Nada se acaba

Margaret Atwood

Fragmento

 El escudo de Jotán

Índice

Nada se acaba

Primera parte

Viernes, 29 de octubre de 1976. Elizabeth

Viernes, 29 de octubre de 1976. Nate

Viernes, 29 de octubre de 1976. Lesje

Sábado, 30 de octubre de 1976. Elizabeth

Sábado, 30 de octubre de 1976. Lesje

Sábado, 30 de octubre de 1976. Nate

Domingo, 31 de octubre de 1976. Elizabeth

Domingo, 31 de octubre de 1976. Nate

Domingo, 31 de octubre de 1976. Lesje

Domingo, 31 de octubre de 1976. Nate

Domingo, 31 de octubre de 1976. Elizabeth

Segunda parte

Viernes, 12 de noviembre de 1976. Elizabeth

Lunes, 15 de noviembre de 1976. Lesje

Lunes, 15 de noviembre de 1976. Nate

Sábado, 20 de noviembre de 1976. Elizabeth

Sábado, 20 de noviembre de 1976. Lesje

Sábado, 20 de noviembre de 1976. Nate

Lunes, 29 de noviembre de 1976. Elizabeth

Martes, 7 de diciembre de 1976. Lesje

Jueves, 23 de diciembre de 1976. Elizabeth

Jueves 23 de diciembre de 1976. Nate

Martes, 28 de diciembre de 1976. Lesje

Tercera parte

Lunes, 3 de enero de 1977. Elizabeth

Sábado, 15 de enero de 1977. Lesje

Sábado, 15 de enero de 1977. Nate

Sábado, 15 de enero de 1977. Elizabeth

Miércoles, 19 de enero de 1977. Lesje

Viernes, 21 de enero de 1977. Elizabeth

Sábado, 22 de enero de 1977. Lesje

Sábado, 22 de enero de 1977. Elizabeth

Sábado, 22 de enero de 1977. Nate

Martes, 8 de febrero de 1977. Lesje

Jueves, 28 de agosto de 1975. Nate

Miércoles, 16 de febrero de 1977. Elizabeth

Miércoles, 16 de febrero de 1977. Lesje

Miércoles, 16 de febrero de 1977. Elizabeth

Cuarta parte

Miércoles, 9 de marzo de 1977. Lesje

Miércoles, 9 de marzo de 1977. Nate

Miércoles, 9 de marzo de 1977. Elizabeth

Jueves, 7 de abril de 1977. Lesje

Miércoles, 13 de abril de 1977. Elizabeth

Viernes, 29 de abril de 1977. Lesje

Sábado, 14 de mayo de 1977. Elizabeth

Jueves, 7 de octubre de 1976. Nate

Miércoles, 22 de junio de 1977. Lesje

Viernes, 8 de julio de 1977. Nate

Sábado, 9 de julio de 1977. Elizabeth

Quinta parte

Sábado, 3 de septiembre de 1977. Nate

Sábado, 3 de septiembre de 1977. Elizabeth

Sábado, 3 de septiembre de 1977. Lesje

Viernes, 25 de noviembre de 1977. Nate

Viernes, 14 de abril de 1978. Elizabeth

Sábado, 15 de abril de 1978. Nate

Martes, 30 de mayo de 1978. Lesje

Sábado, 3 de junio de 1978. Elizabeth

Viernes, 18 de agosto de 1978. Nate

Viernes, 18 de agosto de 1978. Lesje

Viernes, 18 de agosto de 1978. Nate

Viernes, 18 de agosto de 1978. Elizabeth

Agradecimientos

Biografía

Créditos

Biografía

Nacida en 1939 en Ottawa y licenciada por la Universidad de Toronto, Margaret Atwood es una de las escritoras más prestigiosas del panorama internacional. En 2008 fue galardonada con el premio Príncipe de Asturias de las Letras y su nombre ha aparecido a menudo en la lista de candidatos al premio Nobel. Tiene en su haber más de treinta volúmenes de poesía, numerosas colecciones de cuentos y quince novelas, entre las que cabe destacar El cuento de la criada (1983), La novia ladrona (1994), Alias Grace (1996), El asesino ciego –que en 2000 ganó el prestigioso premio Booker–, la colección de ensayos titulada La maldición de Eva y los volúmenes de cuentos Érase una vez y Un día es un día, publicados por Lumen. Ahora se incorpora al catálogo Nada se acaba (1979), una novela que la crítica calificó en su momento de espléndida y que hasta la fecha ha permanecido inédita en lengua castellana.

