INTRODUCCIÓN
Los días de Teresa de Ávila
Teresa de Ávila (1515-1582) o santa Teresa de Jesús vivió en una época en que la experiencia religiosa llegó a alcanzar una importancia y una profundidad pocas veces conocidas antes. Ciertamente la religión había estado presente en la cultura y en el arte occidentales, y por supuesto desde siempre en la sociedad, pero en aquellos días se trataba de una experiencia vivida con una urgencia difícil de calibrar hoy. Nosotros, en efecto, hemos nacido en una sociedad bastante laica, donde el hecho religioso se centra en ámbitos privados y donde, en principio, suponemos que la tolerancia domina las relaciones sociales y las que se forjan entre los distintos credos religiosos. No era así en los días de santa Teresa de Jesús.
Desde las décadas finales del siglo XV hasta los días en que Teresa aprende a caminar, la experiencia del hecho sagrado adquiere una magnitud y una urgencia realmente llamativas. Por todas partes aparecen herejías, en los pueblos más alejados se discute sobre los modos de oración con verdadero apasionamiento, las arduas cuestiones teológicas desbordan los ámbitos de la escuela, de la universidad o de los sínodos episcopales, y se convierten en ávidas discusiones entre vecinos. Por todas partes aparecen beatas y círculos donde se lee y se comenta la Biblia, donde se analiza o se censura el comportamiento de la Iglesia oficial; por todas partes surgen brujas que pactan con el demonio y son quemadas en llameantes hogueras para evitar el contagio. En la época se reacciona ante los herejes o la presencia del demonio de igual forma que nosotros ante una enfermedad infecciosa sin remedio claro: cunde el pánico y se recurre a procedimientos extremos. El ansia de experiencias religiosas es general, y la necesidad de consuelo espiritual muy profunda así como la búsqueda de autenticidad y la demanda generalizada de trascendencia en la vida privada. Se asiste a la iglesia, pero la verdadera fe se expresa en la oración en la quietud del ámbito privado; no se desean mediadores: se quiere conocer la palabra del apóstol directamente, no a través de sermones y de predicadores.
A finales del siglo XV, en los años que van entre 1480 y el año en que nace Teresa, en 1515, el ambiente está caldeado hasta el máximo, la ebullición alcanza cotas desconocidas. Basta una chispa para consumar el incendio. Y ésta salta: el 31 de octubre de 1517, Martín Lutero hace públicas Las 95 tesis en la puerta de la iglesia del Palacio de Wittemberg. Para entonces, en el otoño de 1517, el gesto de aquel oscuro agustino alemán era apenas una anécdota y su destino estaba marcado y era conocido, pero al contrario que algunos cabecillas herejes del siglo XV que terminaron en la hoguera, Martín Lutero consigue el apoyo político de importantes príncipes territoriales alemanes, como el elector de Sajonia, que vio en su rebeldía un camino para evitar las imposiciones de Roma y del emperador (que era Carlos V, es decir, para los alemanes, el «rey de España»). Su situación, pues, se consolida y el hecho religioso adquiere ahora también una significación política y una urgencia renovada. La historia de Europa da un vuelco: la experiencia religiosa y el debate teológico pasan a convertirse en cuestiones de carácter político y casi policial con la presencia de las diferentes inquisiciones; la necesidad de extirpar la herejía deviene una cuestión de vida o muerte. Europa se convierte en un laberinto de confesiones religiosas que luchan entre sí. Ése será el mundo en el que Teresa de Ávila comienza a caminar allá por el otoño de 1515.
No es fácil explicar por qué en esos momentos finales del siglo XV se produce semejante ebullición religiosa y por eso los historiadores echamos mano de todo tipo de razonamientos, de carácter tanto social como ideológico, filosófico e incluso psicológico. De hecho, un proceso complejo y de ámbito continental no es posible si no es a partir de un largo conjunto de motivaciones muy interrelacionadas. Y entre todas ellas, dos motivos esenciales parecen estar en la base de las actitudes descritas: la demanda generalizada de autenticidad en la experiencia religiosa y la crisis institucional de la Iglesia. Dos elementos que conjugados en esos años finales del siglo XV nos procuran el contexto en el que son posibles Martín Lutero y Teresa de Ávila.
La demanda de autenticidad es un hecho documentado a lo largo del siglo XV y que se agudiza de forma muy notable en sus décadas finales. Pensemos que en los años 1480-1515 se imprimen en traducciones al castellano (y también al catalán) buena parte de los escritores religiosos o místicos más importantes de la tradición paleocristiana o de la Iglesia medieval. Las obras de los místicos medievales, tales como los místicos holandeses de la devotio moderna, la mayor parte de ellos de principios del siglo XV, son impresos en castellano y leídos por los cuatro rincones de la península. Cuando uno repasa las listas de traducciones de esos años, realmente queda impresionado: se vuelcan al castellano buena parte de los principales autores místicos y en especial los que tenían mayor predicamento en las décadas anteriores.
Pero un inventario de libros publicados no es sólo una fría lista donde podemos extraer estadísticas de ediciones por año, número de talleres o tamaño de los infolios. Se trata de algo mucho más profundo. Detrás de cada libro hay un comprador y un taller que lo ha compuesto; detrás de éste, un interés económico en poner en el mercado productos que sabe que va a vender y, por tanto, acusar recibo de las tendencias de la época. