PRÓLOGO
Almas inflexibles
por Mario Vargas Llosa
Era un hombre bajito y fortachón, con una cara de pocos amigos, cuadrada y abrupta. No figuraba en la guía de teléfonos y a los candidatos al doctorado que preparaban tesis sobre él y se atrevían a llamar a su casa, en el barrio de Knightsbridge, los despedía con brusquedad. Quienes lo divisaban, en las grises mañanas londinenses, bajo los árboles de Montpelier Square, paseando a un terranova peludo, se lo imaginaban un típico inglés de clase media, benigno y fantasmal.
En realidad, era un judío nacido en Hungría, en 1905, que había escrito parte de su obra en alemán y vivido de cerca los acontecimientos más notables de nuestro tiempo –la utopía del sionismo, la revolución comunista, la captura de Alemania por los nazis, la guerra de España, la caída de Francia, la batalla de Inglaterra, el nacimiento de Israel, los prodigios científicos y técnicos de la posguerra–, nacionalizado británico por necesidad. La sorpresa de sus vecinos, un día de 1983, con su muerte fue tan mayúscula como la de la empleada doméstica que los encontró a él y a su esposa Cynthia, sentados en la salita donde tomaban el té, pulcramente envenenados por mano propia. No estaban inválidos, eran prósperos. ¿Por qué se suicidaron? Porque él estaba enfermo y ambos habían decidido, fieles a los principios de Exit, la sociedad de la que Koestler era vicepresidente, partir de este mundo a tiempo, con dignidad, antes de perder las facultades, sin pasar por el innoble trámite de la decadencia intelectual y física. El gesto puede ser discutido, pero es difícil no reconocerle cierta elegancia.
El apocalipsis doméstico de Montpelier Square pinta a Arthur Koestler de cuerpo entero: la vorágine que fue su vida y su propensión hacia la disidencia. Vivió nuestra época con una intensidad comparable a la de un André Malraux o un Hemingway y testimonió y reflexionó sobre las grandes opciones éticas y políticas con la lucidez y el desgarramiento de un Orwell o un Camus. Lo que escribió tuvo tanta repercusión y motivó tantas controversias como los libros y opiniones de aquellos ilustres intelectuales comprometidos, a cuya estirpe pertenecía. Fue menos artista que ellos, pero los superó a todos en conocimientos científicos. Su obra, por eso, ofrece una visión más variada de la realidad contemporánea que la de aquéllos.
Al mismo tiempo, es una obra más perecedera, por su dependencia de la actualidad. Se trata, en conjunto, de una obra periodística, en el sentido agregio que puede alcanzar este género gracias al talento y al rigor con que algunos escritores, como él, asumen la tarea de investigar, interpretar y relatar la historia inmediata. No escribió para la eternidad, sustrayendo del acontecer contemporáneo ciertos asuntos y personajes que, gracias a la fuerza persuasiva del lenguaje y a la astucia de una técnica, trascenderían su tiempo para alcanzar la inmortalidad de las obras maestras de la literatura. Aunque, a veces, como en su libro más leído, Darkness at Noon (El cero y el infinito), se disfrazaran de novelas, sus libros fueron casi siempre ensayos, o, más exactamente, panfletos, testimonios, documentos, manifiestos, en los que, amparado en una información copiosa, en experiencias de primera mano y a menudo dramáticas –como sus tres meses en una celda de condenado a muerte, en la Sevilla sometida a la férula del general Queipo de Llano, durante la guerra civil– y una capacidad dialéctica poco común, atacaba o defendía tesis políticas, morales o científicas que estaban en el vértice de la actualidad. (En su autobiografía dijo, con justicia: «Arruiné la mayor parte de mis novelas por mi manía de defender en ellas una causa; sabía que un artista no debe exhortar ni pronunciar sermones, y seguía exhortando y pronunciando sermones».)
Defendía a veces, pero en lo que sobresalió (y lo hizo con tanta valentía como brillo y, con frecuencia, arbitrariedad) fue en atacar, oponerse, tomar distancia, cuestionar. El famoso dictum que se atribuye a Unamuno («¿De qué se trata, para oponerme?») parece haber sido la norma que guió la vida de Koestler. Era un disidente nato, pero no por frivolidad o narcisismo, sino por una muy respetable ineptitud a aceptar verdades absolutas y un horror a cualquier tipo de fe. Lo que no fue obstáculo para que, cada vez, defendiera esas convicciones transeúntes que fueron siempre las suyas, con el apasionamiento de un dogmático.