Créditos

Título original: Life Before Man

Edición en formato digital: octubre de 2015

© 1979, O. W. Toad Ltd.

© 2015, Penguin Random House Grupo Editorial, S. A. U.

Travessera de Gràcia, 47-49. 08021 Barcelona

© 2015, Miguel Temprano García, por la traducción

Diseño de portada: Penguin Random House Grupo Editorial

Ilustración de portada: © Natalie Foss

Penguin Random House Grupo Editorial apoya la protección del copyright.  El copyright estimula la creatividad, defiende la diversidad en el ámbito de las ideas  y el conocimiento, promueve la libre expresión y favorece una cultura viva.  Gracias por comprar una edición autorizada de este libro y por respetar las leyes del copyright al no reproducir ni distribuir ninguna parte de esta obra por ningún medio sin permiso. Al hacerlo está  respaldando a los autores y permitiendo que PRHGE continúe publicando libros para todos los lectores. Diríjase a CEDRO (Centro Español de Derechos Reprográficos, http://www.cedro.org) si necesita reproducir algún fragmento de esta obra.

ISBN: 978-84-264-0277-6

Composición digital: M.I. maqueta, S.C.P.

www.megustaleer.com

019

Portada
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Portadilla

Nada se acaba

Margaret Atwood

Traducción de

Miguel Temprano García

019

www.megustaleerebooks.com

cap

Para G.

En lugar de una parte del organismo, el fósil puede ser un rastro de su presencia, como una huella o una galería fosilizadas. […] Dichos fósiles son nuestra única oportunidad de ver en acción a los animales extinguidos y estudiar su comportamiento, aunque la identificación definitiva solo es posible allí donde el animal ha muerto y se ha fosilizado

BJÖRN KURTÉN, El mundo de los dinosaurios

Mira, te estoy sonriendo, estoy sonriendo en tu interior, estoy sonriendo a través de ti. ¿Cómo voy a estar muerto si aliento en cada temblor de tu mano?

ABRAM TERTZ (ANDRÉI SINIAVSKI),

«El carámbano»

cap-1

 

Viernes, 29 de octubre de 1976

ELIZABETH

No sé cómo debería vivir. Ni yo ni nadie. Lo único que sé es cómo vivo. Como un caracol sin concha. Y esa no es forma de ganar dinero.

Quiero mi concha, bastante me costó fabricarla. La tienes tú, dondequiera que estés. Te fue fácil quitármela. Quiero una concha como un vestido de lentejuelas, hecha con monedas de plata, centavos y dólares superpuestas como las escamas de un armadillo. Un consolador acorazado. Impermeable; como una gabardina francesa.

Ojalá no tuviese que pensar en ti. Querías impresionarme, pero no estoy impresionada sino asqueada. Ha sido un acto repugnante, infantil y estúpido. Como cuando un crío rompe un muñeco en una rabieta, solo que lo que has roto ha sido tu cabeza, tu propio cuerpo. Querías asegurarte de que no pudiera darme la vuelta en la cama sin sentir ese cuerpo a mi lado, tangible aunque ya no esté allí, igual que una pierna amputada. Desaparecido, aunque todavía duela. Querías que llorase, que me lamentara, que me sentase en una mecedora con un pañuelo ribeteado de negro y sangrara por los ojos. Pero no estoy llorando, estoy enfadada. Tanto que podría matarte. Si no lo hubieses hecho tú.

