La memoria vegetal[1]
Quiero empezar recordando que esta conferencia —a la que sería deseable que siguieran otras— la ha organizado el Aldus Club, en colaboración con la Biblioteca de Brera, no para bibliófilos empedernidos o para eruditos que tienen mucha, incluso excesiva, familiaridad con los libros, sino, al contrario, para un público más amplio, también joven, de ciudadanos de un país donde las estadísticas nos dicen que, junto a una multitud de personas que nunca toman un libro entre sus manos, hay otras muchísimas, demasiadas, que no se acercan a más de un libro al año. Y las estadísticas no nos dicen en cuántos de esos casos se trata tan solo de un manual de cocina o una recopilación de chistes.
No importa que luego la austeridad del lugar y la dificultad del título hayan convocado aquí a más arzobispos que catecúmenos. Propongo el mío como ejemplo de una serie de discursos que los lectores podrían dirigir, en diferentes circunstancias educativas, a quienes son un poco menos lectores.
1. Desde los tiempos de Adán, los seres humanos manifiestan dos debilidades, una física y la otra psíquica: por el lado físico, antes o después se mueren; por el psíquico, los seres humanos lamentan tener que morirse. Al no poder obviar la debilidad física, intentan encontrar compensación en el plano psíquico, preguntándose si existe una forma de supervivencia después de la muerte, pregunta a la que responden la filosofía, las religiones reveladas y varias formas de creencias míticas y mistéricas. Algunas filosofías orientales nos dicen que el flujo de la vida no se detiene, y que después de la muerte nos reencarnaremos en otra criatura. Ante esta respuesta, la pregunta que nos surge espontánea es: cuando yo sea esa otra criatura, ¿seguiré acordándome de que fui yo?, ¿y sabré fundir mis antiguos recuerdos con los nuevos que esa criatura tendrá? Si la respuesta es negativa, nos sentimos decepcionados, porque no hay ninguna diferencia entre ser alguien que no sabe que ha sido yo y desaparecer en la nada. Yo no quiero sobrevivir como alguien más, quiero sobrevivir como yo en persona. Y puesto que de mí no quedará el cuerpo, espero que sobreviva el alma; ahora bien, la respuesta que todos daríamos nos dice que identificamos nuestra alma con nuestra memoria. Como decía Valéry: «Soy yo mismo, en cada instante, un enorme hecho de memoria».
Y en efecto, nos parecen más humanas esas religiones que nos aseguran que después de la muerte lo recordaré todo de mí, e incluso el infierno no será sino un eterno recordar las razones por las que he sido castigado.
Y claro, si supiéramos que en el infierno sufriría alguien que no sabe haber sido yo, todos pecaríamos alegremente: ¿qué más me dan los sufrimientos de uno que no solo no tendrá mi cuerpo actual, sino tampoco mis recuerdos?
La memoria cumple dos funciones. Una, y es la función en la que todos piensan, es la de retener en el recuerdo los datos de nuestra experiencia previa; pero la otra es también la de filtrarlos, la de dejar caer algunos y conservar otros. Quizá muchos de ustedes conozcan ese bello cuento de Borges que se titula «Funes el memorioso». Ireneo Funes es un personaje que todo lo percibe sin filtrar nada y, sin filtrar nada, todo lo recuerda:
Nosotros, de un vistazo, percibimos tres copas en una mesa; Funes, todos los vástagos y racimos y frutos que comprende una parra. Sabía las formas de las nubes australes del amanecer del treinta de abril de mil ochocientos ochenta y dos y podía compararlas en el recuerdo con las vetas de un libro en pasta española que solo había mirado una vez y con las líneas de la espuma que un remo levantó en el Río Negro la víspera de la acción del Quebracho. Esos recuerdos no eran simples; cada imagen visual estaba ligada a sensaciones musculares, térmicas, etc. Podía reconstruir todos los sueños, todos los entresueños. Dos o tres veces había reconstruido un día entero; no había dudado nunca, pero cada reconstrucción había requerido un día entero. Me dijo: «Más recuerdos tengo yo solo que los que habrán tenido todos los hombres desde que el mundo es mundo». Y también: «Mis sueños son como la vigilia de ustedes». Y también, hacia el alba: «Mi memoria, señor, es como vaciadero de basuras». Una circunferencia en un pizarrón, un triángulo rectángulo, un rombo, son formas que podemos intuir plenamente; lo mismo le pasaba a Ireneo con las aborrascadas crines de un potro, con una punta de ganado en una cuchilla, con el fuego cambiante y con la innumerable ceniza, con las muchas caras de un muerto en un largo velorio. No sé cuántas estrellas veía en el cielo. [...]
