Índice
Por los pelos
Agradecimientos
Capítulo 1
Capítulo 2
Capítulo 3
Capítulo 4
Capítulo 5
Capítulo 6
Capítulo 7
Capítulo 8
Capítulo 9
Capítulo 10
Capítulo 11
Capítulo 12
Capítulo 13
Capítulo 14
Capítulo 15
Capítulo 16
Capítulo 17
Capítulo 18
Capítulo 19
Capítulo 20
Capítulo 21
Capítulo 22
Capítulo 23
Capítulo 24
Capítulo 25
Capítulo 26
Capítulo 27
Capítulo 28
Capítulo 29
Capítulo 30
Capítulo 31
Capítulo 32
Capítulo 33
Capítulo 34
Capítulo 35
Capítulo 36
Capítulo 37
Capítulo 38
Capítulo 39
Capítulo 40
Capítulo 41
Capítulo 42
Capítulo 43
Capítulo 44
Capítulo 45
Capítulo 46
Capítulo 47
Capítulo 48
Capítulo 49
Capítulo 50
Capítulo 51
Capítulo 52
Capítulo 53
Capítulo 54
Capítulo 55
Capítulo 56
Capítulo 57
Capítulo 58
Capítulo 59
Capítulo 60
Capítulo 61
Capítulo 62
Capítulo 63
Capítulo 64
Capítulo 65
Capítulo 66
Capítulo 67
Capítulo 68
Capítulo 69
Capítulo 70
Capítulo 71
Capítulo 72
Capítulo 73
Capítulo 74
Capítulo 75
Capítulo 76
Capítulo 77
Capítulo 78
Capítulo 79
Epílogo
¿Has leído todas las novelas sobre las hermanas Walsh?
Lo que nos dice Mamá Walsh de sus hijas
Y si quieres saber más…
Otros títulos de Marian Keyes
Notas
Biografía
Créditos

Por los pelos
Marian Keyes
Traducción de
Mª Eugenia Ciocchini
www.megustaleerebooks.com
Porque el ayer es sólo un sueño
y el mañana, una visión:
Pero el presente bien vivido
hace del ayer un sueño de felicidad
y del mañana una visión de esperanza.
Aprovecha bien, pues, el día de hoy.
Proverbio sánscrito
AGRADECIMIENTOS
Gracias a todo el personal de Michael Joseph y Penguin. En especial a mi correctora, Louise Moore, por su lucidez, entusiasmo, estímulo, amistad y concienzuda corrección.
Agradezco también al personal de Poolberg su buen trabajo, apoyo y aprobación. Estoy particularmente en deuda con la editora Gaye Shortland por su asesoramiento.
Gracias a los incondicionales que me han apoyado desde el primer libro —Jenny Boland, Caitriona Keyes, Rita-Anne Keyes y Louise Voss—, que leyeron esta novela a medida que la escribía y cuyos comentarios, sugerencias y alabanzas me ayudaron a continuar.
Quiero agradecer a Tadhg Keyes que me instruyó sobre las últimas tendencias de la moda masculina juvenil.
Mi gratitud también para Conor Ferguson, Niall Hadden y Alex Lyons por la información sobre el mundo de la publicidad.
Gracias a Liz McKeon por su asesoramiento sobre las camillas de gimnasia pasiva.
Estoy en deuda con el doctor Paul Carson, Isabel Thompson —de HUG—, Barry Dempsey y AnneMarie McGrath —de la Irish Cancer Society—, y todos los miembros del Terence Higgins Trust, por su paciencia, su tiempo y su información.
Gracias a Mary Keyes, del condado de Clare, por los dichos locales y por obligarme a quitar un montón de palabrotas.
Mi gratitud para Emily Godson por su asesoramiento sobre el mundo de los actores en Los Ángeles.
Gracias también a Neville Walker y Geoff Hinchley por contarme cómo se divierten los homosexuales jóvenes en esta ciudad. (¡No lo sabía!)
Muchas otras personas me han ayudado con consejos prácticos, estímulo y orientación. Estoy en deuda con ellas y quisiera demostrarles mi gratitud a todas: Suzanne Benson, Suzie Burgin, Paula Campbell, Ailish Connelly, Liz Costello, Lucinda Edmonds, Gai Griffin, Suzanne Power, Eileen Prendergast, Morag Prunty y Annemarie Scanlon. Espero no haber olvidado a nadie; si lo he hecho, mis más sinceras disculpas.
Gracias a mi querido Tony por su apoyo práctico y emocional. Por leer la novela mientras la escribía, cogerme de la mano y asegurarme que no soy un completo fracaso. Por subir y bajar tantas veces las escaleras para traerme tazas de té. Por su ayuda con la creación de los personajes, el desarrollo de la trama, la ortografía, la gramática y mil cosas más. No podría haber escrito este libro sin él.
Por último, doy gracias a Kate Cruise O’Brien, que trabajó conmigo en este libro hasta marzo de 1998, cuando murió de manera trágica y repentina.
1
En medio de la opulencia de cromo y cristal de un restaurante de Camden, la esquelética recepcionista recorrió la lista de reservas con una uña violeta y murmuró:
—Casey, Casey, ¿dónde estás? Aquí, mesa doce. Es la...
—¿... primera en llegar? —terminó Katherine por ella. No pudo ocultar su decepción porque, tras un duro combate contra sus impulsos naturales, se había obligado a llegar cinco minutos tarde.
—¿Es Virgo? —Uñas Púrpura creía a pie juntillas en la astrología. Al ver que Katherine asentía prosiguió—: Ser patológicamente puntual es típico de su signo. No puede luchar contra el destino.
Un camarero llamado Darius, con rastas atadas en un moño a lo Katherine Hepburn, señaló la mesa, donde Katherine se sentó, cruzó las piernas y se sacudió la melena corta y desfilada para retirarse el pelo de la cara, esperando que ese ademán la hiciera parecer altiva y despreocupada. Luego fingió estudiar la carta, deseó fumar y juró por Dios que la próxima vez se esmeraría en llegar diez minutos tarde.
Quizá, tal como sugería Tara a menudo, debería asistir a las reuniones de Maniáticos Anónimos.
Segundos después llegó Tara, insólitamente puntual, taconeando sobre el suelo de haya decolorada, con el cabello trigueño sacudiéndose a su paso. Llevaba un vestido asimétrico evidentemente nuevo, caro y —desgraciadamente— demasiado apretado. Pero sus zapatos eran preciosos.
—Lamento no llegar tarde —se disculpó—. Sé que te gusta sentirte moralmente superior, pero las calles y el tráfico conspiraron en mi contra.
—Qué le vamos a hacer —dijo Katherine con seriedad—, pero no te acostumbres. Feliz cumpleaños.
—¿Qué tiene de feliz? —preguntó Tara con tristeza—. ¿Acaso tú te alegraste de cumplir treinta y uno?
—Reservé diez sesiones de lifting sin cirugía —admitió Katherine—. Pero no te preocupes, no pareces ni un día mayor de treinta. Bueno, quizá un día...
Darius se acercó para preguntarle a Katherine qué quería beber. Entonces vio a Tara y su gesto reflejó alarma. Otra vez no, pensó, preparándose estoicamente.
—¿Vino? —preguntó Tara a Katherine—. ¿O algo más fuerte?
—Un gin-tonic.
—Que sean dos. Muy bien. —Tara se restregó las manos con alegría—. ¿Dónde están mi libro de colorear y mis lápices de cera?
