PRÓLOGO
ABRIL DE 1995
En sueños, veÃa al niño frente a él. Ojos vivaces, sonrisa radiante, boca desdentada. Pecas que se marchitaban en invierno y florecÃan en primavera, cuando el sol calentaba. Pelo oscuro, grueso y alborotado, a su aire.
Incluso podÃa oÃr su voz, aquel registro tan peculiar e inconfundible. Y su aroma. Nunca habÃa sabido describirlo con exactitud; era demasiado particular. Una mezcla, quizá, de la sal que el viento arrastra a veces desde el mar y solo puede percibirse levemente, y del olor a raÃces que el sol libera al pie de los árboles. Y de las hierbas que en verano crecen a los lados del camino.
En alguna ocasión habÃa hundido la nariz en el pelo del pequeño para aspirar ese aroma.
Ahora volvió a hacerlo, en sueños, y el cariño que sentÃa por él le resultó casi insoportable.
Entonces su imagen empezó a palidecer y fue reemplazada por otras muy distintas.
El asfalto gris de una calle. Un cuerpo sin vida. Un rostro blanco como el papel. El sol en un cielo azul, narcisos en flor, primavera.
Se incorporó sobresaltado en la cama, completamente despierto, empapado en sudor. El corazón le latÃa con violencia. Le sorprendió que sus latidos no despertaran a la mujer que dormÃa junto a él. Pero aquello le pasaba todas las noches desde el accidente. No comprendÃa que ella pudiera dormir tan plácidamente mientras a él lo torturaban las imágenes hasta el punto de arrancarlo del sueño. Siempre las mismas imágenes: la calle, el cuerpo, el cielo azul, los narcisos, la primavera. En cierta manera, que fuera primavera lo empeoraba todo. TenÃa la absurda sensación de que las imágenes le resultarÃan más soportables si la calle estuviera nevada, pero sabÃa que no era verdad. Seguramente le resultarÃan insoportables de cualquier modo.
Se levantó en silencio, fue hasta el armario y cogió una camiseta limpia. Se quitó la que llevaba, llena de sudor, y la arrojó al suelo. TenÃa que cambiarse de camiseta todas las noches. Y ella nunca se enteraba.
La ventana del dormitorio no tenÃa persianas y la luna brillaba en el cielo, de modo que pudo ver bien su rostro delgado y de expresión astuta, y su pelo largo y rubio esparcido sobre la almohada. Respiraba suave y acompasadamente. La observó con ternura y se hizo la misma pregunta que se hacÃa cada noche sin dormir: ¿querÃa tanto a aquel niño porque no habÃa logrado el amor de ella?, ¿se habÃa dejado cautivar por la sonrisa del pequeño porque ella ya no le sonreÃa?
«Quizá jamás logre dar con las respuestas», pensó.
Porque el niño morirÃa. Por las noches lo veÃa claro. De dÃa recurrÃa a la razón y se decÃa que al final se recuperarÃa, o al menos que nadie podÃa asegurar lo contrario. Pero de noche, en cuanto despertaba de sus sueños, no era su raciocinio el que hablaba, sino una voz que le llegaba del subconsciente y no se dejaba acallar con facilidad:
«El niño morirá. Y será por tu culpa.»
Empezó a sollozar quedamente. Lloraba todas las noches.
No quiso despertar a la bella rubia que dormÃa en su cama. Ella nunca se fijaba en sus lágrimas, ni en los latidos de su corazón ni en su respiración agitada. HacÃa tanto tiempo que habÃa dejado de interesarse por él que no volverÃa a hacerlo solo porque se avecinara una catástrofe.
Unas noches atrás, no sabÃa cuántas, se habÃa preguntado qué pasarÃa si se marchaba sin más. Si dejaba atrás su vida actual: la casa, el jardÃn, sus amigos, su prometedora carrera. La mujer que habÃa dejado de interesarse por él. Quizá incluso su nombre, su identidad. Todas sus posesiones. Y sobre todo las imágenes que tanto lo atormentaban. Aunque a este respecto no se hacÃa demasiadas ilusiones: precisamente ellas no lo dejarÃan en paz. Lo seguirÃan a todas partes como su propia sombra, irÃan allá adonde fuera. Aunque quizá las soportara mejor si estuviera siempre en movimiento, si no se detuviera demasiado en ningún sitio, si no se demorara, si no echara raÃces.
Uno no puede huir de su culpa.
Pero puede correr muy rápido para no verse obligado a mirar atrás y ver continuamente su rostro desfigurado.
Quizá fuera buena idea.
Cuando el niño muriera, se marcharÃa de allÃ.
PRIMERA PARTE
DOMINGO, 6 DE AGOSTO DE 2006
Rachel Cunningham vio al hombre tras doblar la esquina de la calle principal y entrar en el callejón sin salida que daba a la iglesia y, algo más allá, a la casa parroquial. Llevaba un periódico bajo el brazo, se cobijaba a la sombra de un árbol y miraba alrededor con cierta indiferencia. De no haber sido porque el domingo pasado lo habÃa visto en el mismo sitio, apenas le habrÃa llamado la atención. Ahora, en cambio, pensó: «Ahà está ese otra vez».
Desde la iglesia le llegaron los acordes del órgano y el canto de los feligreses. Bien, la misa ya habÃa empezado. Aún le quedaba tiempo antes del servicio religioso infantil. El encargado de celebrarlo era Donald, un afable estudiante de TeologÃa. Rachel estaba colada por Don, como le llamaban los niños, y por eso le gustaba llegar pronto y asegurarse un sitio en el primer banco. Don celebraba su servicio religioso en la casa parroquial. Los que se sentaban en primera fila, habÃa descubierto Rachel, podÃan ayudarlo y encargarse de varias tareas: limpiar el altar o ayudar con el proyector de diapositivas. Dado su enamoramiento, Rachel se morÃa por esta clase de ocupaciones. Su amiga Julia, en cambio, opinaba que a sus ocho años Rachel era demasiado joven para un adulto y que no sabÃa nada del verdadero amor.
«¡Como si ella pudiera saberlo!», pensaba Rachel.
Rachel iba todos los domingos a la misa infantil, menos cuando sus padres planeaban algo con los niños. El próximo domingo, por ejemplo, era el cumpleaños de la hermana de mamá, y todos saldrÃan pronto hacia su casa, en Downham Market. Suspiró. No habrÃa Don, sino un dÃa aburrido y monótono con muchos parientes que se pasarÃan el rato hablando de cosas que no le interesaban. Y después se marcharÃan de vacaciones, casi dos semanas, a alguna casucha absurda en la isla de Jersey.
—¡Hola! —le dijo el desconocido cuando ella pasó junto a él—. Dime, ¿qué te ha puesto de malhumor?
Rachel dio un respingo. No sabÃa que sus pensamientos podÃan reflejarse de forma tan clara en su expresión.
—Ah, nada —dijo, y se dio cuenta de que se sonrojaba.
El hombre sonrió. ParecÃa simpático.
—Está bien, no se debe hablar con extraños. Dime, ¿vas a la iglesia? Porque llegas algo tarde…
—Voy al servicio religioso para los niños —dijo Rachel—, que empieza cuando acaba la misa.
—Mmm… entiendo. El que se encarga de celebrarlo esâ€