Miel y limón

Elbeth Vicious

Fragmento

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Capítulo 1. Carla

Estoy cansada. Estoy muy cansada.

Intento concentrarme en el repiqueteo incesante que producen mis dedos sobre el teclado. Escribo, borro y reescribo una y otra vez sin encontrar el punto justo, el tono exacto. Entrecierro los ojos y busco esa magia, ese «algo». Sin embargo, la pantalla solo me devuelve una imagen en blanco. ¿Por qué Musa se ha ido? ¿Por qué me ha abandonado?

Cierro los ojos e intento concentrarme en ese estúpido sonido de lluvia que me recomendaron en la redacción. Pienso que igual, entre el chapoteo de las gotas al caer en los charcos y los suspiros del viento huracanado, podré encontrar los resquicios de esa antigua conocida llamada inspiración. No funciona. Nada parece funcionar hoy y empiezo a preguntarme si alguna vez llegaré a saber escribir más allá de juntar palabras con cierta gracia.

Aunque intente evocar imágenes relajantes, mi cerebro decide evitarlas y vuelve una y otra vez a aquella maldita tarde. Como un ostinato obstinado, sus palabras, su desprecio y su tristeza se convierten en un bucle perfecto que amenaza con no dejarme ir. Abro los ojos, rendida ante el hecho de que esta no es mi noche, al menos en lo que se refiere al ámbito laboral.

Con ansia, busco el reloj. Las nueve y veintitrés minutos, todavía. Miro fijamente el segundero, imaginando que tiene el poder suficiente para hacer que el tiempo se precipite al ritmo de mi voluntad. Pero acabo admitiendo que el control temporal no es uno de mis dones y me levanto en pos de otra copa de vino.

Me dejo caer de nuevo en la silla, tamborileo la mesa con los dedos y bebo. El repiqueteo de mis uñas sobre la madera se acelera, desentonando con el ruido de fondo. Malhumorada, cambio ese sonido que empieza a parecerme irritante por algo más acorde a mi estado de ánimo. Mi pequeño piso de apenas cuarenta metros cuadrados pronto se ve invadido por la presencia imposible de Joan Jett.

Mi cuerpo, alto y desgarbado, se mueve arrítmico hasta el centro del salón. Cierro los ojos y siento cómo mi camiseta, antaño negra, roza mis muslos desnudos. Me dejo llevar por la voz rasgada de esa mujer que a veces siento conocer como propia. Sin darme cuenta, acabo cantando en voz alta, casi a gritos, casi esforzándome por desafinar en todas y cada una de las notas. Y, por fin, consigo olvidarme de todo. Durante los cuatro minutos y ocho segundos que dura la canción, el mundo entero desaparece. El trabajo, mi familia, mi ex, e incluso las protestas de los vecinos que, interrumpidos por mis alaridos han dejado un polvo a medias, se desvanecen.

Finalmente, me dejo caer en el sofá y resoplo para quitarme el pelo revuelto que cae sobre mis ojos. Apuro la copa de vino con una sonrisa irónica entre los labios mientras repito en silencio las sabias palabras que hace un segundo gritaba. I’ve got a heart in danger. Oh’ cause I’m stuck on you […] Wait too long and the pain is double[1]

Por un momento, mis ojos se nublan y me pierdo entre los recuerdos de lo que fue, de lo que debió haber sido, de lo que nunca será. Miles de posibilidades se agolpan en mi cabeza, pasando por delante de mis ojos como una de esas películas que ya has visto demasiadas veces, pero que siempre te sorprende con nuevos detalles que nunca antes advertiste. Quizás si me hubiese escuchado a mí misma, si hubiese sabido ver las señales. Quizás si, por el contrario, me hubiese tragado mis palabras, mis sentimientos. Quizás si nunca hubiese comprado ese vestido blanco que cada mañana me atormenta al abrir el armario. Quizás si lo hubiese comprado antes, mucho antes, la primera vez que Hugo me lo pidió.