Bastaba que abrazara una causa para que empezara a cuestionarla. Le ocurrió así con el sionismo de su juventud, que lo llevó a compartir la aventura de los pioneros centroeuropeos que emigraban a Palestina, entonces una perdida provincia del imperio otomano. Pronto se desencantó de ese ideal y lo criticó hasta atraerse la hostilidad de sus antiguos compañeros. Nacido y educado en una familia judía, condición que reivindicaba sin complejos de superioridad ni inferioridad, escribió un libro, The Thirteen Tribe (La tribu número trece), que provocó la indignación de incontables judíos. El ensayo sostiene que, probablemente, los judíos europeos no descienden de aquellos que Roma expulsó de Palestina, sino de los kazhares, centroeuropeos de un breve reino medieval, surgido entre el Mar Negro y el Caspio, cuyos habitantes, para defender mejor su identidad amenazada por el cristianismo y el islam de sus fronteras, se convirtieron al judaísmo.
Pero la deserción que lo hizo célebre fue la del Partido Comunista, al que se había afiliado en Alemania, a principios de 1931, y del que se apartó siete años más tarde, después de haber sido militante y agente del Komintern a tiempo completo, disgustado por las prácticas estalinistas. «Tenía veintiséis años cuando ingresé en el Partido Comunista y treinta y tres cuando salí de él…», escribió. «Nunca antes ni después fue la vida tan plena de significado como en aquellos siete años. Tuvieron la grandeza de un hermoso error por encima de la podrida verdad.» Su renuncia fue espectacular porque, desde que cayó en manos de los franquistas en España y lo salvó del fusilamiento una campaña internacional, Koestler se había hecho famoso. El cero y el infinito (1940), novela que ilustra los mecanismos de la destrucción de la personalidad y el envilecimiento de las víctimas que pusieron en evidencia los procesos de Moscú de los años treinta –en los que toda una generación de dirigentes de la Tercera Internacional colaboró con sus verdugos autoacusándose de los crímenes y traiciones más abyectos hasta ser fusilados–, generó polémicas interminables, se dice que influyó en la derrota comunista en el referéndum de 1946 en Francia y convirtió a Koestler en la bestia negra de los comunistas de todo el mundo, que, durante años, organizaron campañas de desprestigio contra él («Hiena», «Perro rabioso del anticomunismo», cosas así). Los tiempos atenuaron luego la acidez de ese libro: comparados con los horrores que relataron treinta años después Solzhenitsin y otros sobrevivientes del Gulag, las acusaciones de Koestler resultan hoy modestas.
Entre agosto de 1936 y marzo de 1938 se celebraron en Moscú unos juicios que asombraron al mundo. Docenas de bolcheviques de la primera hora, héroes de la revolución que habían alcanzado los más altos cargos en el Partido Comunista y en la Tercera Internacional, como Zinóviev, Kámenev, Mrajkovski, Bujarin, Piatakov, Ríkov y otros, fueron juzgados y ejecutados por crímenes que incluían desde conjuras terroristas para asesinar a Stalin y otros dirigentes del Kremlin hasta complicidad con la Gestapo y los servicios de inteligencia del Japón y Gran Bretaña con miras a socavar el régimen soviético. Entre sus delitos, figuraba incluso el sabotaje a la producción, valiéndose de métodos tan salvajes como mezclar la harina y la mantequilla con vidrio y clavos para envenenar a los consumidores. Lo extraordinario fue que los acusados reconocieron estos crímenes, y, en las sesiones, compitieron con el fiscal Vishinski en autolapidarse como «fascistas pérfidos» y «trotskistas degenerados». Y, algunos, en reclamar la pena de muerte como castigo a sus acciones contrarrevolucionarias.
Un malestar estupefacto recorrió todo Occidente ante estos juicios. ¿Qué había ocurrido exactamente? Para quien conocía algo del movimiento obrero resultaba inconcebible que hubieran cometido tales delitos y mostrado semejante duplicidad los mismos hombres que, codo a codo con Lenin, habían dirigido el Partido en la clandestinidad, encabezado la revolución de Octubre, combatido en la guerra civil y organizado al país en los heroicos años iniciales del socialismo. De otro lado, ¿qué podía haberlos llevado a ofrecer ese espectáculo de autovilipendio y humillación? La humanidad no había visto nada parecido desde los grandes fastos de la Inquisición. Parecía poco probable que gentes como Bujarin, Kámenev y Zinóviev hubieran actuado bajo presión. ¿Acaso no habían pasado todos ellos, sin doblegarse, por las cámaras de tortura de la policía zarista, y, algunos, por los calabozos fascistas de Europa? ¿Cómo entender el comportamiento de estos fogueados dirigentes ante sus jueces? El inmenso éxito de la novela de Koestler, El cero y el infinito, se debió a que proponía una respuesta, que en su momento pareció convincente, a este enigma que desasosegaba a tantos comunistas, socialistas y demócratas de todo el mundo.