Elizabeth está tumbada de espaldas, con la ropa puesta y sin arrugas, los zapatos están uno al lado del otro sobre la alfombrilla de la cama, una alfombrilla oval trenzada que compró en Nick Knack hace cuatro años cuando aún le interesaba la decoración de la casa, una alfombra de trapos de solterona auténtica y garantizada. Tiene los brazos en los costados, los pies juntos, los ojos abiertos. Solo ve parte del techo. Una pequeña grieta cruza su campo de visión y se bifurca en otra más pequeña. No ocurrirá nada, nada se abrirá, la grieta no se hará más grande ni se separará, y no pasará nada por ella. Lo único que significa es que el techo necesita una mano de pintura, no este año, sino el próximo. Elizabeth intenta concentrarse en las palabras «el año próximo», pero descubre que no puede.

A la izquierda hay un borrón de luz; si volviese la cabeza vería la ventana, los helechos y la persiana de varillas de bambú a medio enrollar. Después de comer llamó a la oficina y dijo que no iría a trabajar. Lo ha hecho demasiadas veces; necesita su empleo.

No está allí. Se halla en alguna parte entre su cuerpo, que yace tranquilo en la cama sobre la colcha de estampado indio de tigres y flores, con un jersey negro de cuello alto, una falda negra recta, unas bragas malvas, un sujetador beis que se cierra por delante y unos panties de esos que van en huevos de plástico, y el techo con sus grietas finas como un cabello. Se ve a sí misma, un engrosamiento del aire, como albúmina. Lo que sale cuando hierves un huevo y se rompe la cáscara. Conoce el vacío al otro lado del techo, que no es el mismo del tercer piso donde viven los inquilinos. A lo lejos, como un trueno lejano, su hija está haciendo rodar unas canicas por el suelo. El negro vacío absorbe el aire con un silbido suave y apenas audible. Podría absorberla a ella como si fuera humo.

No puede mover los dedos. Piensa en sus manos extendidas junto a sus costados, guantes de goma: piensa en forzar los huesos y la carne para darles forma de mano, un dedo tras otro, como una masa.

A través de la puerta, que ha dejado entreabierta una pulgada por pura costumbre, siempre alerta como el servicio de urgencias de un hospital, incluso ahora aguza el oído por si se oyeran gritos o ruidos de cosas rotas, llega el aroma de la calabaza quemada. Sus hijas han encendido las lamparillas pese a que aún faltan dos días para Halloween. Y ni siquiera ha oscurecido, aunque la luz empieza a disminuir. Les gusta tanto disfrazarse, ponerse máscaras y disfraces y correr por la calle, entre las hojas muertas, llamar a la puerta de desconocidos con sus bolsas de papel. Qué esperanza… Antes le conmovía esa emoción, esa intensa alegría, la planificación que duraba semanas tras la puerta cerrada del dormitorio. Tensaba algo en su interior, algún resorte. Este año están muy lejos. El mudo panel transparente del nido del hospital donde se plantaba y veía abrirse y cerrarse las bocas sonrosadas en los rostros contraídos.

Las ve, y ellas a ella. Saben que algo va mal. Sus modales, su evasión, son tan perfectos que resultan estremecedores.

Han estado observándome. Llevan años observándonos. ¿Por qué no iban a saber hacerlo? Actúan como si todo fuese normal, y tal vez para ellas lo sea. Pronto querrán la cena y yo la prepararé. Bajaré de esta cama, haré la cena y mañana las llevaré a la escuela y luego iré a la oficina. Ese es el orden correcto.

Antes Elizabeth cocinaba, y muy bien. Fue en la misma época en que le interesaban las alfombras. Todavía cocina, pela algunas cosas y calienta otras. Unas se endurecen y otras se ablandan; el blanco se pone marrón. Y así sigue. Pero cuando piensa en la comida no ve los colores brillantes, rojo, verde, naranja, del Libro de cocina del gourmet. Ve las ilustraciones de esos artículos de las revistas que muestran cuánta grasa tiene el desayuno. Claras de huevo blancas e inertes, tiras blancas de beicon, mantequilla blanca. Pollos, asados y filetes modelados con blanda manteca. Así es como le sabe ahora la comida. De todos modos, come más de la cuenta y engorda.

Se oye un golpecito en la puerta, unos pasos. Elizabeth baja los ojos. Ve abrirse la puerta en el espejo ovalado con marco de roble que hay sobre el tocador, la oscuridad del fondo, el rostro de Nate que asoma dando tumbos como un globo pálido. Lo ve entrar en la habitación tras romper el hilo invisible que ella suele tender a través del umbral para impedirle la entrada, y se las arregla para volver la cabeza. Le sonríe.

