Nota editorial
Es posible que el lector de hoy se pregunte sobre la utilidad, oportunidad y conveniencia de reeditar de nuevo esta obra, casi sesenta años después de haber sido publicada por primera vez en Gran Bretaña y de haber conocido varias ediciones en lengua castellana.
El autor confiesa al comienzo de Flecha en el azul, primero de los dos volúmenes que componen esta obra: «No puedo ni imaginarme si dentro de cincuenta años habrá alguien que desee leer algún libro mío, pero tengo una idea muy exacta de lo que a mí, como escritor, me impulsa. Es el deseo de trocar cien lectores contemporáneos por diez lectores dentro de diez años, o por un lector dentro de cien años».
Estas memorias permiten al lector recorrer un tiempo rebosante de acontecimientos decisivos para la historia de la humanidad, a través del relato apasionante de la trayectoria intelectual y humana de un personaje único: excelente escritor, periodista, científico, hombre comprometido y de contradictoria trayectoria política. Un ser, en definitiva, independiente, rebelde y crítico, con una mirada abierta hacia todo lo que ocurre a su alrededor.
Koestler es un testigo, alguien que ha vivido —y encarnado— los acontecimientos que han marcado el siglo XX, y cuya impronta tardará probablemente en desvanecerse en la historia.
Se pueden compartir o no sus ideas políticas, tan contrapuestas a lo largo de su vida, pero lo que no se puede es obviar su capacidad de analizar las diferentes situaciones que conoció. Koestler es un testigo lúcido —es decir, implacable— y bien situado. Su posición en medio de la marea de acontecimientos históricos decisivos conforma su pensamiento y también sus contradicciones políticas y vitales. Koestler no historia, relata.
La lectura de sus memorias, además de proporcionar el placer de los mejores relatos, ofrece al lector la posibilidad de atisbar la historia tras una mirada cargada de agudeza e inteligencia.
Koestler es un escritor, alguien para quien la palabra no es solo un instrumento, sino una meta; un escritor de primer orden. El escritor de memorias, dice, no debe perdonarse sus faltas ni ocultar sus brillos, debe esforzarse por relatar las experiencias dolorosas y humillantes, al tiempo que debe tener el coraje necesario para incluir los episodios que le hacen aparecer con una luz favorable.
«En 1937 —leemos—, cuando me encontraba en la cárcel con la perspectiva de hacer frente a un batallón de fusilamiento, hice un voto: si alguna vez conseguía salir vivo de allí, escribiría una autobiografía tan franca e implacable conmigo mismo que a su lado Las confesiones de Rousseau y las Memorias de Cellini parecerían mera afectación.»
Quince años después, Koestler comenzó a escribir las primeras páginas de esta autobiografía, que no concluiría hasta años más tarde, y que ha llegado a miles de lectores de todo el mundo.
En esta edición se reúnen los dos volúmenes tal como se publicó originalmente. El primero, Flecha en el azul, abarca el tiempo comprendido entre 1905, fecha de su nacimiento, y 1931. Son los años de aprendizaje: sus lecturas de adolescente, la vida familiar, sus estudios, los primeros escarceos amorosos, el comienzo de sus trabajos científicos y, sobre todo, sus primeros pasos en la actividad política. Pocas veces se podrá encontrar un análisis tan vivo, claro y agudo como el de Koestler sobre la responsabilidad de la burguesía liberal alemana en el triunfo del nazismo o sobre las ilusiones que despertó la Revolución bolchevique de 1917 (lo que le llevó a afiliarse al Partido Comunista). Como telón de fondo, la Hungría de los Habsburgo, la Primera Guerra Mundial, la caída del Imperio austrohúngaro, la Revolución bolchevique, la Comuna húngara de 1919, Palestina y los países árabes, el París de entreguerras y el triunfo del nazismo en Alemania.
Sobre este fondo, Koestler busca siempre el infinito y la eternidad. «La sed de absoluto es un estigma que marca a los que son incapaces de encontrar satisfacción en el mundo relativo del ahora y de aquí. Mi obsesión por la flecha (disparada hacia lo infinito del azul del cielo) era meramente la primera fase de la búsqueda.»
Con su incorporación al Partido Comunista comienza el segundo volumen, La escritura invisible, donde encontramos referencias a sus primeros camaradas y amigos (entre los cuales está Wilhelm Reich), vívidos episodios de la lucha contra el régimen de Hitler y la caída de la República de Weimar, y sobre todo el viaje de 1932 a la Unión Soviética, donde permanece durante un año, que le permite conocer en directo la dura realidad del régimen de Stalin y la mayor hambruna que sufrió el país bajo el régimen soviético. Archivó en su memoria todos estos datos y no los olvidó nunca.
Continúa militando en las filas comunistas, y en París trabaja como periodista y colabora en la lucha antifascista con conocidos personajes de la vida cultural francesa (Malraux, Aragon, Lévy-Bruhl…). Marcha después a España como corresponsal de guerra y, en espera de ser fusilado, sostiene su famoso «diálogo con la muerte», pasa revista a su vida, se inicia en experiencias místicas y modifica por completo su concepción del mundo. De nuevo libre, gracias a un canje de prisioneros, Koestler tiene otra vez la oportunidad de viajar a Europa, donde ahora conoce a Thomas Mann y a Sigmund Freud y, tras ser internado en un campo de concentración durante seis meses, logra, después de innumerables peripecias, llegar a Inglaterra.
Si en Flecha en el azul durante su juventud miraba el universo como un libro abierto, «ahora —nos dice— se me aparece como un texto de escritura invisible, y del cual, en muy raros instantes de gracia, podemos descifrar algún pequeño fragmento».
Considerado por George Orwell como un escritor fiel a su estilo de vida, Koestler no solo escribió un libro importante por la clase de acontecimientos que relata: su aguda percepción intelectual de los hechos y de las ideas y de los diversos escenarios políticos de la Europa de los años treinta le convierten en un escritor impresionante que ha alcanzado algo más importante que el éxito: con su obra ha logrado ejercer una influencia que probablemente alcanzará a los lectores de los próximos cien años.
Huí en vano; en todas partes encontré la ley. Debo ceder; puerta, recibe al huésped. Corazón tembloroso, sométete a tu amo… A aquel que en mí es más yo que yo mismo.
PAUL CLAUDEL
Nota a la edición de Danube
Los pasajes de esta obra que aparecen entre comillas sin indicación de origen provienen de mis libros anteriores. He adoptado este método para no molestar al lector con constantes referencias a mi propia obra. En los casos en que se hacen tales referencias tuve un motivo especial para indicar la fecha o el contexto del pasaje citado.
Quiero expresar mi sincero y profundo agradecimiento a Jack y Chris Newsom, de Point Pleasant, Pensilvania, por la revisión del manuscrito, por su amistad, por su crítica y por sus palabras de aliento.
A. K.
PRIMERA PARTE
Horrar y Bapán
1905-1921
Y siguió hablando de sí mismo, sin comprender que el tema no era tan interesante para los demás como para él.
TOLSTÓI, Los cosacos
1
El horóscopo
Desde los comienzos de la civilización el hombre ha creído que la posición de los cuerpos celestes en el momento de su nacimiento ejercía cierta influencia sobre su destino. Cierto día, en 1946, se me ocurrió que también la disposición de los acontecimientos terrenales en ese mismo momento podía tener algún significado y decidí trazar mi horóscopo secular. La idea no es tan rebuscada como podría parecer a primera vista. La astrología se basa en la creencia de que el hombre depende de las circunstancias cósmicas que lo rodean; Marx sostenía que es un producto de las circunstancias sociales. Creo que ambas proposiciones son válidas; de ahí surge la idea del horóscopo secular. Supongo que el motivo de que esta idea no se le haya ocurrido nunca a la gente es que, hasta la invención relativamente reciente de la prensa diaria, no poseían métodos exactos para descubrir qué sucedía en este mundo en el momento de su nacimiento; en cambio, poseían realmente los medios para saber con considerable exactitud lo que había sucedido en los cielos. Evidentemente, esto se debe a la inmensa confianza que inspiran los cuerpos celestes, comparados con los cuerpos humanos; uno puede calcular con una exactitud de una fracción de grado dónde se encontrará Sirio dentro de un millón de años, pero no puede predecir la posición espacial de su cocinera dentro de cinco minutos.
El procedimiento para trazar el horóscopo secular es muy simple. Lo único que tuve que hacer fue acudir a las oficinas de The Times, en Printing House Square, Londres, y pedir que me mostraran el ejemplar del día siguiente a mi nacimiento, ocurrido el 5 de septiembre de 1905, aproximadamente a las tres y media de la tarde. Después de un rato, me llevaron un pesado volumen que contenía todos los números aparecidos en agosto y septiembre de 1905. Pusieron a mi disposición una salita de lectura, provista de escritorio, sillón, tintero y secante; allí, en cómoda reclusión, me instalé y comencé a pasar las páginas levemente amarillentas del voluminoso tomo. Hasta esa tranquila habitación, por la ventana que daba al Támesis, llegaba el débil sonido del silbido de un remolcador, que gemía su nostalgia del mar. Sentí el agradable y suave deleite del minero que abre un túnel hacia el pasado, matizado por la emoción más intensa del astrólogo que calcula las órbitas del destino de un cliente importante.
Para prolongar el placer empecé por la periferia, por así decirlo, del campo de fuerzas existente en el momento de mi nacimiento; es decir, por los anuncios. Sugerentemente, el primero que me llamó la atención se refería a LA MÁQUINA LITERARIA, utilizada por S. M. el Rey, y calificada de DELICIOSAMENTE CÓMODA; precio de venta, desde diecisiete chelines y medio. Sin embargo, la máquina resultó una decepción, porque solo era un dispositivo «para sostener un libro en cualquier posición sobre un sillón, una cama o un sofá».
Dirigí luego la atención a la sección DIVERSIONES y descubrí que en el Palacio de Cristal se celebraba una exposición colonial e hindú, cuyo programa incluía «exhibiciones de guerreros nativos a las dos y media, cuatro y media y seis de la tarde»; se anunciaba un café chantant para las cuatro y las ocho de la tarde, y también una exhibición nacional de fuegos artificiales, no con el fin de celebrar mi nacimiento, sino en honor de la visita de la flota francesa a Spithead.
La mayor parte de la sección de anuncios clasificados estaba dedicada a una variedad de carruajes, tales como victorias, landós, broughams y volantes; a los frenos, las guarniciones y las monturas, y especialmente a una multitud de caballos de una gran variedad de color, edad y carácter, entre ellos un par de caballos bayos de quince palmos, de tiro liviano, ambos garantizados sanos, «valiosos para una persona tímida o nerviosa», ofrecidos, con un plazo de prueba de catorce días, al interesante precio de ciento cincuenta guineas. Los automóviles apenas estaban representados y su única y tímida aparición en la columna «Miscelánea» no parecía muy alentadora: «UN CABALLERO, poseedor de un automóvil Daimler 28-36», anunciaba que «le ENCANTARÍA ALQUILAR el coche —con servicio personal— por día, por semana o por mes, dentro del país o en el extranjero». Evidentemente, debía de haberse cansado muy pronto de su vehículo. Esto parecía perdonable, considerando que el mismo día había sido designada una comisión real de automóviles, encabezada por el vizconde Selby, para investigar e informar, entre otros problemas, sobre «los daños al parecer causados a los caminos por los automóviles».
El caballero del Daimler era el único elemento perturbador en esa cabalgata de monturas, caballos y victorias de la sección de anuncios clasificados. Hacía tantos años que la tinta de la imprenta se había secado, que ya no olía a su sustancia sino a su significado: a cuero fresco y al sudor de los flancos de los caballos; con una ráfaga de lavanda, representada por la «señorita Smallwood, de The Leas, Great Malvern», que «deseaba ansiosamente obtener pedidos de pañuelos con iniciales bordadas, ya que varias damas de su sociedad se ganan la vida mediante este tipo de labores». Pasé a la columna de «Demandas de empleo», donde encontré una desconcertante cantidad de damas que recomendaban efusivamente a sus cocheros, cuyos caracteres y condiciones aparecían casi siempre calificados de excelentes. Esto me predispuso a la meditación, pero de nuevo me devolvió a la sobria realidad el joven comerciante alemán que, poseyendo un sólido conocimiento de los rudimentos del idioma inglés, buscaba empleo en una buena empresa inglesa, como empleado honorario. Tal vez era herr Von Ribbentrop, ¿quién sabe?
Hasta aquí, mi horóscopo no me había dicho gran cosa. Al volver a las páginas centrales descubrí que, mientras yo nacía, el emperador y la emperatriz de Alemania asistían al desfile de otoño de la brigada de guardias, en Tempelhof; que el rey Eduardo había ofrecido una cena en el Kursaal de Marienbad, en Bohemia, a veintinueve invitados, entre ellos la princesa Murat, la duquesa Adeline de Bedford y la marquesa de Ganay; que el brote de cólera en Prusia había dejado un saldo de veinticuatro muertos durante las últimas veinticuatro horas; que se habían producido dieciséis casos de peste en Zanzíbar, y que el inglés capturado por unos bandidos en Macedonia, el señor Philip Mills, empleado de la Monastir Tobacco Régie, seguía aún vivo y todavía en manos de sus raptores. Una violenta tormenta en el lago Superior había causado la muerte de veinte marineros; el príncipe Enrique de Prusia había almorzado con el almirante Winsloe, comandante de la División de Destructores de la Flota del Canal, en viaje por el Báltico; el Congreso de Sindicatos había reanudado sus sesiones en Hanley, donde el presidente del mismo, el señor J. Sexton (Obreros Portuarios Nacionales, de Liverpool), había urgido la necesidad de abolir el monopolio y los terratenientes. En el extranjero, Le Temps de París, comentando la insurrección de Marruecos y las complicaciones francogermanas a que daría lugar, había dicho, según se citaba: «Para emplear una expresión que no puede dejar de ser bien recibida en Alemania, haremos que el magzen sienta el peso de nuestro puño de hierro, hasta que se decida a reconocer nuestros derechos…».
«¡Fuego, fuego! —me dije—. Esto ya es significativo. Marte entra en la segunda casa.» Y en efecto, los artículos siguientes tañían ciertas cuerdas cuyas vibraciones me acompañarían durante muchos años:
LUCHA ENCONADA EN EL CÁUCASO
Tiflis, 5 de septiembre de 1905
Las noticias de Bakú empeoran constantemente. La Ciudad Negra está en llamas, y han estallado innumerables incendios en otros lugares, Las tropas luchan con el máximo vigor, pero hasta ahora no han conseguido restablecer el orden…
La Revolución rusa de 1905 empezaba a marcar el paso. Los sucesos de Bakú, ocurridos el día mismo de mi nacimiento, fueron el preludio de la primera huelga general de la historia moderna. La actividad revolucionaria de los terroristas socialistas era contrarrestada por la actividad contrarrevolucionaria de los terroristas patrióticos. Estos últimos, conocidos con el nombre de los Cien Negros, en connivencia con la policía y el gobierno suscitaban pogromos antisemitas para desviar el descontento popular.