Tara y Katherine habían sido amigas íntimas desde los cuatro años y la primera aún conservaba un saludable respeto por la tradición.
Katherine le pasó un paquete por encima de la mesa y Tara desgarró el papel de colores.
—¡Productos Aveda! —exclamó, encantada.
—Los productos Aveda son el libro de colorear y los lápices de cera de la mujer de más de treinta —señaló Katherine.
—Pero a veces echo de menos el libro de colorear y los lápices de cera —dijo Tara con aire pensativo.
—No te preocupes; mi madre te los sigue comprando para todos tus cumpleaños.
Tara alzó la vista, esperanzada.
—En otra dimensión —se apresuró a añadir Katherine.
—Tienes un aspecto estupendo. —Tara encendió un cigarrillo y admiró la ropa de Katherine: un traje de pantalón color clarete de Karen Millen y unos botines con tacón de aguja.
—Tú también.
—Y una mierda.
—Es verdad. Me encanta tu vestido.
—Es el regalo de cumpleaños que me he hecho a mí misma. ¿Sabes una cosa? —La cara de Tara se ensombreció—. Detesto las tiendas donde usan esos espejos ligeramente combados para que pienses que la ropa te hace parecer más delgada y esbelta. Como una idiota, siempre creo que se debe al magnífico corte de la prenda y que, en consecuencia, vale la pena gastarse el equivalente a la deuda externa de un pequeño país sudamericano. —Hizo una pausa para dar una profunda calada al cigarrillo—. Cuando llegas a casa, te miras en un espejo normal y descubres que pareces un cerdo endomingado.
—No pareces un cerdo.
—Claro que sí. Y no te devuelven el dinero a menos que el vestido tenga algún defecto. Dije que tenía un defecto muy gordo, porque con él parecía una cerda. Pero dijeron que eso no contaba. Tenía que ser algo así como la cremallera rota. En fin; teniendo en cuenta que para comprarlo llegué al límite del crédito de la Visa, decidí usarlo de todas maneras.
—Pero ya habías llegado al límite de la Visa.
—No, no —explicó Tara con seriedad—. Ése era sólo el límite oficial. Mi verdadero límite está a unas doscientas libras por encima del que me han impuesto. Ya lo sabes.
—Ah —dijo Katherine.
Tara abrió la carta del restaurante.
—Ay, mira —dijo con angustia—, aquí todo es delicioso. Ruego a Dios que me dé valor para no pedir un primero. ¡Aunque tengo tanta hambre que podría comerme el culo de un niño a través de los barrotes de su cuna!
—¿Qué tal va la dieta sin alimentos prohibidos? —preguntó Katherine, aunque ya podría haber adivinado la respuesta.
—La he dejado —dijo Tara, avergonzada.
—¿Qué más da? —trató de consolarla Katherine.
—Eso —respondió Tara, aliviada—. ¿Qué más da? Como te imaginarás, Thomas se puso furioso. Pero qué voy a hacer. Imagina una dieta en la que nada está prohibido para una glotona como yo. Es una invitación al desastre.
Katherine murmuró unas palabras tranquilizadoras, como había hecho en los últimos quince años cada vez que Tara se descarriaba de su plan de alimentación. Katherine podía comer todo lo que le apetecía, precisamente porque no quería hacerlo. Con su aspecto impecable parecía la clase de mujer que no necesita pelear contra nada. Por debajo del flequillo liso y oscuro, sus fríos ojos grises estudiaban el mundo con absoluta serenidad. Ella lo sabía. Practicaba mucho cuando estaba sola.
El siguiente en llegar fue Fintan, cuyo trayecto a través del comedor atrajo la atención del personal del restaurante y de la mayoría de la clientela. Alto, corpulento y apuesto, con el cabello oscuro peinado hacia atrás formando un brillante copete. Las mangas de la chaqueta del traje púrpura estaban decoradas con una ristra de ojales, a través de los cuales centelleaba la camisa verde lima. En sus solapas podría haber aterrizado un avión. Los discretos comentarios de la concurrencia —«¿Quién es?» «Debe de ser un actor...» «¿O un modelo?»— recordaban el rumor de las hojas de otoño y el natural entusiasmo de los comensales del viernes por la noche experimentó un notable aumento. No cabe duda, pensó todo el mundo, es un hombre con clase.
Fintan localizó a Tara y a Katherine, que habían estado mirándolo con una mezcla de jovialidad e indulgencia, y les sonrió de oreja a oreja. Fue como si todas las luces se hicieran más brillantes.
—Bonito atuendo —dijo Katherine señalando el traje con la barbilla.
—Bonito y con clase —respondió Fintan, tratando infructuosamente de sonar como un londinense de los barrios bajos. Era incapaz de disimular su fuerte acento del condado de Clare.
Pero no siempre había sido así. Doce años antes, cuando había llegado a Londres, recién escapado de la represión de un pueblo pequeño, Fintan se había abocado con entusiasmo a la tarea de reinventarse a sí mismo. El primer paso fue modificar su lenguaje. Tara y Katherine habían observado con impotencia cómo Fintan aderezaba las conversaciones con afeminados «Aaay, es francamente alucinante» o «Guaaau».
Pero en los últimos dos años había recuperado su acento irlandés. Aunque con algunas variantes. Cualquier acento extranjero era considerado aceptable y elegante en el medio en que se movía, la industria de la moda. Sus colegas lo encontraban encantador. Pero Fintan también era consciente de la importancia de que lo entendieran, de modo que en la actualidad empleaba una versión light del acento de Clare. Los doce años de residencia en Londres también habían suavizado y civilizado la manera de pronunciar el inglés de Tara y Katherine.
—Feliz cumpleaños —dijo Fintan a Tara.
No se besaron. Aunque Tara, Katherine y Fintan besaban prácticamente a cualquier persona a la que trataban, nunca se besaban entre ellos. Habían crecido en un pueblo donde no era habitual expresar afecto físicamente. La versión de Knockavoy del preludio sexual era decir: «Prepárate, nena.»
No obstante, eso no había evitado que poco después de llegar a Londres Fintan tratara de imponer la costumbre continental de dar un beso en cada mejilla en el piso que compartían en Willesden Green. Hasta había pretendido que se besaran entre ellos cuando volvían del trabajo, pero la fuerte resistencia de las chicas le había causado una profunda decepción. Todos sus nuevos amigos homosexuales tenían compañeras de piso complacientes, ¿por qué él no?
—¿Cómo estás? —preguntó Tara—. Vaya si tienes suerte: parece que has adelgazado. ¿Qué tal tu beriberi?
—Dándome guerra, ensañándose conmigo, ahora lo tengo localizado en el cuello —respondió Fintan con un suspiro—. ¿Y tu fiebre tifoidea?
—He conseguido vencerla con un par de días de reposo —dijo Tara—. Ayer tuve un caso leve de hidrofobia, pero también lo he superado.
—Esos chistes son perversos —terció Katherine, cabeceando con cara de disgusto.
—¿Acaso es culpa mía si siempre me siento enfermo? —replicó Fintan, furioso.
—Sí —dijo Katherine sin rodeos—. Si no salieras de juerga todas las noches te sentirías mucho mejor por las mañanas.
—Si descubren que tengo el sida los remordimientos te corroerán —gruñó Fintan, taciturno.
Katherine palideció. Hasta Tara se estremeció.
—No deberías bromear con esas cosas.
