El muro de la memoria
Hombre alto en el jardín
Alma Konachek, de setenta y cuatro años, vive en Vredehoek, una zona residencial por encima de Ciudad del Cabo: un lugar de lluvias cálidas, lofts con grandes ventanales y automóviles silenciosos y depredadores. Detrás de su jardín, la Montaña de la Mesa se alza inmensa, verde y ondulada; más allá de la galería de la cocina, un millar de luces urbanas parpadean y se van consumiendo tras cortinas de niebla cual llamas de vela.
Una noche de noviembre, a las tres de la madrugada, Alma despierta al oír que la verja de seguridad que protege la puerta principal se abre con un traqueteo y alguien entra en su casa. Siente una sacudida y derrama un vaso de agua sobre la mesita de noche. Una tabla del entarimado de la sala de estar cruje. Oye lo que podría ser una respiración. El agua gotea en el suelo.
Alma consigue emitir un susurro: «¿Hola?».
Una sombra cruza fugaz el vestíbulo. Oye el roce de un zapato en las escaleras, luego nada. Entra una ráfaga de aire nocturno en la habitación: huele a flor de frangipani y carbón vegetal. Alma se lleva un puño al corazón.
Al otro lado de las ventanas de la galería, retazos de nube iluminados por la luna sobrevuelan a la deriva la ciudad. El agua derramada se desliza hacia la puerta del dormitorio.
«¿Quién anda ahí? ¿Hay alguien ahí?»
El reloj de caja de la sala marca los segundos con firmeza. A Alma le retumba el pulso en los oídos. Tiene la sensación de que el dormitorio rota muy lentamente.
«¿Harold? —Alma se acuerda de que Harold está muerto, pero no puede evitarlo—. ¿Harold?»
Otro paso desde el piso de arriba, otro quejido de una tabla. Transcurre algo así como un minuto. Quizá oye a alguien bajar la escalera. Tarda otro minuto entero en armarse de valor para ir hasta la sala arrastrando los pies.
La puerta principal está abierta de par en par. El semáforo al final de la calle parpadea ámbar, ámbar, ámbar. Las hojas guardan silencio, las casas están a oscuras. Cierra de un tirón la verja de seguridad, da un portazo, echa el cerrojo y escudriña por la celosía de la ventana. Menos de veinte segundos después está ante la mesita del vestíbulo, manejando torpemente un bolígrafo.
«Un hombre —escribe—. Hombre alto en el jardín.»
El muro de la memoria
Alma está descalza y sin peluca en el dormitorio de arriba con una linterna. El reloj de la sala de estar hace tictac sin parar, liquidando la noche. Hace un momento, Alma estaba haciendo algo muy importante, está segura. Algo de vida o muerte. Pero ahora no recuerda lo que era.
La única ventana está entreabierta. La cama del cuarto de invitados está pulcramente hecha, la colcha alisada. En la mesita de noche hay un aparato del tamaño de un microondas, con la leyenda «Propiedad del Centro de Investigación de la Memoria de Ciudad del Cabo». Tres cables salen del mismo en espiral y se conectan con algo que se parece vagamente a un casco de ciclista.
La pared delante de Alma está cubierta de recortes de papel. Diagramas, mapas, hojas de bordes mellados con multitud de garabatos. Entre los papeles relucen cientos de cartuchos de plástico, cada cual del tamaño de un librillo de cerillas, con un número de cuatro cifras grabado y clavado a la pared por un único orificio.
El haz de la linterna se posa sobre una fotografía en color de un hombre que sale caminando del mar. Alma toca los bordes con las yemas de los dedos. El hombre lleva remangados los pantalones hasta las rodillas; su expresión es mitad mueca, mitad sonrisa. Agua fría. Sobre la foto, con una caligrafía que reconoce como propia, se lee el nombre «Harold». Conoce a ese hombre. Puede cerrar los ojos y recordar la carne rosada de sus encías, los pliegues del cuello, sus manos de nudillos grandes. Era su marido.
En torno a la foto, los retazos de papel y cartuchos de plástico se prolongan hacia fuera en capas abigarradas y superpuestas, anclados con chinchetas y chicle y clavitos. Ve listas de tareas pendientes, anotaciones, dibujos de lo que podrían ser bestias prehistóricas o monstruos. Lee: «Puedes confiar en Pheko». Y «Tomar la Coca-Cola de Polly». Un folleto reza: «Inmobiliaria Porter». Hay frases más raras: «dinocéfalos, pérmico tardío, cementerio de vertebrados gigantescos». Unas hojas de papel están en blanco; otras revelan un chaparrón de tachaduras y borraduras. En media página arrancada de un folleto hay una frase repetidamente subrayada con mano trémula: «Los recuerdos no están ubicados en el interior de las neuronas sino en el espacio extracelular».
