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Vive en un apartamento de una sola habitación junto a la estación de ferrocarril de Mowbray que le cuesta once guineas al mes. El último día laborable de cada mes coge el tren para ir a la ciudad, a Loop Street, donde A. & B. Levy, agentes inmobiliarios, tienen su placa metálica y su despacho minúsculo. Al señor B. Levy, el menor de los hermanos Levy, le entrega el sobre con el alquiler. El señor Levy vacía el sobre encima de su mesa abarrotada y cuenta el dinero. Gruñendo y sudando, le hace un recibo.
—¡Voilà, joven! —dice, y se lo da haciendo una floritura.
Se esfuerza mucho para no retrasarse con el alquiler porque está en el apartamento de manera fraudulenta. Cuando firmó el contrato de arrendamiento y les pagó la entrada a A. & B. Levy, no rellenó su ocupación con «estudiante», sino con «ayudante de bibliotecario», y dio la biblioteca de la universidad como dirección de trabajo.
No es mentira, o no del todo. De lunes a viernes trabaja atendiendo el mostrador de la sala de lectura por las noches. Es un trabajo que la mayoría de los bibliotecarios, sobre todo mujeres, prefieren no hacer porque por las noches el campus, situado en la ladera de una montaña, resulta demasiado lúgubre y solitario. Incluso él siente un escalofrío cuando abre la cerradura de la puerta y avanza a tientas por el pasillo a oscuras hasta el interruptor central. A un maleante le resultaría muy sencillo esconderse entre las estanterías cuando el personal se va a casa a las cinco en punto, luego desvalijar las oficinas vacías y esperar en la oscuridad para atacarlo a él, el ayudante de noche, y quitarle las llaves.
No hay muchos estudiantes que usen la biblioteca por la noche; en realidad, muy pocos saben que está abierta. Así que no tiene mucho que hacer. Los diez chelines por noche que gana son dinero fácil.
A veces se imagina que una chica guapa con un vestido blanco entra en la sala de lectura y se queda deambulando después de la hora de cierre. Se imagina que le enseña los misterios del taller de encuadernación y de la sala de catalogación y que luego sale con ella a la noche estrellada. Nunca sucede.
Trabajar en la biblioteca no es su único empleo. Los miércoles por la tarde ayuda en las tutorías de primer año del departamento de matemáticas (tres libras a la semana); los viernes dirige comedias escogidas de Shakespeare con los alumnos de diplomatura de teatro (dos libras con diez), y a última hora de la tarde trabaja en una escuela de refuerzo de Rondebosch enseñando a unos cuantos bobos a pasar el examen de matriculación (tres chelines por hora). Durante las vacaciones trabaja para el municipio (Departamento de Vivienda) sacando datos estadísticos de encuestas a domicilio. En conjunto, cuando suma todo lo que gana, anda bastante holgado de dinero: lo bastante como para pagar el alquiler, las tasas de la universidad, aguantar el tipo e incluso ahorrar un poco. Puede que solamente tenga diecinueve años, pero se las apaña solo y no depende de nadie.
Las necesidades corporales las trata como cuestiones de simple sentido común. Todos los domingos hierve huesos con tuétano, judías y apio para preparar una olla grande de sopa que le dure toda la semana. Los viernes visita el mercado de Salt Lake en busca de una caja de manzanas o guayabas o la fruta que esté de temporada. Todas las mañanas el lechero le deja una pinta de leche en la puerta. Cuando le sobra, la cuelga encima del fregadero en una media vieja de nailon y hace queso. Además, compra pan en la tienda de la esquina. Es una dieta que aprobaría Rousseau, o Platón. En cuanto a la ropa, tiene una chaqueta y unos pantalones buenos que se pone para ir a clase. El resto del tiempo, hace durar la ropa vieja.
Está demostrando algo: que todo hombre es una isla. Que uno no necesita padres.
Algunas noches, mientras camina penosamente por Main Road con su impermeable, sus pantalones cortos y sus sandalias, el pelo aplastado por la lluvia y deslumbrado por los faros de los coches que pasan, es consciente de lo extraño que debe de ser su aspecto. No excéntrico (tener un aspecto excéntrico resulta de alguna forma distinguido), simplemente extraño. El disgusto le hace rechinar los dientes y acelera el paso.
Es delgado y ágil, pero al mismo tiempo es flácido. Le gustaría ser atractivo, pero sabe que no lo es. Le falta algo esencial, algún rasgo bien definido. Sigue teniendo un aire de niño. ¿Cuánto tiempo va a tardar en dejar de ser un niño? ¿Qué le va a curar de la niñez y lo va a convertir en hombre?
Lo que le curaría, si llegara, sería el amor. Puede que no crea en Dios, pero sí cree en el amor y en los poderes del amor. La amada, la señalada por el destino, será capaz de ver de inmediato más allá de su exterior extraño e incluso insulso y percibir el fuego que arde en su interior. Mientras tanto, tener un aspecto insulso o extraño es parte de un purgatorio que tiene que pasar a fin de salir algún día a la luz: la luz del amor y la luz del arte. Porque será artista, eso ya hace tiempo que está decidido. Si de momento tiene que ser desconocido y ridículo, se debe a que el destino del artista es sufrir el anonimato y el ridículo hasta el día en que se revelen sus verdaderos poderes y quienes se burlan y se mofan de él tengan que callarse.