—¿Cómo estás, cariño? —dice él—. Te he traído un poco de té.

cap-2

 

Viernes, 29 de octubre de 1976

NATE

Ya no sabe qué significa «cariño» para ellos, aunque sigan diciéndoselo. Por las niñas. Tampoco recuerda cuándo empezó a llamar a la puerta, o cuándo dejó de considerarla su puerta. Cuándo trasladaron a las niñas a una sola habitación y él ocupó la cama que quedaba libre. La «cama libre» la llamaba ella entonces. Ahora la llama la «cama extra».

Deja la taza de té en la mesilla de noche, junto a la radio despertador que la despierta cada mañana con alegres noticias a la hora del desayuno. Hay un cenicero, sin colillas; ¿por qué iba a haberlas si no fuma? En cambio, Chris sí fumaba.

Cuando Nate dormía en esa habitación, había ceniza, cerillas, vasos, calderilla. La metían en un bote de mantequilla de cacahuete y se compraban regalitos. «Dinerito loco», lo llamaba ella. Ahora continúa vaciándose los bolsillos de calderilla cada noche; se acumula como excrementos de ratón sobre la cómoda de su cuarto, su propio cuarto. «Tu propio cuarto», lo llama ella como si quisiera recluirlo en él.

Elizabeth alza la mirada, con el rostro lívido, bolsas en los ojos, una sonrisa lánguida. No tiene por qué fingir, pero siempre lo intenta.

—Gracias, cariño —dice—. Enseguida me levanto.

—Si quieres esta noche hago yo la cena —responde Nate queriendo ser atento, y Elizabeth acepta con indiferencia.

Su apatía, su falta de ánimo le enfurece, pero no dice nada, se da la vuelta y cierra la puerta al salir. Ha tenido un detalle y ella se ha portado como si no significara nada.

Nate va a la cocina, abre la nevera y hurga en ella. Es como rebuscar en un cajón de ropa amontonada. Restos en tarros de cristal, brotes de soja caducados, una bolsa de espinacas medio podridas que huelen a césped en descomposición. No vale la pena contar con que la limpie Elizabeth. Antes lo hacía. Ahora limpia otras cosas, pero no la nevera. Ya la limpiará él, mañana o al día siguiente, cuando tenga un rato.

Entretanto, tendrá que improvisar la cena. No es tan difícil, ha ayudado a cocinar muchas veces, la diferencia es que antes —en los viejos tiempos, que recuerda como una era pasada, una especie de película de Disneylandia sobre caballeros andantes— siempre había víveres en la nevera. Ahora hace la compra él y carga una o dos bolsas en la cesta de su bicicleta, pero se le olvidan las cosas y a lo largo del día siempre falta algo: huevos, o papel higiénico. Entonces tiene que mandar a las niñas a la tienda de la esquina, donde todo es más caro. Antes, cuando aún no había vendido el coche, no tenían ese problema. Iban a comprar una vez por semana, los sábados, y la ayudaba a guardar las latas y los paquetes de congelados cuando llegaban a casa.

Nate saca las goteantes espinacas del cajón de las verduras y las echa al cubo de la basura, rezuman un líquido verde. Cuenta los huevos, no hay suficientes para hacer dos tortillas. Tendrá que volver a hacer macarrones con queso, pero da igual porque a las niñas les encantan. A Elizabeth no le gustan tanto, pero se los comerá, los engullirá con gesto ausente, como si fuese lo que menos le importase en este mundo, sonriendo como una mártir a quien estuvieran asando a fuego lento, mirando a la pared como si no lo viera.

Nate remueve y ralla, remueve y ralla. La ceniza cae de su cigarrillo fuera de la sartén. No es culpa suya que Chris se volara la cabeza con una escopeta. Una escopeta: eso resume la extravagancia, la histeria, que siempre le ha disgustado de Chris. Él habría utilizado una pistola, en caso de que hubiese pensado hacerlo. Lo que le molesta es la mirada que le echó ella cuando le llamaron para decírselo: al menos había tenido valor. Al menos iba en serio. Nunca lo ha dicho, claro, pero está seguro de que los compara y lo juzga desfavorablemente por seguir con vida. Cree que es un cobarde porque sigue vivo. Que no tiene huevos.