Algunos cartuchos también llevan su caligrafía, debajo de los números. «Museo.» «Funeral.» «Fiesta en casa de Hattie.»
Alma parpadea. No recuerda haber escrito en los cartuchitos, arrancado páginas de libros ni colgado cosas en la pared.
Se sienta en el suelo en camisón, con las piernas estiradas. Entra una ráfaga de viento por la ventana y los recortes de papel cobran vida, bailotean, tiran de las chinchetas. Unas páginas sueltas trazan remolinos sobre la alfombra. Los cartuchos repiquetean ligeramente.
Cerca del centro de la pared, el haz de la linterna vuelve a dar con la fotografía del hombre que sale andando del mar. Mitad mueca, mitad sonrisa. «Es Harold —piensa—. Era mi marido. Murió. Hace años. Claro.»
Del otro lado de la ventana, más allá de las coronas de las palmeras, más allá de las luces de la ciudad, el océano está bañado en luz de luna, luego queda en sombra. Luz de luna, luego sombra. Pasa un helicóptero. Las palmeras aletean.
Alma baja la vista. Tiene un papel en la mano. «Un hombre —pone—. Hombre alto en el jardín.»
El doctor Amnesty
Pheko conduce el Mercedes. Las torres de apartamentos reflejan el sol matinal. Los sedanes ronronean en los semáforos. Por seis veces Alma mira con los ojos entornados los indicadores que pasan fugaces por su lado y le pregunta adónde van.
—Vamos a ver al doctor, señora Alma.
¿El doctor? Alma se frota los ojos, insegura. Intenta llenarse los pulmones. Juguetea con la peluca. Los neumáticos chirrían cuando el Mercedes sube las rampas de un aparcamiento.
La escalera del doctor Amnesty es de acero inoxidable y está bordeada de helechos. Ahí está la puerta a prueba de balas, la dirección estarcida en el ángulo. A Alma le resulta familiar, del mismo modo que se lo resultaría una puerta de la infancia; como si entre tanto ella hubiera doblado su tamaño.
Les franquean el paso con un zumbido a una sala de espera. Pheko tamborilea con los dedos sobre la rodilla. Cuatro sillas más allá, dos mujeres bien vestidas, una varias décadas más joven que la otra, están sentadas al lado de una pecera. Las dos llevan orondas perlas en los lóbulos. Alma piensa: «Pheko es la única persona negra en todo el edificio». Por un instante no recuerda lo que hace aquí. Pero el cuero de la silla, la grava azul en el acuario de agua salada: es la clínica de la memoria. Claro. El doctor Amnesty. En Green Point.
Unos minutos después acompañan a Alma hasta un sillón acolchado recubierto de papel arrugado. Ahora todo le resulta conocido: la caja de cartón de guantes de látex, la bandejita de plástico para los pendientes, dos electrodos bajo la blusa. Le quitan la peluca y le frotan un gel frío en el cráneo. La pantalla de televisión muestra dunas de arena, luego dientes de león, luego bambúes.
Amnesty. Qué apellido tan ridículo: amnistía. ¿Qué significa? ¿Un perdón? ¿Un indulto? Pero es más permanente que un indulto, ¿no? La amnistía es para las infracciones. Para alguien que ha hecho algo mal. Le pedirá a Pheko que lo consulte cuando vuelvan a casa. O quizá recuerde consultarlo ella misma.
La enfermera está hablando.
—¿Y el estimulador a distancia está dando resultado? ¿Nota alguna mejoría?
—¿Mejoría? —Eso cree. Todo parece ir a mejor—. Las cosas son más nítidas —dice Alma. Cree que es la clase de comentario que debe hacer. Se están forjando nuevas rutas. Está recordando cómo recordar. Es lo que quieren oír.
La enfermera murmura. Unos pies susurran por el suelo. La maquinaria invisible emite un zumbido. Alma, aturdida, alcanza a sentir cómo desenroscan los taponcitos de goma de los puertos que tiene en el cráneo y colocan cuatro tornillos simultáneamente en su lugar. Tiene una nota en la mano: «Pheko está en la sala de espera. Pheko llevará a la señora Alma a casa después de la sesión». Claro.
