1
La persistente fragancia del Edén
Puede que el lector no haya oído hablar jamás de Puszcza Bialowieva, el bosque de Bialowieva. Pero si ha nacido en algún lugar de la franja templada que atraviesa gran parte de Norteamérica, Japón, Corea, Rusia, algunas de las antiguas repúblicas soviéticas, parte de China, Turquía, y Europa oriental y occidental —incluidas las islas Británicas—, es posible que algo en su interior sí lo recuerde. Si, por el contrario, ha nacido en la tundra o en el desierto, en los trópicos o en las zonas subtropicales, en la pampa o en la sabana, sigue habiendo lugares en la Tierra parecidos a este puszcza que despertarán también sus recuerdos.
Puszcza es un antiguo término polaco que significa «bosque primitivo». Extendiéndose a ambos lados de la frontera entre Polonia y Bielorrusia, las 200.000 hectáreas del bosque de Bialowieva contienen el último fragmento que queda en Europa de la ancestral foresta virgen de llanura. Piense el lector en aquel brumoso y melancólico bosque que asomaba bajo sus párpados cuando, de niño, alguien le leía alguno de los cuentos de hadas de los hermanos Grimm. Allí, los fresnos y los tilos alcanzan más de cuarenta metros de altura, con enormes copas que dan sombra a un húmedo y frondoso monte bajo de carpes, helechos, alisos y setas del tamaño de fuentes de loza. Los robles, cubiertos de medio milenio de musgo, son aquí tan inmensos que los grandes picapuercos los utilizan para almacenar piñas de abeto en los surcos de sus cortezas, de casi 10 centímetros de espesor. El aire, denso y frío, está empapado de un silencio que solo se ve roto por el graznido del cascanueces, el grave silbido del mochuelo chico o el gemido de un lobo, para luego regresar a su anterior quietud.
EL MUNDO SIN NOSOTROS
La fragancia que emana a través de eones de mantillo acumulado en el corazón del bosque nos acerca a los orígenes mismos de la fertilidad. En el bosque de Bialowieva, la profusión de vida le debe mucho a todo lo que ya está muerto. Casi una cuarta parte de la masa orgánica del suelo se halla en diversas fases de putrefacción: alrededor de 80 metros cúbicos de troncos y ramas caídas en descomposición por cada hectárea, alimentando a miles de especies de setas, líquenes, barrenillos, larvas y microbios que no están presentes en los ordenados y bien administrados bosques que en otros lugares pasan por selvas.
En conjunto, estas especies proporcionan una silvestre despensa que abastece a comadrejas, martas cibelinas, mapaches, tejones, nutrias, zorros, linces, lobos, corzos, alces y águilas. Allí se encuentran más tipos de vida que en ninguna otra parte del continente, y sin embargo no hay montañas circundantes ni valles protectores que formen nichos únicos de especies endémicas. El bosque de Bialowieva es simplemente una reliquia de algo que antaño se extendía por el este hasta Siberia y por el oeste hasta Irlanda.
La existencia en Europa de tal legado de antigüedad biológica intacta se debe, como cabía esperar, a un privilegio especial. En el siglo xiv, un duque lituano llamado Ladislao Jagellón, tras haber incorporado con éxito su gran ducado al reino de Polonia, declaró el bosque coto de caza real. Y durante siglos permaneció así. Cuando la unión polaco-lituana fue finalmente asimilada por Rusia, Bialowieva pasó a ser dominio privado de los zares. Aunque durante la Primera Guerra Mundial las fuerzas alemanas ocupantes cortaron leña y sacrificaron piezas de caza, hubo una parte del bosque que permaneció intacta, la cual, en 1921, se convirtió en un parque nacional polaco. El expolio de madera se reanudó brevemente bajo los soviéticos, pero cuando los nazis invadieron la zona, un fanático de la naturaleza llamado Hermann Göring declaró toda la reserva lugar vedado, excepto para su propio placer.
Después de la Segunda Guerra Mundial, un supuestamente ebrio Iósiv Stalin aceptó una noche en Varsovia dejar que Polonia conservara dos quintas partes del bosque. Poco más cambió bajo el dominio comunista, salvo por la construcción de unas cuantas dachas
LA PERSISTENTE FRAGANCIA DEL EDÉN de caza para la élite, en una de las cuales, Viskuli, se firmaría un acuerdo en 1991 por el que se disolvería la Unión Soviética dando paso a una serie de estados libres. Sin embargo, al final ha resultado que este antiguo santuario se ha visto más amenazado bajo la democracia polaca y la independencia bielorrusa que durante siete siglos de monarcas y dictadores. Los ministros responsables del patrimonio forestal de ambos países se han jactado de realizar crecientes gestiones para preservar la salud de Bialowieva. Pero dichas gestiones a menudo han sido un eufemismo para designar la tala —y la venta— de viejos árboles de madera dura que, de otro modo, un día habrían proporcionado una lluvia de nutrientes al bosque.
