Momentos clave

Liz Mohn

Fragmento

La intuición como oportunidad

La intuición como oportunidad

En estas últimas décadas he podido conocer y tratar a innumerables personas. En estos encuentros siempre me ha interesado particularmente ver cómo se combinan las dotes, los talentos y las capacidades del individuo y cómo los reconocemos, pero sobre todo cómo reconocer lo que no es visible de entrada. Trabajar junto con otras personas ha sido mi pasión hasta el momento. Tanto si se trata de seleccionar a jóvenes colaboradores en Bertelsmann como de realizar encuentros con las nuevas generaciones de todo el mundo, siempre me intereso por lo mismo: ¿qué convierte a un individuo en una personalidad única? ¿Qué le da fuerza interior? ¿Qué le anima, no solo a asumir retos, sino también a crecer con ellos? Y last but not least: ¿qué hace falta para que una persona desarrolle cualidades de dirección? Y no me refiero solo a ocupar determinados puestos en una empresa. Dirigir significa ser un ejemplo, y eso también es válido cuando se trabaja en un cargo no remunerado, o cuando se dirigen proyectos en el ámbito social, cultural y otros. Naturalmente, una formación especializada es indispensable. En la actualidad, para ocupar posiciones destacadas se necesita una buena formación y una competencia técnica probada. Pero no es suficiente. He conocido a muchas personas extraordinariamente dotadas y con una formación excelente que se mostraban inseguras en el trato con los demás, eludían las discusiones controvertidas y evitaban manifestar sus opiniones. Resumiendo, se retiraban justo cuando el asunto les afectaba de una forma directa. Eran personas que no confiaban en sus propias sensaciones y en las que se echaba en falta un posicionamiento personal. Las capacidades analíticas y una competencia técnica demostrada no lo son todo. Los estudios recientes sobre el cerebro demuestran que podemos procesar una cantidad incomparablemente mayor de información en el inconsciente de lo que es capaz de hacer nuestro entendimiento racional.1 En contra de lo que nos ha transmitido la cultura occidental en el transcurso de varias generaciones, los sentimientos no son adversarios de nuestra inteligencia, sino que ellos mismos son una forma de la inteligencia.

Entre los miembros de mi generación, hasta hace pocos años estaba mal visto reconocer que los sentimientos ayudaban a tomar decisiones. Una persona emotiva se consideraba menos dotada. Si, además, era una mujer quien admitía guiarse por la intuición se convertía inmediatamente en objeto de burla en el círculo familiar y de amistades, y los colegas no la tomaban en serio. Durante mucho tiempo conceptos como el de «inteligencia emocional» o «valoración intuitiva» se consideraron «cosas de mujeres». Los directivos tradicionales se reían de ellos.

En estos últimos años, sin embargo, la situación ha cambiado radicalmente y las mujeres de mi generación han experimentado esta transformación con particular intensidad. Hoy en día estas cualidades son precisamente las más valoradas para ocupar un cargo directivo. Quien confía en su intuición enriquece su personalidad. De este modo ampliamos nuestro campo de actuación y podemos avanzar por caminos todavía inexplorados, desarrollar nuevas ideas y emprender nuevos proyectos. Podemos poner en contacto a personas que de otra manera nunca se habrían encontrado, y explorar así posibilidades insospechadas. Por eso, confiar en la fuerza de la propia intuición representa una gran oportunidad. Y yo he vivido innumerables ejemplos de ello.

Naturalmente la intuición no lo es todo. El conocimiento emocional requiere corregir nuestra razón, incluir el conocimiento experto y el pensamiento analítico, del mismo modo que la razón sin intuición tropieza con sus límites. Pero la razón y la intuición juntas forman un equipo imbatible. A medida que aprendí a confiar en mi intuición, crecieron en mí unas fuerzas insospechadas. De repente podían realizarse proyectos en los que antes apenas me había atrevido a soñar. Me gustaría hablar de esta oportunidad que brinda la intuición. Ella es la clave de un gran número de mis proyectos e iniciativas. A menudo, una vaga sensación de que debía hacerse algo era lo que me impulsaba a coger el teléfono. Surgía una primera idea y luego seguían otras. A partir de mi propuesta espontánea iba creciendo un grupo de trabajo en el que se comprometían cada vez más personas. De una decisión intuitiva surgían fuerzas creativas sorprendentes. Lo que en un principio era pequeño se volvía grande. Sin embargo, en la actualidad las fuerzas creativas apenas se promueven en nuestras escuelas, en comparación con las racionales.