DISTURBIOS EN KICHINEV
Kichinev, 5 de septiembre de 1905
Una pobre mujer asesinada por los agitadores fue enterrada hoy en esta ciudad; asistieron a sus exequias obreros judíos y rusos. De pronto se oyeron tiros, y un grupo de policías y dragones con las espadas desenvainadas apareció y embistió al cortejo fúnebre, hiriendo a numerosos asistentes. En medio de la confusión, el ataúd cayó en la calle y fue retirado por algunos simpatizantes. El coronel al mando de la gendarmería se negó a dar ninguna explicación del incidente. […] En toda la ciudad prevalece una intensa alarma. Todavía no se puede calcular el número total de muertos y heridos.
Me parecía oír a la orquesta afinando los instrumentos momentos antes de que el director alce la batuta. Mi horóscopo comenzaba a adquirir forma. Y se definió completamente cuando empecé a leer el editorial del día. Se refería a un suceso que había acontecido el 5 de septiembre, a las 3.47 de la tarde, la misma hora de mi nacimiento; según el autor del editorial, representaba:
… un acontecimiento de suprema importancia, no solo dentro de la historia política del mundo, sino dentro del interminable proceso moral e intelectual que toscamente denominamos civilización; un hecho de máxima importancia.
Predecir con alguna exactitud las consecuencias de una revolución tan grande queda fuera de las posibilidades humanas. Lo único que podemos hacer es tomar nota de ella, e indicar una o dos de las direcciones en que tenderá quizá a moldear el pensamiento y el carácter del mundo. El gran objetivo de todo este entrenamiento ha sido la subordinación del individuo a la familia, a la tribu y al Estado. Enseña que el hombre no vive solamente para sí, ni siquiera esencialmente para sí. Su principal obligación es su obligación colectiva hacia los diferentes grupos sociales en que ha nacido. Desde la infancia, es continua y cuidadosamente adiestrado en la consecución de esta finalidad. No solo se le enseña a dominar sus actos y sus expresiones, sino también sus mismos pensamientos, sentimientos e impulsos, de acuerdo con los fines preestablecidos por el deber. Mucho puede aprender Occidente de esta casi monástica disciplina del carácter, y algo también debe aprender a evitar…
El acontecimiento mencionado era la firma del tratado de paz firmado en Portsmouth, New Hampshire, entre su majestad el autócrata de todas las Rusias y su majestad el emperador de Japón. Los rapsódicos elogios del editorialista de The Times se referían al entrenamiento de los victoriosos japoneses, con el que se lograba «la subordinación del individuo a la tribu y al Estado». Esa era la lección que, según él, debía aprender Occidente, con su excesivo individualismo, de la «monástica disciplina» del primer estado totalitario moderno, que emergía triunfante de su oscuridad asiática en medio del escenario político. El reloj que había marcado la hora de mi nacimiento también anunciaba el fin de la era del liberalismo y del individualismo, de esa civilización de dura competencia y sin embargo de facilidades, que había logrado conciliar, gracias a un insólito contrato, amable y cruel, el eslogan de la «supervivencia de los más aptos» con el de laissez faire, laissez aller.
Si en el horóscopo secular los acontecimientos políticos corresponden a las constelaciones planetarias, los astros fijos estarían representados por aquellos hombres que, de una manera más lenta y más duradera, dan forma a los caracteres de su época. De ese modo, para completar el cuadro, debería mencionar que en el mismo año y mes de mi nacimiento, el examinador de patentes de la Oficina de Patentes de Berna, Suiza, publicó un ensayo, Sobre la electrodinámica de los cuerpos en movimiento, firmado por Albert Einstein; que también en el mismo año Sigmund Freud publicó sus Tres ensayos sobre teoría sexual; Wells, Kipps y Una utopía moderna; Thomas Mann, Alteza real, y Tolstói, Algunas palabras sobre el cuento de Chéjov «Querido»; que La Grande Revue de París calificaba de «inefablemente ridículas» las obras del aduanero Rousseau, de Cézanne, de Matisse, y de las demás «bestias feroces» que exponían en el Salón de Otoño, y Picasso vendía sus dibujos al marchant Soulier por veinte francos cada uno.
Para completar el horóscopo, también aparecía en el número de The Times del día de mi nacimiento una carta escrita por un caballero que firmaba «Vidi» —aunque «Jeremías» habría sido igualmente apropiado—, que inter alia decía:
Hoy resulta desalentador ver que nadie ha aprendido la lección de dicha ordalía [la guerra de los Bóers], que casi nadie presta atención al toque de atención, y que todas las clases sociales de la nación se dedican a satisfacer una pasión muy poco inglesa por el lujo y las emociones. Las ideas amplias parecen prohibidas y el huero ingenio, exaltado; las responsabilidades, ignoradas; el humor preponderante es una egoísta confianza en la Providencia; y el espíritu dominante (triste homenaje a Carlyle) se deja ver hasta en las calles, donde las mujeres de cualquier clase social se visten de noche a las diez de la mañana, como si la vida fuera un perpetuo garden party. Las exageraciones del deporte, tan acerbamente criticadas por el señor Kipling, son más evidentes que nunca, y los estragos de las diversas formas del alcoholismo no disminuyen de intensidad…
Cuando cerré el enorme y negro volumen y salí de la oficina de Printing House Square pensé que mi horóscopo secular me había proporcionado tanta información sobre el campo de fuerzas de mi nacimiento como podían proporcionarme las estrellas, y también sobre las influencias que forjarían mi carácter y mi destino. Sin embargo, a veces me parece que decir esto es una blasfemia, y que el astrólogo medieval, ese payaso profético con su sombrero negro y puntiagudo y su manto bordado de seda, vislumbraba la esencia del destino del hombre más certeramente que los políticos y los psiquiatras de hoy. Pero, por supuesto, también este sentimiento puede ser una consecuencia de las influencias de mi horóscopo; una consecuencia del hecho de que yo naciera en el momento en que se ponía el sol de la era de la razón.
2
La saga de los Koestler
El árbol genealógico de los Koestler se inicia con mi abuelo Leopold y termina conmigo.
Leopold X huyó de Rusia durante la guerra de Crimea a través de los Cárpatos y llegó a Hungría. Tengo que llamarlo «X» porque Koestler no era su verdadero apellido; nunca lo reveló a nadie, ni siquiera a sus hijos. Lo único que se sabe de él es que llegó a la excelente ciudad de Miskolcz, en Hungría, en algún momento de la década de 1860, y que de algún modo adoptó allí el nombre de Koestler, Köstler, Kestler o Kesztler, ya que bajo esas formas figura en diversos documentos.
No se sabe por qué huyó de Rusia. Tal vez fuera desertor del ejército, o tal vez se viera involucrado en el movimiento social revolucionario, o quizá, después de todo, hubiera cometido un crimen. Naturalmente, prefiero creer que era un revolucionario socialista.
Murió en 1911, cuando yo tenía seis años. Lo recuerdo como a un patriarca alto y amable, de larga barba blanca, siempre con levita; en efecto, todavía veo su ademán característico de levantar y separar los faldones negros de la levita antes de sentarse en la mecedora.
Fuera de esto, mi único recuerdo de Leopold X se relaciona con un sándwich de jamón. En las mañanas de sol, solía llevarme a pasear por una de las bonitas avenidas de Budapest, flanqueada por castaños, llamada Városligeti fasor, que significa literalmente «la fila de árboles del parque de la ciudad». En una callejuela que daba a esta avenida había una charcutería y allí el anciano me compraba siempre un delicioso sándwich de jamón; pero nunca se compraba uno para él. Un día le pregunté por qué y me contestó: «Quedaría mal que yo comiera jamón, pero no está mal que lo comas tú. Yo me crié entre prejuicios». Esta declaración perduró en mi memoria, en general a causa de su naturaleza desconcertante, y en particular porque en esa época desconocía la palabra «prejuicio» . Mi madre me explicó más tarde su significado. Leopold X se había criado dentro del estricto cumplimiento de la ley mosaica, que prohíbe comer carne de cerdo; y aunque permitía a su hijo y a su nieto una libertad completa en cuestiones de religión, se atenía personalmente a la tradición, refiriéndose a la misma, con cortés ironía, como a un «prejuicio». Era una actitud que combinaba el respeto hacia la tradición con la tolerancia ilustrada; después de todo, debió de ser un revolucionario socialista.
Antes de despedirnos del amable y oscuro Leopold debería mencionar brevemente su ambiente social y su estado financiero. Una serie de hechos sugieren que la familia de X, en Rusia, pertenecía a la burguesía acomodada. Prueba de ello son, en primer lugar, ciertos paquetes con sellos de correo extranjeros que Leopold recibía muy de vez en cuando. Estos paquetes no los traía el cartero a casa; Leopold iba a buscarlos personalmente a la oficina de correos y los abría a solas en su habitación; al parecer, contenían regalos diversos de carácter memorable, como bufandas de seda, bordados y artículos similares. En segundo lugar, está la famosa frase de Leopold, pronunciada en la única ocasión en que habló con mi madre de su propia familia. Esto ocurrió mientras mi madre le mostraba un vestido nuevo de fiesta, que probablemente le suscitó algún lejano recuerdo, porque dijo melancólicamente: «Querida, mi madre tenía un vestido de fiesta hecho con una seda tan pesada, y tan ricamente bordado con hilo de oro, que no necesitaba colgarlo de una percha, porque se quedaba en pie, tieso, sin perder su forma». Pero como el vestido en cuestión debía de datar de la época de la crinolina, la prueba no es concluyente. Pero en tercer y último lugar, su manera de levantarse los faldones de la levita antes de sentarse revelaba sin lugar a dudas la influencia de un ambiente social donde había mecedoras y otras comodidades de la vida civilizada.
Fuera como fuese, mi abuelo al parecer prosperó durante algún tiempo después de establecerse en la ciudad de Miskolcz. Se casó con la hija del dueño de un aserradero, o con la hija de un juez en cierto modo relacionado con un aserradero, no lo recuerdo exactamente; de todos modos, dirigió un aserradero hasta que este se incendió y mi abuelo se arruinó. La ruina, como se verá, es endémica en mi familia, y cada vez que ocurre se convierte en una inesperada bendición. En este primer caso indujo a Leopold a emigrar con su mujer y cuatro criaturas de corta edad de la provinciana ciudad de Miskolcz a la metropolitana Budapest.
En Budapest, durante la infancia de mi padre, la familia vivió exactamente en la frontera entre la clase burguesa empobrecida y la clase obrera. Leopold no volvió nunca a levantar cabeza. Solo pudo dar a sus hijos la educación que la monarquía austrohúngara ofrecía a los pobres en las décadas de 1870 y 1880. Sus dos hijas, mis tías Jenny y Betty, se casaron apresuradamente, una con un mensajero de banco, la otra con un aprendiz de imprenta. Su hijo mayor, el tío Jonas, llegó a ser contable y siguió siéndolo hasta el final de sus días. Su hijo menor, Henrik, que en el momento apropiado llegaría a ser mi padre, inició su carrera como recadero de un pañero.
La fortuna de los Koestler había tocado fondo, y es probable que nunca más hubieran salido a flote si mi padre no hubiese sido un niño prodigio; los niños prodigios son otro rasgo endémico de mi familia. Tenía catorce años cuando entró como recadero en la firma de Sommer y Grunwald de Budapest. Su horario de trabajo comenzaba a las siete y media de la mañana, pero todos los días se levantaba a las cuatro de la madrugada y se pasaba las tres horas siguientes estudiando alemán, inglés y francés; durante la estación cálida, iba y venía por el parque de la ciudad; durante el invierno, devoraba sus mugrientas gramáticas de segunda mano en la cocina casi a oscuras. Estudiar un idioma extranjero, sin maestro, como preludio de diez horas de trabajo, habría sido una empresa notable; iniciar el estudio de tres idiomas al mismo tiempo constituía la primera de esas empresas extravagantes y locamente optimistas que se sucederían constantemente, una después de otra, durante toda su vida. A medida que los años pasaban, esas aventuras se volvieron cada vez más fantásticas, y terminaron en la más franca insensatez; pero su juventud fue una variante de esas historias estadounidenses de prosperidad comercial tan habituales a finales del siglo XIX, trasplantada a las márgenes del Danubio. En diez años pasó de recadero a vendedor, luego a gerente general y después a socio minoritario de la empresa. A los veintinueve años, cuando se casó con mi madre, había viajado por Alemania y Gran Bretaña, había establecido contacto personal con bastantes fabricantes de dichos países y finalmente abrió una empresa por su cuenta.
Era un hombre bajo, de movimientos rápidos, llenos de energía; sus ojos pardos e inocentes y su cabello oscuro, dividido en el medio por una raya muy derecha, como trazada con regla, daban a su rostro una especie de expresión limpia y pulcra, que a veces hacía que la gente lo creyera estadounidense. Esto lo halagaba, aunque admiraba Gran Bretaña sobre todas las cosas; siempre vestía al estilo británico y, con toda inocencia, convirtió mi vida en un infierno cuando tenía trece años, mandándome hacer un traje estilo Eton —el primero que se vio jamás en Budapest— y obligándome a usarlo, lo que provocó la hilaridad de mis compañeros. Era una mezcla increíble de astucia y puerilidad, de ingenuidad y de ingenio. Como se había pasado todas las horas libres de la adolescencia con sus gramáticas francesas, inglesas y alemanas no aprendió nunca a leer por placer; el único libro de literatura que leyó en toda su vida fue Los tres mosqueteros, de Alejandro Dumas. Exceptuando la ópera, que le gustaba mucho, nunca fue al teatro ni al cine; el arte no existía para él. Pero devoraba los periódicos; los leía desde la primera hasta la última línea, excepto los folletines y los chistes; también le apasionaban los artículos de divulgación científica.
Una vez le mostré su caligrafía a una amiga, grafóloga profesional.
—¿Usted conoce bien a esta persona? —me preguntó.
—Bastante bien.
—No sé de dónde saca siempre personas tan raras —me dijo—. El hombre que escribió esto es un ser absolutamente sin formación pero posee una vida interior de rica y explosiva fantasía, como la que suelen tener esos esquizofrénicos que pintan cuadros tan extraordinarios. Pensándolo bien, tal vez sea un esquizofrénico.
—Es mi padre —le dije, y cambiamos de tema.
La inhumana rutina de levantarse a las cuatro de la madrugada, de eludir todos los placeres y las ligerezas de la juventud, terminó por crearle una mentalidad curiosamente anormal. Como nunca conoció la satisfacción que proporciona la lectura de un poema o la contemplación de una película de misterio, la única vía de escape que encontró para su explosiva imaginación fue un tipo bastante extraordinario de aventuras comerciales.
Cierto día —en aquella época yo tendría siete u ocho años— entró ruidosamente en el patio de nuestro edificio de viviendas un carro arrastrado por seis caballos; media docena de hombres, sudando y gruñendo, subieron por las escaleras una monstruosa máquina y la introdujeron en la sala. Esta máquina, nos explicó mi padre con su entusiasmo habitual, era un invento con inmensas posibilidades comerciales, que él había decidido financiar.
—Pero ¿para qué sirve? —preguntó mi madre.
—Ya verás —contestó él, sonriendo—. El inventor nos hará personalmente una demostración. Es un genio; se llama profesor Nathan.