—Lo siento —dijo Fintan—. El pánico hace que uno diga estupideces. Anoche me encontré con un viejo amigo de Sandro que parece un superviviente del campo de Belsen. Yo ni siquiera sabía que era seropositivo. La lista sigue creciendo y me tiene absolutamente acojonado.
—Dios santo —musitó Tara.
—Pero tú no tienes nada que temer —se apresuró a decir Katherine—. Practicas sexo seguro y tienes una pareja estable. A propósito, ¿cómo está el poni italiano?
—Es un chico diviiino, diviiino —dijo Fintan con afectación. Algunos comensales volvieron a mirarlo y asintieron con satisfacción, convencidos de que, tal como habían sospechado en un principio, era un actor famoso—. Sandro es estupendo —prosiguió con tono normal—. No podría ser mejor. Te envía recuerdos y esta tarjeta —se la entregó a Tara—. Dice que lo disculpes porque no ha podido venir, pero en estos momentos estará luciendo un vestido de baile de tafetán verde jade y bailando al son de Show me the Way to Amarillo. Es dama de honor en la boda de Peter y Eric.
Fintan y Sandro eran pareja desde hacía años. Sandro era italiano, y como era demasiado pequeño para el calificativo de «semental», le llamaban «poni». Era arquitecto y vivía con Fintan en un piso muy elegante del barrio de Notting Hill.
—¿Eres capaz de confesarme una cosa? —preguntó Tara con cautela—. ¿Tú y tu poni alguna vez os peleáis?
—¿Pelear? —Fintan estaba atónito—. ¿Que si nos peleamos? ¡Qué pregunta! Estamos enamorados.
—Lo siento —murmuró Tara.
—No paramos —prosiguió Fintan—. Nos lanzamos el uno al cuello del otro mañana, tarde y noche.
—De modo que estáis locos el uno por el otro —señaló Tara con envidia.
—Digámoslo de esta manera —respondió Fintan—: el tipo que creó a Sandro no conseguirá superarse a sí mismo. Pero ¿por qué preguntas si nos peleamos?
—Por nada en particular. —Tara le entregó un pequeño paquete—. Éste es tu regalo para mí. Me debes veintiocho libras.
Fintan cogió el paquete, admiró el papel y se lo devolvió a Tara.
—Feliz cumpleaños, preciosa. ¿Qué tarjetas de crédito aceptas?
Tara, Katherine y Fintan habían acordado que cada uno de ellos se compraría sus propios regalos de cumpleaños y Navidad. Todo había empezado después de la fiesta del vigésimo cuarto cumpleaños de Fintan, cuando las chicas casi se habían quedado en la bancarrota para comprarle una edición de lujo de las obras completas de Oscar Wilde. Fintan había aceptado el regalo con palabras de gratitud pero una cara curiosamente inexpresiva. Unas horas después, cuando la fiesta estaba en pleno apogeo, lo habían encontrado llorando, acurrucado en posición fetal en el suelo de la cocina, entre patatas fritas trituradas y latas de cerveza vacías.
—Libros —había dicho entre sollozos—, malditos libros. Lamento ser tan ingrato, pero ¡pensé que ibais a regalarme una camiseta de John Galliano!
Esa noche habían llegado al acuerdo que mantenían hasta el presente.
—¿Qué te he regalado? —preguntó Fintan.
Tara rasgó el papel y le enseñó una barra de labios.
—No es un pintalabios corriente —explicó con entusiasmo—. Éste es verdaderamente indeleble. La dependienta me aseguró que seguirá incólume tras un ataque nuclear. Creo que mi larga búsqueda finalmente ha terminado.
—Ya era hora —dijo Katherine—. ¿Cuántas veces te han timado?
—Demasiadas —respondió Tara—. Siempre me prometían que el color era permanente e inalterable, y luego iba dejando manchas en los vasos y los tenedores como si llevara un carmín corriente. ¡Ha sido espantoso!
La siguiente en llegar fue Liv, absolutamente despampanante con su abrigo de Agnés B. Liv era una fanática de las marcas, como correspondía a alguien que trabajaba en el mundo del diseño, aunque su especialidad fuera la decoración de interiores.
Liv era sueca. Alta, con piernas y brazos robustos, dientes inmaculados y una melena lisa y rubia hasta la cintura. Muchos hombres sospechaban haberla visto antes en alguna película porno.
Había entrado en la vida de Tara y Katherine cinco años antes, cuando Fintan se había ido a vivir con Sandro. Entonces habían puesto un anuncio pidiendo compañera de piso, pero no conseguían que nadie aceptara el minúsculo dormitorio libre. Tampoco tenían esperanzas de que lo alquilara aquella sueca. Era demasiado corpulenta. Pero en cuanto Liv cayó en la cuenta de que las chicas eran irlandesas —mejor aun, que procedían de la Irlanda rural—, su mirada se iluminó, metió la mano en el bolso y les entregó una paga y señal en metálico.
—Pero ni siquiera has preguntado si tenemos lavadora —dijo Katherine, sorprendida.
—Eso es lo de menos —terció Tara, atónita—. Ni siquiera sabes a qué distancia está la tienda de licores.
—Da igual —dijo Liv con un ligero acento extranjero—. Esos detalles no tienen importancia.
—Si estás segura... —Tara ya se estaba preguntando si Liv tendría amigos suecos en Londres. Gigantes bronceados y rubios que pudiera llevar a casa y presentarle.
Pero pocos días después de que Liv se mudara, las chicas descubrieron el motivo de su entusiasmo. Para sorpresa y consternación de Tara y Katherine, preguntó si podía acompañarlas a misa o rezar el rosario con ellas cada noche. Al parecer, Liv estaba empeñada en encontrar un sentido a su vida. Ya había encallado entre las rocas de la psicoterapia, pero tenía todas sus esperanzas puestas en la iluminación espiritual y esperaba que aquellas irlandesas le contagiaran su fervor católico.
—Lamento defraudarte —explicó Katherine con tacto—, pero somos católicas no practicantes.
—¿No practicantes? —exclamó Tara—. ¿Qué dices?
Katherine se quedó atónita. No había visto ninguna señal reciente de que la fe de Tara se hubiera reavivado.
—No practicantes es una expresión demasiado suave —se explicó Tara por fin—. Sería más exacto decir descarriadas.
Con el tiempo Liv superó su decepción. Y aunque pasaba mucho tiempo hablando de la reencarnación con el dependiente sij de la tienda de licores, en los demás aspectos era perfectamente normal. Recibía cartas amenazadoras de la compañía de su tarjeta de crédito y tenía novios, resacas y un armario lleno de ropa que compraba en las rebajas y no usaba nunca.
Compartió casa con Tara y Katherine durante tres años y medio, hasta que decidió tratar de remediar su angustia existencial comprándose un piso. Pero había pasado sus primeros seis meses de propietaria en el de Tara y Katherine, llorando y quejándose de su soledad. Y seguramente habría seguido haciéndolo si Katherine y Tara no se hubieran mudado y tomado caminos separados.
2
—¿Así que estaremos los cuatro solos? —Fintan parecía sorprendido.
Tara asintió con un gesto.
—Me siento demasiado insegura para celebrarlo a lo grande. En este día tan triste, necesito el consuelo de un pequeño grupo de amigos.
—Lo que en realidad quería decir es dónde está Thomas. —Fintan tenía un brillo malicioso en los ojos.
—Ah, tenía ganas de pasar una noche tranquila en casa —respondió Tara ligeramente avergonzada.
