Tratamiento letal

Robin Cook

Fragmento

Prólogo

PRÓLOGO

El 17 de febrero fue un día fatídico para Sam Flemming.

Sam se consideraba una persona muy afortunada. Había trabajado como broker para una de las firmas más importantes de Wall Street, y a los cuarenta y seis años ya era rico. Más tarde, como el jugador que sabe retirarse a tiempo, Sam cogió su dinero y huyó de los desfiladeros de cemento de Nueva York hacia el idílico Bartlet, en el estado de Vermont. Una vez allí, se dedicó a hacer lo que más le gustaba: pintar.

Sam siempre había disfrutado de buena salud. Y ello formaba parte de su caudal de suerte. Sin embargo, el 17 de febrero, a las cuatro y media de la tarde, empezó a ocurrirle algo muy extraño. Un alto número de moléculas de agua del conjunto de sus células se dividió en dos fragmentos: un átomo de hidrógeno, hasta cierto punto inofensivo, y un radical puro de hidroxilo, muy activo y virulentamente destructivo.

A raíz de esos fenómenos moleculares, las defensas celulares de Sam se dispararon. Pero las defensas contra aquellos radicales puros se agotaron ese mismo día. Ni siquiera las vitaminas antioxidantes E y C, ni el betacaroteno, sustancias que consumía a diario, pudieron contener el repentino y arrollador curso de los acontecimientos. Los radicales puros de hidroxilo empezaron a socavar químicamente el propio núcleo del organismo de Sam Flemming. Muy pronto, las membranas de las células afectadas filtraron fluidos y electrolitos. Y al mismo tiempo, algunas de las enzimas proteicas de las células se abrieron y se volvieron inactivas. Incluso algunas moléculas de ADN sufrieron el ataque y ciertos genes resultaron dañados.

En su lecho del Bartlet Hospital, Sam permanecía ajeno a la fenomenal batalla molecular que se desarrollaba en el interior de sus células, aunque sí era consciente de algunas de sus secuelas: subida de temperatura, trastornos digestivos y un principio de congestión pulmonar.

A última hora de la tarde, cuando el doctor Portland –su cirujano– entró a verle, comprobó con alarma y contrariedad que le había subido la fiebre. Tras auscultarle el pecho, intentó explicarle que, al parecer, había surgido una pequeña complicación. Portland explicó que un principio de neumonía estaba interfiriendo en la normal recuperación de su operación de cadera. Pero a aquellas alturas, Sam se sentía apático y ligeramente desorientado, y no entendió las explicaciones de Portland. La prescripción facultativa de antibióticos y la promesa de una rápida recuperación no llegaron a registrarse en su mente.

Pero lo peor fue que el diagnóstico del médico resultó equivocado. Los antibióticos prescritos fracasaron a la hora de detener la infección. Sam ya no pudo recuperarse y apreciar la ironía que suponía haber sobrevivido a dos atracos en Nueva York, a un accidente de aviación en el condado de Westchester y a un peligroso accidente de cuatro coches en la autopista de Nueva Jersey, para acabar muriendo por las complicaciones de un resbalón en el hielo frente a la ferretería del señor Staley, en Main Street de Bartlet, Vermont.

JUEVES 18 DE MARZO

Delante de los altos cargos del Bartlet Hospital, hizo una pausa lo bastante larga como para saborear el momento. Él había convocado la reunión. Los asistentes, todos jefes de departamento, permanecían en sumiso silencio. Todos los ojos estaban clavados en él. Para Traynor, la dedicación a su cargo como presidente del consejo del hospital era un motivo de orgullo. Disfrutaba de momentos como aquél, pues sabía que su sola presencia bastaba para despertar el temor entre sus subalternos.

–Muchas gracias por haber acudido a esta reunión, a pesar de la nieve. Les he convocado para asegurarles que el consejo del hospital está investigando a fondo la desafortunada agresión que sufrió la enfermera Prudence Huntington la semana pasada, en el aparcamiento subterráneo. El hecho de que la violación se viera frustrada por la aparición providencial de un miembro del servicio de seguridad del hospital no disminuye la gravedad de la agresión.

Traynor hizo una pausa y dirigió una significativa mirada a Patrick Swegler. El jefe de seguridad del hospital apartó la vista para evitar la expresión acusadora de Traynor. La agresión contra la señora Huntington era la tercera de aquella naturaleza en lo que iba de año, y Swegler se sentía responsable.

–¡Hay que acabar con estas agresiones! –Traynor miró a Nancy Widner, la supervisora de enfermeras.

Las tres víctimas estaban a su cargo.

–La seguridad de nuestros empleados es una preocupación prioritaria –afirmó Traynor, mientras sus ojos saltaban de Geraldine Polcari, encargada de dietética, a Gloria Suárez, responsable de mantenimiento–. Por tanto, el consejo ejecutivo ha propuesto la construcción de un edificio de aparcamientos que se construirá en la zona del aparcamiento subterráneo. Estará comunicado con el edificio principal del hospital y contará con un sistema de iluminación adecuado y cámaras de vigilancia.

Traynor hizo un gesto de asentimiento en dirección a Helen Beaton, la directora del hospital. Siguiendo su indicación, Beaton levantó la tela que cubría la mesa de reuniones y dejó al descubierto una detallada maqueta del hospital tal como era en la actualidad, junto con la ampliación propuesta: una enorme estructura de tres plantas que sobresalía por la parte trasera del edificio principal.

En medio de una exclamación de aprobación, Traynor avanzó unos pasos hasta situarse junto a la maqueta. La mesa de reuniones solía convertirse en expositor de cualquier parafernalia médica susceptible de ser adquirida por el hospital. Traynor se acercó un poco más y retiró una estructura con tubos de ensayo que impedía la visión completa de la maqueta. Luego examinó a su público. Todas las miradas estaban clavadas en la maqueta. Todas, excepto la de Werner van Slyke, que se había puesto de pie.

El aparcamiento siempre había sido un problema para el Bartlet Community Hospital, sobre todo cuando hacía mal tiempo. Así pues, Traynor sabía que su propuesta de ampliación habría sido bien acogida aunque no se hubieran producido las recientes agresiones en el aparcamiento. Le alegró comprobar que la propuesta obtenía tanto éxito como él había imaginado. La sala estaba radiante de entusiasmo. Sólo el malhumorado Van Slyke, jefe de material y mantenimiento, permanecía impasible.

–¿Qué pasa? –dijo Traynor–. ¿No aprueba la propuesta?

Van Slyke miró a Traynor con expresión ausente.

–¿Y bien? –Traynor se notaba tenso. Van Slyke le sacaba de quicio. Nunca le había gustado su carácter frío y lacónico.

–Está muy bien –contestó Van Slyke con tono aburrido.

Antes de que Traynor pudiera replicar, la puerta de la sala de reuniones se abrió bruscamente y chocó con el tope del suelo. Todos se sobresaltaron, especialmente Traynor.

En el umbral de

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