La casa maldita

Barbara Wood

Fragmento

1

En cuanto vi el edificio, mientras el viento luchaba por hacerse con la posesión de mi capa y sombrero, me pregunté si no habría cometido una equivocación. El hecho de hallarme delante de la casa después de tantísimos años, no había despertado los recuerdos que yo esperaba que hiciera aflorar. En efecto, mientras me encontraba bajo la tormenta que iba arreciando y alzaba los ojos hacia aquella formidable mansión antigua, no vino a mí ni el más leve vislumbre de tiempos pasados.

Comenzaba a reconsiderar mis decisiones. Tal vez no debería haber vuelto. Era verdad que se trataba de la casa que me había visto nacer, y era también cierto que yo era una Pemberton, que mi padre había nacido aquí, y que también lo había hecho su padre; sin embargo, ¿qué otro vínculo podría decirse que me unía a aquella mansión, cuando no recordaba los años pasados en ella, ni siquiera a la gente que la había habitado?

La gente... Continué de pie en medio del viento que todo lo azotaba, escuchando el sonido de las ruedas del carruaje mientras este desaparecía por el sendero. Con el rostro y las manos entumecidos, contemplé la vieja casa al tiempo que me preguntaba: ¿qué puedo decir de las personas que residían aquí? ¿Quiénes eran y por qué no conseguía recordarlas? Y, después de todos estos años pasados, ¿cómo iban a recibirme?

Entonces pensé en la carta. Había constituido para mí una gran sorpresa recibir por correo un sobre de costoso papel que llevaba un sello de correos de dos peniques de la reina Victoria. Debido a que iba a nombre de mi madre solamente, lo había subido mientras ella estaba durmiendo a su habitación, donde lo dejé en la mesilla de noche con la intención de hacérselo notar una vez que hubiese despertado. Aquel anochecer, no obstante, cuando subí a su dormitorio, me encontré con que el sobre había desaparecido y mi madre no hizo ni el menor comentario. Debía de tener sus razones para actuar de aquel modo, y se encontraba tan indispuesta en aquel momento que decidí no formularle pregunta alguna al respecto.

Encontré la carta una semana más tarde, mientras repasaba las posesiones de mi madre después del funeral. Nunca llegaría a saber por qué la había guardado, aunque ahora tengo conocimiento pleno de por qué no quiso hablarme del contenido de la misma. Sin embargo, aquel día, mientras descendía del carruaje de alquiler para luchar con el viento por la posesión de mi capa, no tenía ni la más remota sospecha del raro sendero por el que aquella carta iba a conducirme.

Porque, de haber tenido conocimiento de ello, jamás habría regresado a Pemberton Hurst.

Fue un paso descabellado el que di al regresar de esta manera; iba armada con poco más que una enigmática carta y el recuerdo de que mi madre había hablado apenas y de una forma extraña acerca de este lugar. Mientras mis ojos contemplaban ahora la mansión, también volvieron a tener delante la imagen del rostro de mi madre tal y como solía observarme a veces con expresión misteriosa. Se trataba de una expresión críptica que se apoderaba de ella y que yo le había sorprendido repetidas veces... como si sondease mi cara en busca de algo. Cuando por fin la interrogué al respecto, a una edad más avanzada, se había limitado a responder:

—Eres una Pemberton.

Así pues, yo sabía que de alguna forma importante estaba  vinculada a esta casa y que, en efecto, en otra época incluso había vivido en ella; sin embargo mi mente se encontraba en blanco. Y mi madre, durante los veinte años que pasamos en los barrios bajos de Londres, había hablado desesperantemente poco sobre la mansión. Pero ahora yo tenía la carta. Así que regresé.

Había algo más que motivaba mi vacilación de aquel sombrío día, porque mientras me hallaba de pie ante Pemberton Hurst y examinaba mi raro valor para haber regresado, recordé también pequeños detalles de las leyendas que había oído por casualidad referentes a esta casa. El halo de fuerzas malignas que supuestamente rodeaba la mansión. Fábulas de brujería y encantamiento. Cuentos que los campesinos devanaban en las monótonas noches y que hacían que las personas del populacho se mantuviesen alejadas. Y a pesar de todo eso, mientras mis ojos recorrían el antiguo edificio gris y mi mente rememoraba aquellas historias oídas por casualidad en el tren y en la posada de la aldea, lo único que yo lograba ver ante mí era solo una hermosa mansión antigua georgiana, reliquia de una época mejor.

Así apareció la casa ante mis ojos aquel agonizante día de invierno del año 1857, mientras permanecía de pie ante ella con mi sombrero, mi crinolina y mi capa. La casa era grandiosa e impresionante, aunque sombría y con los terrenos que había en la parte frontal cubiertos de malas hierbas. ¿He mencionado antes que era georgiana? Hasta cierto punto, así era, pero dado que la habían construido originalmente en los tiempos de los Tudor, el georgiano era el estilo más reciente, el que con mayor facilidad podía identificarse, mientras que debajo subyacía el isabelino y el de la reina Ana. Se trataba de una elegante casa antigua de aspecto formal que resultaba fácil de emparejar con aquellas mansiones nobles que se encontraban a lo largo de Park Lane, en Londres. Pero, cosa extraña, los terrenos se encontraban en un estado deplorable. Los de la parte delantera ofrecían poco que pudiera impresionar la vista: un camino de grava, rejas cubiertas por hiedras ama rronadas, césped descuidado y árboles sin hojas. A pesar de que se trataba de solo un pequeño trozo descuidado del paisaje, se percibía algo salvaje y desgobernado en su apariencia, y casi parecía vanagloriarse de una dignificada libertad que lanzaba un reto a cualquiera que desease refrenarla. Los árboles que invadían los márgenes del sendero eran seres salvajes que susurraban al viento y lanzaban trozos de hojas muertas y ramitas. Los desmoronados cercos de los macizos de flores desafiaban la mano del hombre y habían regresado a su estado natural de terrones y malas hierbas. Los pájaros chillaban en los aleros, allá arriba. El sol cayó de modo repentino tras el horizonte. Pemberton Hurst comenzó a asumir el carácter con el que la describían las leyendas locales.

A estas alturas yo me sentía cada vez más indecisa y experimentaba mayor aprensión. Ahora que me encontraba aquí después de todos los años pasados, cara a cara por así decirlo, algo me retenía. De alguna manera, en la tibieza de mi apartamento de Londres, con mi gato y mi tetera, la idea de ir a vivir en una hermosa mansión antigua había resultado intrigante. Y en el tren había jugado con visiones de opulentas cenas y llameantes chimeneas. Pero después había sido objeto de extrañas miradas en la estación de trenes de East Wimsley. El apellido Pemberton había evocado reacciones incómodas. Incluso el conductor del carruaje de alquiler se había mostrado renuente a llevarme hasta la casa. Y ahora, mientras me encontraba allí, contemplando con temor reverente el umbroso edificio antiguo, comenzaba a preguntarme si mis expectativas no estarían a punto de sufrir alguna decepción.

Sin embargo, mi necesidad de entrar se sobrepuso a estos pequeños temores. Yo estaba llena de preguntas que requerían respuesta, y daba la impresión de que Pemberton Hurst era el único lugar donde podría encontrarlas. Todavía más importante que esto, no obstante, era la necesidad que yo sentía de volver a pertenecer a una familia.

Veinte años antes, el mismo año en que la princesa Victoria fue coronada reina de Inglaterra, yo me había visto repen tina, brutalmente arrebatada de mi hogar, despojada de mi familia y llevada a vivir entre extraños.

Aquella era la verdadera razón por la que yo me encont

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