En efecto, Funes no solo recordaba cada hoja de cada árbol de cada monte, sino cada una de las veces que la había percibido o imaginado. Resolvió reducir cada una de sus jornadas pretéritas a unos setenta mil recuerdos, que definiría luego por cifras. Lo disuadieron dos consideraciones: la conciencia de que la tarea era interminable, la conciencia de que era inútil. Pensó que en la hora de la muerte no habría acabado aún de clasificar todos los recuerdos de la niñez.
Pero recordarlo todo significa no reconocer ya nada:
Este, no lo olvidemos, era casi incapaz de ideas generales, platónicas.
No solo le costaba comprender que el símbolo genérico perro abarcara tantos individuos dispares de diversos tamaños y diversa forma; le molestaba que el perro de las tres y catorce (visto de perfil) tuviera el mismo nombre que el perro de las tres y cuarto (visto de frente). Su propia cara en el espejo, sus propias manos, lo sorprendían cada vez.
Refiere Swift que el emperador de Lilliput discernía el movimiento del minutero; Funes discernía continuamente los tranquilos avances de la corrupción, de las caries, de la fatiga. Notaba los progresos de la muerte, de la humedad. Era el solitario y lúcido espectador de un mundo multiforme, instantáneo y casi intolerablemente preciso.
Babilonia, Londres y Nueva York han abrumado con feroz esplendor la imaginación de los hombres; nadie, en sus torres populosas o en sus avenidas urgentes, ha sentido el calor y la presión de una realidad tan infatigable como la que día y noche convergía sobre el infeliz Ireneo, en su pobre arrabal sudamericano. Le era muy difícil dormir. Dormir es distraerse del mundo; Funes, de espaldas en el catre, en la sombra, se figuraba cada grieta y cada moldura de las casas precisas que lo rodeaban.
[...] Había aprendido sin esfuerzo el inglés, el francés, el portugués, el latín. Sospecho, sin embargo, que no era muy capaz de pensar. Pensar es olvidar diferencias, es generalizar, abstraer. En el abarrotado mundo de Funes no había sino detalles, casi inmediatos.
¿Cómo es que logramos reconocer a una persona querida incluso algunos años después (y después de que su cara se haya modificado), o de volver a encontrar el camino de casa todos los días, aunque en los muros haya nuevos carteles, o cuando la tienda de la esquina puede haber sido decorada con colores nuevos? Porque hemos retenido solo algunos rasgos fundamentales del rostro amado y del trayecto habitual, una suerte de esquema, que permanece invariado por debajo de muchas modificaciones superficiales. De otro modo, nuestra madre con una cana más, o nuestra casa con las persianas de otro color, nos resultarían una experiencia nueva y no las reconoceríamos.