Unos minutos después llegó el inventor, un hombrecito asombrosamente sucio, jorobado y barbudo, que parecía uno de los siete enanitos de Blancanieves. Durante un par de horas toqueteó los cables, las ruedas y las palancas que había en el interior de la máquina, que emitía de vez en cuando alguna chispa aterradora, porque el aparato funcionaba mediante electricidad. Al final saltó una llamarada y la oscuridad invadió la vivienda, acompañada por el olor de goma quemada y los gritos de la cocinera y de la criada, que se habían unido a nuestra familia para contemplar el interesante proceso. Imperturbable, el profesor Nathan declaró que se había producido un cortocircuito y que volvería al día siguiente con algunos cables y otros elementos esenciales. Me sirvieron la cena a la romántica luz de una vela y me pasé casi toda la noche insomne de entusiasmo, tratando de imaginarme para qué servía la máquina. A la mañana siguiente, después del desayuno, llegó el profesor Nathan y se puso de nuevo manos a la obra. Solo me permitieron contemplar sus actividades desde el vano de la puerta, porque, según insistía mi madre, el aparato era peligroso y podía explotar en cualquier momento. Después de una hora, más o menos, la cosa empezó realmente a funcionar. Se estremecía y rechinaba como una vieja imprenta, y su inmenso cuerpo, que ocupaba la mitad del ancho de la pared, temblaba con tal violencia que todos los ceniceros, las ninfas de bronce y las escupideras de la sala bailaban sobre sus bases. Mi padre dio un solemne apretón de manos al profesor Nathan, y por fin se decidió a demostrar a la asamblea familiar la finalidad de la máquina. Mientras todos observábamos con los ojos muy abiertos, el profesor le tendió una cartera que contenía un fajo de sobres viejos de varios tamaños. Mi padre los cogió y los metió, uno por uno, dentro de una hendidura de la máquina, mientras el profesor Nathan, de puntillas, al otro lado del aparato, extraía de una segunda hendidura los mismos sobres, que habían pasado por el interior de la máquina; agitaba cada uno de ellos por encima de su cabeza, con grave orgullo, como un prestidigitador mostrando un conejo. Los sobres que habían entrado cerrados en la máquina salían ahora abiertos.
—¿No es un invento estupendo? —exclamó mi padre, contento como una criatura.
«Estupendo», «grandioso», «fabuloso» y «colosal» eran sus expresiones favoritas. Si un negocio era «colosal», esto significaba, dentro de su escala semántica, que era moderadamente bueno. Si solo era «maravilloso», ya estábamos al borde de la ruina.
—Pero ¿para qué sirve? —preguntó mi madre, sin contener el tic nervioso que aparecía en su rostro siempre que algo la preocupaba o la agitaba. El tic consistía en fruncir el entrecejo y en un leve temblor de la barbilla, acompañados por un débil cloqueo de su garganta, que solo era audible cuando uno lo conocía. Pero mi padre lo conocía; ese débil sonido bastaba para hacer estallar instantáneamente la burbuja de su felicidad.
—Pero ¿no ves que es algo tremendo? —exclamó—. ¡Imagínate los millones de horas de trabajo que ahorrará a esas empresas estadounidenses que reciben una cantidad colosal de cartas!
Siguió hablando con un entusiasmo que ya era artificial; la criada y la cocinera se habían retirado a la cocina; mi madre, sin decir palabra, pero con un audible cloqueo, se fue a su habitación, pero mi padre siguió hablando; ahora yo era su único oyente, único discípulo de un profeta solitario, dispuesto a traicionarlo antes de que el gallo cantara tres veces; finalmente, me eché a llorar.
Poco después, la maravillosa máquina que abría sobres desapareció de nuestra vivienda para no ser mencionada nunca más, dejando como único recuerdo una gran mancha de papel chamuscado en la pared de la sala. La siguiente aventura fabulosa que recuerdo ocurrió unos años más tarde, cuando mi padre abrió la primera fábrica de jabón radiactivo en Europa.
Esto sucedió en 1916, durante la Primera Guerra Mundial. En esa época vivíamos en una pensión, porque poco después del estallido de la guerra mi madre decidió que la organización de las tareas domésticas era perjudicial para sus constantes migrañas; de modo que nos fuimos del piso y a partir de mi noveno año de vida recorrimos como gitanos una serie de hoteles, pensiones y habitaciones amuebladas en Budapest o Viena, mudándonos como promedio cada tres meses de acuerdo con los altibajos de la fortuna familiar. La pensión donde vivíamos cuando se inició la aventura radiactiva se llamaba pensión Moderne, y entre sus huéspedes había un doctor en filosofía y química llamado Aladar Bedoe. Era uno de los hombres más guapos que he conocido; tenía el cabello oscuro y ondulado, la frente alta del estudioso, los ojos relampagueantes de un seductor, un bigote negro y coqueto, y una sonrisa rápida, atractiva, engarzada en oro; además de estas cualidades, su hermano era un monsignor y uno de los más altos dignatarios de la Iglesia rumana. En resumen, era una antítesis tan evidente del profesor Nathan, que esta vez hasta mi escéptica madre se dejó comprar por el jabón radiactivo.
Hace treinta y cinco años, «radio» era todavía una palabra nueva y mágica, que el lego asociaba con madame Curie, los rayos X y los misteriosos poderes curativos. Cierto día, el doctor Bedoe le dijo a mi padre que había descubierto, a ciento sesenta kilómetros de Budapest, un depósito de arcilla que contenía radio.
—¡Estupendo! —dijo mi padre—. ¿Qué piensa hacer con ese radio?
Los ojos del doctor Bedoe centellearon; luego nos dirigió una de sus sonrisas engarzadas en oro.
—Fabricar jabón —dijo.
Así empezó todo. El doctor Bedoe trajo casi medio kilo de su preciosa arcilla y mi padre la mandó a un laboratorio químico. El análisis demostró la presencia de algunas trazas de radiactividad. Por supuesto, cualquier otra muestra de arcilla, roca o sedimento mineral habría revelado la presencia de trazas de radiactividad, pero eso era algo que mi padre no sabía. Ni siquiera se le ocurrió buscar «radio» en la enciclopedia. Ni tampoco averiguar cómo se fabricaba el jabón. Su entusiasmo lo arrastró. Y lo más asombroso de todo es que su proyecto tuvo éxito.
La causa del éxito fue la escasez de jabón provocada por la guerra, así como la calidad grasosa de la arcilla, que mezclada con una sustancia espumosa, llamada saponina, y un poco de perfume, daba como resultado un sustituto bastante aceptable del jabón. El doctor Bedoe y mi padre se asociaron y abrieron una pequeña fábrica en Buda, que recibió el nombre de Laboratorios Químicos Frybourg. Cuando preguntaron a mi padre por qué se llamaba Frybourg contestó lo mismo que mi abuelo Leopold cuando le preguntaron por qué había elegido el apellido Koestler: «Porque suena bien». Lo que a su vez recuerda la respuesta de Gérard de Nerval cuando sus amigos le preguntaron por qué se paseaba por los bulevares arrastrando un cangrejo atado con una cinta azul: Parce qu’il est tellement gentil.*
Los Laboratorios Químicos Frybourg fabricaban jabón radiactivo de tocador y jabón de cocina; más tarde se dedicaron también a la producción de un pulidor radiactivo de metales y un polvo limpiador radiactivo. Florecieron durante toda la guerra y la Revolución de 1918, y también en la época de la Comuna húngara, que nacionalizó la fábrica y nombró a mi padre director de la misma.
A mi entender, lo realmente notable de todo esto es que mi padre, con una mentalidad como la descrita, era, sin embargo (por lo menos durante largos períodos), un próspero hombre de negocios. A medida que crecía me intrigaba cada vez más la paradoja de que una persona con un carácter tan crédulo, y en realidad tan pueril, fuera capaz de ganar dinero en el duro mundo del comercio. Mucho más tarde, cuando llegué a conocer a algunos hombres de negocios realmente adinerados, la paradoja me pareció más notable aún. Los colosos financieros que se han cruzado en mi camino —editores, marchantes de obras de arte, banqueros, productores cinematográficos— eran sin excepción seres idiosincrásicos, excéntricos, irracionales y fundamentalmente ingenuos; casi la antítesis exacta de la imagen popular del hombre de negocios duro y astuto. Al parecer, el tipo astuto, frío y calculador solo se encuentra en las categorías bajas y medianas del comercio; en cambio, el arte de hacer dinero a gran escala es un talento especial, sin relación con la inteligencia, como el arte de tocar el trombón o de patinar sobre ruedas. Y ¡ay! no es hereditario.
Los datos precedentes sobre Leopold X y mi padre pueden servir para definir mi medio social, o más bien la carencia del mismo. Mis años de formación se parecen a un precipitado viaje en un trenecito; mi padre adelante, exclamando «estupendo», «titánico» y «colosal», y mi madre desmayándose, mientras el cochecito se lanza hacia arriba y hacia abajo y oscila locamente al tomar las curvas.
Mi padre murió en 1939; mi madre es, en el momento en que escribo estas páginas, una joven anciana de ochenta y un años, que vive como siempre en una pensión, en Londres, Inglaterra. La certeza de que leerá este párrafo cuando esté impreso tiene sobre mí el mismo efecto de parálisis que en la infancia me impedía escribir un diario, porque sabía que en cualquier parte que lo escondiera ella lo encontraría y lo leería.
En 1947, cuando tenía setenta y siete años, mi madre vino a visitarnos, a mí y a mi esposa, en nuestra granja del norte de Gales, donde criábamos ovejas. El día de su llegada miró los libros de mi biblioteca.
—Ach —dijo, en su vienés tan personal—, así que tienes los libros de ese doctor Freund.
—Freud, mamá, ¡Freud, no Freund! —gemí.
—Freud o Freund, ¿qué importa? Nunca me tomé el trabajo de recordar su nombre.
—¿Quiere decir que lo conoció? —preguntó mi mujer, fascinada.
—Aber natürlich. Siempre trató de hacerse amigo de nuestra familia, a través de tu tía Lore, pero nunca lo invitaron. Era ein ekelhafter Kerl, un sujeto repugnante.
—Cuéntenos todo lo que sepa sobre él —exclamó mi mujer—. ¿Cómo llegó a conocerlo?
—Por la tía Lore. La tía Lore era una persona muy respetada dentro de la sociedad vienesa, pero a veces tenía ideas tan extrañas; era un poco überspannt, excéntrica, ¿comprendes?
Llegamos a saber que en 1890 la tía Lore dirigía una escuela de perfeccionamiento doméstico, donde las hijas de los burgueses respetables se preparaban para el matrimonio siguiendo cursos de encaje, aprendiendo a hacer tartas de chocolate, a tocar el piano y adquiriendo los elementos de ese francés tan peculiar cuyo propósito principal consistía en posibilitar ciertas observaciones durante las comidas, no aptas para la comprensión de la criada. (La soupe aujourd’hui est brûlée. C’est parce que la femme de la cuisine a de la malaise.)
De algún modo, la tía Lore había conocido al joven doctor Freud y este le había causado buena impresión. De joven, mi madre sufría de fuertes dolores de cabeza; por lo tanto, ante la insistencia de la tía Lore, decidieron que viera al médico en cuestión. Lo vio dos o tres veces y luego se negó a verlo nunca más.
—Pero ¿por qué? —preguntó mi mujer—. ¿Qué le hizo
—Me dio un masaje en el cuello y me hizo unas preguntas estúpidas. Ya os he dicho que era ein ekelhafter Kerl.
Haciendo cálculos, dedujimos que estas visitas habían ocurrido más o menos en 1899, en la época en que Freud y Breuer publicaron sus Estudios sobre la histeria. Si mi madre hubiera continuado el tratamiento probablemente se habría casado con otra persona y yo no habría nacido. Sin embargo, mi madre se encogió de hombros y descartó esa hipótesis, demasiado «excéntrica»; luego agregó, con mirada melancólica:
—En mi juventud conocí celebridades mucho más importantes que tu doctor Freud. Todavía recuerdo un baile al que asistí cuando tenía dieciocho años; nunca adivinarías quién me pidió el primer vals…
Calló un instante y luego exclamó triunfante:
—¡Balduin Groller!
Balduin Groller era un humorista vienés de moda en aquella época, olvidado mucho antes de su muerte.
Mi madre provenía de una de las antiguas familias judías de Praga, que decían descender del gran rabino Loeb, el erudito cabalista que, según la leyenda, creó el Golem, un monstruo de arcilla estilo Frankenstein, para defender a los amenazados habitantes del gueto de Praga. Con el fin de evitar inconvenientes —políticos o de cualquier otro tipo— llamaré Hitzig a los miembros de esta familia que todavía viven en Viena o en Praga.
Mi bisabuelo Hitzig era un literato que escribió un tratado de tres tomos, ZurReform der Volks-und Staatswirtschaftlichem Zustände, y, como nunca deja de mencionar mi madre cuando habla de «la familia», recibió el póstumo homenaje de una tumba de honor en el cementerio de Viena, otorgado por el club literario Concordia. Una tumba de honor, por cierto, no es poca distinción; en la imaginación de todo Hitzig representa, junto con la elegante escuela de perfeccionamiento de la tía Lore y el hecho de que un lejano cuñado de los Hitzig haya sido realmente ministro de Economía del emperador Francisco José, una parte esencial del esplendor del pasado, antes de la caída.
La caída ocurrió en la década 1890, cuando una de las jóvenes Hitzig se enamoró de un vil aventurero y se casó con él, a pesar de las protestas de sus padres. El villano pidió dinero prestado contra un pagaré y, siguiendo la clásica tradición de los villanos, indujo al padre de mi madre a que lo endosara. Cuando el pagaré venció, mi abuelo quedó arruinado y los demás Hitzig se unieron para salvar el honor de la familia. Acallaron el escándalo y arreglaron el asunto con el decoro necesario; y siempre de acuerdo con la tradición clásica, compraron a mi abuelo un pasaje para Estados Unidos, donde expiaría su deshonor. Seguramente sentía gran ansiedad por aprovechar la oportunidad, porque desapareció de la escena para no volver jamás. Una fotografía, fechada en Washington, Massachusetts, en 1907, lo muestra sentado en una mecedora, con barba, pipa y un perro. Y eso fue lo último que supo de él la familia.
De este modo mis dos abuelos quebraron los vínculos sagrados de la familia victoriana. Uno apareció en escena, no se sabe de dónde; el otro desapareció, no se sabe adónde; ambos eran exiliados, inquietos y prófugos. En este sentido, por lo menos, me atuve a la tradición familiar.
Las migrañas crónicas de mi madre, su irritabilidad y su tic nervioso probablemente fueron causados por la repentina caída de los Hitzig y los bruscos cambios que esta implicaba. Había sido una muchacha bonita, ingeniosa y muy cortejada; y de la noche a la mañana se convirtió en la Cenicienta de la época victoriana; la hija mayor, soltera y sin dote. Peor aún, tuvo que abandonar su amada Viena e irse a vivir con una hermana casada a Budapest.
Nunca dejó de considerar a los magiares como a una nación de bárbaros y, aunque vivió durante casi medio siglo en Budapest, nunca quiso aprender correctamente el húngaro. Esto resultó una bendición en lo que a mí se refiere, porque me criaron en las dos lenguas; hablaba húngaro en la escuela y alemán en casa. El hecho de que me llamara Arthur, nombre que siempre aborrecí y que nunca pude pronunciar, ya que no puedo decir las erres correctamente, se debió también a motivos similares: mi madre eligió ese nombre porque parecía extranjero y no tenía ningún equivalente ni derivado en húngaro. Su desprecio por los húngaros la convirtió, al principio, en una especie de exiliada, sin amigos ni relaciones sociales; por lo tanto, crecí sin compañeros de juegos. Era hijo único; una criatura solitaria, precoz, neurótica; admirado por mi inteligencia y detestado por mi carácter, tanto por los maestros como por los compañeros de escuela.
Este informe sobre mis antepasados sería incompleto sin una breve mención del destino de los Hitzig.
Mi madre tenía un hermano y una hermana. El primero, mi tío favorito, se casó con una encantadora rubia alemana en Berlín, y se convirtió en un devoto miembro de la Iglesia luterana. Cuando el gobierno de Hitler llegó a ser intolerable se suicidó, ahogándose en el lago próximo a su casita de las afueras.
La hermana se llamaba Rose. Durante la guerra, la vieja tía Rose vivía con su hija y sus dos nietos en un pueblo de Checoslovaquia. Cierto día, en 1944, el jovial gendarme del pueblo, viejo amigo de la familia, les rogó que fueran todos al cuartel de policía para cumplir con una pequeña formalidad. Unas semanas después, la pequeña formalidad se completó en la cámara de gas de Auschwitz, donde murieron mi tía Rose, de setenta y dos años; mi prima Margit, de cuarenta y un años, y sus hijos Katie, de diecisiete, y Georgy, de doce. Mi madre, que había recibido una invitación para pasar unos días con ellos, habría corrido la misma suerte si no se hubiera peleado con su hermana, lo que la indujo a quedarse en Budapest. Seguramente la Providencia impidió que el doctor Freud, cincuenta años antes, curara su irritabilidad; pero también es cierto que las salvaciones milagrosas son asimismo endémicas en mi genealogía.
Como ya he señalado, soy el último de la breve línea de los Koestler; no hay otro vástago varón en nuestro árbol genealógico y con la muerte del presente escritor, que de acuerdo con una predicción gitana será inesperada y violenta, la saga de los Koestler, o Köstler, o Kestler, o Kerztler llegará a su fin, como corresponde.
3
Las trampas de la autobiografía
Antes de seguir adelante, puede ser útil aclarar esta cuestión: ¿por qué escribo mi autobiografía? Debería haberlo hecho en un prefacio, pero leer prefacios es tan aburrido (y también escribirlos) que he postergado dicha necesidad hasta que la historia se ponga un poco en movimiento.
Creo que la gente escribe autobiografías por dos motivos principales. El primero podría llamarse el «impulso del cronista». El segundo podría llamarse el «motivo del ecce homo». Ambos impulsos surgen de la misma fuente, que es la de toda la literatura: el deseo de compartir con los demás nuestras experiencias y, mediante esta comunicación íntima, trascender el aislamiento del ser.
El impulso del cronista expresa la necesidad de compartir la experiencia en lo que se refiere a los acontecimientos exteriores. El motivo del ecce homo expresa la misma necesidad en lo que se refiere a los acontecimientos íntimos.
El cronista se siente impulsado por el temor de que los acontecimientos que ha presenciado, y que constituyen parte de su vida, su color, su forma y su impacto emotivo, se pierdan irremediablemente para el futuro, a menos que él los preserve sobre tablillas de cera o de arcilla, sobre pergamino o papel utilizando un estilo o una pluma, una máquina de escribir o una estilográfica. El impulso del cronista predomina en las autobiografías de las personas que desempeñaron personalmente algún papel en la tarea de dar forma a la historia de su época, o que se sienten mejor preparadas que los demás para registrarlas, como debió de sentirse Defoe cuando escribió su Diario del año de la peste.
Por otra parte, el motivo del ecce homo incita a los hombres a preservar la singularidad de sus experiencias íntimas y conduce naturalmente al tipo de autobiografía confesional: san Agustín, Rousseau, De Quincey. Induce a los médicos agonizantes a registrar con minuciosa precisión sus últimos pensamientos y sus últimas sensaciones, antes de que caiga para siempre el telón.
Evidentemente, el impulso del cronista y el motivo del ecce homo se encuentran en los polos opuestos de una misma escala de valores, como la extroversión y la introversión, la percepción y la contemplación. Una buena autobiografía debería ser una síntesis de los dos, lo que pocas veces ocurre. La vanidad de los hombres en su vida pública se resta al valor autobiográfico de sus crónicas; la obsesión del introvertido consigo mismo hace que descuide el paisaje histórico en cuyo centro se mueve. El motivo del ecce homo puede degenerar en un estéril exhibicionismo.
De modo que la tarea de escribir una autobiografía está llena de trampas. Por una parte, tenemos la crónica almidonada de los figurones; por otra, la turbadora desnudez del exhibicionista. Turbadora porque la desnudez solo agrada en un cuerpo sano, ¿quién si no un médico quiere contemplar una piel cubierta de eczemas? Fuera de estos dos extremos, hay otras trampas que aun los más expertos en el oficio pocas veces consiguen eludir. La más común de todas es la que podríamos llamar la «falacia nostálgica».
Con doliente, amante, agridulce nostalgia, el autor se inclina sobre su pasado como una mujer sobre la cuna de su criatura; le murmura y lo mece en sus brazos, tan ciego que no ve que las sonrisas, los aullidos y los retorcimientos de su yo naciente, no poseen para el lector esa singular fascinación que poseen para el escritor. Incluso escritores de mucha experiencia, que saben que el lector es un pez de sangre fría al que hay que hacer cosquillas detrás de las agallas para que demuestre algún interés, caen víctimas de esa falacia en cuanto se embarcan en el primer capítulo titulado «Infancia». El olor de lavanda de la ropa blanca en las cómodas de la madre es tan íntimo; la sonrisa del rostro de la abuela tan consoladora; el agua del arroyo, detrás de las matas de berro junto a la cerca del jardín, tan fresca y pura que todavía acaricia los dedos que sostienen el portaplumas; y así sigue y sigue con las cómodas de ropa blanca, las abuelas, los niños y los arroyos con berro, como si se tratara de un recuerdo colectivo de la humanidad, y no, ay, de un recuerdo suyo aislado e incomunicable. Nunca resulta tan intensamente doloroso el aislamiento del individuo como en una tentativa frustrada de compartir los recuerdos de aquellos días primeros, más nítidos que todos los demás, cuando de la tranquila y fluida unidad del mundo interior y del mundo exterior, de la mezcla original de realidad y fantasía, surgían los límites netos de la individualidad. La falacia nostálgica es el resultado del deseo de fundir y deshacer nuevamente esos límites.
Por lo tanto, el autobiógrafo sagaz, con un suspiro de melancolía, volverá a guardar en el cajón de la cómoda ese manojo seco, dehiscente y único de lavanda, como si se tratara de un paquete de vulgar naftalina, y se limitará a los hechos importantes. Pero aquí aparece nuevamente la dificultad, porque, ¿cómo hará para saber qué hechos son importantes y cuáles no lo son? Tanto el pesquisante como el psicoanalista afirman que los hechos al parecer sin importancia ocultan las claves más interesantes. Y mi experiencia con los pesquisantes —ya fuera que me hurgaran los bolsillos o los sueños— me ha convencido de que la afirmación es ampliamente correcta. Cuando uno vuelve a leer las anotaciones de su diario después de cinco años se sorprende al descubrir que los acontecimientos más significativos han sido registrados con mucho menos énfasis que los demás. En consecuencia, la selección del material importante resulta bastante difícil y se convierte en el problema de toda autobiografía.
La trampa siguiente es la falacia del «hombre insignificante». Numerosos escritores de memorias tienen tanto miedo de parecer vanidosos que se presentan a sí mismos como los hombres más insignificantes de la tierra. La falacia del «hombre insignificante» requiere que la primera persona del singular aparezca siempre en una autobiografía como un individuo tímido, contenido, reservado, descolorido; y el lector se pregunta cómo se las arreglaba para conseguir tantos amigos, para estar siempre rodeado de personas interesantes, acontecimientos importantes y complicaciones sentimentales. Pero al mismo tiempo, por supuesto, el hombre insignificante es un ejemplo de tranquila responsabilidad y reservada decencia; si confiesa ciertas faltas, es simplemente una prueba más de su modestia.
Las virtudes de la reserva y de la contención hacen que el trato social sea más civilizado y agradable, pero en una autobiografía producen un efecto de parálisis. El escritor de memorias no debe ni perdonarse sus faltas ni ocultar sus luces detrás de un cajón; evidentemente, tiene que hacer un esfuerzo para vencer su repugnancia y decidirse a relatar ciertas experiencias dolorosas y humillantes; pero también debe tener el coraje, no tan evidente, de incluir aquellas experiencias que lo muestran bajo una luz favorable.
No creo que ni en la vida ni en la literatura el puritanismo sea una virtud. La propia expiación, sí. Y también el amor propio, si es tan altivo y humilde, exigente y resignado, rebelde y conformista, tan lleno de temor y de asombro como debe ser el amor hacia los demás. Aquel que no se ama a sí mismo no sabe amar bien; y aquel que no se odia a sí mismo no sabe odiar bien; y el odio al mal es tan necesario como el amor, si queremos que el mundo no llegue a un punto muerto. La tolerancia es una virtud adquirida; la indiferencia, un vicio natural. «Cuando he perdonado todo a una persona, he terminado con ella», dijo Freud. Y hasta Cristo odiaba a los mercaderes.
En 1937, durante la guerra civil española, cuando me encontraba en la cárcel con la perspectiva de hacer frente a un batallón de fusilamiento, hice un voto: si alguna vez conseguía salir vivo de allí, escribiría una autobiografía tan franca y tan implacable conmigo mismo que a su lado Las confesiones de Rousseau y las Memorias de Cellini parecerían mera afectación.
Eso ocurrió hace quince años; desde entonces, traté varias veces de cumplir ese voto. Nunca pasé de las primeras páginas. El proceso de la propia inmolación es ciertamente doloroso, pero esta no es la verdadera dificultad. La dificultad es que también resulta morbosamente agradable, como el sofá del psicoanalista. Nos induce a la falacia nostálgica al revés: el perfume de la bolsita de lavanda en el cajón de la cómoda es reemplazado por los olores de la cloaca, tan preciados por nuestros subconscientes infantiles. Además, ofrece una forma equivocada de catarsis, que el artista aprende a evitar como la misma peste. Y todo lo que es malo como arte es malo como autobiografía. Me obligué a perseverar en la tarea, porque sospechaba que el odio que me inspiraba, la repugnancia que sentía ante la idea de convertir mi autobiografía en una historia clínica, se debía a mi cobardía moral; y tardé bastante en descubrir que en ese dominio la verdad desnuda es obsesionante y estridente. En resumen, toda expresión de arte contiene una parte de exhibicionismo; pero el exhibicionismo solo no es arte.
Todavía hay otro aspecto de este espinoso problema de elegir el material importante. Es la pregunta: ¿importante para quién? Para el lector, evidentemente. Pero ¿qué tipo de lector es el que imagina el escritor? Sin embargo, creo que puedo contestar por lo menos esta pregunta sin ambigüedad. El impulso del cronista se dirige siempre hacia el lector futuro, nonato. Esto puede parecer presuntuoso, pero es simplemente la expresión de una tendencia natural. No puedo ni imaginarme si dentro de cincuenta años habrá alguien que desee leer algún libro mío, pero tengo una idea muy exacta de lo que a mí, como escritor, me impulsa. Es el deseo de trocar cien lectores contemporáneos por diez lectores dentro de diez años, o por un lector dentro de cien años. Eso me ha parecido siempre lo que debía ser la ambición de un escritor. Es el punto en que el impulso del cronista se confunde con el motivo del ecce homo.
4
El árbol del bien y del mal. Horrar y Bapán
Nací ocho años después del matrimonio de mis padres; fui su primer y único hijo, y mi madre tenía entonces treinta y cinco años. Todo salió al revés cuando nací: pesaba más de cuatro kilos; los dolores de mi madre duraron dos días, y casi la mataron. Todo el desagradable Olimpo freudiano, desde Edipo hasta Orestes, vigilaba mi cuna.
Como podía esperarse en el caso del hijo único de una mujer que ya se acercaba a la madurez y se sentía frustrada por un exilio voluntario, el amor de mi madre fue excesivo, dominador y caprichoso. Atormentada por sus constantes migrañas, sufría bruscos cambios de humor, pasando de la ternura efusiva a los violentos estallidos de ira, de modo que transcurrí mis primeros años de vida constantemente arrastrado del clima ardiente de los trópicos al de la región ártica, y viceversa.
A partir de los tres años viví bajo el cuidado de una larga sucesión de niñeras extranjeras: fräuleins, mademoiselles y misses, que se sucedieron sin interrupción, con intervalos de diversa longitud, hasta la edad de doce años. Ninguna se quedó más de un año. Una bonita fräulein desapareció en circunstancias misteriosas, porque, como supe más tarde, uno de mis primos lejanos, uno de los hijos del villano, se portó con ella al estilo de su familia. Una miss inglesa tuvo que hacer las maletas después de una quincena porque mi madre descubrió, gracias a una fotografía que encontró en su cuarto, que había sido amazona en un circo. Otra debía de ser sádica, porque mi único recuerdo de ella son los rebuscados castigos que me infligía. Al parecer, todas esas niñeras de preguerra habían ido a la lejana Hungría impulsadas por algún error o catástrofe de sus vidas; eran esa clase de personas que, de haber sido varones, se habrían alistado en la Legión Extranjera. En un tiempo poseí una fotografía de 1910, donde se veía un grupo de esas extrañas e impresionantes mujeres, reunidas con sus respectivos y desdichados discípulos en el zoológico de Budapest. Parecía un grupo de presidiarias en una cárcel de mujeres, uniformadas con polisones, abrigos baratos ribeteados de piel, manguitos, boas y sombreros con plumas.
La segunda en importancia dentro de la organización familiar, y también como factor provocador de neurosis, era Bertha, la criada. Su nombre completo era señorita Bertha Búbala. Tenía un hijo llamado Béla Búbala, aproximadamente de mi edad, que vivía escondido en el campo. Bertha era una mujer huesuda, de cara equina, con un rencor indisoluble hacia la vida, que se había arraigado profundamente en su carácter y lo había vuelto ácido; era muy fiel a mi madre, que la tiranizaba; pero ella a su vez me tiranizaba a mí.
Yo quedaba bajo su cuidado durante los intervalos que transcurrían entre una y otra niñera. Estos períodos a veces duraban varias semanas o meses, y como mi madre debía quedarse a menudo en cama, Bertha era el único factor estable en el flujo de los acontecimientos y poseía un poder ilimitado sobre mí. La regla magna de su reino era que el acusado es culpable a menos que se demuestre su inocencia. El recuerdo de mis primeros años parece consistir en una serie continua de crímenes, que traían como estela una igualmente monótona sucesión de castigos y humillaciones. Aunque era imposible saber de antemano si un acto constituía un crimen o no, en mi mente nunca hubo dudas en lo referente a mi culpabilidad. Uno adquiría la culpabilidad automáticamente, del mismo modo que las manos se ensuciaban a medida que pasaba el día; y caer en desgracia era la consecuencia natural de ese proceso.