Al mismo tiempo, aunque tampoco se lo ha dicho nunca, sabe que le culpa de todo. Si hubieses sido así o asá, si hubieses hecho esto o lo otro —ignora qué— no habría sucedido. No me habría visto empujada, obligada…, es lo que ella cree: que le falló, y ese fracaso indefinido suyo la ha convertido en una masa temblorosa de carne impotente, dispuesta a pegarse como una ventosa al primer chiflado que se le acerque y le diga: «Bonitas tetas». O lo que quiera que le dijese Chris para lograr que se abrochara el sujetador. Probablemente fuese más bien «Bonitas ramificaciones», los jugadores de ajedrez son así. Nate lo sabe: antes él también jugaba. Nunca ha entendido por qué a las mujeres el ajedrez les parece sexy. Al menos a algunas.

El caso es que hace una semana, desde esa noche, que pasa las tardes tumbada en la cama que antes era suya, o medio suya, y él se dedica a llevarle tazas de té, una cada tarde. Ella las acepta con ese gesto suyo de cisne moribundo, una actitud que él no soporta ni resiste. Es culpa tuya, cariño, pero puedes traerme tazas de té. Es un parco consuelo. Y una aspirina del baño y un vaso de agua. Gracias. Ahora ve a alguna parte a sentirte culpable. No se puede resistir. Como un buen chico.

Y encima fue él, no Elizabeth, quien tuvo que ir a identificar el cadáver. Pues su mirada abatida le dio a entender que no podía contar con ella. Así que había ido obediente. Plantado en aquel apartamento donde solo había estado dos veces pero al que ella había ido al menos una vez por semana los últimos dos años, conteniendo las náuseas, obligándose a mirar, había tenido la impresión de que ella estaba con ellos en la habitación, una curva en el espacio, una observadora. Más que Chris. No podía decirse que le quedara cabeza. El jinete sin cabeza. Pero reconocible. A diferencia de la mayor parte de la gente, la expresión de Chris nunca había estado en aquella cara pánfila, sino en su cuerpo. Su cabeza había sido una alborotadora, y probablemente por eso Chris había escogido volársela en lugar de dispararse en otra parte del cuerpo. No debía de querer mutilar su cuerpo.

El suelo, una mesa, un tablero de ajedrez al lado de la cama, una cama con lo que llamaron el tronco y las extremidades tendidas en ella; el otro cuerpo de Nate, unido a él por aquella tenue conexión, aquel agujero en el espacio controlado por Elizabeth. Chris se había puesto un traje, una corbata y una camisa blanca. Al pensar en tanta ceremonia —las manos gruesas atando el nudo y enderezándolo ante el espejo, Dios, si hasta se había lustrado los zapatos—, Nate quiso echarse a llorar. Metió las manos en el bolsillo de la chaqueta, sus dedos encontraron calderilla y la llave de casa.

—¿Algún motivo por el que pudo dejar su número en la mesilla? —se interesó el segundo policía.

—No —respondió Nate—. Supongo que porque éramos amigos.

—¿Los dos? —preguntó el primer policía.

—Sí —dijo Nate.

Janet entra en la cocina justo cuando él está metiendo la fuente en el horno.

—¿Qué hay para cenar? —pregunta, añadiendo «papá», como para recordarle quién es.

De pronto a Nate la pregunta le parece tan triste que por un momento no puede responder. Es una pregunta de otra época, de los viejos tiempos. Se le enturbian los ojos. Quiere soltar la fuente en el suelo y abrazar a su hija, pero en vez de hacerlo cierra con cuidado la puerta del horno.

—Macarrones con queso —dice.

—¡Qué rico! —responde ella con voz distante, cauta, con una cuidadosa imitación de alegría—. ¿Con salsa de tomate?

—No, no había.

Janet pasa el pulgar por la mesa de la cocina haciéndolo chirriar sobre la madera. Lo hace dos veces.