Se abre una puerta con un pequeño ojo de buey. Entra a paso ligero un hombre con ropa desechable verde que huele a chicle. Alma piensa: «Hay otros sillones acolchados en este lugar, otras salas como esta, con otras máquinas que levantan la tapa de otros cerebros confusos y fisgan en su interior. Hurgan en ellos en busca de recuerdos, graban esos recuerdos en cartuchitos cuadrados. Intentan combatir el olvido».
Le inmovilizan la cabeza. Las persianas de aluminio repiquetean contra la ventana. En las pausas entre una respiración y la siguiente, alcanza a oír el susurro del tráfico al pasar.
Desciende el casco.
Tres años antes, brevemente
«Los recuerdos no se almacenan como cambios en las moléculas en el interior de las neuronas», le dijo el doctor Amnesty a Alma durante su primera cita tres años antes. Llevaba en lista de espera diez meses. El doctor Amnesty tenía el pelo pajizo, la piel casi translúcida y las cejas invisibles. Hablaba inglés como si todas y cada una de sus palabras fueran diminutos huevos que hubieran de pasar con cuidado entre sus dientes.
«Es lo que siempre se había pensado pero estábamos equivocados. Lo cierto es que el sustrato de los recuerdos antiguos no está ubicado dentro de las neuronas sino en el espacio extracelular. En esta clínica nos centramos en esos espacios, los tintamos y los transcribimos a modelos electrónicos con la esperanza de enseñar a las neuronas dañadas a hacer las sustituciones adecuadas. Forjar nuevas rutas. Volver a recordar.
»¿Lo entiende?»
Alma no lo entendió. Lo cierto es que no. Durante meses, desde la muerte de Harold, había estado olvidando cosas: olvidaba pagarle a Pheko, olvidaba desayunar, olvidaba lo que significaban las cifras de la chequera. Salía al jardín con las tijeras de podar y llegaba un momento después sin ellas. Encontraba el secador de pelo en un armario de la cocina, las llaves del coche en el bote del té. Sondeaba su mente en busca de un nombre y salía con las manos vacías: ¿Cacerola? ¿Alfombra? ¿Cachemir?
Ya le habían diagnosticado demencia dos médicos. Alma hubiera preferido amnesia: un borrado más rápido, menos cruel. Esto era una corrosión, un lento derrame. Siete décadas de historias, cinco décadas de matrimonio, cuatro décadas de trabajo en la Inmobiliaria Porter, más casas y compradores de las que podría contar; espátulas y tenedores de ensalada, novelas y recetas, pesadillas y ensueños, holas y adioses. ¿De verdad podía borrarse todo?
«No ofrecemos una cura —decía el doctor Amnesty—, pero es posible que podamos ralentizar el proceso. Es posible que podamos devolverle algunos recuerdos.»
Juntó las yemas de los dedos en forma de triángulo. Alma percibió que se avecinaba una declaración.
«Tiende a progresar muy rápidamente sin estos tratamientos —dijo—. Cada día le resultará más difícil estar en el mundo.»
Agua en un jarrón, estropeando los tallos de las rosas. Óxido colonizando los fiadores de una cerradura. Azúcar corroyendo la dentina de los dientes, un río erosionando sus orillas. A Alma se le ocurría un millar de metáforas, y todas eran inadecuadas.
Era viuda. Sin hijos, sin mascotas. Tenía su Mercedes, un millón y medio de rands ahorrados, la pensión de Harold y la casa de Vredehoek. El procedimiento del doctor Amnesty ofrecía cierta esperanza. Firmó.
La operación fue una niebla. Cuando volvió en sí, le dolía la cabeza y no tenía cabello. Palpó con los dedos los cuatro tapones de goma fijados al cráneo.
Una semana después Pheko volvió a llevarla a la clínica. Una de las enfermeras del doctor Amnesty la acompañó hasta un sillón de cuero parecido a los de los dentistas. El casco era una mera vibración en la parte superior del cuero cabelludo. Le dijeron que recuperarían recuerdos; no podían predecir si esos recuerdos serían buenos o malos. Era indoloro. Alma tuvo la sensación de que unas arañas tejían telas de punta a punta de su cabeza.
Dos horas después de esa primera sesión el doctor Amnesty la envió a casa con un estimulador de memoria a distancia y nueve cartuchitos en una caja de cartón. Todos los cartuchos eran del mismo polímero beige, con un número de cuatro cifras impreso en la parte superior. Observó detenidamente el reproductor a distancia durante dos días antes de subirlo al dormitorio un mediodía ventoso, cuando Pheko había salido a hacer la compra.