Hubo un coro de protestas:
—¡Pero es tu cumpleaños! ¡Es tu pareja!
—Nunca sale con nosotros —protestó Fintan—. Ese cerdo cascarrabias debería haber hecho un esfuerzo el día de tu cumpleaños.
—Pero si a mí no me importa —insistió Tara con vehemencia—. Mañana por la noche me llevará al cine. Dejadlo en paz. Reconozco que no es el tipo más complaciente del mundo, pero no es mala persona. Ha sufrido mucho y...
—Sí, sí, sí —interrumpió Fintan—. Ya lo sabemos. Su madre lo abandonó cuando tenía doce años, así que no tiene la culpa de ser un cerdo cascarrabias. Pero debería tratarte mejor. Tú te mereces lo mejor.
—¡Soy feliz tal como estoy! —exclamó Tara—. Lo digo en serio. La imagen que tienes de mí es demasiado... demasiado... —buscó la palabra adecuada— demasiado ambiciosa. Eres como esos padres que pretenden que su hijo sea neurocirujano aunque sólo sirva para basurero. Yo quiero a Thomas.
Fintan guardó silencio, rabioso. El amor es ciego, no le cabía duda al respecto. Pero en el caso de Tara también era sordo, mudo, disléxico, tenía achaques en la cadera y los primeros síntomas del Alzheimer.
—Y Thomas me quiere a mí —dijo Tara con firmeza—. Y antes de que empieces a decirme que podría conseguir a alguien mucho mejor, te recuerdo que estoy en la mesa de saldos. Con treinta y un años y en mi decrépito estado es difícil que consiga otro hombre.
Liv entregó a Tara un regalo y una tarjeta de felicitación. La tarjeta estaba decorada con seda pintada a mano y el regalo era un florero de cristal azul cobalto, estrecho y de líneas elegantes.
—¡Es precioso! ¡Eres tan fina! —exclamó Tara, disimulando su decepción. Liv no había captado las numerosas indirectas que le había lanzado para que le comprara el gel anticelulítico de Clarins—. ¡Gracias!
—¿Están listos para pedir? —Allí estaba Darius, bolígrafo en mano.
—Supongo —balbucearon al unísono—. Que empiece otro.
—De acuerdo. —Tara alzó la vista de la carta—. Yo comeré la chocolatina dorada a la sartén con coulis de cereales y el capuccino de perejil.
Darius la miró sin sonreír. Ya había hecho lo mismo la última vez.
—Lo siento —dijo Tara con una risita—. Es que estas combinaciones estrafalarias son graciosas.
Darius siguió mirándola con expresión inmutable.
—Por favor —murmuró Katherine a Tara—. Pide de una vez.
—Lo siento. —Tara se aclaró la garganta—. Vale, tomaré el buey brûté con pesto al cilantro, remolacha al aroma de curry y el acompañamiento de salsa de chocolate.
—¡Tara! —protestó Katherine.
—¡Tranquila! —se apresuró a decir Fintan—. ¡Eso sí que está en la carta!
Katherine bajó la vista.
—Vaya, es verdad. Lo siento. De hecho, que sean dos.
Cuando llegó la comida —un plato más sofisticado que otro—, la conversación tomó los derroteros de la edad. Al fin y al cabo celebraban un cumpleaños.
—Digan lo que digan los demás —declaró Katherine—, a mí no me deprimen las arrugas, sino el hecho de que en los últimos diez años mi cara se ha...
—¿Desmoronado? —corearon Tara y Liv. Habían jugado a aquel juego muchas veces.
—Sé exactamente lo que quieres decir. —Como si estuvieran en una carrera de relevos, Tara tomó la palabra—. En la foto de mi pasaporte, que tiene nueve años, mi boca estaba donde ahora está mi frente, pero ahora mis ojos han caído hasta la barbilla... qué barbilla, os preguntaréis... y las mejillas me llegan casi a la cintura.
—¡Es una suerte que hayamos nacido en la época de apogeo de la cirugía estética! —dijo Liv con vehemencia.
—No sé —replicó Fintan—. Yo creo que es maravilloso envejecer con dignidad, dejar que la naturaleza siga su curso. Las caras maduras tienen mucho carácter.
Las tres mujeres lo miraron con cara de pocos amigos. Era obvio que Fintan aún no sabía lo que era que las facciones se le vinieran literalmente abajo. Pero ¿qué podían esperar? Aunque fuera homosexual, Fintan seguía siendo un hombre, un hombre bendecido con unos niveles tan altos de colágeno que creía ser Dorian Grey. Pero había que darle diez años más y ver si entonces seguía con esas pamplinas de «envejecer con dignidad». Pedirá a gritos el bisturí del cirujano, pensaron las chicas con perversa satisfacción.
—Las caras maduras tienen mucho carácter —se burló Tara, imitándolo—. Eso suena bien de boca de un hombre que estuvo a punto de mudarse a un piso más grande para hacer sitio a su colección de productos Clinique. Tu cuarto de baño necesita un guía. Hasta podrías abrirlo al público.
—¡Guaaau! —exclamó Fintan riendo. Algunas frases habían sobrevivido a su re-reinvención.
Luego la conversación se centró, inevitablemente, en el tema del tictac de sus relojes biológicos.
—Me encantaría tener un hijo —dijo Liv con añoranza—. Detesto que mi útero esté permanentemente en compás de espera.
—¡No digas eso! —la riñó Katherine—. Lo que buscas es sentirte realizada, pero lo único que conseguirás es complicarte la vida.
—No te preocupes. No caerá esa breva —dijo Liv con tono lastimero—. No mientras mi novio esté casado con otra y viva en Suecia.
—¡Por lo menos tienes novio! —dijo Fintan con buen humor—. No como Katherine, aquí presente. ¿Cuándo fue la última vez que echaste un polvo, Katherine? —La susodicha se limitó a sonreír con aire misterioso y Fintan suspiró—. ¿Qué vamos a hacer contigo? No será porque no recibas proposiciones de hombres deseables.
Katherine volvió a sonreír, aunque esta vez fue una sonrisa más tensa.
—¿Sabéis?, a mí también me encantaría tener un hijo —reconoció Fintan—. Es la única desventaja de ser homosexual.
—Pero puedes hacerlo perfectamente —lo animó Tara—. Busca una mujer dispuesta a ayudar y alquílale el útero.
—Es verdad. ¿Por qué no una de vosotras? ¿Katherine?
—No —respondió Katherine con firmeza—. Nunca tendré hijos.
Fintan rió ante su cara de disgusto.
—El amor de un hombre bueno te hará cambiar de opinión. ¿Y tú qué dices, Tara? ¿No sientes el proverbial estremecimiento uterino ante la idea de llevar un niño en las entrañas?
—Sí, no... No sé, quizá —titubeó—. Pero afrontémoslo: la verdad es que apenas si soy capaz de cuidar de mí misma. Tener que alimentar, bañar y vestir a otra persona me destrozaría. Soy demasiado inmadura.
—Mirad lo que le pasó a la pobre Emma —convino Katherine. Emma, una vieja amiga, había sido la más alegre de las chicas alegres hasta que tuvo un par de niños en poco tiempo—. En un tiempo tenía un aspecto fantástico. Ahora parece una militante ecologista.
—Una gran pérdida —asintió Tara—. No tiene tiempo para lavarse la cabeza porque está demasiado ocupada limpiando culos. Pero es feliz.
