Opresión y resistencia (edición definitiva avalada por The Orwell Estate)

George Orwell

Fragmento

Prólogo. Orwell y el totalitarismo

Prólogo

Orwell y el totalitarismo

En un ensayo autobiográfico de 1946, George Orwell afirmó que su mayor ambición literaria era «convertir la escritura política en un arte». Pese a la difícil convivencia de los términos, a esas alturas podía darla por cumplida. Tan solo un año antes había publicado Rebelión en la granja, un libro que unía sin fisuras fábula y sátira política, y ya tenía en mente la obra que se convertiría en 1984, quizá la novela de anticipación más influyente de su siglo y lo que va del nuestro. Sería un error, sin embargo, creer que esos títulos fueron anomalías o logros aislados. Orwell dedicó buena parte de su energía creativa a la reflexión política, y muchas de sus intuiciones fundamentales aparecieron primero en publicaciones periódicas. Por decirlo de otro modo, detrás de las obras famosas hay una rica historia intelectual.

También importantes experiencias de formación. Por biografía, Orwell estaba bien situado para ver la opresión y elegir la resistencia. Nacido en 1903 en una familia de clase media afincada en la India, asistió a dos internados de élite en Inglaterra, fue policía en Birmania e identificó en el Imperio un despotismo que le producía, en sus palabras, «más amargura que la que posiblemente sabré expresar con claridad». El entorno ayudaba, pero sin duda la amargura era cuestión de carácter. En su novela Los días de Birmania, sin ir más lejos, aparecen funcionarios coloniales de más o menos su rango que no se paran un segundo a cuestionar sus privilegios. Orwell no solo se los cuestionó en su momento, sino que abordó sus repercusiones en análisis posteriores. Por ejemplo, en un comentario sobre las exigencias de mayor equidad que reclamaba el Partido Laborista británico notó que «el alto estándar de vida del que se disfruta en Inglaterra depende de que mantengamos bien apretado el Imperio». Y, por si no quedaba claro, en otro apunte señaló que el «nivel de vida de los trabajadores de los sindicatos [...] dependía de manera indirecta del sudor de los culíes de la India». Observaciones así no le granjearon el aprecio de ninguna ortodoxia.

Las injusticias presenciadas en Birmania fueron el primer blanco de su pluma, esgrimida en ensayos célebres como «Un ahorcamiento» o «Matar a un elefante», en el que declaraba sin ambages: «el Imperio británico se está muriendo». Orwell no se quedó en las colonias a esperar el funeral. Después de cinco años, renunció a su cargo cuando estaba de permiso en Inglaterra y decidió centrarse en la escritura, un oficio al que se sentía destinado desde su infancia. Al menos en un comienzo, eso le supuso ganarse el sustento mediante todo tipo de empleos mal remunerados, con el añadido de que, por curiosidad personal y profesional, pasó temporadas en compañía de los más desposeídos. Llegó a dormir en la carretera o en refugios para personas sin techo, y escribió sobre esas experiencias con un impávido realismo. En sus notas de entonces destaca también la conciencia de que el sistema social era muy imperfecto en su conjunto. Un buen ejemplo aparece en su primer libro, Sin blanca en París y Londres (1933), cuando afirma que los empleados de cocina de los hoteles parisinos figuran entre «los esclavos del mundo moderno». El fantasma de la lucha de clases ronda esa frase, y Orwell cifraba ya sus esperanzas en una revolución socialista.

Fue en alusión a esa época que V. S. Pritchett acuñó la expresión, más tarde muy citada, de que Orwell era un escritor que se había «vuelto nativo» en su tierra. La frase, según apunta Christopher Hitchens, se usaba en las colonias para referirse a los blancos que se quebraban y se ponían del lado de los colonizados, como le sucede al protagonista de Los días de Birmania. Pero por eso mismo es tan apta: no solo retrata a un inglés desclasado y algo excéntrico, cosa que sin duda Orwell era, sino que identifica una relación directa entre su antiimperialismo y su creciente socialismo. Las dos tendencias seguirían entrelazadas en su pensamiento, con el corolario de que su definición del segundo nunca se alinearía con lógicas partidistas: «El movimiento socialista no tiene por qué ser una alianza de materialistas dialécticos; tiene que ser una alianza de los oprimidos contra los opresores», escribió al final de El camino de Wigan Pier, su estudio de la clase obrera en el norte de Inglaterra. Aunque la frase puede sonar muy sensata hoy en día, en su momento no lo acercó especialmente a los materialistas dialécticos, que constituían la mayoría de sus lectores. El libro tuvo una recepción más bien tibia en la izquierda, y hasta su editor, Victor Gollancz, se sintió obligado a incluir un prólogo en la edición del Left Book Club para justificar los desvíos del autor en materia de doctrina marxista.

Orwell no puso objeciones, a buen seguro porque para entonces le interesaban menos las perspectivas teóricas que la acción. Un redactor del New English Weekly recordaba su llegada a ese periódico a finales de 1936 con el siguiente anuncio: «Me marcho a España». A la pregunta de por qué, Orwell contestó: «Esto del fascismo, alguien tiene que detenerlo». Muchos de sus contemporáneos se estaban alistando en las brigadas internacionales, pero, en parte por inclinación y en parte por su incómoda posición en la izquierda, Orwell se unió a las milicias del Partido Obrero de Unificación Marxista (POUM), de filiación anarquista. El hecho fue determinante para su desarrollo intelectual posterior. De entrada, la camaradería que experimentó en esas milicias, donde «no había rangos militares en el sentido ordinario», le hizo sentir un genuino «aire de igualdad», redoblando su fe política. «He visto cosas maravillosas y por fin creo de veras en el socialismo», escribió en una carta a su amigo Cyril Connolly. Pero las maravillas parecen haber saltado menos a la vista en el marco más amplio del comunismo. En «Descubriendo el pastel español», el primer artículo que escribió a su regreso, Orwell denuncia «un régimen de terror» en el que imperaba «la supresión forzosa de los partidos políticos, la censura asfixiante de la prensa, el espionaje incesante y los encarcelamientos masivos sin juicio previo». Algunos camaradas eran más iguales que otros.

A mediados de junio de 1937, el POUM fue ilegalizado a pedido de la dirigencia comunista, y Orwell se encontró de pronto del lado de los proscritos, acusado de trotskismo. La suerte quiso que en ese momento estuviese en Barcelona, desmovilizado a causa de un balazo recibido en una trinchera de Huesca. Si bien hablar de suerte es relativo, pues la bala le atravesó el cuello y estuvo a punto de matarlo, con toda seguridad aquel episodio lo salvó de un fin funesto en compañía de muchos otros milicianos del POUM. Lo cierto es que, al cabo de vagar tres noches por las calles de la ciudad, Orwell logró subir con su esposa a un tren y escapar a Francia. El enemigo ya no parecía ser solo el fascismo. Por mucho que variaran los fines, este compartía unos cuantos medios con el estalinismo, cuya injerencia en España Orwell también había sentido a su pesar. ¿Existía una

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