Ensayos

William Ospina

Fragmento

Los románticos y el futuro

Bertrand Russell dejó escrito que el momento más alto del Romanticismo europeo no había sido un poema, ni un lienzo, ni una sinfonía, sino la muerte de Byron en Missolonghi, luchando por la libertad de Grecia. Quería expresar con ello que el Romanticismo no fue una mera escuela pictórica, un movimiento poético o musical, sino una actitud vital, el espíritu de las generaciones humanas a fines del siglo XVIII y a comienzos del XIX, una manera de asumir el mundo y nuestra presencia en él.

A medida que se alejan en el tiempo, los fenómenos se vuelven más visibles. Hace cincuenta años Hitler podía ser visto como un militar afortunado y fanático, como una indescifrable mezcla de prepotencia y de ambición; hoy empezamos a verlo a la vez como una reviviscencia de la cíclica y terrible vocación germánica por purificar el mundo —también aquí surge a veces la sensitiva idea de acabar con la pobreza matando a los pobres— y como una de las más salvajes pruebas de que el nihilismo que nos anunciaron los profetas del siglo XIX ya está entre nosotros.

El Romanticismo también es más visible ahora. No solo como el más alto momento del espíritu occidental en los últimos siglos, sino como la tierra firme donde podría sustentarse el esfuerzo de nuestra época por encontrar alternativas a la barbarie que crece sobre el planeta.

A fines del siglo XVIII, los esfuerzos de la inteligencia habían cuajado en vigorosos sistemas racionales. La Ilustración francesa, el empirismo inglés y el racionalismo alemán habían llevado a su plenitud el culto de la razón, la fe en el progreso humano y la confianza en la capacidad del hombre para comprender el mundo y ordenarlo a su modo. De esa luminosidad racionalista se nutrió en adelante todo el positivismo que ha terminado imponiéndose sobre Occidente. Pero la principal tendencia del positivismo es la de reducir la vasta y compleja realidad universal a un discurso utilitario que solo acepta lo lógicamente demostrable, lo que puede ser calculado, medido, claramente explicado en su origen, y que puede expresarse en fórmulas racionales. Un universo así reducido es suficiente para los fines de esta civilización, dinamizada hoy por la fuerza ciega del gran capital, y empujada por el lucro como único gran propósito general de la especie.

Si esta actitud hubiera sido unánimemente aceptada por la humanidad, pocas esperanzas podríamos alentar frente al futuro. Un mundo así reducido a sus manifestaciones más evidentes y a sus mecanismos más útiles solo promete la muerte del espíritu humano. El extravío de la humanidad en un orbe de cosas sin sentido, de materia sin significado trascendental, la confusión de todos los valores y la pérdida de todos los propósitos. El universo desacralizado en que vivimos hoy, el que nos describe el periodismo, el que nos vende la publicidad, el que nos ofrece el turismo; ese universo explorado por la ciencia, manipulado por la técnica, transformado por la industria, se va cambiando gradualmente en un reino de escombros donde sobra toda religión, donde sobra toda filosofía, donde sobra toda poesía; un mundo vertiginoso y evanescente donde todo es desechable, incluidos los seres humanos, donde los innumerables significados posibles de toda cosa se reducen a un único significado: su utilidad.

Así, como se sabe, la naturaleza se ha convertido en un banco de recursos. Fuentes de energía los astros, fuentes de energía las aguas, recursos naturales los bosques, materia prima toda la indescifrable materia, mano de obra los seres humanos: hasta donde abarca la mirada y alcanza la comprensión, el orbe que edades más sensatas vieron lleno de divinidades, organizado en mitos, perpetuado en leyendas y celebrado en cantos, se ha pauperizado hasta ser solo un laberinto sin centro, materia sin objeto y sin alma.

Excluido todo lo dudoso y confuso, atrapado el mundo en la tela de araña de la razón, ese gran dogmatismo que invalida todos los discursos que no se pliegan a su lógica de reducción y disección, empezamos a preguntarnos cuáles son las grandes conquistas que la era del positivismo ha traído a la especie; si es verdad que en el reino racional de las mercancías somos más libres que bajo el imperio de los viejos dioses y de sus viejos mitos, si bajo la sociedad de consumo somos más opulentos, si bajo el reinado de la tecnología somos más pacíficos, si bajo el reinado de la razón somos más razonables.

De la fe en el progreso con que nos embriagó el siglo XIX hemos pasado a una teoría del desarrollo que precipitó a unas naciones en la prepotencia imperialista y a muchas otras en la subordinación y la pasividad. No somos mejores que los hombres de la antigüedad, pero hemos refinado nuestra barbarie. Había más inocencia y más dignidad en los avances de las hordas de Atila y de los tártaros de Tamerlán, que medían sus recorridos devastadores no por leguas sino por grados de longitud y latitud, que en los campos de esqueletos vivientes del Tercer Reich y en sus cámaras de cianuro.

Pero el triunfo del positivismo y el avance del nihilismo que lo sigue no son meros errores o caprichos de la historia. La caída de la era cristiana y el desmoronamiento de los valores sobre los cuales se sustentó la humanidad durante siglos; la pérdida de un sentido trascendental de la historia; la muerte de una religión, con sus legislaciones y sus éticas, no pueden dejar de precipitar al mundo en una edad de vacío y de desconcierto. Así ha enunciado en este siglo T. S. Eliot el proceso que ha seguido nuestra cultura:

¿Dónde está la vida que hemos perdido en vivir? ¿Dónde la sabiduría que hemos perdido en conocimiento?

¿Dónde el conocimiento que hemos perdido en información?

Veinte siglos de historia humana

nos alejan de Dios y nos aproximan al polvo.

Y así lo anunciaba Nietzsche en sus gritos de vidente y de solitario:

El desierto está creciendo.

¡Desventurado el que alberga desiertos!

Desde fines del siglo XIX, la filosofía supo advertirnos, fiel a sus posibilidades, que se acercaban tiempos aciagos. “El más incómodo de los huéspedes ya está a las puertas”, escribió también Nietzsche. “El nihilismo ya está aquí”. Advertidos de esto, recorríamos nuestra época esperando la aparición del huésped terrible. Presentíamos seguramente un monstruo mitológico, una suerte de Leviatán cuya irrupción marcara definitivamente el final de los tiempos. Y aunque todos lo veíamos, tardamos mucho en reconocerlo y en nombrarlo. Ahora sabemos dónde está. Su nombre es terrorismo y drogadicción, es consumo y publicidad, es el narcotráfico y la degradación del ambiente, es la pornografía y la estadística, es el imperio del lucro y de la moda, es la guerra como negocio, es la trivialización de la vida y de la muerte. Marx anunció que todas las cosas se convertirían en mercancía: mercancías son hoy la belleza y la salud, el aprender y el celebrar, mercancías el arte y el saber; primero nos vendieron la tierra y el fue

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