Para entender cabalmente la desilusión y el pesimismo que impregnan la novela hay que tener en cuenta el momento en que fue escrita: entre el Pacto de Munich, en el que el Occidente liberal se rindió diplomáticamente ante Hitler, y abril de 1940, pocas semanas antes de la ocupación de Francia. También, la situación personal del autor en ese período, que Koestler relató, a trazos ágiles, en su testimonio autobiográfico Scum of the Earth (Escoria de la tierra). En los meses que precedieron y siguieron al estallido de la segunda guerra mundial, Koestler, como miles de antifascistas refugiados en Francia, fue acosado sin misericordia por el gobierno democrático de París, que requisó todos sus papeles –el manuscrito de la novela se salvó de milagro–, lo sometió a interrogatorios y encarcelamientos varios, hasta, por último, encerrarlo en un campo de concentración cerca de los Pirineos. Más tarde, ya libre, Koestler vagó como un paria por la Francia ocupada, tratando de escapar de los nazis de cualquier manera –intentó, incluso, inscribirse en la Legión Extranjera–, hasta que, luego de peripecias múltiples, consiguió huir a Inglaterra, país en el que, tras otra temporada en la cárcel, pudo por fin enrolarse en el ejército. Para quienes, como él, habían dedicado buena parte de su vida a luchar por el socialismo, y vieron, en ese año, avanzar el nazismo por Europa como una tempestad incontenible, se sintieron tratados como delincuentes por los gobiernos democráticos a los que pidieron protección, y debieron –suprema decepción– tragarse el escándalo del pacto nazi-soviético, el mundo tuvo que parecer un irrespirable absurdo, una trampa mortal. Incapaces de soportar tanta ignominia muchos intelectuales amigos de Koestler, como Walter Benjamin y Carl Eistein, se suicidaron. La atmósfera de desesperación y fracaso que vivieron esos hombres es la que respira, de principio a fin, el lector de El cero y el infinito.
La novela, una suerte de glacial teorema, transcurre en la prisión a la que ha sido conducido un dirigente de la vieja guardia bolchevique caído en desgracia, Rubachof, personaje, según cuenta Koestler en sus memorias, calcado en sus ideas de Nikolai Bujarin, y en su personalidad y rasgos físicos de León Trotski y Karl Radek. Aunque, para debilitar su resistencia, Rubachof es sometido a mortificaciones como impedirle dormir y enfrentarlo a reflectores deslumbrantes, no se puede decir que sea torturado. En verdad, es dialécticamente persuadido por los dos magistrados que preparan su juicio –su antiguo amigo Ivanof, primero, y, luego, el aparatchick Gletkin– de autoculparse de una larga serie de delitos y traiciones contra el Partido.
La tarea de Ivanof y Gletkin es posible porque entre ellos y Rubachof hay un denominador común ideológico. Los tres son «almas inflexibles», seres convencidos de que «el Partido es la encarnación de la idea revolucionaria en la Historia», y de que la Historia, que no conoce escrúpulos ni vacilaciones, «nunca se equivoca». El revolucionario auténtico, según ellos, sabe que la humanidad importa siempre más que los individuos y no teme seguir cada uno de sus pensamientos hasta su conclusión lógica. Los tres sienten idéntico desprecio por el sentimentalismo burgués y sus nociones hipócritas del honor individual y de una ética no subordinada a los intereses de la praxis política. Los verdugos y la víctima creen ciegamente que la «verdad es aquello que es útil a la humanidad» y «la mentira lo que le es perjudicial».