Esta memoria selectiva, tan importante para permitirnos sobrevivir como individuos, funciona también a nivel social y permite que las comunidades sobrevivan. Desde los tiempos en que la especie empezaba a emitir sus primeros sonidos significativos, las familias y las tribus han necesitado a los ancianos. Tal vez antes no sirvieran y prescindían de ellos cuando ya no eran capaces de encontrar comida. Pero, con el lenguaje, los ancianos se convirtieron en la memoria de la especie: se sentaban en la caverna, alrededor del fuego, y contaban lo que había pasado (o se decía que había pasado, de ahí la función de los mitos) antes de que los jóvenes hubieran nacido. Antes de que se empezara a cultivar esa memoria social, el hombre nacía sin experiencia, no le daba tiempo a adquirirla, y moría. Después, un joven de veinte años era como si hubiera vivido cinco mil. Los hechos acontecidos antes que él, y lo que los ancianos habían aprendido, entraban a formar parte de su memoria.
Los ancianos, que articulaban el lenguaje para entregar a cada uno las experiencias de quienes los habían precedido, seguían representando, en su nivel más evolucionado, la memoria orgánica, la que registra y administra nuestro cerebro. Ahora bien, con la invención de la escritura, asistimos al nacimiento de una memoria mineral. Digo mineral porque los primeros signos se graban en tablillas de arcilla, se esculpen en la piedra; porque forma parte de la memoria mineral también la arquitectura, dado que, desde las pirámides egipcias hasta las catedrales góticas, el templo era asimismo un registro de números sagrados, de cálculos matemáticos, y a través de sus estatuas o sus pinturas transmitía historias, enseñanzas morales; en definitiva, como se ha dicho, era una enciclopedia de piedra.
Y si los primeros ideogramas, caracteres cuneiformes, runas, letras alfabéticas tenían un soporte mineral, también tiene un soporte mineral la más actual de las memorias, la de los ordenadores, cuya materia prima es el silicio. Hoy en día, gracias a los ordenadores, disponemos de una memoria social inmensa: basta con conocer las modalidades de acceso a las bases de datos y, sobre cualquier argumento, podríamos obtener todo lo que se necesita saber; sobre un solo tema, una bibliografía de diez mil títulos. Pero no hay mayor silencio que el ruido absoluto, y la abundancia de información puede generar la absoluta ignorancia. Ante el inmenso almacén de memoria que las computadoras pueden ofrecernos, todos nosotros nos sentimos como Funes: obsesionados por millones de detalles, podemos perder cualquier criterio de selección. Saber que existen diez mil libros sobre Julio César es lo mismo que no saber nada: si me hubieran aconsejado uno, habría ido a buscarlo; ante el deber de empezar a explorar esos diez mil títulos, no sigo adelante.
Con la invención de la escritura fue naciendo poco a poco el tercer tipo de memoria, que he decidido llamar vegetal porque, aunque el pergamino estuviera hecho con piel de animales, vegetal era el papiro y, con la llegada del papel (desde el siglo XII), se producen libros con trapos de lino, cáñamo y tela; y, por último, la etimología tanto de biblos como de liber remite a la corteza del árbol.
Los libros existían ya antes de la imprenta, aunque al principio tenían la forma de un rollo y solo poco a poco fueron volviéndose cada vez más parecidos al objeto que conocemos. El libro, con cualquier forma, permitió que la escritura se personalizara: representaba una porción de memoria, incluso colectiva, pero seleccionada desde una perspectiva personal. Ante los obeliscos, las estelas, las tablas o las inscripciones en losas sepulcrales, nosotros intentamos descifrarlos; es decir, intentamos conocer el alfabeto usado y saber cuáles eran las informaciones esenciales que se transmitían: aquí está enterrado Fulano, este año se han recolectado tantas gavillas de trigo, estos y aquellos países los ha conquistado este señor. No nos preguntamos quién los redactó o grabó. En cambio, ante el libro, buscamos a una persona, una manera individual de ver las cosas. No intentamos solo descifrar, sino que intentamos interpretar también un pensamiento, una intención. Al ir a buscar una intención, se interroga un texto, del que pueden darse incluso lecturas distintas.