Quien quiera mover algo en nuestra sociedad deberá abandonar los caminos trillados. Tenemos que atrevernos a innovar, debemos cuestionar de arriba abajo lo que aparentemente está aprobado para estar seguros de que nos encontramos en el camino correcto. Debemos cometer errores. Y deberíamos recuperar la curiosidad para seguir aprendiendo a lo largo de toda nuestra vida.

Entre el miedo y la confianza: una infancia en la guerra

Entre el miedo y la confianza: una infancia en la guerra

El mundo en el que nací prometía poca seguridad. Mi vida empezó la víspera de la declaración de guerra de Alemania a Rusia y los adultos estaban extremadamente preocupados. Hoy en día sabemos que el miedo que siente una futura madre, el nerviosismo y las penurias en las primeras semanas de vida pueden dejar huellas profundas en el inconsciente de las personas. Llevamos estos miedos dentro de nosotros, y a veces nos acompañan durante toda la vida. Sin embargo, la temprana experiencia de que la vida no es un remanso de paz, sino que sobrevivir requiere enormes energías, aunque al mismo tiempo puede liberar en nosotros unas fuerzas insospechadas, ha hecho fuertes a las mujeres de mi generación.

Los cambios sociales que nosotros, los niños de la guerra, hemos vivido han sido enormes. Esto es válido en especial para las mujeres, que a menudo tuvieron que luchar denodadamente por participar en la educación, la formación, la vida profesional y el compromiso político y social. Para las mujeres de mi generación ninguna de esas cosas podía darse por descontada. Cuando en la actualidad pronuncio conferencias, me llena de alegría ver a todas esas jóvenes mujeres bien formadas; ellas, por su parte, a menudo se sorprenden por la variedad de mis tareas e intereses. Con frecuencia me preguntan directamente: «¿Cómo puede llegar a todo? ¿Qué le ha dado valor y fuerza? ¿Cómo se ha convertido en la mujer que es ahora?».

¿Qué es, en efecto, lo que marca nuestra personalidad? ¿Cuándo descubrimos nuestras fuerzas innatas? ¿Cómo reconocemos nuestras capacidades originales? Y finalmente, ¿qué nos da el valor de enfrentarnos también con los inevitables errores y fracasos, de no ceder y permanecer fieles a nosotros mismos y a los objetivos que nos hemos fijado?

En lo que a mí se refiere, recorrí un largo camino desde aquella niña de Wiedenbrück hasta mi responsabilidad en Bertelsmann AG y la Fundación Bertelsmann. Tuve la gran suerte de acumular experiencias inestimables al lado de mi marido Reinhard Mohn en numerosos viajes, en fascinantes encuentros y en conversaciones con personalidades excepcionales de todo el mundo. Pero estas experiencias también hicieron que me conociera a mí misma. Así, ahora puedo valorar mis puntos fuertes y mis debilidades, pero, sobre todo, he aprendido a analizar constantemente todas mis actuaciones: ¿era correcto lo que has hecho? ¿Qué puedes mejorar? ¿Qué debes cambiar?

En muchas situaciones difíciles, en la tensión incesante que comporta enfrentarse con nuevos retos, he aprendido —como han hecho también muchas otras mujeres— a escuchar mi voz interior. No siempre ha sido así. Por ello aún me alegra más que, con el creciente éxito de las mujeres en puestos directivos, también se preste más atención a la importancia de la intuición en nuestra toma de decisiones cotidiana.

En la historia de mi vida y en el desarrollo de mis tareas profesionales siempre ha habido momentos clave en los que he sabido: «¡Eso es! ¡Eso quiero hacer! Esto podría ser un éxito». Bastante a menudo, el camino para conseguirlo ha requerido un trabajo duro, un enorme tesón, una disciplina estricta y mucha perseverancia. Innumerables proyectos nacionales e internacionales y los más diversos ámbitos de actuación de la Fundación Bertelsmann surgieron de este modo. Un comienzo a veces titubeante se imponía a las resistencias. Todo ello me ha proporcionado numerosas experiencias que me gustaría compartir en este libro.

Los sentimientos contradictorios de miedo y confianza marcaron mi infancia. Debido a la proximidad de mi lugar de nacimiento, Wiedenbrück, con la región del Ruhr y a la cercanía de Bielefeld sufrimos intensos bombardeos. Cuántas veces mi madre tuvo que sacarme de la cama para llevarme al refugio antiaéreo… Las experiencias de años de temor, hambre, frío y penurias nunca se borrarán de mi memoria. Pero en los peores momentos siempre estuvo ahí la mano salvadora de mi madre, cuyo increíble optimismo y valor para afrontar la vida nunca podré valorar lo bastante.

Mi padre tenía que luchar contra graves problemas de salud. Su invalidez lo eximió del servicio militar, pero para un hombre de su generación esto representaba una deshonra. Sufrió por ello. Yo, la cuarta de cinco hermanos, viví la manera como mi madre, durante los difíciles tiempos de la guerra, tuvo que criarnos y cuidarnos a todos prácticamente sola. No le quedaba más remedio que tomar decisiones y asumir la responsabilidad por su familia. Mientras cocinaba, cosía y lavaba para nosotros, a menudo cantaba, y gracias a ella aprendí innumerables canciones.

A pesar de que teníamos que contar cada penique, la bondad y la generosidad de mi madre con otros necesitados permanecieron intactas; nadie se iba sin un plato de sopa o un pedazo de pan. En los años más sombríos extrajo mucha fuerza de su fe católica. Los niños teníamos que ir cada mañana a las siete, antes de la escuela, al servicio religioso, y bendecir la mesa era una costumbre inamovible.

Mi madre no se quejaba. Tomaba las cosas tal como venían; a menudo hizo posible lo imposible para nosotros, sus hijos, con su profunda afirmación de la vida. Hasta décadas más tarde no fui consciente de lo mucho que habían influido en mí su fuerte personalidad y su naturaleza sociable y jovial. Por entonces, mi madre era toda mi felicidad. ¡Estaba tan apegada a ella que no quería que nos separáramos nunca! Me resistí a ir a la guardería con todas mis fuerzas, pero no pude escapar de la escolarización. ¡El primer día tenía tanto miedo! Pero entrar en la comunidad escolar también despertaba mi curiosidad, y pronto me acostumbré a ir a clase.

Cuando me sentía querida y protegida crecía en mi interior un ímpetu insospechado. Entonces olvidaba mis temores y probaba sin más todo lo que me pasaba por la cabeza. Así, en ocasiones paseaba sola por los prados a orillas del Ems. Simplemente había decidido que me apetecía escuchar a los pájaros. Algunos vecinos, asustados, le contaron a mi madre que desde que yo tenía cuatro años trataba una y otra vez de saltar al río para llegar a la orilla opuesta sujetándome a los sauces. Quería aprender a nadar a cualquier precio, y de hecho lo conseguí. Desde entonces el agua es mi elemento y siempre he sido una nadadora entusiasta. De este modo, siendo aún muy pequeña descubrí la fuerza de mi voluntad. Mi madre ya no reconocía a su pequeña niña miedosa y empezó a intuir que le depararía más de una sorpresa en el futuro.

En la escuela y en la clase de deporte aprovechaba cualquier oportunidad para poner a prueba mi recién ganada confianza en mí misma. «¡Inténtalo y lo conseguirás!» Esta frase de un profesor que únicamente me animaba a mí entre todos los compañeros de clase a saltar desde el trampolín de cinco metros se convirtió en un lema interno. «Lo conseguirás», me decía, aunque al mismo tiempo se me hacía un nudo en la garganta y me temblaban las rodillas.

Paso a paso me fui haciendo más valiente y mi afán de aventura creció. No tardó demasiado en llegar el momento en que mi madre ya casi no sabía cómo frenarme. Así, con solo seis años, me inscribió en los exploradores. Me convertí en «duende», y durante muchos años permanecí fiel a esta comunidad. Todo, las excursiones en grupo al campo, los viajes a los albergues de juventud, las canciones y las marchas, fueron unas experiencias magníficas para mí. Allí también aprendí a hacerme responsable de un grupo y a poner mis deseos por detrás de los de la comunidad. Estas tempranas experiencias me marcaron y me mostraron cómo las oportunidades pueden surgir de una comunidad dirigida de un modo socialmente responsable.

Con los años me convertí en una lectora apasionada. Me entusiasmaban todas las obras juveniles clásicas, que pedía prestadas, y sobre todo nunca me cansaba de leer libros de aventuras. Era buena en alemán e historia, pero las matemáticas no me gustaban demasiado. Aunque salía adelante sin problemas, con catorce años tuve que admitir que, para mí, realizar estudios superiores no era una buena opción.

Quería hacer algo más con mi vida

Quería hacer algo más con mi vida

Cuando acabé la escuela aún no sabía qué iba a hacer en adelante, de modo que para empezar planeé para las vacaciones de verano un viaje en bicicleta con mi prima. Un transportista nos llevó, por deseo de mi padre, a Würzburg, y desde allí teníamos la intención de volver pedaleando a Wiedenbrück. Pero entonces encontramos un panel indicador que señalaba hacia la bonita población de Rothenburg ob der Tauber, y allí había otro panel con la dirección de Munich. Descubríamos nuevos objetivos uno tras otro. Hacía un tiempo magnífico y hasta entonces habíamos visto muy poco del mundo, de manera que nos dejamos llevar; tan pronto viajábamos en una dirección como en la otra, a veces nos recogía algún camión, y al final, desde los lagos de la Alta Baviera llegamos hasta muy al norte, a Helgoland. Todavía recuerdo vivamente el doloroso momento en que durante ese viaje nos encontramos con un grupo de jóvenes universitarios. Enseguida percibí su des preocu pa ción, la amplitud de sus planes para el porvenir. Tenían el futuro a sus pies. Yo no tenía esa libertad.

Entretanto, mi madre me había encontrado un puesto de aprendiz como auxiliar de un dentista. Pero yo quería hacer algo más con mi vida, así que continuamente buscaba a personas que pudieran ayudarme en mi propósito. Una conocida trabajaba en Bertelsmann y me hablaba siempre con entusiasmo de las oportunidades que se ofrecían allí. ¿No querría intentarlo yo también? Sin decírselo a mi madre, solicité un puesto en el departamento de distribución del Club del Libro y me aceptaron. No podía imaginar entonces hasta qué punto este paso iba a cambiar mi vida.

Por mi educación católica había unas reglas claras a las que una joven muchacha como yo debía atenerse. Una de ellas era que no podía salir sola así sin más por las noches. Cuando seis semanas después de haber empezado a trabajar en Bertelsmann se celebró la fiesta anual de la empresa, tuve que insistir mucho a mis padres para que me permitieran asistir a ella. Ninguno de los dos estaba entusiasmado con la idea, pues en esa época hasta los veintiún años no se alcanzaba la mayoría de edad. Al final, después de muchos regateos, conseguí el permiso para quedarme hasta las diez. ¡Esa noche fue clave en mi destino!

Junto con otros muchos jóvenes en formación vi cómo Reinhard Mohn entraba en la sala acompañado por varios colaboradores. El jefe de la empresa era un hombre joven y bien parecido sobre cuyas ideas se hablaba mucho, y todos sentíamos curiosidad por conocerle. Su aire franco y decidido me impresionó, y por lo visto yo también llamé su atención porque me sacó a bailar solo a mí de entre toda la cuadrilla de chicas. Su franqueza y su encanto personal me causaron una impresión agradable

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