Lo enchufó e introdujo un cartucho al azar. Le subió un estremecimiento por las vértebras del cuello y luego sintió que el cuarto se iba alejando por capas. Las paredes se disolvieron. A través de grietas en el techo, el cielo se onduló como una bandera. Entonces la visión de Alma se extinguió, como si la estructura de su casa se hubiera sumido por un desagüe y se hubiera vuelto a materializar un mundo anterior.
Estaba en un museo: techo alto, iluminación escasa, un olor como a revistas viejas. El Museo Sudafricano. Harold estaba a su lado, inclinado sobre una vitrina, emocionado, le brillaban los ojos. «¡Míralo! ¡Qué joven!» Los pantalones caquis le quedaban cortos, le asomaban los calcetines negros de los zapatos. ¿Cuánto hacía que lo conocía? ¿Seis meses, quizá?
Ella se había equivocado al escoger los zapatos: ceñidos, demasiado rígidos. Ese día el tiempo había sido perfecto y Alma hubiera preferido sentarse en Company Gardens bajo los árboles con su nuevo novio alto. Pero era al museo donde Harold quería ir y ella quería estar con él. Poco después estaban en una sala de fósiles, un par de docenas de esqueletos encima de podios, unos grandes como rinocerontes, otros con colmillos larguísimos, todos con inmensos cráneos sin ojos.
«Ciento ochenta millones de años más antiguos que los dinosaurios, ¿eh?», susurró Harold.
Cerca, unas colegialas mascaban chicle. Alma vio a la más alta escupir lentamente sobre una fuente de agua de porcelana y luego succionar el salivazo para volver a metérselo en la boca. Un letrero advertía con pulcra caligrafía que la fuente era «Solo para personas blancas». Alma se sentía como si unos tornos le estuvieran estrujando los pies.
«Solo un momento más», dijo Harold.
La Alma de setenta y un años lo veía todo a través de la Alma de veinticuatro. ¡Era Alma a los veinticuatro años! ¡Tenía las palmas de las manos húmedas, le dolían los pies y estaba de cita con Harold vivo! ¡Un Harold joven y delgado! Estaba entusiasmado con los esqueletos; parecían animales mezclados con animales, dijo. Cabezas de reptil sobre cuerpos de perro. Cabezas de águila sobre cuerpos de hipopótamo. «No me harto nunca de verlos», le comentaba el joven Harold a la joven Alma con un lustre juvenil en el rostro. «Hace doscientos cincuenta millones de años —dijo—, estas criaturas murieron en el barro, sus huesos se comprimieron lentamente entre las piedras.» Ahora alguien los había exhumado; ahora estaban reconstruidos a la luz.
«También fueron nuestros antepasados», susurró Harold. Alma apenas soportaba mirarlos: eran feroces, sin ojos ni carne; parecían concebidos únicamente para despedazarse entre sí. Quería llevar a ese chico alto a los jardines, sentarse a su lado cadera con cadera en un banco y quitarse los zapatos. Pero Harold tiraba de ella: «Esto es un gorgonopsio. Una gorgona. Del tamaño de un tigre. Doscientos, trescientos kilos. Del Pérmico. Es solo el segundo esqueleto completo hallado. No muy lejos de donde crecí, por cierto». Le apretó la mano a Alma.
Alma se sintió mareada. El monstruo tenía patas cortas y potentes, las cuencas de los ojos del tamaño de un puño y la boca llena de colmillos. «Aquí pone que cazaban en manada —susurró Harold—. ¿Te imaginas toparte con seis así en pleno monte?» La Alma de veinticuatro años se estremeció en el recuerdo.
«Damos por supuesta nuestra existencia —continuó él—, pero no es más que pura chiripa, ¿verdad?» Se volvió hacia ella, a punto de explicarse, y al hacerlo las sombras surgieron desde los márgenes como tinta, inundaron la escena entera, emborronaron el techo abovedado y a la colegiala que había estado escupiendo en la fuente, y por fin al joven Harold y sus pantalones demasiado cortos. El dispositivo a distancia emitió un silbido; el cartucho salió disparado; el recuerdo se desmoronó sobre sí mismo.