La lectura se convierte en un diálogo, pero un diálogo —y esta es la paradoja del libro— con alguien que no está delante de nosotros, que quizá murió hace siglos, y que está presente solo como escritura. Se da una interrogación de los libros (se llama hermenéutica), y si hay hermenéutica, hay culto del libro. Las tres grandes religiones monoteístas, hebraísmo, cristianismo e islam, se desarrollan en forma de interrogación continua de un libro sagrado. El libro se convierte hasta tal punto en un símbolo de la verdad que custodia, y que desvela al que sepa interrogarlo, que para zanjar una discusión, afirmar una tesis, derrotar a un adversario, se dice: «Está escrito aquí». Dudamos siempre de nuestra memoria animal («Me parece recordar que..., pero no estoy seguro»), y en cambio exhibimos la memoria vegetal para disipar toda duda: «El agua es de verdad H2O, Napoleón murió de verdad en Santa Elena, lo dice la enciclopedia».
En la tribu primitiva, el anciano aseguraba: «Así sucedieron las cosas en la noche de los tiempos, lo afirma la tradición que se ha transmitido de boca en boca hasta nuestros días», y la tribu depositaba su confianza en la tradición. Hoy los libros son nuestros ancianos. Aunque sabemos que a menudo se equivocan, de todas maneras nos los tomamos en serio. Les pedimos que nos den más memoria que la que nos permitirá acumular la brevedad de nuestra vida. No nos damos cuenta, pero nuestra riqueza con respecto a los analfabetos (o a los alfabetos que no leen) es que ellos están viviendo y vivirán solo su vida mientras que nosotros, vidas, hemos vivido muchísimas. Una vez, Valentino Bompiani inventó un eslogan editorial que decía: «Un hombre que lee vale por dos». La verdad es que vale por mil. A través de la memoria vegetal del libro nosotros podemos recordar, junto a nuestros juegos de infancia, también los de Proust, nuestros sueños de adolescencia mezclados con los de Jim en busca de la isla del Tesoro; y no solo de nuestros errores extraemos lecciones, sino también de los errores de Pinocho, o de los de Aníbal en Capua; no nos hemos angustiado solo por nuestros amores, sino también por los de la Angélica de Ariosto o, si son ustedes más modestos, por los de la Angélica de los Golon; hemos asimilado algo de la sabiduría de Solón, nos hemos estremecido por ciertas noches de viento en Santa Elena y nos repetimos, junto al cuento de hadas que nos ha contado nuestra abuela, el cuento que contó Sherezade.
A alguien (por ejemplo, a Nietzsche), todo esto le daba la impresión de que, nada más nacer, ya somos insoportablemente ancianos. Pero está más decrépito el analfabeto (de origen o de retorno) que sufre arteriosclerosis desde niño y no recuerda (porque no ha leído) qué pasó en los Idus de Marzo. Naturalmente, los libros pueden inducirnos a recordar también muchas mentiras, pero tienen la virtud, al menos, de contradecirse entre ellos, y nos enseñan a valorar críticamente las informaciones que nos ofrecen. Leer ayuda también a no creer en los libros. Al no conocer las sinrazones de los demás, el analfabeto no conoce ni siquiera sus propios derechos.
El libro es un seguro de vida, un pequeño anticipo de inmortalidad. Hacia atrás (por desgracia) en lugar de hacia delante. Pero no se puede tenerlo todo y enseguida. No sabemos si conservaremos la memoria de nuestras experiencias después de nuestra muerte individual. Pero sabemos, seguro, que conservamos la memoria de las experiencias de los que nos han precedido, y que otros que nos seguirán conservarán la memoria de las nuestras. Aunque no seamos Homero, podremos permanecer en la memoria del futuro como los protagonistas, qué sé yo, de un azaroso accidente en la autopista Milán-Roma la noche del 14 de agosto. De acuerdo, sería poco, pero siempre mejor que nada. Con tal de ser recordado por la posteridad, Eróstrato incendió el templo de Diana en Éfeso y la posteridad, por desgracia, lo ha vuelto célebre al recordar su estupidez. Nada nuevo bajo el sol: uno se vuelve famoso también desempeñando el papel del tonto del pueblo en una tertulia de televisión.
2. De vez en cuando, algunos dicen que hoy se lee menos, que los jóvenes han dejado de leer, que hemos entrado, como ha dicho un crítico americano, en la edad del Decline of Literacy. No lo sé; es verdad que hoy en día la gente ve mucha televisión, y hay individuos de riesgo que solo ven televisión, así como hay individuos de riesgo a quienes les gusta inyectarse sustancias mortales en las venas, pero también es verdad que nunca se ha publicado más que en nuestra época, y que nunca como hoy en día están floreciendo librerías que parecen discotecas, llenas de jóvenes que, incluso cuando no compran, hojean, miran, se informan.
El problema es, más bien, incluso para los libros, la abundancia, la dificultad de elección, el peligro de no lograr ya discriminar: es natural, la difusión de la memoria vegetal tiene todos los defectos de la democracia, un régimen en el que, para permitir que todos hablen, es necesario dejar hablar también a los insensatos, e incluso a los sinvergüenzas. Se nos plantea el problema de cómo educarnos para elegir, por supuesto, entre otras cosas porque, si no aprendemos a elegir, nos exponemos al riesgo de quedarnos delante de los libros como Funes ante sus infinitas percepciones: cuando todo parece digno de ser recordado, ya nada es digno, y desearíamos olvidar.
¿Cómo educarnos para elegir? Por ejemplo, preguntándonos si el libro que vamos a tomar en nuestras manos es uno de esos que tiraremos después de haberlo leído. Me dirán que no podemos saberlo antes de haberlo leído. Pero si, después de haber leído dos o tres libros, nos damos cuenta de que no desearíamos conservarlos, quizá deberíamos revisar nuestros criterios de selección. Tirar un libro después de haberlo leído es como no desear volver a ver a una persona con la que acabamos de mantener una relación sexual. Si eso sucede, se trataba de una exigencia física, no de amor. Y sin embargo, hay que conseguir establecer relaciones de amor con los libros de nuestra vida. Si uno lo consigue, eso quiere decir que se trata de libros que se prestan a una amplia interrogación, hasta tal punto que cada relectura nos revela algo distinto. Se trata de una relación de amor porque justo en el estado del enamoramiento los enamorados descubren, con alegría, que cada vez es como si fuera la primera. Cuando descubrimos que cada vez es como si fuera la segunda, ya estamos preparados para el divorcio o, en el caso del libro, para el cubo de la basura.
Poder tirar o conservar significa que el libro es asimismo un objeto, que puede ser amado no solo por lo que dice, sino además por la forma en que se presenta. Esta conferencia ha sido organizada por un club de bibliófilos, y un bibliófilo es alguien que colecciona libros también por la belleza de su composición tipográfica, de su papel, de su encuadernación. Los bibliófilos perversos se dejan embargar a tal punto por el amor de esos componentes visuales y táctiles que no leen los libros que coleccionan y, si todavía están intonsos, no les cortan las páginas para no depreciar su valor comercial. Toda pasión genera sus formas de fetichismo. Ahora bien, es legítimo que el bibliófilo pueda desear tener tres ediciones distintas del mismo libro, y a veces la diferencia de las ediciones repercute también en la manera como nos acercamos a la lectura. Un amigo mío, que no por casualidad es un poeta, al que de vez en cuando sorprendo mientras busca antiguas ediciones de versificadores italianos, me repite que es muy distinto el placer de leer a Dante en un libro de bolsillo contemporáneo o en las bellas páginas de una edición aldina. Y muchos, cuando encuentran la primera edición de un autor contemporáneo, experimentan una emoción especial al releer esos versos en esos caracteres con que los leyeron sus primeros destinatarios. A la memoria que el libro transmite, por así decir, adrede, se añade la memoria que rezuma como cosa física, el perfume de la historia de la que está impregnado.
La bibliofilia suele considerarse una pasión cara, y está claro que si uno de nosotros quisiera poseer un ejemplar de la primera Biblia de cuarenta y dos líneas impresa por Gutenberg, debería disponer de por lo menos siete mil millones de liras. Digo por lo menos, porque por esa suma se vendió hace dos años uno de los últimos ejemplares en circulación (los otros están en bibliotecas públicas, custodiadas como tesoros) y, por tanto, quien hoy deseara cederla pediría quizá el doble. Pero, aun sin ser ricos, podemos desarrollar un amor por el coleccionismo.
Quizá no todos sepan que algunas ediciones del siglo XVI todavía pueden encontrarse a poco menos o poco más de cincuenta mil liras, que se juntan evitando dos comidas en un restaurante o renunciado a dos cartones de cigarrillos. No siempre es la antigüedad lo que cuesta, hay ediciones de aficionados impresas hace veinte años que valen un potosí, pero por el precio de un par de botas Timberland puede experimentarse el placer de tener en la propia librería un bonito volumen infolio, tocar su encuadernación de pergamino, sentir la textura de sus hojas, incluso seguir el curso del tiempo y de los agentes externos a través de las manchas, de las sombras de humedad, del trabajo de los gusanos que a veces excavan a lo largo de centenares de páginas recorridos de tan gran belleza como la de los cristales de nieve. Asimismo, un ejemplar mutilado puede contar una historia a menudo dramática: el nombre del editor borrado para escapar a los rigores de la censura, páginas censuradas por lectores o por bibliotecarios demasiado prudentes, páginas enrojecidas porque la edición se imprimió de forma clandestina con materiales baratos, marcas de tal vez una larga permanencia en los sótanos de un monasterio, firmas, anotaciones, subrayados que relatan la historia de los distintos propietarios a través de dos o tres siglos...
Pero, sin soñar con libros antiguos, puede practicarse el coleccionismo de libros de los últimos dos siglos, encontrándolos en los puestos callejeros, en las ferias del libro viejo, dando caza a las primeras ediciones, a los ejemplares intonsos. En este caso, el juego se halla al alcance de muchísimos bolsillos, y el placer no consiste solo en el entusiasmo de la trouvaille, sino en la búsqueda, en el seguir el propio olfato, en el rebuscar, en el encaramarse a escaleritas enclenques para descubrir qué tendrá el chamarilero en ese último estante al que lleva años sin quitarle el polvo.
El coleccionismo, incluso menor, también de objetos del siglo XX, a menudo es un acto de piedad, me gustaría decir de miramientos ecológicos, porque no tenemos que salvar solo a las ballenas, a las focas monje, a los osos de los Abruzos, sino también los libros.
3. ¿De qué tenemos que salvar a los libros? A los antiguos, del descuido, de la sepultura en lugares húmedos e impracticables, del viento y la lluvia que azotan los puestos callejeros. A los más recientes, también de un mal maligno que anida en sus células.
Los libros envejecen. Algunos envejecen bien, otros no. Depende de las condiciones en que hayan sido conservados, sin duda, pero también del material con que se produjeron. En cualquier caso, sabemos que hacia la mitad del siglo pasado aconteció un fenómeno trágico. Dejaron de producirse libros con papel de trapos porque se empezó a fabricar papel con madera. Como podrán constatar en cualquier biblioteca, el papel de trapos sobrevive a los siglos. Hay libros del siglo XV que parecen recién salidos de la imprenta, el papel todavía está blanco, fresco, cruje bajo los dedos. A partir de la segunda mitad del siglo XIX, empero, la vida media de un libro, se dice, no podrá superar los setenta años. De algunos libros que ya tienen más de cien, a pesar de su precoz amarilleo, puede decirse que se produjeron con papel de calidad y resistente. Pero las ediciones científicas o las novelas de los años cincuenta, sobre todo francesas, duran mucho menos de setenta años. Ya hoy se deshacen, como hostias, nada más cogerlas. Tenemos la certidumbre de que un libro de bolsillo producido hoy tendrá una vida de veinte o treinta años, y basta con que vayamos a buscar en nuestras librerías las ediciones de bolsillo producidas hace una década para entender que ya están al borde de la senescencia precoz.
El drama es terrible: producidos como testimonios, recopilaciones de memoria, siguiendo el modelo de los manuscritos o las construcciones arquitectónicas que habían de desafiar a los siglos, los libros no conseguirán cumplir ya con su tarea. Cada autor que no trabajara solo por dinero sino por amor hacia su propia obra sabía que encomendaba al libro un mensaje que perduraría en los siglos. Ahora sabe que su libro tan solo podrá sobrevivirle un poco. Naturalmente, el mensaje queda encomendado a las reediciones, pero las reediciones siguen el gusto de los contemporáneos, y no siempre los contemporáneos son los mejores jueces del valor de una obra. Y además, nosotros ahora somos capaces de darnos cuenta de que ha llegado el momento de releer un libro que se publicó en el siglo XVIII y que cayó injustamente en el olvido porque sus ejemplares sobreviven en las bibliotecas. Pero ¿qué le sucedería a un libro importante, no valorado hoy y que podría ser apreciado dentro de un siglo? Dentro de un siglo no quedará ni siquiera un ejemplar de él.
Hemos visto que la política de las reediciones, si se encomienda al mercado, no ofrece garantías. Pero peor aún sería que una comisión de sabios tuviera que decidir qué libros salvar reimprimiéndolos y qué libros condenar a la desaparición definitiva. Cuando se dice que los contemporáneos a menudo se equivocan al juzgar el valor de un libro, se tiene en cuenta también el error de los sabios, esto es, el error de la crítica. Si le hubiéramos hecho caso a Saverio Bettinelli, en el siglo XVIII habrían tirado a la basura a Dante Alighieri.
Para los libros futuros, muchas editoriales universitarias estadounidenses, por ejemplo, ya están adoptando políticas clarividentes mediante la producción de obras con acid-free paper, esto es, por decirlo de forma sencilla, con papel especial que resiste más tiempo a la disolución. Pero, aparte de que esto sucederá en el caso de las obras científicas y no en el de la obra del joven poeta, ¿qué hacer con los millones de libros ya producidos desde finales del siglo pasado hasta ayer?
Existen medios químicos para proteger los libros de las bibliotecas, página por página. Están disponibles, pero son muy caros. Bibliotecas con millones de volúmenes (y son las que cuentan) no podrán intervenir en todos sus libros. También en este caso tendrán que llevar a cabo una selección. ¿Quién elegirá? Naturalmente, existe la posibilidad de microfilmarlo todo, pero todos nosotros sabemos que a las microfichas solo pueden acceder investigadores motivados, y con buena vista. Ya no habrá la posibilidad de rebuscar entre viejos estantes, fascinados por descubrimientos casuales. Con la microficha uno busca aquello cuya existencia ya conoce. Con los modernos medios electrónicos es posible grabar a través del escáner, almacenar en la memoria de una computadora central, e imprimir las páginas que necesitamos. Excelente para consultar anualidades de periódicos (consideren que el papel de periódico se echa a perder en unos diez años), pero no para imprimirse una novela olvidada de ochocientas páginas. En cualquier caso, estas posibilidades valen para los estudiosos, no para el lector curioso. Por lo que sabemos, hoy en día no hay un medio para salvar de forma indolora todos los libros modernos reunidos en las bibliotecas públicas, y los de las bibliotecas privadas están inexorablemente condenados: dentro de un siglo ya no existirán.
Aun así, el amor del coleccionista, al defender un viejo librito del polvo, de la luz, del calor, de la humedad, de la carcoma, de la contaminación, del descuadernamiento casual, podría alargar la vida de una edición económica de los años veinte. Al menos hasta que al