Lorca-Dalí

Ian Gibson

Fragmento

Introducción

INTRODUCCIÓN

Después de tantos años dedicados a Lorca y Dalí, y antes de cerrar la etapa biográfica de mi quehacer profesional, he sentido la necesidad de escribir un libro centrado en la profunda amistad que unió a pintor y poeta, y que tan enjundiosas consecuencias tuvo para la obra de ambos. Libro que aunara amenidad narrativa con rigor erudito y apacibilidad —quiero decir, la tranquila ponderación de textos clave— y que, al mismo tiempo, comunicara al lector, o lectora, la tristeza y rabia que produce, a cada paso, no poder saber más, mucho más, acerca de una de las relaciones verdaderamente apasionantes del siglo que se acaba.

«Fue un amor erótico y trágico, por el hecho de no poderlo compartir»: así definió Dalí, tres años antes de morir, su amistad con el poeta, enfatizando con ello, una vez más, su pretendida condición de heterosexual.[1]

Aquella amistad sólo se conoce parcialmente, en primer lugar porque, si han sobrevivido numerosas cartas de Dalí a Lorca —unas cuarenta—, las de éste al pintor han desaparecido en su casi totalidad. ¿Dónde están? Anna Maria Dalí, hermana de Salvador, alegaba que se habían perdido durante los vaivenes de la guerra, pero el propio Dalí, en una entrevista de 1978, declaró que las tenía en su poder y que, llegado el momento, las daría a conocer.[2] Nunca lo hizo y hoy no se encuentran en la Fundación Gala-Salvador Dalí, de Figueres, depositaria del archivo del pintor. ¿Conservaba Dalí realmente las cartas del poeta? Tiendo a creer que sí. ¿Dónde pueden estar, entonces? ¿Nos encontramos ante un robo? Es posible. Después de la muerte de Gala en junio de 1982, Dalí nunca volvió a poner los pies en la laberíntica casa de Port Lligat, y parece que hubo sustracciones de papeles y documentos. Tal vez, entre ellas, esta correspondencia. Fuera como fuese, sabemos por las tres o cuatro cartas de Lorca al pintor que se han salvado, así como por las contestaciones de Dalí a otras, que el poeta puso su más acendrado empeño creador y comunicativo en las misivas dirigidas al predilecto. Su pérdida es una tragedia humana y artística.

En cuanto a los testimonios escritos contemporáneos de los que estuvieran al tanto de la relación de Dalí y Lorca, la situación es desoladora (por no extendernos sobre testimonios escritos u orales posteriores, muy poco fiables). Es una inmensa suerte, por tanto, que se hayan conservado algunas cartas altamente reveladoras, imprescindibles, de Luis Buñuel a José Bello, en las cuales se trasluce la envidia y el encono que provocaban en el joven cineasta la amistad de pintor y poeta, el azoramiento del aragonés ante el hecho homosexual en sí, y su voluntad de separar a los dos amigos y atraer a Dalí a París. Sin estos escasos documentos sería imposible aproximarnos a la realidad de las relaciones del genial trío hacia finales de los años veinte, pasados ya los «días heroicos» de la Residencia de Estudiantes. También, al abrigo del olvido, tenemos algunos comentarios del propio Lorca, de incalculable valor, acerca de los sentimientos que le inspiraba Dalí, comentarios contenidos sobre todo en la correspondencia del poeta con el crítico de arte catalán Sebastià Gasch. Se trata, otra vez, de mínimos textos de excepcional valor biográfico.

Luego está el testimonio de la obra de los dos.

Tal obra demuestra que el encuentro de Lorca y Dalí fue enormemente fructífero para la creatividad de uno y otro, dando lugar a un complejo tejido de influencias, complicidades, sugerencias, trasvases y reacciones. De que así fue no puede caber duda alguna después de las meticulosas monografías sobre el joven Dalí y su entorno llevadas a cabo, a lo largo de muchos años, por Rafael Santos Torroella, notables por su rigor. Me complace reconocer aquí, una vez más, cuánto deben a este generoso maestro mis propias investigaciones sobre pintor y poeta. También quiero dejar constancia de la importancia para las mismas del libro de Agustín Sánchez Vidal, Buñuel, Lorca, Dalí: el enigma sin fin (1988), donde el autor sigue, con admirable tenacidad detectivesca, las huellas de cada uno de los tres amigos en la obra de los otros dos. No se pueden olvidar tampoco las pioneras indagaciones de Antonina Rodrigo, García Lorca en Cataluña (1975) y la posterior Lorca-Dalí. Una amistad traicionada (1981). A los tres autores, así como a don Emili Gasch Grau, hijo de Sebastià Gasch, que me permitió amablemente leer la correspondencia inédita de Dalí con su padre, mi más sincero agradecimiento.

IAN GIBSON

Restábal (Granada)

Capítulo 1. El Lorca joven: desear y no poder conseguir

1. EL LORCA JOVEN:

DESEAR Y NO PODER CONSEGUIR

Federico García Lorca, nacido el 5 de junio de 1898 en el pueblo de Fuente Vaqueros, a dieciocho kilómetros de Granada, viene al mundo en momentos de auténtico trauma nacional. En abril, Estados Unidos ha declarado la guerra a España tras la voladura del Maine en el puerto de La Habana. A principios de mayo llega la noticia de la destrucción de la flota en la bahía de Manila, con cuatrocientas bajas españolas y ni una sola norteamericana. La ignominiosa derrota causa rabia, estupor, vergüenza y un sentimiento de impotencia generalizada. Se desencadena en la prensa popular un histerismo revanchista. La gente se lanza a la calle. Hay gritos contra el gobierno, la monarquía, las fuerzas armadas. En julio es el desastre final, el de Cuba. Parece imposible. El imperio español sobre el cual no se ponía el sol, ha perdido el último retazo de sus antes inmensos dominios al otro lado del Atlántico.[1]

Por lo que toca a Granada, 1898 significa otro triste desenlace: el suicidio, a los treinta y tres años, del escritor Ángel Ganivet, que aquel noviembre se tira a las heladas aguas del Dvina, en Riga. Tal vez por todo ello habrá en Federico García Lorca una tendencia a situar su nacimiento, no en 1898, sino en el más prometedor 1900.

«Yo soy del corazón de la Vega de Granada.» Así le gustaba contestar al poeta cuando le preguntaban por sus orígenes, enfatizando con ello el hecho de ser no sólo granadino sino granadino de campo.[2]

Fue bautizado Federico del Sagrado Corazón de Jesús. Su padre, Federico García Rodríguez, natural de Fuente Vaqueros (o de La Fuente, como se suele llamar localmente el pueblo), era labrador enriquecido por el boom de la remolacha de azúcar de finales del si

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