Todo el trabajo de Gletkin consiste, pues, en demostrar lógicamente a Rubachof que, al criticar la línea del Partido fijada por el líder máximo, se ha equivocado y la mejor prueba de ello es su derrota. Es la Historia, encarnada en el Partido y en Stalin (quien en la novela aparece como el Número Uno) la que lo ha arrojado al calabozo y la que lo va a fusilar. Como buen revolucionario, consecuente con su propio modo de razonar, Rubachof debe sacar las conclusiones pertinentes. ¿Qué importa que, en el trivial acontecer cotidiano, él no haya conspirado con el enemigo y saboteado las fábricas? Objetivamente ha sido un opositor, es decir un traidor, pues si su oposición hubiera tenido éxito habría provocado una división en el Partido, tal vez la guerra civil: ¿acaso eso no hubiera favorecido a la reacción y a los enemigos exteriores?
Utilizando con impecable técnica los escritos y argumentos del propio Rubachof, Gletkin convence al viejo militante de que le toca ahora a él dar pruebas concretas de su antigua convicción según la cual el revolucionario, para facilitar la acción de las masas, debe «dorar lo bueno y lo justo y oscurecer lo malo y lo injusto». Si de veras cree que hay que preservar ante y sobre todo la unidad del Partido –ya que éste es el «único instrumento de la Historia»– Rubachof tiene ahora, en su derrota, la ocasión de prestar un último servicio a la causa, mostrando a las masas que la oposición al Número Uno y al Partido es un crimen y los opositores unos criminales. Es preciso que lo haga de manera sencilla y convincente, capaz de ser asimilada por esos humildes campesinos y obreros a los que conviene inculcar esa «verdad útil». Ellos no entenderían jamás las complicadas razones ideológicas y filosóficas que indujeron al viejo bolchevique a cuestionar la línea del Partido. En cambio, comprenderán en el acto si Rubachof, llevando hasta el límite la lógica de su actuación, da a sus errores las formas gráficas de la conjura terrorista, la complicidad con la Gestapo y otras infamias igualmente evidentes. Rubachof acepta, asume esos crímenes, es condenado y recibe un pistoletazo en la nuca convencido de haber llevado a buen término, como ha dicho Gletkin, la última misión que le confió el Partido.
Esbozado así el argumento de El cero y el infinito, puede dar la impresión de que la novela es una tragedia de corte shakespeariano sobre el fanatismo, una subyugante parábola moral. El realidad, es un libro sobrecogedor pero frío, una demostración abstracta, en la que los discursos de los personajes se suceden unos a otros como manifestaciones de una sola conciencia discursiva que se vale de episódicos comparsas, sobre el fracaso de un sistema que ha querido valerse exclusivamente de la razón para explicar el desenvolvimiento de la sociedad y el destino del individuo. Querer suprimir la posibilidad del error, del azar, del absurdo y de factores irracionales inexplicables en el destino histórico ha llevado al sistema, pese a su rigurosa solidez intelectual interna, a apartarse de la realidad hasta volverse totalmente impermeable a ella. Por eso, sólo puede sobrevivir, en esa Historia que usa como coartada para todo, a costa de ficciones y crímenes como los que protagonizan Gletkin y Rubachof.
«Tal vez la causa más profunda del fracaso de los socialistas es que han tratado de conquistar el mundo por la razón», escribió Koestler en Escoria de la tierra. Curiosamente, algo semejante puede decirse de El cero y el infinito en nuestros días: la explicación que ofrece de los juicios de Moscú de los años treinta fracasa por su excesivo racionalismo. Medio siglo más tarde, sabemos que los bolcheviques que se inmolaron en ellos, no lo hicieron –la mayoría al menos– por el altruismo fanático y lógico de Rubachof, sino, según reveló el Informe de Jruschov en el XX Congreso, porque fueron torturados durante meses, como Zinóviev, o porque querían salvar a algún ser querido, como Kámenev (a quien se amenazó con ejecutar al hijo que adoraba), o salvarse a sí mismos de la muerte, como Radek, quien ingenuamente creyó que si «confesaba» lo que le pedían iría a prisión en vez de ser ejecutado. De todos los reos de la fantástica mojiganga, sólo uno, al parecer, Mrajkovski, actuó ante el tribunal por una convicción semejante a la de Rubachof, pues fue convencido por sus interrogadores de que su confesión era necesaria para impedir que las masas soviéticas descontentas se volvieran contra el régimen, lo que significaría no sólo el derrumbe de Stalin sino del socialismo en el mundo.