Alma parpadeó y se encontró aferrada al travesaño de la cama de invitados, sin aliento, a cuatro kilómetros y cinco décadas de distancia. Se desenroscó el casco. Por la ventana un zorzal cantaba chii-chuiiiuu. Un dolor le recorrió las raíces de los dientes a Alma. «Dios mío», se dijo.
El contable
Eso fue hace tres años. Ahora media docena de médicos de Ciudad del Cabo están cosechando recuerdos de personas ricas e imprimiéndolos en cartuchos, y a veces se trafica en la calle con esos cartuchos. Se ha sabido que hay ancianos en asilos que están utilizando las máquinas de recuerdos como si fueran droga, introduciendo los mismos cartuchos andrajosos en sus aparatos a distancia: noche de bodas, tarde de primavera, paseo en bici por el cabo. Los cuadraditos de plástico están lisos y lustrosos por efecto de la insistencia de los dedos envejecidos.
Pheko lleva a Alma a casa desde la clínica con quince nuevos cartuchos en una caja de cartón. No quiere echar una siesta. No quiere los triángulos de tostada que Pheko le deja en una bandeja junto al asiento. No quiere más que sentarse en el dormitorio de arriba, encorvada, muda y mustia en su sillón con el casco del dispositivo a distancia enroscado en los puertos de la cabeza y algún que otro hilillo de baba cayéndole de la boca. Vivir menos en este mundo que en un pasado sintetizado en Technicolor donde momentos olvidados llegan a través de cables.
Cada media hora o así, Pheko le limpia la barbilla e inserta un cartucho nuevo en el aparato. Introduce el código y la ve poner los ojos en blanco. Hay casi un millar de cartuchos clavados en la pared delante de ella; cientos más están amontonados por la alfombra.
Hacia las cuatro el BMW del contable aparca delante de la casa. Entra sin llamar y grita «Pheko» escaleras arriba. Cuando este baja, el contable ya tiene el maletín abierto encima de la mesa de la cocina y está escribiendo algo en una carpeta. Lleva mocasines sin calcetines y un jersey azul pavo real que parece sumamente suave. Su pluma es de plata. Dice «hola» sin levantar la vista.
Pheko le saluda, enciende la cafetera y se aparta de la encimera con las manos detrás de la espalda. Procura no inclinar la cabeza en un ademán de servilismo. La pluma del contable susurra sobre el papel. Del otro lado de la ventana nubes de color malva forman rizos sobre el Atlántico.
Cuando el café está preparado, Pheko sirve una taza y la deja junto al maletín del hombre. Continúa de pie. El contable escribe durante otro minuto. La nariz le silba al respirar. Al final levanta la vista y dice:
—¿Está arriba?
Pheko asiente.
—Bien. Mira, Pheko. He recibido una llamada de ese… médico hoy. —Le lanza una mirada dolida y tamborilea con la pluma sobre la mesa. Tac. Tac. Tac—. Tres años. Y no ha avanzado mucho. El doctor dice que sencillamente cogimos la enfermedad muy tarde. Dice que igual hemos demorado cierto deterioro, pero ahora se ha terminado. La roca es demasiado grande para ponerle freno a estas alturas, eso ha dicho.
Arriba, Alma guarda silencio. Pheko se mira la parte superior de los zapatos e imagina una roca que arrolla árboles a su paso. Ve a su hijo de cinco años, Temba, en la escuela de la señorita Amanda, a quince kilómetros de allí. ¿Qué está haciendo Temba en ese instante? Comer, tal vez. Jugar al fútbol. Llevar sus gafas puestas.
—La señora Konachek requiere cuidados veinticuatro horas al día —dice el contable—. Hace ya tiempo que debería ser así. Seguro que lo veías venir, Pheko.
Pheko carraspea.
—Yo cuido de ella. Vengo siete días a la semana, del amanecer al anochecer. Muchas veces me quedo más tarde. Cocino, limpio, hago la compra. No hay ningún problema.
El contable arquea las cejas.
—Hay muchos problemas, Pheko, eso ya lo sabes. Y haces un buen trabajo. Un buen trabajo. Pero se nos ha acabado el tiempo. Ya la viste en las oficinas del gobierno el mes pasado. El médico dice que se le olvidará cómo comer. Se le olvidará cómo sonreír, cómo hablar, cómo hacer sus necesidades. Con el tiempo, probablemente, olvidará cómo tragar. Es una suerte terrible, en mi opinión. ¿Quién se merece algo así?