Así que el primer hecho importante que se arraigó en mi mente fue la conciencia de la culpabilidad. Estas raíces crecieron rápida, silenciosa y ávidamente, como un eucalipto, bajo la arena móvil de las primeras experiencias.
Mi madre no solo toleraba, sino que también alentaba el despotismo de Bertha, porque veía en él el ingrediente espartano que me impediría ser un «niño mimado». La muletilla fundamental de la educación victoriana en general y de los Hitzig en particular era que no había que mimar a los niños, que había que manejarlos con una «vara de hierro». Esta convicción suscitaba otra inversión del código legal. Dentro de la vida normal, se permite todo lo que no está prohibido por la ley. En mi infancia, se prohibía todo lo que no estaba expresamente permitido.
La casa donde se sitúan mis primeros recuerdos era una vivienda burguesa típica de finales del siglo XIX, llena de cortinas de felpa, cubredivanes, borlas, guardas, mantelitos de encaje, ninfas de bronce, escupideras y ciervos de Meissen acorralados; y la inevitable piel de oso polar entre el piano y la palmera en la maceta. Todos estos objetos eran INTOCABLES; fuera del cuarto de los niños, toda la vivienda era una selva de árboles del bien y del mal y de hiedras venenosas.
La lista de delitos máximos incluía: hacer ruido; replicar; ofender a Bertha; hablar en presencia de las visitas sin que me hubieran hablado; omitir el «por favor» y el «muchísimas gracias»; pedir que me sirvieran algo por segunda vez, sin esperar que me lo ofrecieran. Pero estos eran delitos explícitos, identificables; la negra amenaza de la vida consistía en el hecho de adquirir el estado de culpabilidad sin darse cuenta.
Pocas veces mis padres me castigaban corporalmente; el castigo adoptaba casi siempre la forma de caer en desgracia. Esta desgracia se iniciaba con la obligación de plantarse «en el rincón», de cara a la pared; después de este preliminar «no me hablaban», durante varias horas, y a veces durante un día o dos, hasta que tenía lugar la ceremonia formal del perdón. Consistía en la recitación de una fórmula de contrición y la promesa solemne de no portarse mal nunca más, seguida por la declaración formal del perdón. También había un estado intermedio entre la desgracia completa y la absolución. En este estado se me hablaba y se me permitía contestar, pero solo en lo que se refería a asuntos de estricta necesidad; era, dentro de la jerga diplomática, la condición de ser reconocido de facto, pero no de iure.
Solo recuerdo una única ocasión en que fui reconocido inocente de una acusación de Bertha. Este acontecimiento es tan excepcional, que su rememoración, aun después de unos treinta años, me suscita cierta emoción. Cierto día, al advertir que había caído nuevamente en desgracia, le pregunté a Bertha qué había hecho. Porque había dos formas de desgracia: una que empezaba por una declaración oficial, basada en una acusación específica; y otra, tácita, que uno solo podía advertir al comprobar que «no se le hablaba». En este último caso se daba por sentado y se consideraba de rigor la averiguación de la naturaleza del crimen. Cuando efectué la averiguación, Bertha apretó los labios y durante unos segundos mantuvo un amargo silencio, como hacía habitualmente cada vez que yo le hablaba. Luego enunció la declaración formal, que era a la vez acusación y veredicto: yo había movido una figurita de porcelana algunos centímetros de su lugar previsto y consagrado sobre el estante de la chimenea. En ese momento, por casualidad, mi madre entró en la habitación y, tras oír parte de la acusación de Bertha, observó con despreocupación que era ella quien había movido el objeto. El hecho absolutamente insólito de que mi madre se hubiera puesto de mi parte contra Bertha y de que esta me absolviera con un malhumorado «en adelante, ten cuidado» provocó en mi interior una oleada tal de alivio y de gratitud, que muchos años después reconocí su eco en aquellas benditas y escasas ocasiones en que un sargento del servicio militar o un guardián de la prisión se mostraba de pronto ante mí bajo un aspecto humano. El hecho de que esta inesperada absolución me impresionara tanto revela una temprana aceptación de mi culpabilidad y de lo merecido que consideraba todo castigo que el destino me deparaba.
Mi padre apenas figura en este cuadro. Estaba demasiado absorto en su mundo quimérico de máquinas para abrir sobres y de jabón radiactivo para meterse en mi educación. Además, tenía una dolorosa conciencia de su ignorancia en cuestiones de educación y para él debió de ser un tormento verse enfrentado con semejante niño, ese precoz «comelibros», cuyas preguntas no podía responder. Me quería tierna y tímidamente, desde lejos, y años más tarde llegó a sentir un ingenuo orgullo al ver mi nombre impreso.
Nuestra timidez era mutua; desde mis primeros días de escolar hasta los últimos días de su vida nunca logramos establecer ni el más mínimo contacto intelectual y nunca mantuvimos ni una sola conversación de carácter íntimo. Tampoco reñíamos; nos queríamos y nos respetábamos con la precavida reserva de dos desconocidos que viajan juntos en un tren. Aunque él estaba medio loco en un sentido y yo en otro, instintivamente mostrábamos nuestro lado más cuerdo. En general, fue la relación más cortés y civilizada que jamás he tenido con nadie durante tanto tiempo.
Todos mis primeros recuerdos parecen agruparse en torno de tres temas dominantes: el remordimiento, el temor y la soledad.
De los tres, el temor destaca con más claridad y persistencia. Las experiencias de mi formación parecían consistir en una serie de conmociones.
La primera que recuerdo ocurrió cuando yo tendría unos cuatro o cinco años. Mi madre me había vestido con especial cuidado y salimos a pasear con mi padre. Esto en sí era insólito; pero más extraña todavía era la actitud desacostumbrada de mis padres, como si trataran de disculparse de algo, mientras me llevaban por la calle Andrássy sosteniéndome firmemente las manos. Íbamos a visitar al doctor Neubauer, dijeron; este me miraría la garganta y me daría un remedio para la tos. Después, como recompensa, me comprarían helados.
Ya me habían llevado a ver al doctor Neubauer la semana anterior. Este me había examinado y luego había murmurado algo a mis padres, con un aire que no dejó de suscitarme cierta aprensión. Esta vez no nos hicieron esperar; el médico y su enfermera nos aguardaban. Sus modales eran untuosos, una amabilidad bastante siniestra. Hicieron que me sentara en una especie de sillón de dentista; luego, sin aviso ni explicación, me ataron los brazos y las piernas al sillón con tiras de cuero. De esto se encargaron el médico y la enfermera, con movimientos rápidos y diestros; se oía su respiración en el silencio. Casi inconsciente de miedo, estiré el cuello para mirar las caras de mis padres; cuando vi que también ellos estaban el mundo se abrió ante mis pies. El médico los echó de la habitación, sujetó una bandejita de metal debajo de mi barbilla, me separó los dientes temblorosos y me metió una mordaza de goma entre las mandíbulas.
Siguieron algunos minutos imborrables, mientras me metían unos instrumentos de acero hasta el fondo de la boca y yo me ahogaba, tragaba sangre y la vomitaba sobre la bandeja colocada bajo mi barbilla; luego dos ataques más con los instrumentos de acero y más sangre, ahogos y vómitos. Así se cortaban las amígdalas, sin anestesia, en 1910, en Budapest. No sé cómo reaccionaban los demás niños. Muy probablemente, alguna otra experiencia traumática anterior, ahora olvidada, me había aguzado la sensibilidad, porque mi reacción fue un shock de efecto indeleble.
Esos momentos de absoluta soledad, abandonado por mis padres, en las garras de un poder hostil y maligno, me infundieron una especie de terror cósmico. Era como caerse por un agujero en un mundo oscuro y subterráneo de arcaica brutalidad. Desde ese instante, tuve siempre conciencia de la existencia de ese segundo universo al que podían transportarnos en cualquier momento sin previo aviso. El mundo se había vuelto ambiguo, de doble significado; los acontecimientos ocurrían en dos planos diferentes a la vez —uno visible y otro invisible—, como un barco que transporta pasajeros en sus puentes soleados, mientras su quilla surca el oscuro mundo fantasmal de las profundidades.
No es improbable que el interés que demostré más tarde por el estudio de la violencia física, del terror y la tortura deriven en parte de esta experiencia y que el doctor Neubauer representó el primer paso de mi carrera como cronista de los aspectos más repulsivos de nuestra época. Era mi primer encuentro con «Horrar», el horror arcaico, irracional; más tarde desempeñó un papel tan importante en el mundo que me rodeaba que decidí designarlo mediante una cómoda abreviatura. Cuando algunos años después caí en poder del régimen que más temía y detestaba, y me llevaron maniatado a través de una muchedumbre hostil, tuve la sensación de que esto solo era una repetición de una situación que ya había vivido; la de saberse atado, amordazado y entregado a un poder maligno. Y por eso mismo, cuando mis amigos perecían entre las garras de los diversos dictadores europeos, siempre pude imaginarme sus padecimientos y describirlos.
Quizá parezca que exagero los efectos de una experiencia que después de todo es una de las operaciones quirúrgicas más triviales, aunque practicada de una manera en cierto modo torpe y brutal. Hasta podría pensarse que el estudio de la psiquiatría ha dotado al autor de una especie de vista retrospectiva melodramática. Nadie puede garantizar la corrección de su memoria; pero la verdad es que durante más de un año después de esta experiencia viví en un extraño mundo propio de fantasías, jugando al escondite con un poder maligno que me perseguía. Este poder se había personificado en nuestro amable médico, el doctor Szilagyi.
Poco después de la operación de amígdalas, una descomposición de estómago me obligó a guardar cama. Me examinó el doctor Szilagyi y, tras su habitual consulta con mi madre, detrás de la puerta cerrada, me dijo, palmeándome jovialmente la mejilla:
«¡Bueno, bueno! Me parece que lo mejor será abrirte la barriguita con un cuchillo».
Después de estas palabras se alejó satisfecho, con su levita, los pantalones a rayas y el maletín negro de cuero, donde sin duda guardaba el cuchillo.
Yo era lo bastante grande para saber que la observación del doctor Szilagyi debía ser considerada como una broma. Pero con mi extraordinario oído de niño precoz para los matices percibí un tono oculto que no era simplemente jocoso. En efecto, el doctor Szilagyi había discutido con mi madre la conveniencia de eliminar mi apéndice.
Desde ese instante, y durante mucho tiempo, mis días quedaron divididos en dos mitades, una peligrosa y otra segura. La peligrosa era la mañana, cuando el médico visitaba a sus pacientes. La segura era la tarde, cuando los recibía en su consultorio. La situación se complicaba más aún a causa de la costumbre de mi padre de llevarme a veces por la mañana a pasear en un coche de alquiler; mientras visitaba a sus amistades comerciales, me dejaba esperando en el coche. Antes de que la amenaza del doctor Szilagyi se hubiera apoderado de mí, yo solía gozar como correspondía de esos paseos matutinos. Ahora los temía, porque en el coche, a solas, me sentía especialmente vulnerable e indefenso; si el médico llegaba a pasar por allí podía recordar su amenaza, arrastrarme fuera del coche y llevarme consigo. En consecuencia, fastidiaba constantemente a mi padre rogándole que tomáramos un coche cerrado en vez de uno abierto. Los coches cerrados tenían cortinas, que podían correrse y tapar las ventanillas. En cuanto mi padre bajaba del coche, yo cerraba completamente las cortinas.
Mi obsesión llegó a adquirir formas más extravagantes aún. Una vez cada dos semanas tenía que acompañar a mi padre a la peluquería para que me cortaran el pelo. El local poseía una trastienda mal iluminada, que se reflejaba en el espejo ubicado frente al sillón del peluquero. Cuando abrían la puerta, yo vislumbraba el interior de la trastienda y distinguía vagamente algunos extraños instrumentos que colgaban de unos ganchos. De algún modo yo relacionaba esos instrumentos con el cuchillo que debía abrirme la barriga, y la peluquería se convirtió desde ese momento en otro lugar aterrador.
Nunca se me ocurrió confesar mis temores a mis padres, ni requerir su protección; y no tenía compañeros de juegos en quienes pudiera confiar. Si habían sido capaces de ponerse de parte del doctor Neubauer y traicionarme, ya no podía confiar en ellos; la mera mención del asunto podía recordarles el proyecto momentáneamente postergado y olvidado y precipitar su ejecución. En aquella época debía de tener una gran capacidad de disimulo, porque mis padres no adivinaron nunca lo que ocurría en mi interior. Pero, por otra parte, la mayoría de las criaturas son así: aunque son incapaces de guardar un secreto que se refiera al mundo de los hechos, son unos perfectos conspiradores cuando se trata de defender el mundo de sus fantasías.
No puedo recordar cuánto duró este leve ataque de paranoia; pero debió de persistir durante algunos meses, porque mientras tanto hubo un cambio de estación y empezó a hacer demasiado calor para salir en un coche cerrado con las cortinas echadas. Empecé a ir a la escuela inmediatamente después de cumplir seis años y en esa época esta obsesión ya había desaparecido.
Entre los nueve y los diez años me ocurrió una segunda serie de catástrofes que habrían afectado incluso a un niño normal. Incendié mi casa, sufrí dos operaciones y fui testigo de un desastroso conflicto entre mis padres. De estas conmociones, la peor fue esta última, pero por razones evidentes no puedo discutirla aquí; implicó una sucesión de lamentables y torturantes escenas, que aparte de su naturaleza alarmante per se, me enseñaron la angustia de sentirse leal a dos bandos contrarios. Todas mis experiencias de ese año crítico se recortan sobre ese fondo, que por ahora debe quedar en blanco.
Era 1914-1915. El estallido de la Primera Guerra Mundial había arruinado el negocio de mi padre en Budapest; abandonamos nuestra vivienda y nos mudamos a Viena. A partir de entonces, nunca más tuvimos un hogar permanente.
La primera estación de nuestros vagabundeos fue una pensión llamada Exquisite; se encontraba, y probablemente todavía se encuentra, en la quinta planta de un antiguo edificio situado en pleno corazón de Viena, frente a la catedral de San Esteban. Una tarde, en la época en que el conflicto entre mis padres se hallaba en su apogeo, tuve que quedarme solo en las habitaciones que ocupábamos en la pensión. Me sentía deprimido y pensé que la luz de unas velas coloreadas que mi madre había comprado crearía un ambiente más agradable. Las encendí, las puse sobre el antepecho de la ventana y, enfrascado en la lectura, me olvidé totalmente de ellas; hasta que una de las velas cayó en una papelera y le prendió fuego. Traté de extinguir las llamas agitando el cesto en el aire; cuando las llamas amenazaron quemarme, lo arrojé contra las cortinas de gasa. La habitación, como todo respetable cuarto de pensión en aquella época, estaba ricamente decorada con terciopelo y felpa, y el fuego se extendió con rapidez. Yo tenía demasiado miedo de que me castigaran y no me atrevía a pedir socorro; frenético, tironeaba las cortinas incendiadas en medio del humo cada vez más espeso. Lo único que recuerdo después de eso es que desperté en la cama de la señorita Schlesinger, una profesora de francés que vivía en la pensión y de quien yo estaba muy enamorado. El regreso de mis padres coincidió con la llegada de los bomberos; hubo que vaciar tres o cuatro habitaciones frente a la catedral antes de dominar el fuego. No me castigaron, ni siquiera caí en desgracia; las heroicas dimensiones de mi mala acción evidentemente habían trascendido los límites de toda posible retribución.