—Pensad en Gerry —recordó Katherine. Gerry era otra juerguista que, después de tener un niño, parecía haber vuelto a la infancia—. Ha perdido la capacidad de hablar como un adulto.
—Pero sabe hacer sus necesidades en el retrete y contar hasta diez —dijo Liv—. Además, ella también es feliz.
—También está Melanie —añadió Katherine con tristeza—. Solía ser tan liberal. Y ahora se ha convertido en una facha que haría palidecer a los del National Front. Los hijos pueden tener ese efecto. Está tan ocupada firmando peticiones para que procesen a presuntos pederastas que ha olvidado quién era.
—Pero piensa en lo maravilloso que ha de ser abrazar a tu propio hijo —dijo Liv en voz baja—. ¡La alegría! ¡La felicidad!
—¡Alerta roja! —exclamó Tara con una risita—. Se está poniendo cursi. ¡Que alguien la detenga!
—¿Qué te ha regalado Thomas para tu cumpleaños, Tara? —preguntó Katherine sin pensar. Sólo quería evitar que Liv se echara a llorar.
—¿Un billete de diez chelines? —sugirió Fintan.
—¿Diez chelines? —se burló Tara—. Sé más sensato. Jamás sería tan desprendido —añadió—. Un cuarto de penique sería más propio de él. —De pronto dio un puñetazo en la mesa y dijo con marcado acento de Yorkshire—: ¡No soy tacaño, sólo prudente! —El parecido con Thomas era asombroso.
—¿Una maceta decorada con masilla y conchas hecha por él mismo? ¿Un bolígrafo usado? —se burló Fintan.
—Me regaló un especial Thomas Holmes —dijo Tara con su voz normal—. Una crema de manos con perfume a magnolia y la promesa de una liposucción si le toca la lotería.
—¿No es graciosísimo? —dijo Fintan con sarcasmo.
—¿El bote de crema era nuevo? —preguntó Katherine con voz inexpresiva—. ¿O lo robó del lavabo de señoras en el trabajo?
—¡Por favor! —respondió Tara, furiosa—. Claro que no era nuevo. Es el mismo que me regaló para Navidad. Yo lo había escondido en el fondo del armario, él lo encontró y lo recicló.
—¡Qué mezquino! —exclamó Liv, incapaz de contenerse.
—No es mezquino —protestó Tara.
Liv se sorprendió. Por lo general, Tara era la primera en despotricar contra la tacañería de Thomas, superando las críticas de todos los demás para demostrar lo poco que le importaba.
—Es un roña —concluyó Tara—. Vamos, Liv, dilo.
—Thomas es un roña —repitió Liv como un lorito—. Gracias, Tara.
—Pero deberíais entender su punto de vista —añadió Tara—. Él piensa que la Navidad, el día de los Enamorados, los cumpleaños son todos montajes para sacarle dinero a la gente. Yo lo admiro por negarse a permitir que lo manipulen. Y eso no quiere decir que no me compre regalos. La semana pasada, de improviso, me compró una bolsa de agua caliente forrada en felpa para los dolores de la regla.
—Seguro que lo hizo para ahorrarse los analgésicos todos los meses —se burló Fintan.
—Eh, vamos —protestó Tara riendo—. Vosotros no veis lo que veo yo.
—¿Y qué ves tú?
—Sé que parece un bruto, pero lo cierto es que tiene una gran imaginación. Supongo que la ha adquirido dando clases a niños de siete años. A veces, antes de meternos en la cama, me cuenta cuentos preciosos sobre un oso llamado Earnest.
—¿Es un eufemismo para referirse a su polla? —preguntó Fintan con desconfianza—. ¿Earnest se pasa la vida escondiéndose en cuevas oscuras?
—Veo que estoy perdiendo el tiempo —dijo Tara con una risita—. ¿Tienes algún cotilleo nuevo? Vamos, cuéntanos una anécdota sabrosa de algún famoso.
En su trabajo como mano derecha de Carmela García, una diseñadora española cocainómana que era considerada a la vez un prodigioso genio y una arpía loca, Fintan tenía acceso a toda clase de información sorprendente sobre los ricos y famosos.
—De acuerdo, pero ¿primero tomamos otra copa?
—¿El Papa es católico?
Mucho rato y varios cafés franceses después, Katherine se percató de que Uñas Violetas estaba ansiosa por cuadrar la caja y marcharse a casa. O al menos por cuadrar la caja e irse a tomar drogas a otro sitio.
—Creo que deberíamos pagar —dijo, interrumpiendo las risas estentóreas y ebrias.
—Invito yo —propuso Fintan con la magnanimidad del borracho—. Insisto.
—De ninguna manera —dijo Katherine.
—Me ofendes. —Fintan puso la tarjeta de crédito sobre la mesa—. Me estás insultando.
—¿Cómo piensas reducir tu descubierto a un número de ocho cifras si te la pasas invitando a cenar a la gente? —lo riñó Katherine.
—Es verdad —dijo Tara con vehemencia—. Me dijiste que si volvías a usar la tarjeta te arrestarían. Que llegarían hombres uniformados con cachiporras y esposas...
—¡Genial! —exclamaron Fintan y Liv al unísono, dándose codazos y riendo tontamente.
—... que te llevarían y nunca volveríamos a verte. «No me dejes gastar más dinero», me dijiste. —Tara le lanzó la tarjeta por encima de la mesa.
—Mira quién habla —protestó Fintan.
—Mal de muchos, consuelo de tontos.
—¿Cómo es posible que siempre esté sin blanca? —preguntó Fintan—. Gano un buen sueldo.
—Por eso mismo —lo consoló Tara con la lógica del borracho—. A mí me pasa lo mismo: cuanto más gano, más pobre soy. Si me aumentan el sueldo, mis gastos suben para absorber la subida, pero lo hacen en un porcentaje muy superior. ¿No dicen que hacer dieta engorda? ¡Pues los aumentos de sueldo empobrecen!
—¿Por qué no podemos parecernos a ti, Katherine? —preguntó Fintan.
En una ocasión Katherine había confesado que cada vez que le subían el sueldo daba órdenes al banco de que transfirieran la cantidad exacta del incremento a una cuenta de ahorro. Partía de la premisa de que no echaría de menos lo que nunca había tenido.
Katherine, que estaba dividiendo el importe de la cuenta, alzó la vista.
—Pero necesito rodearme de personas como vosotros para sentirme orgullosa.
Finalmente se marcharon.
Darius, el camarero, miró a Katherine mientras enfilaba hacia la puerta. No era su tipo, pero tenía algo que lo intrigaba. Aunque había bebido más de la cuenta, no tropezaba, ni reía a carcajadas ni se apoyaba en los demás como los otros tres. Y le había impresionado su conducta a la llegada. Era un experto en mujeres que fingían despreocupación mientras esperaban a solas, pero estaba seguro de que la indiferencia de Katherine era sincera. Buscó una palabra para calificarla. (Quería ser pinchadiscos y el lenguaje no era su fuerte.) La palabra que buscaba, si la hubiera sabido, era «enigmática».
—¿Y ahora dónde? —preguntó Tara con impaciencia mientras temblaban de frío en la calle. Aunque estaban a principios de octubre, hacía frío—. ¿Alguien sabe de alguna fiesta?
—No, esta noche no.
—¿No se os ocurre ningún plan? Casi siempre sois capaces de improvisar algo.
—Podríamos ir al Bar Mundo —sugirió Katherine.
Tara negó con la cabeza.
