Muerte en Cape Cod

Mary Higgins Clark

Fragmento

Un cadáver en el armario

UN CADÁVER EN EL ARMARIO

Si aquella tarde de agosto Alvirah Meehan hubiera sabido lo que le esperaba en su nuevo y elegante apartamento de Central Park South, no se habría bajado del avión. Pero tal y como se presentaron las cosas, en su mente normalmente aguzada no se formó indicio alguno de malos presagios cuando el avión dio una vuelta en el aire antes de aterrizar.

Después de ganar en la lotería, Willy y ella se habían aficionado a viajar, pero Alvirah siempre se alegraba cada vez que volvían a Nueva York. Contemplar los rascacielos recortados contra las nubes y las luces del puente que atravesaba el East River tenía un no sé qué de grato.

Willy le dio unas palmaditas en la mano y Alvirah se volvió a mirarlo con una sonrisa cariñosa. Pensó entonces que tenía un aspecto magnífico con su nueva americana de lino azul, a juego con el color de sus ojos. Aquellos ojos y la abundante cabellera canosa convertían a Willy en un doble perfecto e inconfundible de Tip O’Neil.

Alvirah se alisó el cabello castañorrojizo que acababa de teñirse y peinarse en Dale de Londres. Dale se había asombrado al enterarse de que Alvirah tuviese sesenta años. «Bromeas», le había dicho soltando un gritito de asombro.

En la solapa llevaba su broche en forma de sol en el que ocultaba un micrófono. Alvirah grababa las conversaciones y luego las utilizaba en los artículos que publicaba en una sección del New York Globe.

—El viaje ha sido maravilloso —le comentó a Willy—, pero no fue una aventura sobre la que pueda escribir. Lo más emocionante ocurrió cuando la reina se detuvo a tomar el té en el hotel «Stafford Court» y el gato del director atacó a su perro welsh gorgi.

—Me alegro de haber tenido unas bonitas y tranquilas vacaciones —dijo Willy—. Ya no soporto que arriesgues la vida para resolver crímenes.

La azafata de «British Airways» bajó por el pasillo de la zona de primera clase para comprobar si los pasajeros se habían abrochado los cinturones.

—Ha sido un placer hablar con ustedes —les dijo.

Willy le había contado que antes de ganar cuarenta millones de dólares en la lotería, él era fontanero y Alvirah se dedicaba a hacer limpiezas.

—Vaya —comentó la azafata a Alvirah—, me cuesta creer que fuera usted una señora de hacer faenas.

Después de aterrizar, lograron colocar su juego de maletas «Vuitton» en el maletero y acomodarse en el taxi en un período de tiempo asombrosamente corto. Como era normal en agosto, en Nueva York hacía un calor pegajoso y húmedo. El taxi parecía un baño turco y Alvirah pensó con añoranza en su apartamento de Central Park South, que estaría divinamente fresco. Conservaban su antiguo pisito de tres habitaciones en Flushing, donde vivieron treinta años, antes de que la lotería les cambiara la vida. Como Willy señalaba, un buen día Nueva York podía quebrar y mandarlos a paseo en vez de pagarles los cheques. Por precaución, conservaron el piso y unos ahorrillos depositados en el «Citizens of Flushing Bank».

Cuando el taxi se detuvo delante del edificio de apartamentos, el conserje, de traje rojo y dorado e imponente sombrero de piel negra, abrió la portezuela.

—Se estará usted derritiendo —le comentó Alvirah—. Cualquiera hubiera dicho que no se molestarían en ponerle uniforme hasta que acabaran las obras.

El edificio estaba en plena reparación. En primavera, cuando compraron el apartamento, el agente inmobiliario les había asegurado que la remodelación estaría terminada en cuestión de semanas. A juzgar por los andamios del vestíbulo, estaba claro que el hombre había sido excesivamente optimista.

Delante de los ascensores se les unió otra pareja, un hombre alto, cincuentón, y una mujer vestida con un traje de cóctel de seda blanca, con una expresión que a Alvirah le recordó la de alguien que acaba de abrir la nevera y recibir una vaharada de huevos podridos. «Los conozco», pensó Alvirah y comenzó a barajar los recuerdos que guardaba su memoria prodigiosa. Era Carleton Rumson, el legendario productor de Broadway, y ella era Victoria, su mujer, una ex actriz que treinta años atrás había quedado segunda en el concurso de Miss América.

—¡Señor Rumson! —exclamó Alvirah esbozando una sonrisa que suavizaba un poco los rasgos de su prominente mandíbula, y le tendió la mano—. Soy Alvirah Meehan. Nos conocimos en el balneario Cypress Point de Pebble Beach. ¡Qué agradable sorpresa! Éste es Willy, mi marido. ¿Viven ustedes aquí?

—Tenemos un apartamento porque nos resulta cómodo —repuso Rumson con una sonrisa fugaz.

A regañadientes les presentó a su esposa. La puerta del ascensor se abrió en el instante en que Victoria Rumson se daba por presentada con un leve parpadeo. «Vaya pesada», pensó Alvirah al tiempo que analizaba el perfil perfecto pero arrogante, el cabello rubio claro peinado en un moño. Los años que llevaba leyendo People, US, el National Enquirer y los ecos de sociedad habían contribuido a que el cerebro de Alvirah se convirtiera en el depósito de una cantidad de información pavorosa sobre los ricos y famosos.

Cuando llegaron al piso treinta y cuatro, Alvirah había hecho un repaso de los jugosos detalles sobre Rumson. El productor era famoso por la avidez con que se le iban los ojos tras las chicas. La capacidad de su esposa de pasar por alto sus indiscreciones la habían hecho acreedora del apodo Vicky no ve maldades.

—Señor Rumson, el sobrino de Willy, Brian McCormack —dijo Alvirah—, es un estupendo autor de teatro. Acaba de terminar su segunda obra. Me encantaría que la leyera.

Rumson puso cara de fastidio y le contestó:

—El número de mi despacho está en la guía telefónica.

—En estos momentos están representando su primera obra en un teatro experimental de Nueva York —insistió Alvirah—. En una reseña han dicho que es un Neil Simon en potencia.

—Vamos, cariño —le sugirió Willy—. Estás entreteniendo a estos señores.

Inesperadamente a Victoria Rumson se le derritió la mirada glacial del rostro y dijo:

—Cariño, he oído hablar de Brian McCormack. ¿Por qué no lees la obra aquí? Si te la envían al despacho, quedará sepultada en algún cajón.

—Es usted muy amable, Victoria —dijo Alvirah, entusiasmada—. Mañana se la haré llegar.

Al salir del ascensor y dirigirse al apartamento, Willy le preguntó:

—Cariño, ¿no te parece que has estado demasiado insistente?

—En absoluto —respondió Alvirah—. Quien no se arriesga no pasa la mar. Para mí, cuanto pueda hacer por ayudar

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