Y, sin embargo, decidí ignorarlo todo. No recuerdo cuándo fue. ¿La primera vez que mi madre me dijo que él era el perfecto, el indicado? ¿Esa tarde en la que le pusimos nombre a los hijos que algún día tendríamos? ¿La noche en la que puso mi cepillo de dientes junto al suyo? No lo recuerdo y tampoco creo que sea importante. Solo sé que, en silencio para no darme cuenta de lo que hacía, cerré el grifo por el que se colaban mis sentimientos. Desterré mis pensamientos sutiles bajo un grito sordo, constante y repetitivo. Todas esas voces que no me pertenecían se sumaron para recordarme que todo iría bien si no estaba sola, si seguía el camino correcto. Y esa voz aguda, molesta, que me gritaba que corriese en dirección opuesta, quedó sepultada.

No quiero llorar, pero una lágrima furtiva se desliza, silenciosa, por mis pestañas y, en un acto suicida, se deja caer hasta el fondo del cristal. Retumba su sonido como una gota de lluvia en mitad del océano y regreso al presente. Cojo aire, semiahogada. Como quien vuelve de un viaje astral que no quiso iniciar, solo me calmo al tomar consciencia de que sigo ahí, en mi casa destartalada, en mi salón color ocre, en mi sofá lleno de quemaduras más viejas que el propio tiempo.

En mi reconocimiento visual, topo con esa pantalla blanca en la que ahora parpadea un mensaje. Me levanto y me sirvo otra copa de vino tras la que mis lágrimas puedan ocultarse. Sin sentarme, compruebo la pantalla. Respiro profundamente y mis manos se contraen a medida que voy leyendo el e-mail. Cálmate, Carla, me repito una y otra vez.

Inhalo. Envío toda la rabia hacia mi estómago que se revuelve inquieto. Una, dos, tres veces. Exhalo. Suelto el aire despacio, dejando que se lleve mis pensamientos más primitivos. Controlo el instinto visceral de mandarlo todo a la mierda y me maldigo a mí misma por haber tirado todo el tabaco anoche.

Carla;

Te recuerdo que tu artículo debe de estar en mi bandeja de entrada antes de las 10Am del día 24. Es decir, dentro de 12 horas. Ni un minuto más. Si no, no será publicado.

Un saludo afectuoso.

Un saludo afectuoso. Afectuoso dice la grandísima hija de la… Noto cómo mis uñas se clavan en la palma de mis manos hasta dejar marca y es ese dolor lo que consigue que me siente. Redacto una respuesta rápida, escueta y no demasiado afable. Prometo que esta vez no voy a retrasarme e incluso dejo entender que el editorial solo necesita una última corrección, aunque sea mentira.

Lo envío e intento concentrarme de nuevo en ese perverso texto imposible. Pese a mi esfuerzo, dos palabras se repiten en mi mente. Al principio son como el rumor del mar y, más que oírlas, las noto. Poco a poco van creciendo, convirtiéndose en una ola que me arrastra y me refresca. Doce horas. Doce horas. 12. Horas. 12 horas. Y, entonces, lo entiendo. Doce horas. Quedan solo doce horas para que sean las diez de la mañana del 24 de octubre. Eso significa que, ahora mismo, son las diez de la noche del 23 de octubre, jueves. Ni un minuto más, ni un minuto menos.

Mis labios se curvan. Mi espalda se estira, alerta, y bajo el volumen de la música para que ningún sonido quede opacado. Preparo la mesa; un pequeño plato, una cuchara de postre y una copa de vino blanco. Acomodo las luces consiguiendo una atmósfera de intimidad y me siento a esperar.

Mis ojos vagan del reloj a la puerta en intervalos constantes de doce segundos. Si mis cálculos son correctos —y suelen serlo— en cualquier momento el timbre del portal sonará sobreponiéndose a la música. Como cada martes y jueves, Santi, un muchacho alto y pálido, de pelo rubio y cara pecosa, llegará con esa chaqueta amarilla diseñada por el peor enemigo del buen gusto. Su nervio no le deja

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