El viento en las palmeras del jardín hace un ruido como de lluvia. Llega un crujido de arriba. Pheko hace un esfuerzo por mantener las manos inmóviles detrás de la espalda. Piensa: «Ojalá estuviera el señor Konachek. Vendría del estudio con una polvorienta camisa de lona, con las gafas de seguridad levantadas sobre la frente, la cara como si se la hubieran hervido. Bebería directamente de la cafetera, le pasaría el brazo bien grande por los hombros a Pheko y diría: “¡No puedes despedir a Pheko! ¡Pheko lleva quince años con nosotros! ¡Ahora tiene un hijo pequeño! Venga ya, ¿eh?”. Lanzaría guiños a todos. Quizá le daría una palmada en la espalda al contable».
Pero el estudio está oscuro. Harold Konachek lleva muerto más de cuatro años. La señora Alma está arriba, conectada a su máquina. El contable se guarda la pluma en un bolsillo y abrocha los cierres del maletín.
—Podría quedarme en la casa, con mi hijo —prueba Pheko—. Podríamos dormir aquí. —La súplica suena modesta y desesperada incluso a sus propios oídos.
El contable se pone en pie y se quita de un manotazo algo invisible de la manga del jersey.
—La casa sale a la venta mañana —dice—. Llevaré a la señora Konachek al asilo Suffolk la semana que viene. No hay necesidad de hacer el equipaje mientras siga aquí; solo la asustaría. Puedes quedarte hasta el lunes que viene.
Luego coge el maletín y se marcha. Pheko oye alejarse sigilosamente el coche. Alma empieza a llamar de arriba. La taza de café del contable humea intacta.
La isla del tesoro
Al anochecer Pheko hierve una pechuga de pollo y pone un montoncito de judías verdes de acompañamiento. Del otro lado de la ventana flotillas de nubes de lluvia se congregan sobre el Atlántico. Alma mira el plato como si fuera un rompecabezas incomprensible. Pheko dice:
—¿Ha encontrado el doctor algunos buenos esta mañana, señora Alma?
—¿Buenos? —Parpadea. El reloj de caja en el salón hace tictac. En la habitación destella una intensa luz plateada. Pheko es un par de globos oculares, un olor como a jabón—. Antiguos —dice Alma.
La ayuda a ponerse el camisón y le pone un cilindro de dentífrico sobre el cepillo de dientes. Luego las pastillas: dos blancas, dos doradas. Alma se acuesta en la cama mascullando preguntas.
La lluvia traída por el viento inicia un suave repiquetear contra las ventanas.
—Bien, señora Alma —dice Pheko. Le sube la colcha hasta el cuello—. Tengo que ir a casa. —Tiene la mano en la lámpara. Le vibra el móvil en el bolsillo.
—Harold —dice Alma—. Léeme algo.
—Soy Pheko, señora Alma.
Alma menea la cabeza.
—Maldita sea.
—Ha hecho trizas su libro, señora Alma.
—¿Ah, sí? Qué va. Eso lo ha hecho otra persona.
Un soplido. Un suspiro. En la cómoda hay tres lustrosas pelucas encima de cabezas de porcelana sin rasgos.
—Diez minutos —dice Pheko.
Alma se recuesta, calva, vidriosa, una niña marchita. Pheko se sienta en la silla al lado de la cama y coge La isla del tesoro de la mesita. Se desprenden páginas al abrirlo.
Lee los primeros párrafos de memoria. «Lo recuerdo como si fuera ayer, meciéndose como un navío llegó a la puerta de la posada, y tras él arrastraba, como en unas angarillas, su cofre marino; era un viejo recio, macizo, alto, con el color de bronce viejo…»
Una página más y Alma se queda dormida.
B478A
Pheko coge el Golden Arrow de las 9.20 a Khayelitsha. Es un hombrecillo con pantalones negros y un jersey rojo de punto trenzado. En el asiento del autobús, apenas llega al suelo con los zapatos. Urbanizaciones valladas, muros de buganvilla y pequeños bistrós iluminados con bombillas de colores desfilan fugaces por su lado. En Hanny Street el autobús hace una parada delante del polideportivo Virgin Active Fitness, donde en tres piscinas cubiertas arde una luz verde mar; unos pocos nadadores de última hora avanzan trabajosamente por las calles, un tobogán elefantino arroja agua en el rincón.
El autobús se llena de chicas del asentamiento para negros: limpiadoras de oficinas, camareras, lavanderas, mujeres que responden a un nombre en Ciudad del Cabo y a otro en los asentamientos, amas de llaves llamadas Sylvia o Alice a punto de convertirse en madres llamadas Malili o Momtolo.
