Zona ciega

Lina Meruane

Fragmento

. Abrir los ojos. Abrirlos y ver como nunca antes habíamos visto.

. Era como haber sido ciegos o casi ciegas o haber tenido los ojos dañados sin saberlo, como haber sido nada más que un montón de manos envolviendo fruta o pescado o martillando clavos y teclas, nada más que hombros sosteniendo carteras, cargando bolsas, mochilas y muchos, demasiados pies y piernas subiendo y bajando escaleras, músculos adoloridos, espaldas magulladas, cuerpos adormilados en vagones de metro y en micros infinitas; haber sido carne molida, sangre seca, voluntades apagadas con pastillas para dormir y despertar y seguir trabajando a ojos cerrados. Hasta que un terrible dolor nos sacudió.

. abre los ojos. Esa orden escrita sobre muros y fachadas llenas de ventanas a medio abrir. Acatamos el persuasivo apremio, nos asomamos al abismo de la vida cotidiana, ellos, nosotras, yo.

. Una mañana, a mediados de octubre, mis ojos secos se abrieron ante una pantalla chica llena de titulares enormes y de mensajes con exclamaciones desde distintas ciudades del mundo que preguntaban qué estaba pasando en Chile. Busqué mis anteojos y empecé a leer con avidez dejando que se enfriara mi desayuno. Iba a volverme ojos, toda yo, un montón de ojos.

. El país había estallado, el centro de Santiago se había vuelto zona cero.

. Esto ya no es noticia pero entonces lo era y el estallido de nuestro remoto país resultaba incomprensible, sobre todo fuera de Chile. Sorprendía, afuera, que en un país con reputación de serio y de solvente estuviera ocurriendo un alzamiento de semejante magnitud por apenas treinta pesos más en el transporte público. Que unas mezquinas monedas hubieran podido encender a la ciudadanía y hacerla arder. Apenas treinta, los pesos. Era solo que esas tres moneditas de diez, añadidas a tantas otras alzas pequeñas pero punzantes en el precio de la vida, venían a sumar décadas de descontento ante el capitalismo desalmado que la dictadura instituyó y la democracia mantuvo durante las siguientes tres décadas: ese modelo usurero se nos había impuesto por la fuerza y se fue volviendo razón de Estado hasta que dejamos de ver que seguía ahí. Cada vez que protestábamos era por causas que parecían inconexas. La calidad de la educación pública y el costo de la educación privada. Las precarias jubilaciones. La discriminación salarial y la variada violencia que sufren las mujeres. El proyecto hidroeléctrico que pretendía inundar reservas patagónicas y tierras indígenas. La militarización de la Araucanía y la aplicación de leyes antiterroristas a los Mapuche, el impune homicidio de sus líderes.Todos esos asuntos manifestados en las calles a lo largo y ancho de la década anterior eran vistos como preocupaciones acotadas por más que respondían a la histórica estructura del abuso escrita con sangre en la constitución dictatorial que nos regía. Aunque parecieran distintos y distantes, esos reclamos callejeros nos fueron sacando de la inercia: la multitud era un número que iba en aumento, era un enojo que crecía. Era un descontento lleno de lemas que ahora voceaban lo que la gente había esperado, lo que había aguantado. Esa gente multitudinaria había cumplido su parte del pacto buscando conseguir lo que se le había prometido. Era una gente que se levantó temprano para llegar puntual a su puesto, que trabajó duro, que sumó horas extra, que pagó sus impuestos mientras veía que otros evadían los suyos. Esa gente que tan poco tenía cada vez tenía menos porque todo costaba más y el salario rendía poco, y la gente se fue endeudando para educar a sus hijos en colegios pagados, porque las escuelas públicas ya no eran garantía, y en universidades de aranceles para los que el sueldo no alcanzaba, y los endeudados pagaban los impagables intereses en cuotas imposibles con una infinidad de tarjetas repartidas para empujarlos a endeudarse aún más, y a trabajar aún más, más, más, sin comprender (o comprendiendo sin opción) que cavaban su propia tumba, que vivían para pagar y trabajaban para pagar y se alimentaban para seguir trabajando, para seguir pagando, demorándose en entender que nunca terminarían de hacerlo y que envejecerían en la deuda, que enfermarían de deuda esperando ser atendidos en los hospitales públicos que se venían abajo. Que muchos se suicidarían desasistidos en sus casas porque no les alcanzaba con las pensiones privatizadas que les habían vendido. Eso no se percibía afuera. Ese no tener ya nada que perder.

. quien nada tiene nada teme. Ese lema, pintado sobre una pared que yo había visto en mi pantalla, era el que repetía a quienes me preguntaban por Chile.

. Siempre hay algo que perder, murmuraba yo, quien nada tiene al menos posee un cuerpo.

. En nuestra céntrica zona cero los muros se llenaron de quejas, todas las quejas juntas, murmurando, lenguajeando, contraviniendo las normas del buen decir.Y eran tantas las contrariedades y las carencias y las peticiones, puntuales pero pespuntadas y superpuestas, que una pancarta se resignaba ante la imposibilidad de apuntarlas todas: es tanta la wea q no se q poner.

. Y se alzó una mano anónima y nocturna y escupió su resentimiento no + migajas sobre la ciudad.Y otra mano apretó sus aerosoles para escribir lo mismo con más palabras: unos juntan plata, otros juntamos rabia.

. En vez de aplacar el resentimiento ciudadano, el ministro de economía sugirió, sonriendo con alevosía, que quien madrugara sería ayudado o premiado con una tarifa más baja en el pasaje. Como si los trabajadores no se levantaran tempranísimo. Como si no se desgastaran en sus traslados por la extendida capital, como si el ministro estuviera haciendo la vista gorda ante el cansancio ajeno; como si, siguiendo la lógica ministerial, la lógica de un ministro con auto propio y chofer, los trabajadores debieran asimismo alargar sus jornadas para esperar la económica tarifa nocturna antes de regresar a sus hogares. Como si no tuvieran hijos esperándolos, madres, padres, parejas convivientes. Como si no hubiera tantas mujeres en la fuerza laboral necesitando llegar a casa. Como si lo más lógico fuera que todos ellos pernoctaran en el lugar de trabajo, para ahorrar. Como si la ciudad hubiera sido declarada un yacimiento y los trabajadores debieran instalarse en las inmediaciones, o joderse, y cobrar en fichas o joderse, aceptar calladamente el jodido abuso. Como si ese ministro, como tantos otros ministros, tuviera derecho a imponer sus flacas condiciones y esperar que la gente se lo agradeciera. Como en otros tiempos.

. ¿No veía, ese ministro mordaz? ¿Se hacía el ciego? Es retórica mi inquina: fijos sobre la nariz yacían sus lentes de elegante marco negro. Llevaba un traje bien planchado, una pulcra corbata cuando comentó sus declaraciones. Ni siquier

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