Un inicio
Pontevedra, junio de 1841
Nada parecía distinto aquella noche, ni nada presagiaba que su vida estaba a punto de cambiar.
Camuflado entre las sombras y la bruma, un muchacho se deslizaba con cuidado por la espesura gallega, procurando que la resbaladiza humedad que lo impregnaba todo no lo hiciera caer. En una de las copas frondosas de los árboles, un búho ululaba con fuerza, como si quisiera hacer notar su presencia. Aquello le disgustaba: habría preferido que lo que iba a ocurrir a continuación transcurriera a solas, sin testigos.
Llevaba una semana entera haciendo lo mismo. Todas las noches se escabullía de su casa como un criminal para enfrentarse al frío y la humedad a cambio de unos cuantos besos en la oscuridad. No le importaba, sin embargo. Desde el instante en el que las miradas de ambos se habían cruzado, mientras salía con su madre aferrada al brazo de la iglesia del pueblo, cuyos contornos prerrománicos él esbozaba con timidez en las páginas de su ajada libreta, supo que haría cualquier cosa que él le pidiese.
Aquella noche se habían citado en el camino que llevaba al pueblo. Siempre lo hacían en un lugar distinto, siempre a escondidas. Era más seguro hacerlo así, y no solo por lo distinto de sus clases. ¿Qué habrían pensado sus familias de haber sabido que existía una relación entre un respetable muchacho católico y un… y un…?
Él negó con la cabeza, tratando de apartar aquellos pensamientos de su mente. ¿Qué más daba a qué dioses le rezaban si ambos parecían haber puesto toda su fe en aquel amor de verano? Sabían que estaba destinado a acabarse, pero la importancia que la juventud concede al presente procuraba que no pensasen mucho en ello.
El muchacho salió de entre el follaje (siempre trataba de evitar el camino principal y dar un rodeo campo a través para ocultarse mejor de las posibles miradas indiscretas que pudieran acechar incluso de madrugada) y se apostó a esperar a su amante junto al camino. Por un instante, le extrañó que no estuviera ya allí.
«Pero llegará pronto —se dijo—. No debe de faltar mucho para la medianoche».
Sacó su reloj de bolsillo para comprobarlo, pero las tinieblas totales en las que la luna nueva sumía el cielo y la tierra aquella noche no se lo permitieron. Con un suspiro en el que se adivinaba un ligero fastidio, volvió a guardar el reloj, se arrebujó un poco más en su levita y se decidió a aguardar acompañado por el ulular incesante del búho que parecía querer despertar a todas las criaturas del bosque con el jaleo.
Nunca supo cuánto tiempo estuvo allí plantado, tiritando por aquel frío tan anormal en pleno junio incluso en aquellos bosques recónditos de Pontevedra. Ya pensaba en marcharse, imaginando que su compañero habría tenido un imprevisto de última hora, cuando algo en el horizonte lo hizo cambiar de idea.
Allí, entre la espesa niebla, se podía distinguir una pequeña luz titilante. Su color verdoso destacaba en la oscuridad como una mancha de sangre en un lienzo blanco, dando la impresión de que su mera existencia desafiaba a la bruma que luchaba por sofocarla. El chico entrecerró los ojos, tan concentrado en aquel punto luminoso que ni siquiera se dio cuenta de que el búho se había sumido de pronto en un silencio absoluto, como si temiera que la lucecita de apariencia inofensiva, que se acercaba lenta pero inexorablemente hacia donde se encontraban, reparase en su presencia. En aquel momento, el único sonido que parecía recorrer todo el bosque era un bisbiseo monótono e inteligible, y un arrastrar pesado, como de tela y cadenas. Extrañado, el chico se ocultó un poco más entre los árboles. ¿Se trataría de otra pareja de jóvenes que, como ellos, buscaban el calor mutuo en las profundidades de la floresta?
Entonces la figura que portaba la luz salió de la bruma. El muchacho sintió que el alivio lo recorría como la sangre por sus venas.
—¡Por fin! —exclamó con júbilo, al reconocer a su amante—. Ya pensaba que…
Había comenzado a correr hacia él, pero algo lo hizo detenerse abruptamente. Y es que la expresión de aquel rostro no era la misma que lo había encandilado aquella mañana en la iglesia. Tenía los ojos azules ausentes, perdidos en una distancia que nadie salvo él podía contemplar. Sus labios se movían rápidos, entonando una letanía infinita que suplicaba la salvación de una eternidad de tormentos. Y a su espalda, portando también velas de llama verde, una comitiva cubierta con largos sudarios murmuraba la misma plegaria desde el interior de las capuchas que ocultaban sus rostros. Solo cuando el joven pudo ver a través de las telas mohosas de las mortajas, supo, a la vez que los vellos de su nuca se erizaban de terror, ante qué se encontraba, y comprendió el miedo que destilaban las voces de las viejas del pueblo cuando pronunciaban su nombre entre susurros.