—¿Mamá está descansando? —pregunta.

—Sí —responde Nate. Luego añade con fatuidad—: Le he llevado una taza de té.

Pone una mano detrás, apoyada en la encimera. Los dos saben lo que pretende evitar.

—Bueno —dice Janet con la voz de una pequeña adulta—. ¡Nos vemos!

Da media vuelta y sale por la puerta de la cocina.

Nate quiere hacer algo, actuar de algún modo, estrellar la mano contra la ventana. Pero al otro lado del cristal hay una persiana. Eso le neutralizaría. Haga lo que haga será absurdo. ¿Qué es romper una ventana comparado con volarse la cabeza? Arrinconado. Si lo hubiese planeado Elizabeth no lo habría hecho mejor.

cap-3

 

Viernes, 29 de octubre de 1976

LESJE

Lesje vaga por la prehistoria. Bajo un sol mucho más anaranjado de lo que ha sido nunca el suyo, en medio de una llanura pantanosa cubierta de plantas de tallo grueso y helechos gigantescos, ramonea un grupo de estegosaurios de placas huesudas. Alrededor del grupo, amparados por su presencia, pero sin relación con él, hay unos cuantos camptosaurios más altos y delicados. Cautos, inquietos, levantan la diminuta cabeza de vez en cuando y se alzan sobre las patas traseras para olisquear el aire. Si hay algún peligro serán los primeros en dar la alarma. Cerca de ella, una bandada de pterosaurios de tamaño mediano planea de un gigantesco helecho arborescente a otro. Lesje se acurruca entre las frondas de la copa de uno de ellos y observa con prismáticos, feliz, desapercibida. Ninguno de los dinosaurios manifiesta el menor interés por ella. Si llegasen a verla o a olerla, no le prestarían atención. Les es tan absolutamente ajena que no podrían fijarse en ella. Cuando los aborígenes avistaron los barcos del capitán Cook, hicieron caso omiso porque sabían que una cosa así no podía existir. Es casi como ser invisible.

Cuando se para a pensarlo, Lesje sabe que probablemente no sea la idea de una relajada fantasía que podría tener cualquiera. Aun así, es la suya; sobre todo porque en ella se permite transgredir con descaro cualquier versión oficial de la realidad paleontológica que se le antoje. En general, es bastante clarividente, objetiva y racional en las horas de trabajo, razón de más, piensa, para su extravagancia en las marismas del Jurásico. Mezcla eras geológicas, añade colores: ¿por qué no un estegosaurio de color azul metálico con manchas rojas y amarillas en lugar de las aburridas manchas marrones y grises propuestas por los especialistas? De los que ella, a su modesta manera, forma parte. En los costados de los camptosaurios, van y vienen destellos de color rosa rojizo, púrpura y rosa claro, que reflejan sus emociones como los cromatóforos que se expanden y se contraen en la piel de los pulpos. Los camptosaurios solo se vuelven grises cuando mueren.

Al fin y al cabo tampoco es tan fantasioso; está familiarizada con la coloración de algunos lagartos exóticos modernos, por no hablar de las variaciones en los mamíferos como el trasero de los mandriles. Esas extrañas tendencias deben haberse desarrollado de alguna parte.

Lesje sabe que es una regresión. Últimamente lo hace a menudo. Su ensoñación es una reliquia de la infancia y la primera adolescencia, descartada hace un tiempo en favor de otras especulaciones. Es cierto que los hombres sustituyeron a los dinosaurios en su imaginación y en el tiempo geológico; pero pensar en los hombres cada vez le ofrece menos compensaciones. Y en cualquier caso, esa parte de su vida está resuelta de momento. Resuelta en el sentido en que se resuelve un fallo. Ahora «hombres» significa «William». William considera que ambos lo tienen todo resuelto. No ve razones por las que haya que cambiar nada. Y Lesje tampoco, si se para a pensarlo. Excepto que ya no puede fantasear sobre William, aunque lo intente, y tampoco recuerda cómo eran sus fantasías cuando las tenía. Fantasear sobre William es una especie de contradicción en términos. Y tampoco le da demasiada importancia.