Cada par de sandalias le cuesta dos chelines y seis peniques. Son de goma y las confeccionan en algún lugar de África, quizá en Malawi. Cuando se mojan, resbalan de la planta del pie. En el invierno de Ciudad del Cabo llueve durante semanas seguidas. Cuando camina bajo la lluvia por Main Road, a veces tiene que pararse para recoger una sandalia que se le ha salido. En esos momentos puede ver a los burgueses de Ciudad del Cabo riéndose al pasar cobijados dentro de sus coches. ¡Reíos!, piensa. Pronto me marcharé.
Su mejor amigo se llama Paul y estudia matemáticas igual que él. Paul es alto y moreno y tiene una aventura con una mujer mayor, una mujer llamada Elinor Laurier, pequeña, rubia y bonita de una forma nerviosa, como un pájaro. Paul se queja de los impredecibles cambios de humor de Elinor y por las exigencias que le plantea. A pesar de todo, envidia a Paul. Si él tuviera una amante hermosa y con mucho mundo que fumara con boquilla y hablara francés, no le cabe duda de que pronto viviría una transformación, incluso una transfiguración.
Elinor y su hermana gemela nacieron en Inglaterra; llegaron a Sudáfrica con quince años, tras la guerra. Su madre, según Paul, según Elinor, solía enfrentar a las dos niñas, otorgando su apoyo y amor primero a una y luego a la otra, confundiéndolas, haciendo que dependieran de ella. Elinor, la más fuerte de las dos, conservó la cordura, aunque todavía llora en sueños y guarda un osito de peluche en un cajón. Su hermana, sin embargo, durante un tiempo estuvo lo bastante loca como para que la encerraran. Todavía está en tratamiento, y sigue luchando con el fantasma de la madre muerta.
Elinor enseña en una escuela de idiomas de la ciudad. Desde que empezó con ella, Paul fue absorbido por el grupo de Elinor, un grupo de artistas e intelectuales que viven en los Jardines, visten jerséis negros, vaqueros y sandalias de esparto, beben vino tinto y fuman Gauloises, citan a Camus y García Lorca, escuchan jazz progresivo. Uno de ellos toca la guitarra española y se le puede convencer para que haga una imitación de cante jondo. Al no tener trabajos normales, pasan en vela toda la noche y duermen hasta el mediodía. Odian a los nacionalistas, pero no están politizados. Si tuvieran dinero, dicen, dejarían la ignorante Sudáfrica y se mudarían a Montmartre o las islas Baleares.
Paul y Elinor le llevaron a una de sus reuniones, organizada en un bungalow de la playa Clifton. La hermana de Elinor, la inestable de quien le habían hablado, es una de las asistentes. Según Paul, la hermana de Elinor tiene una aventura con el propietario del bungalow, un hombre de rostro rubicundo que escribe para el Cape Times.
La hermana se llama Jacqueline. Es más alta que Elinor, sus rasgos no son tan delicados, pero aun así es bonita. Está llena de una energía nerviosa, encadena un cigarrillo tras otro, gesticula al hablar. Se lleva bien con ella. Es menos cáustica que Elinor, lo cual para él es un alivio. La gente cáustica le incomoda. Sospecha que intercambian agudezas sobre él a sus espaldas.
Jacqueline propone dar un paseo por la playa. De la mano (¿cómo ha ocurrido?) y a la luz de la luna, pasean por toda la playa. En un rincón solitario entre las rocas ella se gira hacia él, hace un mohín, le ofrece sus labios.
Él responde, pero incómodo. ¿Adónde le conducirá esto? Nunca le ha hecho el amor a una mujer mayor que él. ¿Y si no da la talla?
Le conduce, descubre, hasta el final. Él continúa sin resistirse, hace cuanto puede, sigue con la función, incluso finge al final dejarse llevar.
En realidad no se ha dejado llevar. No solo está la cuestión de la arena, que se cuela por todos lados, también está el insidioso tema de por qué esta mujer, a quien nunca había visto, se le entrega. ¿Resulta creíble que en el decurso de una conversación casual ella detectara la llama que arde oculta en su interior, la llama que lo identifica como artista? ¿O simplemente es una ninfómana y eso era sobre lo que Paul, a su manera delicada, le advertía al decirle que ella continuaba «en tratamiento»?
No es un completo lego en el sexo. Si el hombre no ha disfrutado haciendo el amor, entonces la mujer tampoco habrá disfrutado: eso sí lo sabe, es una de las reglas del sexo. Pero ¿qué ocurre después, entre un hombre y una mujer que han fracasado en el juego? ¿Están condenados a recordar su fracaso cada vez que vuelvan a encontrarse, y a sentirse avergonzados?