La llovizna abre vetas en las ventanillas. Voces murmuran en xhosa, sotho, tswana. Las distancias entre las farolas se hacen más largas; poco después Pheko solo alcanza a ver los conos vueltos del revés de los focos de las carteleras aquí y allá en la oscuridad. «Bebe Opa.» «Denuncia a los ladrones de cable.» «Ponte condón.»
Khayelitsha son cuarenta y cinco kilómetros cuadrados de chabolas hechas de aluminio y ladrillo de ceniza, arpillera y portezuelas de coche. A finales de siglo era el hogar de medio millón de personas; ahora es cuatro veces más grande. Refugiados de guerra, refugiados del agua, refugiados del sida. El paro puede llegar al sesenta por ciento. Un millar de torres de iluminación descuellan al azar sobre las chozas cual árboles sin ramas. Mujeres llevan bebés o bolsas de plástico, verduras o bidones de agua de cuarenta litros por las cunetas. Pasan hombres tambaleándose en bicicleta. Deambulan perros.
Pheko se apea en la Zona C y se apresura por delante de una hilera de chabolas bajo la lluvia. Tintinean carillones de viento. Una cabra se abre paso entre los charcos. Hombres de aspecto aletargado se apoyan en parachoques de taxis hechos polvo o cajas de fruta vueltas del revés o bajo lonas andrajosas. Alguien, unas callejuelas más allá, prende un artilugio pirotécnico que se abre y se desvanece sobre los tejados.
El B478A es un cobertizo verde pálido con suelo arenoso y puerta azul claro. Tres neumáticos sin dibujo mantienen el tejado en su sitio. Las dos ventanas tienen rejas. Temba está dentro, todavía despierto, animado, susurrante, casi dando brincos sin moverse del sitio. Lleva una camiseta varias tallas más grande de lo debido; las gafitas le rebotan sobre la nariz.
—¡Papá —dice—, papá, te has retrasado veintiún minutos! Papá, Boginkosi ha atrapado tres gatos hoy, ¿no es increíble? Papá, ¿se puede hacer parafina con bolsas de plástico?
Pheko se sienta en la cama y espera a que se le adapte la vista a la penumbra. Las paredes están empapeladas con circulares de supermercado descoloridas. Lavavajillas por 1,99 rands. Zumo, dos unidades por una. La colada de ayer está tendida del techo. Hay una cocina rojiza de óxido encima de unos ladrillos en el rincón. Dos sillas plegables de metal y plástico completan el mobiliario.
Afuera la lluvia se cierne a través de las luces de vapor y repiquetea lenta y sosegadamente contra el tejado. Entran insectos con sigilo, en busca de refugio; mosquitos, milpiés y grandes moscas relucientes. Vetas idénticas de hormigas discurren por el suelo y se entrelazan formando canales bajo la cocina. Mariposas nocturnas baten las alas en las rejillas de la ventana. La voz del contable resuena en los oídos de Pheko: «Seguro que lo veías venir». Ve la pluma de plata reluciente a la luz de la cocina de Alma.
—¿Has comido, Temba?
—No me acuerdo.
—¿No te acuerdas?
—¡No, he comido! ¡He comido! La señorita Amanda tenía maíz cocido y alubias.
—¿Y has llevado hoy las gafas?
—Las he llevado.
—Temba.
—Las he llevado, papá. ¿Ves? —Se señala la cara con dos dedos.
Pheko se descalza.
—Vale, corderito. Te creo. Ahora elige una mano. —Tiende los dos puños. Temba está descalzo con el jersey enorme y sus ojos castaños parpadean detrás de las gafas.
Al final escoge la izquierda. Pheko menea la cabeza, sonríe y muestra la palma vacía.
—Nada.
—La próxima vez —dice Pheko.
Temba tose, se limpia la nariz. Parece reprimir una decepción conocida.
—Ahora quítate las gafas y haz uno de esos ataques de percebe tuyos —dice Pheko, y Temba deja las gafas encima de la cocina y se abalanza sobre su padre, rodeándole las costillas con las piernas. Ruedan por la cama. Temba le estruja a su padre el cuello y la espalda.
Pheko retrocede, da zancadas exageradas por la pequeña chabola con el niño aferrado a él.
—Papá —dice Temba, que habla pegado al pecho de su padre—. ¿Qué había en la otra mano? ¿Qué tenías esta vez?