En la prehistoria no hay hombres, ni otras personas, solo algún observador solitario como ella, un turista o un refugiado, acurrucado con sus prismáticos en su propio helecho y dedicado a sus propios asuntos.

Suena el teléfono y Lesje da un brinco. Abre los ojos como platos y levanta, como para protegerse, la mano que sostiene la taza de café. Es de esas personas a quienes asustan más de la cuenta los ruidos imprevistos. Se considera una persona temerosa, un herbívoro. Da un respingo siempre que alguien se le acerca por detrás o cuando el jefe de estación del metro toca su silbato, aunque sepa que hay gente o que está a punto de sonar el silbato. Algunos de sus amigos lo encuentran conmovedor, pero a otros les resulta sencillamente irritante.

Sin embargo, a ella no le gusta ser irritante, así que intenta controlarse incluso cuando está sola. Deja la taza de café sobre la mesa —ya limpiará la mancha después— y va a coger el teléfono. No sabe quién espera que sea y quién le gustaría que fuese. Aunque comprende que son dos cosas distintas.

Cuando descuelga el auricular, oye el zumbido de la ciudad que reverbera al otro lado del cristal, amplificado por los acantilados de cemento que tiene enfrente y en los que ella vive. Una habitante de los acantilados. El decimocuarto piso.

Lesje sostiene el teléfono un minuto y escucha aquel zumbido como si fuese una voz. Luego cuelga. En todo caso no es William. Nunca la ha llamado sin tener algo que decirle, algún recado prosaico. «Voy para allá.» «Nos vemos en…» «No voy a poder.» «Vayamos a…» Y luego, cuando se fueron a vivir juntos, «Llegaré a las…». Y, últimamente, «No llegaré hasta las…». Lesje considera un indicio de la madurez de la relación que no le importen sus ausencias. Sabe que está trabajando en un proyecto importante. Eliminación de residuos. Respeta su trabajo. Siempre han prometido dejar libertad al otro.

Es la tercera vez. Dos veces la semana pasada y esta de ahora. A falta de otro tema de conversación, esa mañana se lo contó a las chicas del trabajo, enseñando los dientes en una rápida sonrisa, para demostrar que no le preocupaba y tapándose después la boca con la mano. Cree que sus dientes son demasiado grandes para su cara: que la hacen parecer esquelética, hambrienta.

Elizabeth Schoenhof estaba en la cafetería a la que van siempre a las diez y media cuando no tienen demasiado trabajo. Es de Proyectos Especiales. Lesje la ve mucho porque los fósiles son una de las cosas más populares del museo y a Elizabeth le gusta trabajar con ellos. En esa ocasión se había acercado a la mesa para decir que necesitaba parte del material de Lesje para una serie de vitrinas. Quería yuxtaponer algunos ejemplares pequeños de Canadiana con objetos naturales de las mismas regiones geográficas. Lo llamaría «Ambiente y artefacto». Podría usar algunos animales disecados combinados con las hachas y las trampas de los pioneros, y unos cuantos huesos fósiles para ambientarlos.

—Es un país viejo —dijo—. Queremos que la gente se dé cuenta.

Lesje está en contra de esa propaganda ecléctica, pero entiende que es necesaria. El público en general. Aun así, resulta trivial, y Lesje hizo una objeción para sus adentros cuando Elizabeth le preguntó, con ese aire tan competente suyo, si podría encontrarle algunos fósiles verdaderamente interesantes. ¿Acaso no lo eran todos? Lesje respondió educada que vería lo que podía hacer.

Elizabeth, experta en catalogar las reacciones ajenas, motivo por el que Lesje le tiene un poco de miedo —ella es incapaz—, le aclaró que se refería a que fuesen visualmente interesantes. Le quedaría muy agradecida, añadió.

Lesje, siempre sensible a los halagos, se ruborizó. Si Elizabeth quería unas falanges de gran tamaño y un cráneo o dos, que los usara. Además, Elizabeth tenía muy mal aspecto, estaba blanca como la pared, y eso que todos decían que lo llevaba de maravilla. Lesje no puede imaginarse en esa situación, así que tampoco puede predecir cómo lo llevaría ella. Claro que todo el mundo lo sabía, había aparecido en los periódicos, y Elizabeth no se había esforzado mucho en ocultarlo mientras duró.