«Esto es una pesadilla».
Trató de huir, aterrado, pero la leve luminiscencia que rodeaba a los espectros no era suficiente como para alumbrar el camino, y el nerviosismo y la falta de visión lo hicieron tropezar y caer hacia atrás. Se golpeó la cabeza, pero el miedo que le paralizaba el cuerpo le impidió sentir la calidez del hilo de sangre que se derramaba entre su pelo oscuro.
No pudo hacer más que observar, con la boca y los ojos abiertos de horror, como la comitiva se detenía frente a él, sin parar de rezar. El tiempo pareció congelarse también, a la vez que el rostro del muchacho con el que había querido compartir todas las noches de aquel estío se volvía para mirarlo. Sus ojos ya no se perdían en la nada: estaban fijos en él, con una intensidad bajo la que se adivinaba una súplica desesperada y muda. En la mano con la que no sostenía la vela, aferraba con firmeza una cruz de madera, extendida hacia él como si le estuviera pasando un testigo siniestro y macabro.
Y ese fue el instante en el que su vida cambió para siempre. Cuando su mirada quedó enganchada en ese símbolo de madera que hasta entonces le había sido tan indiferente, ya no importó nada más. Su cuerpo se levantó solo, como si unos hilos invisibles tiraran de él hacia la cruz, y su mente se quedó en aquel lugar donde había caído. Ya no existía el miedo que le había acongojado hacía apenas unos segundos, ya no existía nada excepto la reverencia con la que extendía el brazo para aceptar el testigo que le ofrecían.
La madera quemaba entre sus dedos como hierro candente cuando finalmente tomó la cruz entre ellos. En ese momento, el tañido de las campanas de la iglesia del pueblo resonó en la lejanía. Era un sonido grave y lúgubre, que se extendía por todas partes y hacía retumbar los huesos de aquellas almas condenadas a vagar con la noche como único amparo.
Cuando el muchacho tomó su lugar como dirigente de la procesión maldita, el toque de difuntos terminó tan súbitamente como había comenzado. La marcha se alejó de allí, dejando abandonado el cuerpo inconsciente del incauto que antes había tenido la mala fortuna de toparse en su camino, mientras en el aire flotaba el aroma de la cera derretida y el frío de una tumba.
Capítulo 1
Un año después
Cuando el carruaje se detiene a la entrada de Combarro, Mercedes Videla aún sostiene entre sus dedos cerrados la carta que le han entregado antes de salir de Zaragoza. Apenas la ha soltado en todos los días del viaje hasta Pontevedra, como si al separarse de ella perdiera el aroma al cierzo que se ha quedado adherido al papel. Durante todo ese tiempo, Mercedes ha conseguido mantener a raya el nerviosismo que le produjo pensar en Combarro y en el motivo de su estancia allí, pero ahora que el olor a sal y humedad le inunda los pulmones, todo parece muchísimo más real. La ansiedad la golpea como una maza y le retuerce el estómago sin que ella pueda hacer nada para evitarlo.
—Ya hemos llegado, señorita.
La voz del cochero la sobresalta, haciéndole dar un respingo en su asiento. El hombre ha bajado del pescante; ya ha abierto la portezuela del carruaje y extiende una mano hacia ella para ayudarla a descender. Mercedes, en un acto sutil de rebeldía, ignora su gesto solícito y se apea sola del vehículo. El suelo está resbaladizo y la muchacha trastabilla un poco, aunque finalmente consigue mantener el equilibrio sin tener que pasar la vergüenza de una caída.
—Discúlpeme el atrevimiento, señorita, pero no creo que las ropas que lleva sean las adecuadas para subir hasta el pazo de las Domuiño —continúa entonces el hombre—. El pueblo tiene muchas cuestas, y con lo que ha llovido, ya ve que el suelo…
—¿A qué se refiere? —responde Mercedes, observando molesta cómo el cochero le lanza una mirada divertida a su vestido, bajo el que se esconden las pesadas faldas interiores y la crinolina que le dan forma.
—Creía que se lo habrían dicho antes de venir. Las señoras quieren que suba andando hasta el pazo —explica él—, es la tradición. Simboliza entrega a la familia, ¿sabe usted? Y tiene que demostrarla si quiere ser apta para el casamiento.
Ahí está. Casamiento. La simple mención de la palabra la hace cerrar los ojos, como si después de pronunciarla fuese a aparecer un monstruo salido de sus peores pesadillas. No es al matrimonio a lo que teme, sin embargo, sino a no ser capaz de cumplir todas las expectativas que han puesto en ella.
«Recuerda quién eres. En ti está la esperanza de toda nuestra familia».
Esas fueron las últimas palabras de su madre antes de marcharse de Zaragoza, acompañadas por un abrazo tan frío como el viento que soplaba aquella mañana. Durante todo el viaje se las ha repetido a sí misma como un mantra, y la certeza que encierran no ha hecho otra cosa que agudizar su miedo. Como un acto reflejo, estruja la carta de la que aún no ha tenido el valor de separarse, y eso la ayuda a tomar una decisión. La única posible, en realidad.
—Muy bien. Si en la familia Domuiño quieren toda mi entrega, la tendrán —murmura para sí misma.
La voz le sale mucho más firme de lo que esperaba, y eso le da ánimos. Se ajusta bien la lazada del bonete y, sin despedirse del cochero, se encamina hacia el pazo de las Domuiño. Puede verlo allá en lo alto, grande y magnífico, alzándose sobre el pueblo con aires dominantes. A Mercedes le da la impresión de que el edificio parece observarla con desafío.
«Recuerda quién eres. En ti está la esperanza de toda nuestra familia».
Pase lo que pase, Mercedes sabe que aquel pueblecito gallego es el que se encargará de forjar su destino.
***
Lo cierto es que, a pesar de ser una de las familias mágicas más acaudaladas, las Domuiño han permanecido tanto tiempo recluidas en su pazo que apenas un par de personas externas a su aquelarre habrían sabido describir con detalle el aspecto de alguna de ellas. Mercedes conoce sus nombres, pero poco más. Sabe que Uxía y Sabela son las matriarcas y que tienen dos hijos, Diego y Xana. Y sabe, como todo el mundo mágico, que el dinero de la familia ha ido creciendo a una velocidad vertiginosa con el paso de los años gracias a la venta de sus manuales de magia.
Es una suerte que alguien como Uxía Domuiño haya querido abrirle las puertas de su hogar, se repite Mercedes mientras asciende trabajosamente por las empinadas callejuelas de Combarro. El lugar, con sus hórreos frente al mar, con sus suelos y sus casitas de piedra, posee un ambiente atrayente y pintoresco, pero su mente está tan centrada en el motivo que la ha traído hasta allí que ni siquiera se percata de que algunos vecinos la observan desde la puerta de sus viviendas y cuchichean en gallego a su espalda, con escaso disimulo.
Mercedes, sin embargo, debe de mantenerse por encima de todo esto. Una voz en su cabeza (mucho más parecida a la de su madre de lo que a ella le gustaría) le recuerda que, de todas las brujas en edad casadera del país, las Domuiño la han elegido a ella. Solo a ella.
¿Con quién pretenderán casarla? ¿Con Diego o con Xana? Mercedes se inclina más por el primero, suponiendo que la familia querrá herederos de su propia sangre con los que continuar el linaje. De todas formas, a ella le da igual. No conoce a ninguno y no espera enamorarse. Para ella, aquella posible boda no es más que un trabajo a realizar.
Y como todo lo que ha hecho hasta ahora en su vida, espera hacerlo con total corrección.
Continúa ascendiendo por las empinadas cuestas del pueblo durante lo que le parece una eternidad. Entre jadeos de cansancio, procura no pensar en el aspecto miserable que debe presentar, con el cabello pelirrojo escapando rebelde de su bonete y la frente empapada de sudor. Si se diera la vuelta, podría observar la pintoresca vista de los hórreos y los cruceiros alineados a orillas de la ría, el contraste entre el gris del granito y el verde brillante del musgo sobrevolado por las gaviotas.
Cuando por fin llega a las verjas abiertas del pazo, las piernas le duelen tanto como si un panal de abejas enfurecidas se las picoteara desde dentro. Está convencida de no haber caminado nunca tanto en toda su vida, y tan exhausta que tiene que pararse a reposar un instante, apoyada sobre los hierros de la verja, para recuperar el aire. Sin embargo, no tiene mucho tiempo para ello, porque antes siquiera de poder alzar la vista para contemplar el pazo, una voz resuena frente a ella como si su propia presencia la hubiera invocado.
—¡Ah, por fin! Mercedes Videla, ¿no es así? Ya empezábamos a temer que te hubieras perdido.
La primera reacción de Mercedes al ver a aquella muchacha es arrugar la nariz con disgusto. «¿Es así como me reciben? Al menos podrían haber enviado a una doncella bien aseada», piensa, indignada, observando las manchas de pintura que ensucian la camisa ancha de hombre que lleva la desconocida. Sus pantalones, de buena calidad pero también de hombre, parecen ser un par de tallas más de la que necesita. Tiene pintura de distintos colores en la punta de la nariz, bajo los ojos y en los dedos.
—Disculpa, ¿quién eres tú? —Su voz suena afilada por la desconfianza, pero a la chica no parece importarle, porque en ningún momento deja de dedicarle una amplia sonrisa.
—¡Lo siento! Debería de haber empezado por ahí. —De su larga trenza, ya bastante deshecha, escapan varios mechones de cabello castaño claro cuando inclina rápidamente la cabeza hacia ella—. Me llamo Xana, Xana Domuiño. Madre me pidió que aguardara aquí hasta que llegaras. ¿Cómo transcurrió tu viaje? ¿Todo bien? Yo nunca he salido de Galicia, lo cierto es que me gustaría mucho visitar…
Xana continúa con su alegre parloteo, pero Mercedes no la escucha. ¿De verdad es esa Xana Domuiño? Apenas la había visto hasta entonces, pero desde luego la había imaginado de mil formas, y todas muy distintas a la que tiene delante. Al pensar en su nombre, el de la heredera de una de las familias mágicas más importantes, Mercedes visualizaba a toda una dama y no a aquella chiquilla desgarbada que se cubre el cuerpo enjuto con ropas masculinas.
—Aunque sea cierto que eres Xana Domuiño, preferiría estar en presencia de una de tus madres, si no es mucho pedir.
Esta vez sí que parece afectarle el tono de voz altivo de Mercedes, y Xana se vuelve a mirarla con el ceño fruncido. Ahora que la tiene más cerca, Mercedes se da cuenta de que las manchas violáceas que tiene bajo los ojos oscuros no son de pintura, sino de unas profundas ojeras.
—Por supuesto —responde Xana secamente, con el sarcasmo tiñendo su voz—. Lo que sea por nuestra invitada.
Con un gesto seco de la mano, Xana conmina a Mercedes a seguirla. La conduce en silencio por los exuberantes jardines del pazo, tan a rebosar de vegetación que casi parecen un bosque en miniatura, y Mercedes se pregunta si el jardinero que mantiene todo aquello será un no mágico o un brujo de la tierra.
El terreno del jardín es tan extenso que deben caminar durante varios minutos antes de que la imponente figura del pazo por fin esté frente a ellas. Es una construcción magnífica, de cuatro pisos de altura y gruesos muros de granito que parecen ser capaces de resistir un huracán. Por la fachada principal se extiende una enredadera de florecillas blancas, tan tupida que casi se asemeja a un manto. Solo las ventanas y la puerta de la entrada, que permanece abierta de par en par, son los únicos elementos que se han salvado del abrazo de la vegetación.
«Madre se volvería loca de la envidia si pudiera ver este lugar», se dice Mercedes, olvidándose momentáneamente de su indignación para contemplar el entorno con la boca abierta.
Frente a la puerta, barriendo los escalones de la entrada, hay una muchacha, que alza la cabeza y sonríe en cuanto Xana la saluda con el tono alegre que ha empleado antes de que Mercedes la haya enfadado. Por el delantal que lleva bien atado a la cintura, Mercedes apostaría a que se trata de un miembro del servicio del pazo, aunque lleva un vestido de color pardo, sencillo y sin adornos, en lugar de un uniforme de criada.
—¿Es esta la chica de Aragón? —le pregunta a Xana. Su melena, muy negra y rizada, rodea un rostro moreno de piel oscura. La desconocida vuelve entonces la mirada y le sonríe a ella también. Mercedes se da cuenta de que bajo sus ojos marrones pesan las mismas ojeras que adornan los de Xana—. Me llamo Lúa. Espero que tu estancia aquí sea placentera.
Mercedes la mira de arriba abajo, cada vez más escandalizada. Por si fuera poco que la heredera de aquel lugar la haya recibido tan sucia y desarreglada como un porquero, ahora hasta sus criadas se creen con el derecho a tutearla. Porque sin duda, aquella tal Lúa debe de ser parte del servicio, resuelve mientras contempla el escobón que aún agarra entre sus dedos encallecidos.
—Coidado, Lúa —interviene Xana con tono jocoso, advirtiendo su mirada de furioso asombro—, a nosa nova hóspede parecer ter medo ás mulleres que non son parvas presumidas coma ela.
Mercedes no habla gallego, pero es capaz de entender lo suficiente como para saber que Xana se está burlando de ella. Lúa mira a Xana con una ceja alzada.
—Que lle fixeches, Xana?
—Eu? Nada! Non estarás de lado dela cando use esa lingua afiada que ten contigo, xa verás.
—Eu encargareime dela. —Suspira Lúa antes de volverse hacia Mercedes para hablarle de nuevo en castellano—: Imagino que querrás ver a Uxía o Sabe