El reino de Celama

Luis Mateo Díez

Fragmento

cap-2

1

Lo que pudiera contar es casi lo mismo que lo que pudiera recordar de un sueño, o de un mal sueño para ser más exacto. A veces pienso que un memorial sería lo más adecuado: poner sencillamente las palabras al servicio de los recuerdos, ordenadas con el único fin de que el olvido no se haga dueño y señor de ese reino de la nada en que se convertirá Celama.

El tiempo fluye con la misma inercia con que sucumbieron aquellos años de desconcierto, cuando la vida no parecía tener un sentido muy claro y la gente volvía a marcharse casi en la misma proporción en que los que se fueron dejaron de volver. Poco a poco se nivelaban las presencias y las ausencias, como si los que permanecían tuvieran borrada la idea de los que marcharon y aquellos se conformasen con la distancia que los haría desaparecer para siempre.

Esas presencias y ausencias se nivelaban a la baja, como todo en Celama, confluyendo en una reducción de la existencia misma: cada vez menos y con menos ganas, en las mismas hectáreas hueras, eso sí, que semejaban alcobas de casas que no se usan, donde los muebles no llenan el espacio sino que lo certifican, porque lo que ya no vale no ayuda a llenar lo que le corresponde sino a corroborar el vacío, que es lo que mejor promueve el abandono.

En cualquier caso, el orden de lo que pudiera contar tiene un principio en la geografía porque Celama, a pesar de todo, sigue siendo un Territorio, quiero decir que lo que subsiste en ese reino desolado es la demarcación de una tierra situada en el centro de la mitad meridional de la Provincia, una franja perfectamente delimitada del resto de la Meseta por los Valles de los ríos Urgo y Sela. El Urgo pone límite a la zona en toda su longitud Oeste y el Sela por el Este. La planicie va perdiendo su carácter hacia el Norte, en la transición de la Cordillera, y también hacia el Sur, donde la aproximación de los ríos, que acarreará la desembocadura del Urgo en el Sela, origina mayor erosión y da lugar a una zona de vallonadas.

Los geólogos dicen que Celama está constituida por terrenos modernos que van del Neógeno al Cuaternario. Antes de que el agua del Pantano produjera la transformación, cuando la tierra mantenía la identidad de su pobreza más antigua, el relato de los geólogos resultaba más evidente y explícito en la aspereza del paisaje. Luego la tierra transformada recuperó un verdor que no le correspondía, ganó la suerte de un raro vergel agrícola, y alguno de los forasteros que cruzaban las hectáreas húmedas rememoraba otra antigüedad mucho más remota, de la que en Celama nadie sabía nada: la antigüedad de los bosques que recriaban en la espesura los animales más variados y de la que, al parecer, había constancia en una lápida dedicada a Diana por el legado de una histórica Legión, allá en los años ciento sesenta después de Cristo. El legado se llamaba Tulio Máximo y dedicaba a Diana la cornamenta de los ciervos cazados en la Llanura.

Pero la descripción de los geólogos se atiene a esa otra aridez de las entrañas en la que el tiempo se mide en cantidades de oscuridad, quiero decir que la materia ordena su formación sin que el tiempo la controle, en cantidades de oscuridad mineral de las que nadie tuvo conciencia.

Dicen que sobre el relieve paleozoico se depositó durante el Mioceno, por toda Celama, un manto de arcillas arenosas con algunos cantos rodados de cuarzo. Y que en el Plioceno, arrastres masivos en forma de mantos cubrieron el substrato arcilloso con un nuevo depósito de materiales sueltos, rañas, constituidas por cantos de cuarcita, arcillas salubosas y limos. Del Cuaternario proviene la formación de los terrenos más recientes de terrazas y aluviales, donde será posible la actividad agraria. La erosión ha eliminado en algunas zonas las capas de rañas, dejando al descubierto retazos del substrato y dando lugar a suelos de tipo arcilloso. La pedregosidad es mayor y más abundante en los suelos que tienen su origen en los depósitos de rañas, más numerosos al Norte de Celama. Suelos ácidos en general, con poca materia orgánica y bajísimo contenido en elementos químicos fundamentales. La escorrentía resulta lenta y el drenaje interno también. La pedregosidad siempre dificultó las labores de estos suelos.

Tampoco sería preciso decir mucho más del destino primordial del Territorio, de esas vicisitudes que los geólogos enumeran como razones compaginadas en los distintos estratos que acumulan su pasado material, pero algo era necesario porque los habitantes de Celama siempre vivieron obsesionados por abrir los Pozos que sirviesen para sangrar la tierra en los reducidos espacios que les permitieran algún cultivo de sustento, entre la fiebre del secano y el pedregal oscuro que brillaba en la planicie como la roña de un cuerpo enfermo.

Alguien podría aventurar que en esa obsesión radica el destino espiritual de Celama, si convenimos que el espíritu es la razón misteriosa que infunde en la carne la inclinación de su deseo de supervivencia, siendo en este caso la carne la tierra misma que los geólogos analizan con esa especie de dictamen que determina su conformación en el tiempo, las vicisitudes de su naturaleza. El agua fue la medida de esa obsesión, tal vez porque las obsesiones más profundas son las que se construyen con lo que no se tiene, con el deseo de lo que se precisa con la urgencia de la necesidad extrema.

Los habitantes de Celama estaban hechos a la incuria de la sequedad, que era lo que los siglos legaban en la Llanura desolada. De esa incuria provenía su pobreza y en el intento de paliarla había, como siempre sucede, una lucha por la vida que animaba el espíritu con la fortaleza de su decisión, aunque el espíritu tampoco tenía muy claramente definidos sus poderes, porque el espíritu se difumina cuando la voluntad no supera el riesgo de la desgracia y el trabajo.

Además de esa razón misteriosa que infunde en la carne el deseo de supervivencia, el espíritu mostraba en Celama su condición fantasmal, también aceptada por los habitantes, porque bajo el manto de las rañas se presentía otro latido distinto al geológico, otra compaginación de estratos que sumaban los malos sueños y los peores augurios, las amenazas que componían en la sepultura de la tierra la morada de los pensamientos mortales. Por eso siempre hubo un temor incierto en el desarrollo de aquella obsesión, como si la tosca técnica de excavar los Pozos acarreara un riesgo añadido, más allá de los derrumbes y el fallo de los artilugios, en la emanación imprevista de un aliento fúnebre, en la maldición de un espectro dormido que no consentiría que no sufriera daño quien perturbara su sueño.

Siempre existió el sentimiento de que la muerte habitaba el subsuelo, y no en vano los muertos bajaban a ella, a recogerse en sus brazos una vez que los hacía suyos. Esa idea del espíritu fantasmal alimentaba el miedo de las noches de Celama, de aquellas en que la Llanura alcanzaba la vibración extrema del vacío, porque todos los años había media docena de noches en que la quietud hacía temblar la atmósfera como tiembla la nada cuando se congela. El miedo era una espina mortal que los más viejos sentían en su desamparo, y esa espina les cortaba la respiración generalmente en el límite del sueño y el sobresalto, alguna de esas noches.

Nadie comentaba nada de esa oculta y penosa emoción y en la conciencia de los habitantes de la Llanura, donde abundaban los creyentes, e

Suscríbete para continuar leyendo y recibir nuestras novedades editoriales

¡Ya estás apuntado/a! Gracias.X

Añadido a tu lista de deseos