba al acecho por las calles de Londres, con una escopeta en una mano y varias casas colgadas del hombro, goteando sangre por las heridas. Me mandaba innumerables fotos y detalles que yo examinaba desde mi mesa de trabajo, en Nueva York, hasta que empezaba a ver borrosas las imágenes. Descubrà que, en realidad, no me importaba mucho cómo fuera la casa, si bien le planteaba exigencias muy concretas porque sabÃa que era lo que V querrÃa. Era muy estricto respecto a la ubicación y la orientación. Recordaba que el jardÃn tenÃa que dar al sudeste e insistÃa en que la entrada principal estuviera en el centro de la fachada, porque a V le parecÃa que las casas asà ofrecÃan un aspecto más acogedor. A ambos lados del vestÃbulo hay habitaciones que de niño ni siquiera sabÃa que existÃan pero que V me enseñó que tenÃan nombres especÃficos: salón para las visitas y biblioteca. Aunque aún no he llenado las estanterÃas ni tengo intención de recibir a nadie. La cocina con office, como a los agentes inmobiliarios les encanta llamar a cualquier estancia espaciosa con aparatos para cocinar, abarca toda la parte posterior de la casa. Los propietarios anteriores ampliaron la construcción comiéndose un metro y medio de jardÃn, lo acristalaron todo e instalaron enormes puertas plegables que se abren y se cierran con la misma facilidad con que uno desplaza la mano por el agua.
Un suelo con calefacción radiante recubierto de piedra de Yorkshire se extiende por toda la cocina y se adentra en el jardÃn, de modo que cuando las puertas están abiertas puedes salir sin notar un cambio de textura.
—Es llevar el exterior al interior —aseguró Toby, el agente inmobiliario, haciendo que me cosquillearan las manos por las ganas que sentÃa de pegarleâ