Poco después de este suceso me encontraba nuevamente leyendo a solas en mi cuarto una tarde aburrida cuando de pronto se oyó un fuerte ruido y un objeto duro me golpeó en la parte posterior de la cabeza, haciéndome perder momentáneamente el conocimiento. Una gran lata de arvejas envasadas, colocada sobre la cubierta del radiador, había estallado, probablemente a causa de la fermentación. La naturaleza complicadamente rebuscada de esta nueva catástrofe hizo que los huéspedes de la pensión Exquisite me consideraran un niño dotado de potencialidades bastante aterradoras, y desde entonces fui muy buscado para las sesiones de espiritismo, en aquella época un pasatiempo popular.
Luego la antigua amenaza del doctor Szilagyi se materializó; un absceso en el apéndice me colocó en la lista de peligro. Fingiendo dormir, escuché una conversación, de la que deduje que me operarían al día siguiente. Me llevaron al hospital en una ambulancia. Era una mañana clara de invierno; cuando cruzábamos el hermoso patio de honor del Palacio Imperial de Viena comenzaron a caer del cielo iluminado por el sol pequeños copos de nieve. A través de la ventanilla de la ambulancia, junto a mi almohada, yo contemplaba ávidamente la danza de los blancos cristales en el aire, mientras un extraño cambio de ánimo se apoderaba de mí. Creo que en aquellos momentos tuve conciencia por primera vez del suave pero abrumador impacto de la belleza, y de la sensación de mi propio ser fundiéndose serenamente en la naturaleza, como un grano de sal se disuelve en el océano. Al iniciar el viaje había contemplado los rostros de los transeúntes con impotente envidia; reían y hablaban; para ellos el mañana sería como el ayer; solo yo era distinto. Bajo los copos de nieve del patio del palacio esto ya no me importaba; me sentía reconciliado y en paz.
Ese viaje en la ambulancia fue un instante memorable para mí. Todavía lo seguirían algunos momentos de terror: mientras me llevaban en la camilla hasta el quirófano, y el pánico del sofoco bajo el efecto del éter. Pero los fantasmas del mundo recóndito se habían visto obligados a retroceder ante algún otro poder de origen más misterioso aún. Más tarde supe que no habían sido derrotados, sino simplemente obligados a retirarse a posiciones más seguras.
Me dijeron que la operación del apéndice, que había fracasado la primera vez, tendría que repetirse. Me trataron como a un niño valiente que nunca tiene miedo del lobo malo; pero en realidad tenía un miedo mortal de la mascarilla de éter, de una repetición de este tormento de ahogo, previo a la pérdida del conocimiento. El viejo enemigo, Horrar, había aparecido bajo un nuevo aspecto. Pero cierto día, mientras leía los Las aventuras del barón de Münchhausen, tuve una inspiración. El capítulo que leía en ese momento era el delicioso relato de cómo el barón mentiroso se cae en un pantano donde se hundirá irremisiblemente. Cuando ya se ha hundido hasta la barbilla, y sus minutos parecen contados, se salva mediante el simple recurso de cogerse sus propios cabellos y tirar hacia arriba, lo que le permite salir de su desesperada posición.
La salvación del barón me gustó tanto, que me reí en voz alta; y en ese instante descubrí la solución del problema que me torturaba. Decidí arrancarme yo mismo del pantano de mis temores, sosteniendo con mis propias manos la mascarilla de éter, hasta perder el conocimiento. De ese modo sentiría que dominaba la situación y el terrible instante de impotencia no se repetiría.
Mencioné tal idea a mi madre, que la comprendió instintivamente y consiguió que el cirujano satisficiera mi capricho. Aunque la operación se postergó demasiado, y de nuevo tuvieron que llevarme deprisa al hospital en la misma ambulancia, por el mismo camino, no sentí ningún temor cuando me puse la mascarilla sobre la cara, ante la sonrisa alentadora del anestesista.
Desde ese día aprendí a burlar mis obsesiones y mis ansiedades; o por lo menos a llegar a una especie de modus vivendi con ellas. Llegar a un acuerdo amistoso con nuestras propias neurosis parece una contradicción; sin embargo, creo que es posible, siempre que uno reconozca sus complejos y los trate con respetuosa cortesía, por así decirlo, en vez de luchar contra ellos y negar su existencia. Creo profundamente que el hombre posee el poder de arrancarse a sí mismo del pantano, tirándose de los cabellos. El barón en el pantano, abreviado Bapán, vencedor de Horrar, ha llegado a ser para mí un símbolo y una profesión de fe.
El episodio final de esta educación a golpes ocurrió cuando yo tenía trece años. Me había convertido en un lector adicto de las fantasías científicas de Julio Verne. Mientras leía una escena de De la Tierra a la Luna surgió de pronto en mi mente con extraordinaria nitidez un recuerdo de mis primeros días, largamente olvidado; y a continuación se apoderó de mí una sensación asimismo extraordinaria de calma y alivio.
El contenido del capítulo que leía en esos momentos era este: mientras el proyectil que lleva a los exploradores hacia la Luna viaja por el vacío muere uno de los animales que se encuentran a bordo, un pequeño foxterrier. Después de algunas dudas, los exploradores deciden arrojar el cadáver a través de la hermética escotilla. Así lo hacen; luego, al mirar por la gruesa ventanilla de vidrio, advierten con horror que el cuerpo del perro vuela paralelamente a ellos por el espacio. No cae, porque conserva la velocidad del proyectil, así como un objeto arrojado por la ventanilla de un tren en movimiento conserva la velocidad del tren; y fuera de la atmósfera terrestre no hay ninguna clase de fricción que pueda frenar el movimiento. Gradualmente, el cadáver va separándose de la ventanilla, impelido por la persistencia del suave empujón que lo había arrojado por la escotilla; pero aunque retrocede con lentitud, conserva su velocidad paralela y sigue frente a la ventanilla. El perro muerto se ha convertido en un planeta o en un meteorito que seguirá girando eternamente sobre su oscura órbita elíptica alrededor de la Tierra.
Al leer esta escena se me ocurrió que tal vez un día los criminales fueran arrojados al espacio mediante cohetes interplanetarios, en vez de ser colgados o electrocutados. La temperatura cósmica de cero absoluto los conservaría para siempre e impediría su desintegración. Esa cantidad de cuerpos astrales, que flotarían alrededor de la Tierra, como satélites permanentes, tal vez resultara inconveniente y originara diversas supersticiones, pero para esto había un remedio fácil: en el momento de la expulsión, bastaba hacer seguir al cohete la trayectoria abierta de una parábola, en vez de la órbita cerrada de una elipse. En ese caso el cadáver no seguiría la trayectoria de un planeta, sino la de un cometa; daría una vuelta semicircular frente al Sol y luego se alejaría cada vez más hacia el espacio interestelar, más allá de las estrellas fijas y de las nebulosas espirales, hacia el infinito.
Consideré que este método era bastante practicable, no solo para ejecuciones, sino también para deshacerse de los muertos en general. Después de todo, ya existía la costumbre de incinerarlos y dispersar sus cenizas al viento. Librar a los muertos de la esclavitud de la tierra y lanzarlos hacia un viaje eterno por el espacio, transformados en silenciosos cometas, con las manos cruzadas sobre el pecho, era una idea llena de paz y consuelo, y lo más parecido que se me ocurría a la idea de la inmortalidad; convertía la muerte en una aventura envidiable. La comodidad no consistía justamente en la posibilidad de conservar el cuerpo en vuelo por el refrigerador cósmico, sino en el hecho de que, por más eones de años de luz que viajara a lo largo de su parábola, jamás podría desprenderse de este mundo.
Durante esta meditación, un recuerdo largamente olvidado surgió en mi conciencia, tan claro como si siempre hubiera estado presente. Era el recuerdo de una escena ocurrida —aunque parezca casi increíble— cuando yo apenas tendría dos años. Me habían encerrado en el cuarto de baño, a oscuras, para castigarme por algo que había hecho. Me sentía presa de un temor, de un pánico feroz; creía que tendría que quedarme para siempre en la oscuridad y que no volvería a ver nunca más a mi madre, ni la luz del día, ni ninguna otra cosa. Luego hay una laguna en mi memoria, o más bien una mancha negra, como la repentina oscuridad de la pantalla cuando se rompe la película en el cuarto de proyección. Recuerdo que me lancé de cabeza contra el soporte de hierro del lavabo; a continuación, una oleada repentina de luz, cuando mi madre abrió la puerta de par en par y vino a rescatarme, mientras yo aullaba en un éxtasis de alivio, amor y autocompasión. También recuerdo haber registrado con satisfacción sus ademanes preocupados y culpables; y la confusa nube naciente de un pensamiento, que en lenguaje coherente significaba más o menos: «Esto le servirá de lección».
Esta era la escena que recordé tan inesperadamente, mientras soñaba con cohetes interestelares y cometas, y descubría que, vivo o muerto, uno no puede desprenderse de este mundo. El recuerdo había perdido su espina ponzoñosa, el horror primitivo de la prisión oscura. Me parecía que desde ese momento me había sentido más o menos libre del miedo a la muerte; aunque no del temor al hecho de morir, con todos sus agregados dolorosos y degradantes. A medida que envejezco, este segundo miedo aumenta, como el temor de una operación dolorosa a la que uno se somete de mala gana, aunque sabe que es por su propio bien.
5
El reloj de arena
Junto a la sensación de culpabilidad y al miedo, la soledad desempeñó un papel importante en mi infancia.
Hasta que fui a la escuela, no tuve compañeros de juegos. Debido a la arraigada convicción de mi madre de que ella era una exiliada de la brillante Viena en la bárbara Budapest, apenas nos relacionábamos con otras familias. Solo se me presentaba una oportunidad de jugar con otros niños en las escasas ocasiones en que mi madre se veía obligada a ofrecer un jour —que en el francés de Viena significa una recepción ceremonial vespertina, consistente en café, crema chantilly y pasteles— a la familia de algún hombre de negocios conocido de mi padre, o cuando teníamos que asistir a un jour ofrecido por una familia donde había alguna criatura de mi edad. Estos acontecimientos tenían lugar quizá una o dos veces al año. Se discutía sobre ellos con varios días de antelación y, fastidiada por mi insistencia, mi madre hacía siempre lo que podía por describirme al niñito o la niñita con quien me encontraría. Pero sus descripciones nunca eran lo suficientemente detalladas para satisfacer mi febril curiosidad y entusiasmo; así que forjaba retratos imaginarios de mis futuros compañeros de juegos, hacía planes para exprimir hasta la última gota de placer del breve intervalo que se me concedería, deliberaba qué juguetes exhibiría y a cuál de esos juegos que había inventado y que nunca había podido practicar por falta de compañeros jugaría. A medida que se aproximaba la hora de la visita, me sentía casi enfermo de aprensión. Luego venía el tormento de la espera de la campanilla que anunciaría la llegada de las visitas o, si salíamos, del momento en que mi madre terminaría de vestirse, o retocarse el cabello y dar las últimas órdenes a las criadas sobre la necesidad de lustrar la plata o limpiar la piel del oso polar en nuestra ausencia.
Más o menos durante el primer minuto de mi encuentro con la otra criatura, me sentía petrificado de timidez. El peor momento era el apretón formal de manos, alentado por los mayores con sus voces grotescamente melosas y chillonas. La otra criatura era siempre, para mi asombro, distinta de lo que me había imaginado, y esto hacía que me decepcionara y al mismo tiempo me encantara inmediatamente la inesperada aparición, tan real y viva. Porque la otra criatura, aun cuando era estúpida y fea, siempre era ante mis ojos un príncipe feliz, aureolado por la gloria de tener hermanos o hermanas, o compañeros habituales de juegos; vivía en ese cuento de hadas donde los niños juegan juntos día y noche, y en el que solo me permitían entrar durante una breve hora irrecuperable.
Sin embargo, en cuanto los adultos se sentaban a la mesa del jour y nos dejaban solos en el cuarto de los niños, mi timidez desaparecía y me convertía en un pequeño y frenético demente. Durante esos momentos preciosos tenía que practicar todos los ingeniosos juegos que había inventado en mis horas de ensueño, tal como los amantes que al encontrarse después de un período de larga separación ponen precipitadamente en práctica sus ensueños eróticos. La otra criatura, ya fuera menor o mayor que yo, en general se veía arrastrada por este torrente de nuevos juegos y nuevas ideas, y un cuarto de hora después yo había dejado de ser un muñeco sin lengua para convertirme en un feroz matón al que había que obedecer en todo. Luego, en medio de esa orgía, se me ocurría de pronto la idea de que la tarde terminaría pronto, que en realidad podía ser interrumpida en cualquier momento por los adultos; y este temor aumentaba aún más mi fiebre y le otorgaba un cariz morboso. Así, a esa temprana edad, aprendí el arte de envenenar mis placeres, recordándome constantemente su carácter efimero. Cuando las visitas se habían ido, o cuando estábamos de vuelta en casa, me volvía intratable, deprimido, y caía de nuevo en desgracia, lo que culminaba en la eterna promesa de Bertha de que nunca, nunca más, me permitirían jugar con otras criaturas.
Este proceso se repetía en las ocasiones, igualmente escasas, en que mis padres me llevaban al circo o al teatro. Si la obra tenía tres actos, yo me decía al terminar el primero: ya se ha ido un tercio del placer; y desde mediados del segundo acto en adelante sentía con creciente melancolía que me deslizaba por una pendiente hacia el inevitable final. Tiempo después, cuando me entusiasmé por el fútbol, solía mirar constantemente el reloj durante los partidos interesantes para saber cuántos minutos me quedaban de los noventa que duraba el juego.
Esta obsesión, esta comparación del placer con un reloj de arena, nunca me abandonó. A medida que crecía, cambiaba paulatinamente de objeto, y en vez de compadecerme a mí mismo compadecía a los demás, que se entregaban absortos a la búsqueda del placer, sin advertir el carácter traicionero del mismo. Leí con dolorosa compasión el relato de Gogol sobre el empleadito que después de una vida de privaciones se compra un magnífico capote, sumamente abrigado, luego va a una reunión, para festejar su adquisición, y cuando vuelve a su casa se lo roban por el camino; era la primera vez que lo usaba. Unos días después se muere de neumonía y de desconsuelo; pero su espíritu sigue robando los capotes de los demás, de noche, por las plazas desiertas y nevadas de Moscú.