Eso que ocurrió en la realidad, esas menudas y legítimas pequeñeces humanas de las víctimas –el pavor ante la muerte, el miedo al dolor físico, el deseo de salvar a un hijo, el abatimiento y el hartazgo–, está ausente en la novela de Koestler y esa ausencia la priva de verosimilitud psicológica. La verdad histórica, más pobre que la ficción, ha vuelto a la novela inactual y algo fantástica. Hoy sabemos que detrás del horror de las purgas hubo menos dogmatismo ideológico y más mezquindad, egoísmo y crueldad; que víctimas y verdugos no fueron esos superhombres dialécticos y sin apetitos ni sentimientos que fabuló Koestler, sino seres comunes espoleados, unos, por la codicia del poder absoluto, y otros, doblegados por la violencia y la coacción moral que enmascaraban esas miserias bajo el ropaje mentiroso de la ideología.
En los años cincuenta, después de una exitosa campaña contra la pena de muerte en Inglaterra, de la que salió su ensayo Reflections on hanging (Reflexiones sobre la horca), formidable alegato histórico y ético en contra de la máxima pena, Koestler anunció que se desinteresaba de la política y que no escribiría ni opinaría más sobre ese tema. Cumplió puntualmente y nadie más pudo arrancarle una firma, un artículo o una declaración sobre cuestiones políticas.
Pero no se había retirado a sus cuarteles de invierno ni renunciado a la polémica intelectual y a posturas heterodoxas. Ejerció esas disposiciones, desde entonces, en el campo científico. Había sido su primer amor; había estudiado ciencias en la Universidad de Viena y trabajado como periodista especializado en cuestiones científicas en Alemania y Francia. Esa formación le permitió moverse con desenvoltura en el complejo escenario de las grandes transformaciones de la física, la biología, la química, la astronomía y las matemáticas. También la parapsicología imantó su curiosidad y provocó sus impertinencias. Porque, naturalmente, lo que escribió sobre estas disciplinas no fue jamás mera divulgación, sino interpretación polémica y flagrantes herejías. Es tal vez en lo único en que fue consecuente de principio a fin: en buscar siempre tres pies al gato aunque tuviera cuatro. Por eso, como antes los sionistas, los judíos, los comunistas y los psicoanalistas, los científicos recibieron por lo general con incomodidad y antipatía los trabajos de Koestler sobre la técnica, las máquinas, el acto de creación o las raíces del azar.
Conociéndolo, podemos estar seguros de que, si no lo impidiera una causa mayor, a la corta o a la larga habría terminado también por exasperar a sus aliados de la última hora, los de Exit, esos caballeros tan ingleses que se asociaron para ayudar a salir de esta vida a los que están ya hartos de ella. Del escritor que fue se puede decir mucho de bien y sin duda algo de mal. Pero hay que reconocer que fue una figura apasionante, un barómetro que registró las más recias tormentas de nuestro tiempo. Releer sus libros es pasar revista a lo más vibrante y trémulo del siglo que ha terminado.
El cero y el infinito
El que instaura una dictadura y no mata a Bruto, o el que funda una república y no mata a los hijos de Bruto, ése reinará poco tiempo.
MAQUIAVELO, Discursos
Hombre, hombre, no se puede vivir sin nada absolutamente de piedad.
DOSTOIEVSKI, Crimen y castigo
Los personajes de este libro son imaginarios. Las circunstancias históricas que determinan sus actos son auténticas. La vida de N.S. Rubachof es la síntesis de las vidas de varios hombres que fueron víctimas del llamado Proceso de Moscú. Muchos de ellos eran amigos personales del autor. Este libro está dedicado a su memoria.
París, octubre de 1938 - abril de 1940
Primer interrogatorio
No se puede reinar inocentemente.
Saint-Just
I
La puerta de la celda se cerró violentamente detrás de Rubachof.
Él se quedó unos minutos apoyado en la puerta y encendió un cigarrillo. Sobre la cama, que estaba a su derecha, habían colocado dos mantas relativamente limpias, y la paja del jergón parecía renovada recientemente. A su izquierda, el lavabo no tenía tapón, pero el grifo funcionaba. Al lado, el cubo higiénico acababa de ser desinfectado y no olía mal. Los muros eran de ladrillo macizo, menos por donde pasaban los tubos de calefacción y desagüe, donde la pared resonaba muy bien. Además, el mismo tubo de la calefacción parecía buen conductor de sonido. La ventana comenzaba a la altura de los ojos; se veía el patio sin necesidad de colgarse de los barrotes. Todo estaba, pues, a punto.