—No. Como vamos los miércoles, lo asocio con el trabajo.
—¿El Blue Note?
—A esta hora debe de estar a tope. No encontraríamos mesa.
—¿Happiness Stans?
—La última vez la música era una mierda.
—¿Subterrania?
—¡Por favor!
—Lo tomaré como un no. —Katherine prácticamente había agotado la lista de los sitios que frecuentaban.
—¿Qué tal The Torture Chamber? —propuso Fintan con alegría—. Un montón de tíos guapos desfilando encadenados.
—¿Olvidas que la última vez no nos dejaron entrar porque somos mujeres? —le recordó Katherine.
—¿De verdad fue por eso? —preguntó Liv—. Pensé que era porque no teníamos la cabeza afeitada.
—¿Sabéis? No tengo muchas ganas de ir a una discoteca —reconoció Tara—. No estoy de humor para aglomeraciones. Me gustaría estar tranquila, sentarme en un asiento cómodo, no tener que pelear para conseguir algo de beber, escuchar lo que decimos... ¡Ay, Dios mío! —Se abrazó a sí misma con expresión de horror—. ¡Ya he empezado! Todavía no hace veinticuatro horas que tengo treinta y un años y ya me estoy comportando como una vieja. Tendré que ir a una discoteca para demostrar que todavía me gusta.
—Yo tampoco tengo ganas de ir a una discoteca —la consoló Liv—. Pero con treinta y un años y medio, ya lo tengo asumido.
—¡No! —Tara estaba consternada—. Ya es bastante malo que no me apetezca ir, pero ¿asumirlo? ¡Detesto envejecer!
—Pronto empezarás a notar que prefieres quedarte en la cama viendo la tele a hacer cualquier otra cosa. —Katherine rebosaba malicia—. Te encontrarás buscando excusas para no salir. Hasta hay un nombre oficial para este fenómeno: el síndrome del aislamiento. Te encariñarás con el mando a distancia. Yo adoro el mío —confesó—. Y dejarás de comprar la revista Vogue para comprar Living.
—¿Es una revista de decoración?
Katherine asintió con gesto cruel y Tara dio un respingo.
—Aaay.
—Vamos a casa de alguien —propuso Fintan en un intento de recuperar el espíritu festivo—. Podemos fingir que es una discoteca.
—¿Qué tal a la mía? —preguntó Tara pensando en Thomas y deseando que dijeran que no. Estaba borracha, pero no tanto.
—¿Por qué no a la mía? —ofreció Katherine, también pensando en Thomas.
—¿Tienes algo de beber? —preguntó Tara.
—Desde luego —respondió Katherine, ofendida.
—Estamos viejos de verdad —masculló Tara.
Katherine detuvo un taxi, irritando a dos hombres que estaban cincuenta metros más arriba y llevaban más tiempo esperando.
—A Gospel Oak —indicó al taxista.
—Podrían ir andando —protestó el hombre.
—Yo no —dijo Tara, achispada—. ¡Estoy completamente trompa! ¿Os acordáis que el alcohol no duraba nada en casa cuando vivíamos juntos? —preguntó cuando los cuatro hubieron subido al taxi—. Cada vez que íbamos a Irlanda —señaló a Katherine y a Fintan—, o tú a Suecia —señaló a Liv— comprábamos bebidas en el duty-free y nos las tomábamos prácticamente antes de entrar en casa.
—Porque estábamos petados —dijo Liv.
—Pelados —corrigió Tara con aire ausente—. Pero no era sólo eso. Éramos jóvenes, ¡teníamos fuego en las entrañas!
—Ahora somos viejos —dijo Liv con tono compungido.
—¡Basta! —ordenó Katherine—. Es demasiado temprano para que os derrumbéis. Todavía debería quedaros cuerda para una hora.
3
Mientras Fintan y las chicas estaban en el restaurante, a dos minutos de allí se celebraba una fiesta. Naturalmente, se celebraban varias fiestas porque estaban en Londres, concretamente en el barrio de Camden, y era viernes por la noche. Pero en esta fiesta en particular estaba Lorcan Larkin.
Lorcan Larkin era un hombre que lo tenía prácticamente todo. De hecho, lo único que no tenía era un empleo.
«No me gustan los pelirrojos» era una frase común entre las mujeres. Pero Lorcan era un pelirrojo muy especial. A su paso no se oían comentarios como «¿has visto que pelirrojo tan repugnante?».
Era más fácil que provocara miradas embelesadas.
Y en los pocos casos en que una mujer vacilaba a orillas de la locura por él, en lugar de zambullirse de cabeza, Lorcan sacaba su arma secreta: su acento irlandés. No era el acento tosco que la gente imitaba cuando quería burlarse de los irlandeses. La voz de Lorcan era dulce, melodiosa y, por encima de todo, educada. Tampoco temía dejar caer una cita o un verso en la conversación cuando lo consideraba oportuno. Las mujeres se quedaban hipnotizadas con su voz, porque él se aseguraba de que así fuera.
En el preciso momento en que Tara pidió dos postres («Bueno, es mi cumpleaños», dijo a la defensiva), Lorcan decidió que iba a follarse a la hija de su anfitriona, Kelly, una cría de dieciséis años. Era obvio que la chica lo pedía a gritos. Lo había estado acosando toda la noche, dirigiéndole miradas intencionadas con sus grandes ojos de gata en celo y rozándole el brazo con sus altas y firmes tetas cada vez que él pasaba a su lado. Lorcan sabía que a la madre no le haría ninguna gracia, pero no era la primera vez que una madre y su hija se lo disputaban, y tampoco sería la última.
Miró a Kelly, fascinado por su gloriosa lozanía adolescente. Tenía las piernas largas y delgadas y un culo firme y respingón. Lorcan sospechaba que era la clase de mujer que engordaría con rapidez. En un par de años se habría echado a perder. Michelines, rollos de grasa y toda la pesca. Entonces se preguntaría qué le había pasado. Pero de momento era perfecta.
—Es hora de irnos —le recordó Benjy tratando de disimular su impaciencia. Hacía horas que Lorcan debía estar en la fiesta de cumpleaños de Amy, su novia.
—Todavía no —respondió Lorcan ahuyentándolo con un ademán desdeñoso.
—Pero... —protestó Benjy.
—Ábrete —dijo Lorcan.
Benjy era el ex compañero de piso de Lorcan y, extraoficialmente, su relaciones públicas. Salía con él con la esperanza de que se le pegara su extraordinario éxito con las mujeres. Si eso no era posible, al menos quería estar cerca para consolar a las chicas que rechazaba Lorcan —que eran legiones— y recoger los pedazos, preferiblemente en la cama.
Lorcan se levantó del sofá con elegancia. Con la cara radiante se aproximó a Kelly, que entornó los ojos con timidez, aunque no antes de que Benjy percibiera en ellos un brillo triunfal. No oyó lo que Lorcan decía a Kelly, pero podía imaginarlo. Una vez, en un momento de altruismo, Lorcan había compartido con él algunas de sus frases predilectas para ligar.
—Murmúrales al oído: «Eres una mujer cruel, atormentándome con esos enormes ojos» —le había aconsejado—. O si no, y esto tienes que decirlo tartamudeando, como si estuvieras muy nervioso: «Lamento interrumpir. Sólo quería decirte que tienes la boca más bonita que he visto en mi vida. No quería molestarte. Ahora me voy.» Eso aumentará tu porcentaje de éxitos en un ciento por ciento —había prometido a Benjy.