Cuando tenía unos quince años y la miseria de la inflación de posguerra había alcanzado en Viena su cota máxima, cierto día vi a un hombre mayor frente al lujoso salón de té de Gerstner. El perfil delicado e intelectual de su cabeza era característico de la antigua raza patricia vienesa, en vías de extinción; llevaba con minucioso cuidado lo que evidentemente era el único traje que le quedaba, limpiado con un cepillo húmedo. Se comportaba como si solo se hubiera detenido por casualidad frente a la resplandeciente vitrina de Gerstner, pero no podía dejar de mirar las pastas de diversos colores y los chocolates que se exhibían detrás del vidrio reluciente, y en sus ojos se veía una avidez desesperada, infantil. Lo observé durante unos minutos y, aunque ya se me había pasado la edad de las golosinas, también a mí se me llenaba la boca con una ilusoria oleada de saliva. Después de un rato pareció no poder contenerse más; lo vi vacilar y finalmente llegar a una decisión. Me encontraba a unos pasos de distancia, al borde de la acera, y adivinaba las diversas fases de su patética lucha interior en los movimientos casi imperceptibles de sus hombros y su espalda. Cuando se decidió, irguió los hombros con un gesto juvenil, casi petulante; un instante después entró en la tienda por la puerta estrecha y angosta, de barroca ornamentación dorada.
Lo seguí. Dentro de la confitería el aire era cálido, perfumado y dulce; las espesas y blandas alfombras, así como la tapicería de seda que cubría las paredes y las cortinas de terciopelo de las puertas, convertían cualquier ruido en un leve murmullo; parecía el interior acolchado de una caja de bombones. Todas las personas que conversaban y sonreían junto a las pulidas mesitas de té parecían ricas, bien cuidadas y felices. En su mayoría eran nuevos ricos y especuladores, porque la inflación había destruido a la vieja burguesía de Viena tan definitiva y completamente como si un alud la hubiera enterrado; sin embargo, esa nueva clientela de Gerstner parecía perfectamente civilizada, y ni siquiera tenía la afectación de mostrarse hastiada. Los vieneses nunca habían aprendido que cierto aire de aburrimiento forma parte esencial del savoir faire;y tan cálidamente saturado de tradición estaba el ambiente de la ciudad, que los advenedizos ya habían adquirido el exclusivo arte vienés de no solo ser ricos, sino también ser capaces de gozar de su riqueza. Hacían gala de esa alegría cortés y esa ironía jocosa, esa cálida malicia y esa inquieta chispa erótica que había prevalecido siempre en el salón de Gerstner durante la época imperial. De modo que el anciano, al entrar vacilante en el salón de té, ni siquiera pudo consolarse pensando que los nuevos clientes no sabían apreciar los placeres que para él se habían vuelto inalcanzables, como una parte del paraíso perdido.
Una vez dentro, es probable que prefiriera volver a salir, pero ya era demasiado tarde. Era una locura por su parte, pues por aquella época en Gerstner una taza de té o de chocolate con petits fours costaba dos mil o tres mil coronas, más o menos el importe de su salario mensual. Ciegamente, escogió una mesa en un rincón tranquilo y estudió la lista de bordes dorados, con sus astronómicos precios impresos en una graciosa y diminuta bastardilla. Luego, con una patética demostración de aplomo, hizo su pedido al mozo y se repantigó en su asiento, tratando de abocarse a la desesperada tarea de gozar cada minuto de su ruinosa aventura.
Compré una bolsita de pastillas de menta en el mostrador y salí; no podía soportar un minuto más su presencia. La dolorosa compasión que sentía no había sido provocada por su pobreza, sino por lo transitorio de su placer, la certeza de que los dorados petits fours se convertirían en polvo entre sus labios. Muchas veces me pregunté por qué esa breve escena me había dejado en el recuerdo una impresión tan honda y dolorosa; tan honda, realmente, que tuve que incluirla en este texto, aunque no sería capaz de definir qué relación tiene con lo demás. Al parecer, debí de sentirme identificado con ese solitario personaje, a quien solo vi escasos minutos, mediante una especie de complejo de Cenicienta. Era un solitario desterrado como yo, un hombre de rostro espiritual y abyectamente ávido de golosinas, víctima del mismo reloj de arena que contaba mis placeres y los hacía fluir como la arena que fluye por su agujero. Pero esta, por supuesto, no es una gran explicación.
Como cuando luchaba contra Horrar, el terror obsesionante que atormentó mi infancia, nuevamente vino el barón en el pantano a salvarme en mi lucha contra la soledad.
Tenía trece años, y estábamos pasando una temporada en casa de la hermana de mi madre. Una tarde, toda la familia se fue al cine, hasta los criados tenían asueto. Ya me había acostumbrado a estar solo en las diversas habitaciones de hotel y de pensión que habían constituido nuestros efímeros hogares; pero ahora se trataba de una casa desconocida, amplia y vacía; me ofendió amargamente que me dejaran solo durante una tarde entera, solo con mis libros y mi equipo de construcción, cuando era, por así decirlo, una visita. Para dar rienda suelta a mi resentimiento, me acosté con los zapatos puestos sobre la colcha de seda de la cama de mi tía. Este acto criminal me puso inmediatamente de mejor humor; coloqué las manos detrás de la cabeza y me quedé mirando el techo; paulatinamente, un bienestar infinito se apoderó de mí; comprendí que me gustaba estar solo. Era un tremendo descubrimiento, y en cierto modo opuesto al proceso del reloj de arena, las arenas desiertas de mi soledad se habían convertido repentinamente en oro. Podía pensar en una infinidad de cosas, cosas que me proporcionaban ocupación y diversión, cosas que los demás, con su vida rutinaria, desconocían totalmente; ellos se paseaban en sueños y yo, solo yo, estaba despierto. Veinte años después, este momento de felicidad resurgió de manera inesperada en mi recuerdo cuando después de varias semanas de solitario encarcelamiento me dieron el Viaje alrededor de mi cuarto, de De Maistre, y leí en él este soliloquio:
Me han prohibido que me pasee por las calles y que me desplace en libertad; pero han dejado a mi disposición todo el universo; su espacio ilimitado e infinito y su infinito tiempo están a mi servicio…
Era un verdadero rescate estilo Bapán, que cerraba otro capítulo de mi infancia. También la soledad se había retirado a posiciones preestablecidas. Como el miedo, nunca se dio totalmente por vencida, pero yo había descubierto la manera de convivir con ella. Un modus vivendi no es por fuerza un compromiso; puede ser solo un estado precario de equilibrio entre adversarios irreconciliables. A medida que pasaban los años, mi vida se adaptaba paulatinamente a ese esquema oscilante, como un péndulo, entre períodos de aislamiento completo y breves estallidos de fervoroso espíritu gregario. De pronto vivía en el campo durante meses, sin ver a nadie y sin ningún deseo de compañía; luego me iba a la ciudad, con un ansia provinciana de diversión, un eco del tembloroso entusiasmo que se apoderaba de mí cuando me llevaban a un jour. La carencia de compañeros de juegos durante la infancia me había dejado como sedimento esa pasión por el juego, desde el ajedrez hasta las cartas; esa incapacidad crónica de poner fin a una velada una vez comenzada; cierta tendencia, en las escasas ocasiones en que asisto a una fiesta, a emborracharme y a ponerme en ridículo, circunstancias que siempre son seguidas por otro largo intervalo de completa reclusión. Admiro a las personas que viven una vida social perfectamente organizada y han logrado llegar al dorado punto medio de la sociabilidad, pero no abandonaría mis hábitos, aun suponiendo que fuera posible. El camino del exceso no siempre conduce al palacio de la sabiduría, como sostenía Blake; pero puede haber tanto ritmo y tanta armonía en las oscilaciones de un péndulo como en la rotación de una rueda sobre un eje pulido.
6
Flecha en el azul
Hasta ahora he hablado de culpabilidad, de miedo y de soledad; todo esto se refiere a las emociones. Ahora hablaré del intelecto. Al echar una ojeada retrospectiva y contemplar mi desarrollo intelectual descubro una curiosa contradicción. Yo era un niño precoz, muy adelantado para mi edad. Pero durante mi adolescencia, y aun después de los veinte años, era menos maduro que los compañeros de mi edad, y no solo parecía más joven, sino también marcadamente pueril, tanto en lo mental como en el aspecto sentimental. En términos de psiquiatría, existía una fuerte tendencia hacia el infantilismo con fijaciones prolongadas. En lenguaje más simple, adquirí el ingenio rápidamente pero la experiencia con lentitud. A los diez años era un niño prodigio; a los veinticinco, todavía un adolescente.
En lo que se refiere a niños prodigios, se dice que John Stuart Mill escribía poemas en latín a los tres años, y que las primeras palabras de lord Macaulay, en vez del habitual «dadá» o «bubú», fueron esta declaración formal, respondiendo a quien le preguntaba si se había hecho daño: «Gracias, señora, el tormento ya ha menguado».
No puedo ofrecer proezas igualmente asombrosas. Sin embargo, se conservan sin lugar a dudas mis primeras palabras en francés, pronunciadas a la edad de tres años. Estaban dirigidas a una nueva niñera y consistían en esta lacónica declaración: Mademoiselle, pantalons mouillés. La declaración se refería al hecho de haberme mojado los calzoncillos.
Aprendía ávidamente, leía con voracidad; llegué a sentir una temprana pasión por las matemáticas, la física y la construcción de juguetes mecánicos; entre los diez y quince años hablaba húngaro, alemán, francés e inglés con tolerable soltura. Cuando más o menos a los diez años me convertí en un experto en el cambio de fusibles y en la reparación de lámparas eléctricas, y poco después construí un submarino que navegaba exitosamente en la bañera de casa, se decidió, de acuerdo con mis propios deseos, que estudiaría mecánica y física. Por lo tanto, cuando terminé la escuela elemental, me mandaron a la Realschule, a la que asistí durante los siete años siguientes, primero en Hungría y luego en Austria.
El sistema educativo de la monarquía austrohúngara proporcionaba tres tipos de escuelas secundarias para los alumnos de diez a dieciocho años: el Gymnasium, que los preparaba para la carrera de humanidades, con cierto énfasis en el latín y el griego; la Realschule, que los especializaba en ciencias e idiomas modernos; y el Real-Gymnasium, una mezcla de ambos. Yo fui a la Realschule, que me pareció la más adecuada a mis gustos.
Desde la infancia hasta la edad universitaria, las matemáticas y las ciencias siguieron siendo casi mis únicos intereses, y el ajedrez, mi entretenimiento principal. Me fascinaban especialmente la geometría, el álgebra y la física, porque estaba convencido —como también lo estuvieron los pitagóricos y los alquimistas— de que en esas disciplinas se hallaba la clave del misterio de la existencia. Creía que los problemas del universo se ocultaban en algún secreto bien definido, como la combinación de una caja de hierro, la piedra filosofal o el elixir de la vida. Dedicarse a buscar la solución de este secreto me parecía el único propósito digno del hombre, y cada paso de la búsqueda, lleno de encantos y animación.
Para las personas que consideran secas las matemáticas y aburridas las ciencias, este tipo de mentalidad es difícilmente comprensible. Es una peculiaridad de la civilización actual que la mayoría de las personas educadas se sientan avergonzadas al tener que reconocer que no comprenden una obra de arte cualquiera, y que un instante después proclamen no sin orgullo su completa ignorancia de las leyes que hacen funcionar su enchufe eléctrico o gobiernan la herencia de sus descendientes. Esa mayoría utiliza su aparato de radio y los incontables adminículos que lo rodean sin comprender mejor que un salvaje las causas que los hacen funcionar. Vive en un mundo artificial de misterios baratos, producidos en masa, que la pereza le impide penetrar; vive sin comprender los objetos que manipula; por lo tanto, se encuentra mentalmente aislada de casi todo lo que la rodea. Nuestro sistema de educación fomenta esta mentalidad errónea y promueve la indiferencia hacia las leyes de la naturaleza, deficiencia comparable a la miopía o al daltonismo.
Considerando estas circunstancias, y cómo se enseñan las ciencias en nuestras escuelas, resulta difícil describir el entusiasmo y el deleite de una criatura que se inicia en los misterios del triángulo pitagórico, o en las leyes del movimiento planetario de Kepler, o la teoría de los cuantos de Planck. Es el entusiasmo del explorador, que —aun cuando su meta sea limitada y especializada— se siente siempre guiado por la esperanza inconsciente y pueril de encontrarse de pronto con el misterio supremo. Las galeras fenicias viajaban por los mares desconocidos para descubrir las columnas de Hércules, y hasta es posible que el capitán Scott se sintiera sin saberlo atraído por la esperanza de que realmente hubiera un agujero en el Polo Sur, donde el eje de la Tierra giraba sobre cojinetes de hielo. Desde los sabios que estudiaban las estrellas en Babilonia hasta los grandes artistas del Renacimiento, el ansia de explorar ha sido uno de los impulsos vitales del hombre, y aun en los días de Goethe habría sido tan chocante que una persona educada dijera que no le interesaba la ciencia como que hubiese declarado que le aburría el arte. La acumulación creciente de conocimientos y la especialización de la investigación han hecho que este interés disminuyera paulatinamente y se convirtiera en un monopolio de los técnicos y los especialistas. A partir de mediados del siglo XIX, la física, la química, la biología y la astrofísica comenzaron a perder su importancia como elementos de una educación completa. Sin embargo, en los días que precedieron a la relatividad, era todavía casi posible para el no especializado mantenerse al día en lo que se refiere al desarrollo general de la ciencia. Yo me crié durante los últimos años de esa era, antes de que la ciencia se volviera tan formulista y tan abstracta que quedara totalmente fuera del alcance del lego. Los átomos todavía se desplazaban en el espacio tridimensional y podían representarse mediante modelos comprensibles: esferitas de vidrio que giraban alrededor de un núcleo, como planetas alrededor del Sol. El espacio aún no era curvo; el mundo era infinito, la mente, un engranaje racional. No había cuarta dimensión y tampoco existía el yo subconsciente, esa cuarta dimensión de la mente que transforma las líneas rectas en complicadas curvas y las deducciones de la razón en una red de engaños.
Los héroes de mi juventud fueron Darwin y Spencer, Kepler, Newton y Mach; Edison, Herzt y Marconi; los Buffalo Bill de las fronteras del descubrimiento. Y mi Biblia era Die Weltraetsel, de Haeckel. En este vademécum popular de finales del siglo XIX se enumeraban los siete «enigmas del universo»; de estos siete, seis figuraban como «definitivamente resueltos» (incluyendo la naturaleza de la materia y el origen de la vida); en cuanto al séptimo, la cuestión del libre albedrío, se lo declaraba «un simple dogma, basado en una ilusión, sin existencia real».
A los catorce años, era muy alentador saber que todos los enigmas del universo habían sido resueltos. Sin embargo, persistía una duda en mi mente, porque por algún descuido la paradoja del infinito y de la eternidad no habían sido incluidas en la lista.