Resulta asombroso pensar que antaño Europa entera tenía el mismo aspecto que el bosque de Bialowieva. Entrar en él es darse cuenta de que la mayoría de nosotros nos hemos criado en una pálida copia de lo que la naturaleza planeaba. Contemplar saúcos con troncos de dos metros de ancho, o caminar entre hileras de los árboles más altos del bosque —gigantescas piceas greñudas como Matusalén—, debería parecer tan exótico como el Amazonas o la Antártida para alguien que haya crecido entre los relativamente insignificantes bosques de segunda que se encuentran por todo el hemisferio norte. Pero, lejos de ello, lo asombroso es lo primordialmente familiar que resulta; y asimismo, en cierto nivel celular, lo completo que resulta también.
Andrzej Bobiec supo reconocerlo al instante. Como estudiante de silvicultura en Cracovia, le habían enseñado a gestionar los bosques de cara a obtener la máxima productividad, lo que incluía eliminar el «exceso» de residuos orgánicos por temor a que estos albergaran plagas como los barrenillos. Pero luego, al visitar el bosque, se había quedado asombrado al descubrir allí diez veces más biodiversidad que en cualquier otro bosque que hubiera visto jamás.
Era el único lugar en el que aún habitaban las nueve especies europeas de pájaro carpintero, lo que se debía —según pudo observar— a que algunas de ellas solo nidifican en el tronco hueco de árboles moribundos. «No pueden sobrevivir en bosques gestionados —les había dicho a sus profesores de silvicultura—. El bosque de
EL MUNDO SIN NOSOTROS

Robles de 500 años de edad. Bosque de Bialowieva, Polonia. Foto de Janusz Korbel.
LA PERSISTENTE FRAGANCIA DEL EDÉN
Bialowieva se ha gestionado solo perfectamente bien durante milenios.»
El fornido y barbudo joven silvicultor polaco se convirtió así en un experto en ecología de los bosques, y fue contratado por el servicio de parques nacionales polacos. Sin embargo, más tarde sería despedido por protestar contra los planes de gestión que intervenían cada vez más cerca del prístino corazón de Bialowieva. En varias revistas internacionales arremetió contra las políticas oficiales que afirmaban que «los bosques morirán sin nuestra cuidadosa ayuda», o que justificaban que se talara madera en la zona de los alrededores de Bialowieva a fin de «restablecer el carácter primitivo de las arboledas». Aquellas descabelladas ideas, acusaba, eran comunes entre sectores de la población europea que apenas tenían memoria de lo que era el bosque virgen.
Para mantener su propia memoria conectada, cada día, durante años, se ataba los cordones de sus botas de cuero y caminaba a través de su amado Bialowieva. Sin embargo, aunque defiende ferozmente aquellas partes de su bosque todavía no perturbadas por el hombre, Andrzej Bobiec no puede menos de dejarse seducir por su propia naturaleza humana.
Allí, solo entre los árboles, Bobiec entra en comunicación con otros Homo sapiens como él a través de los siglos. Una foresta virgen tan pura es como una tábula rasa que registra el paso del hombre; un registro que él ha aprendido a leer. Los estratos de carbón vegetal del suelo le muestran dónde antaño hubo cazadores que utilizaron el fuego para limpiar partes del bosque a fin de poder acechar desde allí. Grupos de abedules y álamos temblones dan testimonio de un tiempo en el que los descendientes de Jagellón se mantuvieron alejados de la caza, quizá a causa de la guerra, lo suficiente como para que estas especies ávidas de sol recolonizaran los claros abiertos en el bosque para cazar. Bajo su sombra crecen delatores retoños de los árboles de madera dura que les precedieron. Poco a poco, estos desplazarán a los abedules y álamos, hasta que parecerá que jamás han estado allí.
Cada vez que Bobiec se tropieza con un arbusto anómalo como el espino o con un viejo manzano, sabe que se halla en presencia del fantasma de una cabaña de troncos devorada hace ya mucho por los
EL MUNDO SIN NOSOTROS mismos microbios capaces de hacer regresar al suelo a los gigantescos árboles. Cada roble solitario y enorme que encuentra arraigado sobre un montículo bajo cubierto de tréboles señala un crematorio. Sus raíces han obtenido los nutrientes de las cenizas de antepasados eslavos de los actuales bielorrusos, que vinieron del este hace 900 años. En la linde noroccidental del bosque, los judíos de cinco juderías de los alrededores enterraron allí a sus muertos. La superficie de sus lápidas de arenisca y granito, de la década de 1850, cubiertas de musgo y abatidas por las raíces, está tan alisada a causa de la erosión que han empezado a parecerse a los guijarros depositados allí por sus afligidos parientes, ellos mismos fallecidos también hace ya mucho.
Andrzej Bobiec atraviesa un claro azul verdoso de pinos albares, a menos de un kilómetro y medio de la frontera bielorrusa. El atardecer de octubre es tan silencioso que incluso puede oír cómo caen los copos de nieve. De repente se oye un chasquido en la maleza, y una decena de bisontes europeos (Bison bonasus) irrumpen desde el lugar donde habían estado observando los disparos del joven. Avanzando a toda marcha y atropellándose, sus enormes ojos negros ven lo bastante lejos como para permitirles hacer justo lo que sus propios ancestros descubrieron que tenían que hacer cada vez que se tropezaran con uno de aquellos bípedos engañosamente frágiles: huir.