La gente evitaba aludir a Chris, o a cualquier cosa que tuviese que ver con él, en presencia de Elizabeth. Lesje parpadeó cuando Elizabeth le dijo que quería utilizar un fusil de chispa en la vitrina. A ella no se le habría pasado por la cabeza utilizar armas de fuego. Pero tal vez esos puntos ciegos fuesen necesarios para llevarlo de maravilla. ¿Cómo lo haría si no?

Para cambiar de tema dijo muy animada:

—¿Sabéis qué? He estado recibiendo llamadas anónimas.

—¿Obscenas? —preguntó Marianne.

Lesje respondió que no.

—El tipo deja que suene el teléfono y cuelga cuando respondo.

—Probablemente tenga mal el número —dijo Marianne, cuyo interés pareció decaer.

—¿Cómo sabes que es un hombre? —preguntó Trish.

Elizabeth dijo: «Disculpad». Se levantó, se detuvo un momento, luego dio media vuelta y se encaminó como una sonámbula hacia la puerta.

—Es horrible —dijo Trish—. Debe de sentirse fatal.

—¿He dicho algo que no debía? —preguntó Lesje. No había sido su intención.

—¿No lo sabías? —respondió Marianne—. Él la estuvo llamando así. Al menos una vez cada noche, todo el mes pasado. Cuando dejó de trabajar aquí. Elizabeth se lo contó a Philip Burroughs bastante antes de que ocurriera. Debió de darse cuenta de que pasaba algo.

Lesje se ruborizó y se llevó la mano a la mejilla. Siempre había cosas que no sabía. Ahora Elizabeth pensaría que lo había hecho a propósito y le cogería ojeriza. No imaginaba cómo podía habérsele pasado por alto ese cotilleo. Probablemente lo habían contado en esa misma mesa y ella no habría prestado atención.

Lesje vuelve al salón, se sienta en la silla al lado del café derramado y enciende un cigarrillo. Cuando fuma no inhala. Se pone la mano derecha delante de la boca con el cigarrillo entre los dedos y el pulgar en la mandíbula. Así puede hablar y reírse con seguridad entre el humo que se eleva hasta sus ojos. Sus ojos son su punto fuerte. Entiende que en Oriente Próximo lleven velos. No tiene nada que ver con la modestia. A veces, cuando está sola, se pone uno de los cojines de flores en la parte inferior de la cara, por encima del puente de la nariz, esa nariz que es un poco larga y curva para este país. Sus ojos, oscuros, casi negros, le devuelven, enigmáticos, la mirada en el espejo del cuarto de baño, por encima de las flores azules y purpúreas.

cap-4

 

Sábado, 30 de octubre de 1976

ELIZABETH

Elizabeth está en el sofá gris bajo la luz subacuática de su cuarto de estar, con las manos dobladas sobriamente sobre el regazo, como si estuviese esperando un avión. La habitación da al norte y la luz nunca es directa; eso la tranquiliza. El sofá no es verdaderamente gris, o no solo es gris; tiene un motivo de fondo malva, una especie de veteado, un batik. Lo escogió porque no le hacía daño a los ojos.

En la alfombra de color champiñón, cerca del pie izquierdo, hay un pedacito de papel crepé naranja, un resto de lo que las niñas están haciendo en su cuarto. Un pedacito llameante y discordante. Normalmente lo recogería y arrugaría. No le gusta que nadie altere esa habitación, ni las niñas ni Nate con sus rastros de serrín y sus manchas de aceite de linaza. Pueden organizar todo el lío que quieran en su cuarto, donde ella no tenga que verlo. En cierta ocasión pensó en poner unas plantas, igual que en el dormitorio, pero decidió no hacerlo. No quiere tener que cuidar de nada.

Cierra los ojos. Chris está en la habitación con ella, un peso, cargado, sin aliento, como el aire antes de una tormenta. Sensual. Sultán. Silencioso. Pero no porque esté muerto, siempre fue así. La arrinconaba contra la puerta y la rodeaba con los brazos, cuando intentaba apartarlo, sus hombros eran como una mol

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