Pero un ciento por ciento de nada sigue siendo nada. Y las frases que tan bien le funcionaban a Lorcan, en boca de Benjy provocaban miradas incrédulas, risas burlonas e incluso, en una ocasión, un tortazo en la cara que le había dejado el oído derecho zumbando durante tres días.
—¿Qué es lo que hago mal? —había preguntado Benjy, desesperado, una vez recuperada la audición.
Sin duda hubiera sido una ventaja que no fuera bajo, regordete y con una calva incipiente, pero Lorcan no se lo dijo. Le gustaba interpretar el papel de benefactor.
—Muy bien —había respondido con una gran sonrisa—. Escucha al maestro. Búscate dos chicas: una que esté muy buena y la otra no tanto. Trabájate a la más fea, trátala como a una reina, y no hagas caso a la guapa. La fea estará encantada de que la prefieras a su amiga guapa. La guapa se molestará porque no le haces caso y tratará de ligarte. ¡Así tendrás en bandeja a las dos!
Benjy estaba muy esperanzado. ¡Lorcan hacía que pareciera tan lógico!
—¿Algún otro consejo?
Lorcan meditó.
—A toda mujer le gusta algo de sí misma —dijo—. Toda mujer tiene lo que ella llama su «mejor rasgo». Lo único que tienes que hacer es descubrir cuál es... créeme, tío, siempre es evidente... y alabarlo.
Benjy asintió con entusiasmo.
—¿Hay algo más que debería saber?
—Sí. Las gordas son más complacientes.
Segundos después de que Lorcan y Kelly desaparecieran, Angeline, una mujer atractiva preocupada por el tamaño de su barriga, corrió hacia Benjy.
—¿Dónde ha ido Lorcan? —preguntó, preocupada—. ¿Y Kelly?
—Eh... No sé —balbuceó Benjy—. Pero no te preocupes. No creo que hayan ido muy lejos —añadió preguntándose por qué se molestaba en protegerlo.
En efecto, no estaban lejos, sino en el dormitorio primoroso y rosado de Kelly, donde era difícil ver la colcha de la cama bajo el cúmulo de muñecos de peluche. Kelly ya tenía apariencia de mujer, pero el resto de su persona todavía no había crecido.
Las cosas con Lorcan iban demasiado rápido. Ella sólo pretendía que la besara para tener la oportunidad de decirle a su madre: «¿Has visto que estoy mucho mejor que tú, vieja bruja con pinta de embarazada?» Todavía no había decidido si iba a dejar que le tocara las tetas —a través de la ropa, desde luego—, pero creía que no. Así que cuando Lorcan empezó a desabrocharse los tejanos, se quedó de piedra. Cuando se los bajó hasta la rodilla y le metió su grandioso y erecto miembro en la boca, la impresión fue aún mayor.
—Volvamos a la fiesta —dijo ella, asustada.
—Todavía no —respondió Lorcan con una sonrisa maliciosa, apretando con firmeza su sedosa nuca.
Benjy alzó la vista con una mezcla de admiración, odio y envidia cuando Lorcan volvió al salón. Lo único que le faltaba era relamerse de gusto.
—Asqueroso cabrón —murmuró Benjy.
—No me la he tirado. —Convencido de su bondad, Lorcan tenía una mirada límpida—. Su honra sigue intacta.
—Sí, seguro que no le has puesto un dedo encima. ¿Y qué me dices de Amy? ¡Es su cumpleaños!
—No puedo evitarlo. —Lorcan sonrió y se encogió de hombros con una expresión capaz de reducir al servilismo a cualquier mujer madura—. Amo a las mujeres.
—No es verdad —dijo Benjy con rabia contenida—. A mí me parece que las odias.
—Vamos —dijo Lorcan—. Es hora de irnos. Venga, hombre, que llegamos tarde.
Y se marchó con actitud expeditiva, haciendo caso omiso de la llorosa y humillada Kelly, que ahora estaba sentada, cabizbaja, en el último peldaño de la escalera.
—¿Por qué tratas a las mujeres como si fueran basura? —preguntó Benjy cuando salieron a la fría noche de octubre, mientras esperaban un taxi—. ¿Qué te hizo tu madre? ¿Te dio la teta durante demasiado tiempo? ¿O durante muy poco?
—Mi madre era una excelente mujer —dijo Lorcan. Su voz suave y melosa contrastaba con la aguda e iracunda de Benjy. ¿Por qué todo el mundo buscaba estúpidas razones freudianas a su bajo umbral de atención para con las mujeres? De hecho, era muy sencillo—. Es el viejo chiste, Benjy, ¿no?
—¿Qué viejo chiste? —gritó Benjy, y cuando Lorcan no respondió, siguió la dirección de su mirada y vio a tres mujeres y un hombre en la puerta de un restaurante cercano—. ¿Qué viejo chiste? —volvió a gritar, más furioso aún al ver que esos cuatro individuos se subían al taxi que pretendía parar él.
—¿Por qué los perros se lamen los huevos? —respondió Lorcan. Benjy guardó silencio, enfurruñado—. Porque pueden —dijo Lorcan con tono cansino—. Porque pueden.
4
Liv, Tara, Fintan y Katherine bebieron ginebra con tónica, bailaron al ritmo de la música de Wham! e incordiaron a Roger, el vecino de abajo de Katherine.
—¿No es genial? —preguntó Tara con la cara encendida—. ¿Os acordáis cuando bailábamos esto el verano de nuestros quince años? ¿Te acuerdas, Fintan? ¿Te acuerdas, Katherine?
—Sí —respondió Fintan, incómodo—. Pero no sigas por ahí. Haces que Liv se sienta excluida.
—No, no —dijo Liv con toda la jovialidad de que fue capaz—. Tranquilo; yo siempre me siento excluida.
—Excepto con la gente que conoces bien —le recordó Fintan con dulzura.
—No, sobre todo con ellos.
Finalmente, a la hora señalada, Liv sufrió su habitual ataque de melancolía y decidió que era hora de marcharse.
—¿Estarás bien? —preguntó Katherine mientras la acompañaba a la puerta.
Liv asintió con cara de angustia.
—Me comeré doce bolsas de patatas fritas, dormiré dieciocho horas seguidas y luego me sentiré mejor.
—Pobrecilla —se compadeció Tara una vez que se hubo ido—. Ya sé que a mí también me da la depre de vez en cuando, pero uno podría poner en hora el reloj guiándose por las suyas, ¿no?
—Creo que yo también me largo —dijo Fintan.
—¿Qué? Te quitarán el título de Carroza Más Enrollado de la Ciudad —le advirtió Tara.
Fintan tenía un amplio círculo de amigos y sacaba el máximo provecho de ellos.
—Estoy cansado —dijo—. Y tengo un dolor horrible en el cuello y aquí, donde solía estar mi hígado.
A partir de ese momento, por suerte para Roger, el bullicio terminó.
—Creo que he bailado hasta quedarme sobria —dijo Tara. Quitaron la música de Wham!, Tara llamó a un taxi y Katherine empezó a prepararse para meterse en la cama.
—Eres una niña pija —dijo Tara con envidia y admiración mirando el dormitorio ordenado y fragante de Katherine.
El edredón estaba planchado e impecable; las plantas, verdes y con flores, y en los muebles no se veía una mota de polvo. Los innumerables frascos de loción corporal alineados sobre la cómoda estaban llenos y tenían aspecto de nuevos. Ninguno tenía medio milímetro de crema en el fondo, como si llevara allí cinco años. Y cualquiera que se fijara en el radiante cuarto de baño de Katherine encontraría en un estante un jabón o gel de baño a juego con cada loción corporal perfumada de las que había en la cómoda.