—No te lo puedo decir —responde Pheko. Finge intentar zafarse de los brazos del niño—. La próxima vez tienes que acertar.
Pheko va dando pisotones por la casa. El niño sigue colgado de él. Su frente es una piedra contra el esternón de Pheko. El pelo le huele a polvo, virutas de lapicero y humo. La lluvia murmura contra el tejado.
Hombre alto en el jardín
El lunes por la noche Roger Thsoni lleva al pequeño y discreto manipulador de memoria llamado Luvo al elegante barrio residencial de Vredehoek y, por decimosegunda vez, fuerza la entrada de la casa de Alma Konachek. Roger tiene el cabello y la barba blancos y la nariz como una calabaza parda. Sus dientes son de color naranja. Despide un hedor a tabaco barato. La banda de su sombrero de paja lleva impreso «Ma Horse» tres veces en torno a la circunferencia.
Cada vez que Roger ha abierto con ganzúa la cerradura de la verja de seguridad, Alma se ha despertado. Cree que debe de tener algo que ver con una alarma, pero no ha visto ninguna en el interior de la casa. De todos modos, Roger ha renunciado a intentar esconderse. Esta noche apenas se molesta en guardar silencio. Espera en el umbral, contando hasta quince, y luego entra con el chico.
A veces ella amenaza con llamar a la policía. A veces le llama Harold. A veces algo peor: chico. O salvaje. O negrata. En plan despectivo: «Ponte a trabajar, chico». O: «Maldita sea, chico». A veces mira a través de él con ojos vacíos como si estuviera hecho de humo. Si la asusta, sencillamente se aleja, se fuma un cigarrillo en el jardín y vuelve a entrar por la puerta de la cocina.
Esta noche Roger y Luvo permanecen en la sala de estar un momento, los dos empapados de lluvia, contemplando la ciudad por las puertas de cristal de la galería: unas pocas luces rojas parpadean entre diez mil de color ámbar. Se limpian la nariz; escuchan cómo Alma masculla para sí misma en el dormitorio al final del pasillo. El océano más allá del puerto es una negrura invisible bajo la lluvia.
—Es como un búho, esa señora —susurra Roger.
El chico llamado Luvo se quita el gorro de lana, se rasca entre los cuatro puertos instalados en la cabeza y sube las escaleras. Roger entra en la cocina, coge tres huevos de la nevera y los pone a hervir en una cacerola. Poco después, Alma sale de la habitación arrastrando los pies, descalza, calva, poco más grande que una niña.
Las manos de Roger susurran sobre la pechera de su camisa, buscan un cigarrillo sin encender guardado en la cinta del sombrero y vuelven a los bolsillos. Son sus manos, según ha averiguado, lo que la aterran, más que cualquier otra cosa. Manos largas. Manos morenas.
—Tú eres… —sisea Alma.
—Roger. A veces me llama Harold.
Se pasa una muñeca por la nariz.
—Tengo una pistola.
—No es verdad. De todos modos, no podría dispararme. Venga a sentarse.
Alma lo mira, confusa. Pero un momento después, se sienta. La única luz es la que arroja el círculo azul de la llama. Allá abajo en la ciudad los puntos de luz de los automóviles se dilatan y se disuelven a medida que se desplazan entre las gotas de lluvia de los cristales.
La casa le resulta sofocante a Roger esta noche, con la carraca del reloj de caja, los sofás inmaculados y la vitrina grande del estudio. Se muere de ganas de encender el cigarrillo.
—Hoy el médico le ha dado unos cartuchos nuevos, ¿verdad, Alma? He visto que ese criado suyo la llevaba a Green Point.
Alma guarda silencio. Los huevos tamborilean en la cazuela. Parece como si el tiempo se hubiera detenido dentro de ella: las venas gruesas como sogas, con aspecto de pajarillo, inexpresiva. Una sola arteria azul le late encima de la oreja derecha. Lleva los cuatro tapones de goma firmemente ajustados contra el cuero cabelludo.
Frunce levemente el ceño.
—¿Quién eres?
Roger no contesta. Apaga el quemador y saca los tres huevos humeantes con un cucharón perforado.
—Yo soy Alma —dice ella.
—Ya lo sé —responde Roger.
—Sé lo que estás haciendo.
—¿Ah, sí? —Deposita los huevos sobre un trapo de cocina delante de ella. Lo han hecho ya una docena de veces a lo largo del último mes, los dos sentados a la mesa de la cocina en mitad de la noche, Roger y Alma, un negro alto, una blanca entr