Infinito y eternidad; sí, esa era la cuestión. Cierto día, durante las vacaciones de verano, en 1919, yo estaba recostado de espaldas, bajo un cielo azul, sobre el talud de una colina en Buda. El cielo azul ininterrumpido, interminable, transparente, complaciente, saturado, me llenaba los ojos y sentía una euforia mística; uno de esos estados de iluminación espontánea que son tan frecuentes en la infancia y que se vuelven cada vez más escasos a medida que pasan los años. En medio de esta beatitud, la paradoja del infinito espacial penetró de pronto en mi cerebro, como si me hubiera picado una avispa. Uno podía lanzar una superflecha hacia el azul, con una superfuerza que la llevara más allá de la influencia de la gravedad terrestre, más allá de la Luna, más allá de la atracción del Sol; ¿y luego qué? Atravesaría el espacio interestelar, pasaría más allá de los otros soles, de las otras galaxias, vías lácteas, vías de miel, vías ácidas; ¿y luego qué? Seguiría y seguiría, más allá de las nebulosas espirales, y más galaxias y más nebulosas espirales, y no habría nada para detenerla, ni límite ni fin, tanto en el espacio como en el tiempo; y lo peor de todo era que no se trataba de una fantasía, sino de una verdad literal. Podía construirse una flecha como esa; en realidad, los cometas que se mueven sobre órbitas parabólicas y abiertas eran como flechas naturales que se alejan por el espacio hasta el infinito, o que más bien caen en el infinito; era lo mismo y resultaba una pura tortura para el cerebro. El cielo no tenía por qué parecer tan azul y tan hermoso, si su sonrisa ocultaba el más espantoso secreto y no quería revelarlo, así como los adultos nos enloquecían con sus sonrisas cuando habían decidido ocultar un secreto, negando cruel e injustamente nuestro más sagrado derecho, el derecho de saber. El derecho de saber era evidente de por sí, e inalienable; si no, el hecho de estar sobre la tierra, con ojos para ver y una mente para pensar, no tenía sentido.
La idea de que el infinito seguiría siendo un enigma insoluble era intolerable. Tanto más cuanto considerando que yo ya había aprendido que una cantidad finita, como la tierra —o como yo, recostado sobre ella— se convertía en cero cuando se la dividía por una cantidad infinita. Entonces matemáticamente, si el espacio era infinito, la tierra era cero y yo era cero, y la duración de nuestra vida era cero, y un año y un siglo eran cero. No tenía sentido; había algún error de cálculo en alguna parte y la respuesta del problema surgiría evidentemente sola de la lectura de más libros sobre la gravedad, la electricidad, la astronomía y las matemáticas superiores. ¿No había acaso prometido Haeckel que el último enigma sería resuelto dentro de algunos años? Tal vez yo era el elegido que lo resolvería. Esto me parecía mucho más probable cuando consideraba que al parecer nadie más se interesaba tanto como yo por el espacio y la flecha.
Al recordarlo, parece posible que esta temprana pasión por el infinito fuera una consecuencia de las presiones y frustraciones provocadas por el ambiente en que vivía. Quizá influyera una disposición innata, pero sin la presión del ambiente difícilmente habría logrado tal poder sobre mí. La sed de absoluto es un estigma que marca a los que son incapaces de encontrar satisfacción en el mundo relativo del ahora y del aquí. Mi obsesión por la flecha (disparada hacia lo infinito del azul del cielo) era meramente la primera fase de la búsqueda. Cuando demostró ser estéril, el blanco que hasta entonces había sido el infinito fue reemplazado por diversas utopías de uno u otro tipo. Fue la misma búsqueda y la misma mentalidad de todo o nada lo que me llevó a la Tierra Prometida y al Partido Comunista. En otras épocas, las aspiraciones de esta clase encontraban su satisfacción natural en Dios. Desde finales del siglo XVIII, el puesto de Dios ha quedado vacante en nuestra civilización; pero durante el siglo y medio siguiente ocurrieron tantos hechos asombrosos que la gente ni se dio cuenta. Ahora, sin embargo, después de las demoledoras catástrofes que pusieron fin a la era de la razón y del progreso, el vacío se hace sentir. La época en que me crié fue una época de desilusiones y de nostalgia.
Cuando tenía tres o cuatro años sabía cómodamente todo lo que debía saber sobre Dios. Me explicaron que Dios ve todos nuestros actos, oye todas nuestras palabras, conoce todos nuestros pensamientos; y que Él vivía «allá arriba». Creí literalmente en este «allá arriba», que siempre iba indicado por un índice que lo señalaba. El cielorraso blanco sobre mi cuna estaba decorado con un friso de figuras danzantes, recortadas en negro, que representaban a las siete Musas. Me convencí de que las figuras de «allá arriba» eran Dios; y durante un tiempo que ahora me parece considerable les dirigí mis plegarias nocturnas. Posteriormente descubrí en diversas personas que «si lo recordaban bien», rememoraban experiencias similares de animismo o adoración de tótems en su propia infancia.
No recuerdo cuánto tiempo adoré a las siete Musas. Al parecer, es más fácil recordar la adquisición de una creencia que su pérdida. Convertirse o convencerse es un acto más o menos netamente definido; perder una convicción es un largo proceso de desintegración. Las figuras danzantes del cielorraso desaparecieron y fueron reemplazadas por un benévolo caballero anciano de barba blanca, sospechosamente parecido a mi abuelo Leopold X, reclinado en algún lugar entre las nubes. También esa imagen se volvió cada vez menos real, hasta borrarse como una vieja fotografía, y su lugar fue ocupado por la flecha que viajaba a través del espacio infinito en busca de su secreto y sus límites. Esta búsqueda era la sucesora legítima de las figuras negras del cielorraso y del Dios barbudo entre las nubes, así como la búsqueda de Kepler de las leyes planetarias sucedió a las antiguas visiones de la topografía celeste.
Porque la búsqueda de la ciencia en sí no es nunca materialista. Es una búsqueda de los principios de ley y de orden en el universo, y como tal es una empresa esencialmente religiosa. Si las inferencias que de ella se extraen son a veces materialistas, esto solo significa que los que las extraen son partidarios de una filosofía materialista.
Decir que el Dios personal de mi infancia fue completamente absorbido por el espíritu científico sería, sin embargo, una simplificación exagerada. Alguna parte no resuelta de aquel Dios personal volvería a reaparecer durante los años sucesivos bajo distintos disfraces. El húngaro posee una palabra curiosa para designar a los hombres de ciencia: la palabra tudós, cuyo equivalente más aproximado es el francés savant, el «sabio». El vocablo inglés scholar y el alemán Gelehrter solo implican erudición académica. El sonido misterioso de la palabra tudós evocaba en mi pensamiento, ansioso por descubrir la respuesta al gran enigma, la imagen de una especie de persona omnisapiente, un brujo o un chamán. Esta creencia, al principio ingenua y explícita, subsistió inconscientemente en mi imaginación hasta mucho después de la pubertad y la adolescencia.
El primer tudós que encontré en carne y hueso fue un tal profesor Gergely, que según creo había escrito un libro sobre literatura inglesa. Era un hombre de unos treinta años, visiblemente encorvado, y con esa cara afilada, intelectual, con gafas, que me parecía justamente la más adecuada para el «sabio». Yo tenía unos trece años y acababa de leer Hamlet y Otelo. El profesor Gergely cortejaba a una prima mía, mayor que yo, y cierto día, después de un jour en casa de los padres de ella, me lo presentaron. Íntimamente, yo temblaba y me sentía lleno de febril ansiedad ante las revelaciones que me esperaban; supongo que los muchachos de la tribu zuni deben de sentir lo mismo antes de prestarse a los misterios de la iniciación. El profesor Gergely me sonrió con gran amabilidad y me preguntó qué clase de libros leía. Le dije que acababa de terminar Otelo, yla conversación prosiguió más o menos así:
PROFESOR G.: Pero ¿no es demasiado prematuro leer a Shakespeare a los trece años?
YO: (Me encojo de hombros, turbado.)
MI PRIMA: ¿No puedes contestar a la pregunta del profesor?
YO: (Me ruborizo, me encojo de hombros.)
PROFESOR G.: ¿Estás seguro de comprender el sentido de lo que lees?
YO: (Estallando): ¡No! Ahí está justamente la cuestión.
PROFESOR G. (Sonriendo):Si comprendes que hay algo que no comprendes, ya es algo.
YO:Pero comprendo la acción, y todo lo que dicen, pero…
PROFESOR G.: ¿Pero?
YO:Pero lo que no comprendo es el sentido oculto.
PROFESOR G.: ¿El sentido oculto?
YO:Bueno, usted sabe… el sentido oculto. El secreto que hay detrás de todo eso.
PROFESOR G.: ¿Y qué clase de secreto crees que hay?
YO: Bueno, usted sabe que hay una sola clase de secretos. El sentido oculto.
El profesor Gergely se turbó. Seguramente me refería a la cuestión sexual. Se ruborizó y miró de reojo a mi prima; esta, en castigo, me hizo salir de la habitación. Comprendí que había provocado alguna confusión terrible, pero no me imaginaba cuál. Todavía no tenía idea de la cuestión sexual, que luego trataré más extensamente. Pero poseía la convicción absoluta e inconmovible de que había un misterio básico y central, relacionado con la eternidad y con el infinito, y que todas las grandes obras literarias revelaban una parte de ese secreto; que en realidad su fama y su grandeza se debían justamente al hecho de contener una parte de dicho misterio. Y los «sabios» eran los que poseían la clave del secreto, o por lo menos la clave de una porción del mismo.
El profesor fue simplemente el primer exponente de una larga serie de «sabios» hacia quienes me sentí atraído con el correr de los años. Algunos eran literatos, otros científicos, otros políticos. No todos resultaron tan decepcionantes como el profesor Gergely y, de una manera u otra, algo aprendí de ellos. Pero, aunque ya no creía más en su omnisapiencia, mi actitud ante ellos siguió siendo en el fondo igual. Inconscientemente, seguí creyendo que eran los guardianes del Santo Grial, del único e indivisible secreto. De algunos me aparté con amargo resentimiento cuando descubrí que no satisfacían mis aspiraciones; en dos casos especiales, mi fidelidad perduró hasta la muerte. Uno de ellos fue Vladimir Jabotinsky, el padre espiritual de los terroristas de Palestina; el otro, Willi Münzenberg, el dirigente comunista.
Mucho más tarde, cuando algún libro mío tenía algún éxito, los lectores solían presentarme sus problemas, solicitándome ayuda y consejo. Cada vez que esto ocurría, y me veía obligado a representar el papel de «sabio», recordaba al profesor Gergely y reconocía mi lamentable incapacidad para la tarea. A medida que estas experiencias se repetían con más frecuencia, me permitieron comprender por qué en nuestra época confusa y sentimentalmente tan poco madura tantas personas se sienten atraídas por esos movimientos que les ofrecen la ventaja de una jerarquía rígidamente organizada de chamanes, como el Partido Comunista y la Iglesia católica.
La historia, la política, los problemas sociales y éticos no desempeñaron prácticamente ningún papel en mi desarrollo intelectual, hasta que entré en la universidad. Mis poetas preferidos eran Ady (un poeta húngaro moderno), Rilke, Goethe, Heine y Byron, en orden de méritos. Y además devoraba, por supuesto, todas las novelas que caían en mis manos. Pero consideraba la lectura de novelas como un pasatiempo culpable, sin verdadera relación con el único problema importante: el misterio supremo, al que solo se podía llegar mediante la ciencia y la filosofía natural. Hacia aquellos compañeros míos de estudios que se interesaban por la historia y la sociología solo sentía desprecio; seguían un camino equivocado. El hombre, como ente social y moral, carecía de interés, era una manchita en el universo, y su historia, un remolino de polvo agitado por un aspirador. Lo fascinante del hombre, y su único aspecto digno de estudio, era la química de sus tejidos, el álgebra de sus herencias, su descenso del mono y el mecanismo regulado de su cerebro.
Todo este mundo mental se desmoronó y desapareció cuando yo tenía más o menos diecisiete años. Hasta ese momento, aunque nacido en 1905, había sido un verdadero hijo del siglo XIX; el siglo de las filosofías fáciles y de las simplificaciones arrogantes y exageradas, que se prolongó hasta principios del siglo xx, hasta que la Primera Guerra Mundial le puso fin con un estallido.
7
Y ahora el sexo…
Cuando tenía cinco años me mandaron durante algunos meses a un kindergarten experimental, de vanguardia, en Budapest. Lo dirigía una señora que pertenecía a una familia muy erudita, cuyos miembros ocupan ahora una media docena de cátedras en diversas universidades estadounidenses e inglesas. La señora Lolly (este no es su verdadero nombre) había cometido un error de lesa intelectualidad al casarse con un próspero comerciante; al sentirse frustrada, abrió un kindergarten para criaturas de cinco y seis años, donde ponía en práctica ciertas ideas pedagógicas extremadamente avanzadas y también, según sospecho, algo confusas. Si mi madre hubiera sabido el riesgo que corría no me habría mandado nunca a la escuela de la señora Lolly; cuando lo descubrió, después de algunas semanas, me sacó de ella rápidamente.
Éramos trece: nueve niños y cuatro niñas; los conté en una vieja fotografía. Asistíamos a clase, todos en bañador, en torno a una larga mesa rústica debajo de una soleada pérgola en el jardín de la señora Lolly. Las lecciones eran muy interesantes. Un día nos contaban cuentos sobre el «hombre primitivo», una especie de gorila que vivía en cavernas, se vestía con pieles de animales y cazaba las fieras salvajes con palos; al día siguiente nos daban lápices de colores y nos pedían que expresáramos nuestros sentimientos, dibujando cualquier cosa que se nos ocurriera, mientras en un fonógrafo sonaba Santa Lucía y la barcarola de Los cuentos de Hoffmann. Otro día, más memorable aún, la señora Lolly nos asombró definitivamente explicándonos que sus dos criaturas (ambas asistían a la clase) habían salido de su propio vientre, donde en esos momentos se gestaba una tercera, y que así nacían todos los niños. Esto, realmente, daba que pensar. Por lo tanto, solicité a mi madre informacion más explícita sobre el asunto durante un jour familiar; inmediatamente me sacaron de la escuela.
Durante ese breve período me enamoré de una niñita llamada Vera, hija de uno de los jefes del Partido Socialista húngaro. No era la primera vez que me enamoraba; anteriormente, solía pensar y soñar con otra niñita llamada Sarah Berger, una aparición de cuento de hadas con quien me habían permitido jugar durante una de esas escasas e inolvidables tardes en que íbamos de visita; no la había visto nunca más. Vera, sin embargo, fue mi primer amor verdadero; no la vi una sola vez, y esa vez en un sueño, sino todos los días, bajo la glorieta, en traje de baño, vestida y desnuda; porque una de las ideas avanzadas de la señora Lolly era que todos debíamos vestirnos y desvestirnos juntos, antes y después de la clase. Aunque parezca extraño, a pesar de estas prácticas ilustratorias, seguí ignorando hasta los catorce años las diferencias anatómicas entre los sexos. Cómo conseguí ser tan ciego ante lo evidente es un verdadero misterio. Según un psicoanalista amigo mío, es un notable ejemplo de represión infantil; una especie de daltonismo sexual, al parecer. Tal vez sea así, porque el tabú que rodeaba la región de la ingle fue muy intenso durante mi infancia, gracias al enérgico aviso de mi madre de que cualquier manipulación de objetos comprendidos dentro de esa región sería inevitablemente seguida por una enfermedad prolongada y finalmente por la muerte. El lector sutil y analizador podría descubrir aquí alguna relación con el miedo que me inspiraba el cuch