Katherine era una amante de las colecciones. No disfrutaba de las cosas por sí solas, pero si se vendían con algún complemento, se enamoraba de inmediato de ellas. Así que las bufandas debían tener guantes a juego; y los talcos, jabones con el mismo aroma. Un bol ornamental no le interesaba a menos que se pudiera exhibir con un camarada más pequeño, aunque por lo demás idéntico. De hecho, Tara a menudo le decía que su hombre ideal debería tener una cara bonita, un cuerpo de película y un hermano gemelo.
Tara continuó contemplando el dormitorio.
—Me haces sentir tan inepta —dijo con aflicción—. Has hecho la cama aunque no supieras que ibas a recibir visitas.
Había olvidado lo buena que era Katherine como ama de casa porque hacía un año que habían dejado de compartir piso. Katherine se había comprado un piso y Thomas había permitido que Tara se mudara con él. Y, de paso, que le pagara la mitad de la hipoteca.
Incapaz de contenerse, Tara abrió los cajones. Dentro todo parecía perfectamente organizado, perfumado, planchado, flamante, cuidado. Katherine era uno de esos raros especímenes femeninos que arrojaba con regularidad a la basura la ropa interior vieja o con los elásticos cedidos.
—¿Tengo visión doble a causa de la bebida? —preguntó Tara—. ¿O de verdad tienes dos bragas de cada modelo?
—Así es —confirmó Katherine—. Y dos sujetadores de cada modelo.
Tara era incapaz de entenderlo. A ella no le preocupaba la ropa interior. Sólo se fijaba en lo que llevaba por fuera, en lo que la gente podía ver. Claro que Thomas podía ver sus bragas antediluvianas, pero ya llevaban dos años juntos. Mantener un halo de misterio durante más de tres meses era agotador. Además, él no era particularmente cuidadoso con sus calzoncillos, se recordó a sí misma mientras esperaba que el sentimiento de culpa se desvaneciera.
Tara abrió otro cajón y encontró una colección de pequeñas prendas para dormir. Aunque eran más delicadas que provocativas. Katherine no era la clase de chica que lleva camisones cortos negros transparentes con un tanga a juego.
—Eres la hostia —dijo Tara—. Mira que tirar tanto tiempo y dinero en bragas.
—¿No lo hace todo el mundo?
—Puede. Pero ninguna otra mujer que yo conozca se compra estas cosas para sí.
Tara se tendió en la cama y miró con envidia las piernas de Katherine —tersas y firmes gracias a las clases de claqué— mientras ésta se ponía un pantalón corto de pijama, azul con topos blancos. Luego se puso la camiseta a juego. Si no se la hubiera puesto del revés, con la etiqueta debajo de la barbilla, nadie se habría dado cuenta de lo borracha que estaba.
—Es hora de que te busques un hombre para que se beneficie de tu bonita ropa interior —sugirió Tara.
—Estoy muy bien sola.
—¿Con todas esas preciosas bragas y sin un hombre que las admire? Es muy triste.
—A mí no me parece triste —respondió Katherine—. Son mis bragas.
—A mí sí me lo parece.
—Entonces deberías buscar ayuda psicológica.
—Yo no necesito ayuda —dijo Tara—. Tengo novio.
—¿Y si rompieras...? —repuso Katherine con picardía.
—¡Ni lo menciones! —exclamó Tara, horrorizada—. ¿Qué sería de mí? —Pensó en ello durante unos segundos—. Me convertiría en una neurótica.
—¡Ya empezamos! —protestó Katherine con un suspiro.
Tara pensaba que las mujeres solas de más de treinta años se volvían más y más excéntricas con el tiempo. Se encerraban en sí mismas y adquirían hábitos cada vez más raros. Y si finalmente aparecía el hombre perfecto, estaban tan atrapadas en sí mismas que eran incapaces de aceptar la mano que les tendían para rescatarlas.
—Seguramente me convertiría en una de esas traperas que recogen basura —dijo Tara—. Esas que lo juntan todo; desde pieles de patata hasta periódicos de hace una década.
—Ya estás prácticamente en ese punto —señaló Katherine.
—Nunca le abriría la puerta a la asistenta social —prosiguió Tara, absorta en su visión apocalíptica—. Y mi piso apestaría a cien metros a la redonda. A eso quedaría reducida sin un hombre.
—Entonces es una suerte que tengas uno —dijo Katherine.
Sonó el timbre, señal de que había llegado el taxi de Tara.
—Mierda, lo siento si te he ofendido, Katherine. —Tara se sintió súbitamente culpable—. Eres mi mejor amiga, te quiero y no pretendía insinuar que eres una neurótica...
—No me has ofendido, pero ahora vete. Tengo una cita con mi mando a distancia. Sin embargo, antes tengo que lavarme las manos cincuenta veces y planchar todas mis bragas. ¡Ay de nosotras, las mujeres solteras! ¡Pobres mártires de la psicosis obsesivo-compulsiva!
5
Tara se sentó en el taxi, dio una calada al cigarrillo, fijó la vista en el vacío y se sintió culpable. Además de ser una mujer despreciable, una pusilánime incapaz de apañárselas sin un hombre, existía la posibilidad —aunque, a decir verdad, remota— de que hubiera ofendido a Katherine. Su amiga era tan equilibrada e independiente que a veces olvidaba que también tenía sentimientos.
Pero cuando el taxi enfiló la calle donde vivía Alasdair, Tara se olvidó de Katherine. Se enderezó en su asiento y prestó atención. No pudo evitarlo. Miró con atención las ventanas, buscándolo. Pero estaban oscuras y el taxi pasó demasiado deprisa para que pudiera determinar si Alasdair y su esposa estaban en la cama o de juerga.
Es una locura que siga haciendo esto, pensó Tara. Hasta era posible que ya no viviera allí. Cuando la gente se casaba, tenía tendencia a abandonar los elegantes pisos del centro de Londres para mudarse a una casita pareada de tres dormitorios y jardín más allá de Heathrow, lejos de los mejores bares y restaurantes.
Sintió un nudo de angustia en el estómago. Tara amaba a Thomas, pero mantenía un extraño interés por Alasdair, como si todavía le perteneciera. Le dolía pensar que quizá hiciera grandes cambios en su vida sin que ella supiera nada al respecto.
Alasdair había sido el novio anterior a Thomas. Y era muy diferente: generoso, espontáneo, imprudente, cariñoso, sociable. Le gustaba comer fuera y jamás decía, como Thomas: «Diez libras. Diez putas libras por un trozo de pollo que podría comprar en el supermercado por doce chelines.»
Tara había conocido a Alasdair después de una sucesión de relaciones triviales que la habían llevado hasta los veintiséis años. Él la había encandilado con su acento escocés, el pelo negro cortado a cepillo y unos ojos vivarachos que le daban un ligero aire de chiflado, enmarcados en gafas de montura metálica. Hasta su nombre le parecía seductor.
Tara no había tardado en decidir que era el hombre con quien quería casarse. Todas las señales eran prometedoras.
Tara pensaba que ya tenía edad para casarse. Y que él también, puesto que le llevaba dos años. Los dos tenían buenos empleos y procedían de pueblos parecidos. Pero lo más importante era que ambos querían exactamente las mismas