Rubachof bostezó, se quitó la chaqueta, la enrolló y la puso sobre el jergón, a modo de almohada. Luego miró al patio. La nieve tenía reflejos amarillos bajo la doble luz de la luna y de las bombillas. Alrededor del patio, a lo largo de los muros, se había despejado una estrecha pista para el ejercicio cotidiano. El alba aún no apuntaba; las estrellas brillaban todavía con resplandor glacial, pese a la luz eléctrica. Sobre la cortina de la muralla exterior, situada frente a la celda de Rubachof, un centinela, fusil al hombro, montaba la guardia con pasos marciales, como si estuviera en un desfile. De vez en cuando la luz amarillenta de las bombillas se reflejaba en su bayoneta.
De pie, junto a la ventana, Rubachof se quitó los zapatos. Apagó su cigarro, colocó en el suelo, cuidadosamente, la colilla y permaneció unos minutos sentado sobre el jergón. Aún volvió otra vez a la ventana. El patio estaba silencioso; el centinela daba en ese momento la vuelta; por encima de la torreta de ametralladoras se veía un jirón de la Vía Láctea.
Rubachof se echó en el camastro y se envolvió en la manta. Aún no eran las cinco, y allí, en invierno, casi nadie debía levantarse antes de las siete. Tenía mucho sueño, y calculaba que su interrogatorio no sería hasta pasados cuatro o cinco días. Se quitó los lentes, los colocó al lado del cigarrillo, sonrió y cerró los ojos. Estaba bien arropado y caliente debajo de la manta, y se sentía protegido; por primera vez en muchos meses no tenía miedo a sus sueños.
Cuando, unos minutos más tarde, el carcelero apagó la luz exterior y fisgó en la celda por la mirilla, Rubachof, ex comisario del pueblo, dormía con la espalda contra la pared y la cabeza sobre su brazo izquierdo que, rígido, salía del lecho; pero su mano caía blandamente al final de este brazo y a veces vibraba en el sueño.
II
Cuando una hora antes dos agentes del Comisariado del Interior habían ido a arrestarle y se habían puesto a golpear fuertemente en la puerta de Rubachof, él estaba soñando precisamente que le iban a arrestar.
Golpeaban cada vez más fuerte, y Rubachof hacía esfuerzos para despertarse. Estaba versado en el arte de liberarse de sus pesadillas; el sueño de su primera detención le volvía periódicamente a través de los años y se desarrollaba con la precisión de un mecanismo de relojería. Alguna vez, con un esfuerzo de voluntad, conseguía detener este mecanismo y salirse de la pesadilla, pero esta vez fracasó; las últimas semanas le habían agotado, y sudaba y jadeaba en su sueño. El mecanismo de relojería continuaba y el sueño no se interrumpió.
Soñaba, como de costumbre, que derribaban su puerta a grandes golpazos y que tres hombres estaban allí fuera, dispuestos a arrestarle. Los veía a través de la puerta cerrada, de pie, golpeando hasta en el dintel. Vestían flamantes uniformes, última elegancia de los pretorianos de la dictadura alemana; sus quepis y sus bocamangas estaban adornados con su insignia, la cruz de garfios agresivos; cada uno llevaba en la mano libre una pistola de un tamaño tan grande que resultaba grotesca. Su cinturón y sus correajes olían a cuero nuevo. Y ahora estaban ya en su habitación, a su cabecera. Dos de ellos eran dos aldeanos, dos muchachos que habían crecido demasiado pronto, de labios gruesos y ojos de besugo; el tercero, bajo y gordo. Seguían junto a la cama, con la pistola en la mano y Rubachof percibía su pesado aliento. Silencio absoluto sólo quebrado por la respiración del gordito. Después alguien hacía funcionar el desagüe, en un piso de arriba, y el agua se precipitaba por el interior de las cañerías con su ruido regular.
El mecanismo se iba parando. Los golpes sobre la puerta de Rubachof se hacían más violentos; fuera, los hombres que venían a arrestarle llamaban por turno y se soplaban los helados dedos. Pero Rubachof no conseguía despertarse, aunque sabía bien que en su sueño iba a venir una escena particularmente desagradable: los tres hombres a su cabecera y él intentando ponerse el batín. Pero la manga está vuelta, no puede meter el brazo. Se esfuerza en vano hasta que una especie de parálisis se apodera de él, no puede moverse, aunque sabe muy bien que todo depende de que pueda meterse la manga a tiempo. Esta torturante sensación de impotencia le dura un