Solo quedan 600 bisontes viviendo en estado salvaje, y casi todos ellos están allí; o solo la mitad, dependiendo de lo que uno entienda por allí. Un telón de acero divide en dos este paraíso, erigido por los soviéticos en 1980 a lo largo de la frontera para evitar que la gente escapara para sumarse al renegado movimiento polaco Solidaridad. Aunque los lobos escarban y pasan por debajo de la valla, y se cree que los corzos y los alces saltan por encima de ella, el grupo de los bisontes, los mamíferos de mayor tamaño de Europa, permanece dividido, y con él, su reserva genética; dividido, y mortalmente menguado, según temen algunos zoólogos. Hace tiempo, después de la Primera Guerra Mundial, se llevaron allí bisontes procedentes de zoo lógicos para repoblar una especie casi erradicada por los hambrientos soldados. Hoy, un vestigio de la guerra fría los amenaza de nuevo.
LA PERSISTENTE FRAGANCIA DEL EDÉN
Bielorrusia, que mucho después del derrumbe comunista aún no ha retirado las estatuas de Lenin, tampoco muestra inclinación alguna a desmantelar la valla, especialmente teniendo en cuenta que en la actualidad la frontera de Polonia es también la de la Unión Europea. Aunque solo 14 kilómetros separan las oficinas gestoras del parque natural en ambos países, para poder ver Belóvezhskaya Pushcha, como se denomina en bielorruso, el visitante extranjero tiene que viajar en automóvil unos 160 kilómetros al sur, tomar un tren que cruza la frontera hasta la ciudad de Brest, someterse a un absurdo interrogatorio y luego alquilar un coche para dirigirse de nuevo hacia el norte. El equivalente bielorruso de Andrzej Bobiec y activista como él, Gueorgui Kazulka, es un pálido y cetrino biólogo, especialista en invertebrados, y antiguo subdirector de la parte bielorrusa del primitivo bosque. También fue despedido por el organismo gestor del parque de su país por haber cuestionado una de las últimas adquisiciones del parque: un aserradero. No puede arriesgarse a que alguien le vea en compañía de occidentales. En el bloque de viviendas donde vive, característico de la era Brézhnev y situado en la linde del bosque, ofrece té a sus visitantes murmurando una disculpa y luego les habla de su sueño: un parque internacional de la paz donde el bisonte y el alce puedan campar y criarse en libertad.
Los colosales árboles del bosque son los mismos que hay en Polonia; los mismos ranúnculos, líquenes y enormes hojas de roble colorado; las mismas águilas calvas, indiferentes a la alambrada que tienen debajo. Lo cierto es que en ambos lados el bosque está creciendo, puesto que las poblaciones campesinas abandonan las cada vez más pequeñas aldeas circundantes para irse a las ciudades. En este clima húmedo, el abedul y el álamo invaden con rapidez los campos de patatas abandonados; en solo dos décadas la tierra de cultivo se convierte en bosque. Luego, bajo la bóveda de esos primeros árboles, se regeneran el roble, el arce, el tilo, el olmo y la picea. Bastaría que transcurrieran 500 años sin gente para que reapareciera una auténtica foresta.
La idea de que la Europa rural revirtiera un día al bosque primigenio resulta alentadora. Pero a menos que los últimos humanos se acordaran primero de eliminar el telón de acero de Bielorrusia, puede que sus bisontes desaparecieran con ellos.
2
La destrucción de nuestra casa
«Si alguna vez quiere destruir un granero —me dijo un campesino en cierta ocasión—, haga un agujero de un palmo cuadrado en el techo. Y déjelo así.»
Chris Riddle, arquitecto
(Amherst, Massachusetts)
Al día siguiente de que desaparezcan los humanos, la naturaleza toma las riendas y de inmediato empieza a limpiar la casa, o, mejor dicho, las casas. Y tan bien las limpia que las borra de la faz de la Tierra; todas desaparecen.
Si el lector es propietario de una casa, sin duda ya sabrá que eso es solo cuestión de tiempo, aunque puede que se resista a admitirlo, a pesar de que la erosión ataca siempre implacable, empezando por sus ahorros. Cuando le dijeron lo que iba a costarle su casa, nadie le mencionó que también tendría que pagar para evitar que la naturaleza le embargara su vivienda mucho antes que el banco.
Aun en el caso de que uno viva en una urbanización posmoderna y desnaturalizada donde la maquinaria pesada haya machacado el paisaje hasta someterlo del todo, reemplazando la indómita flora autóctona por obediente césped y uniformes árboles jóvenes, y pavimentando las tierras pantanosas en aras del control de los mosquitos, aun entonces sabe que la naturaleza no ha sido perturbada. No importa lo herméticamente que uno haya aislado su atemperado interior de los rigores del clima: unas invisibles esporas penetran de
LA DESTRUCCIÓN DE NUESTRA CASA todos modos, expandiéndose en súbitos brotes de moho,