Es tarde, la noche se está enfriando. Se visten y regresan en silencio al bungalow, donde la fiesta ha empezado a decaer. Jacqueline recoge los zapatos y el bolso.
—Buenas noches —dice a su anfitrión, besándolo en la mejilla.
—¿Te vas? —pregunta él.
—Sí, voy a llevar a John a casa —responde ella.
Su anfitrión no parece desconcertado.
—Bueno, pues que lo paséis bien —dice—. Los dos.
Jacqueline es enfermera. Él nunca ha estado con una enfermera, pero le han contado que, por el hecho de trabajar entre enfermos y moribundos y atender a las necesidades corporales, las enfermeras son cínicas en cuestiones morales. Los estudiantes de medicina esperan con ilusión la época en que cubrirán turnos de noche en el hospital. Las enfermeras se mueren por tener relaciones sexuales, dicen. Follan en cualquier sitio, en cualquier momento.
Jacqueline, sin embargo, no es una enfermera cualquiera. Es una enfermera del Guy, se apresura a explicarle ella, formada en obstetricia en el Guy’s Hospital de Londres. En la pechera de la casaca, con las insignias rojas, lleva una chapita de bronce, un casco y un guante con la divisa per ardua. No trabaja en Groote Schuur, el hospital público, sino en una clínica de maternidad privada, donde la paga es mejor.
Dos días después del encuentro en la playa de Clifton él se pasa por la residencia de las enfermeras. Jacqueline le está esperando en el vestíbulo principal, vestida para salir, y se van de inmediato. Varias caras se asoman a mirarlos desde una ventana del piso superior; se da cuenta de que otras enfermeras le observan con curiosidad. Es demasiado joven, está claro que es demasiado joven para una mujer de treinta años; y con sus ropas sosas y sin coche, también está claro que no es un gran partido.
Al cabo de una semana Jacqueline ha abandonado la residencia de enfermeras y se ha mudado al apartamento con él. Al echar la vista atrás, él no recuerda haberla invitado: sencillamente no supo resistirse.
Nunca ha vivido con nadie antes, desde luego, no con una mujer, una amante. Incluso de niño tenía una habitación propia con cerrojo en la puerta. El piso de Mowbray se compone de una habitación grande, con una entrada que conduce a la cocina y el baño. ¿Cómo va a sobrevivir?
Intenta recibir de forma acogedora a su repentina compañera nueva, intenta dejarle sitio. Pero pasados unos días ha empezado a molestarle la acumulación de cajas y maletas, la ropa tirada por todos lados, el desorden del lavabo. Le tiene pavor al ruido del escúter que anuncia el regreso de Jacqueline tras el turno de día. Aunque todavía hacen el amor, crece el silencio entre los dos, con él sentado a la mesa fingiéndose absorto en sus libros y ella deambulando, sin que nadie le haga caso, suspirando, fumando un cigarrillo tras otro.
Jacqueline suspira mucho. Es el modo en que se expresa su neurosis, si es que se trata de eso, de una neurosis: suspirar y sentirse exhausta y llorar a veces en silencio. La energía, las risas y el descaro de su primer encuentro han quedado en nada. La felicidad de aquella noche fue un simple claro en las nubes de la melancolía, tal vez el efecto del alcohol, o incluso puede que Jacqueline le tomara el pelo.
Duermen juntos en una cama individual. En la cama, Jacqueline habla sin parar de hombres que la han utilizado, de terapeutas que se han apoderado de su mente y la han convertido en su muñeca. Él se pregunta si también es uno de esos hombres. ¿La está utilizando? ¿Hay otro hombre con el que se queje de él? Él se duerme mientras Jacqueline sigue hablando, por la mañana se despierta ojeroso.
Jacqueline es una mujer atractiva, se mire como se mire, más sofisticada, con más mundo de lo que él merece. La cruda verdad es que, de no ser por la rivalidad entre las dos mellizas, no se acostaría con él. Es un peón en la partida de ellas, un juego que antecede con mucho a su entrada en escena: no se engaña al respecto. No obstante, ya que ha sido el elegido, no debería cuestionarse su buena suerte. Comparte apartamento con una mujer diez años mayor que él, una mujer experimentada que durante su época del Guy’s Hospital se ha acostado (dice) con ingleses, franceses, italianos, hasta con un persa. Si no puede proclamar que le quieren por sí mismo, al menos se le ha dado la oportunidad de ampliar su educación en el campo de la erótica.
Tales son sus esperanzas. Pero tras un turno de doce horas en la maternidad seguido de una cena consistente en coliflor con bechamel y una velada de silencio taciturno, Jacqueline no se siente muy generosa consigo misma. Cuando le besa, si es que le besa, lo hace por obligación, porque si el sexo no es la razón de que dos adultos se hayan encerrado en un espacio vital tan incómodo y apretado, ¿qué otro motivo pueden tener para estar allí?
La crisis estalla mientras él está fuera. Jacqueline busca su diario y lee lo que él ha escrito sobre su vida en común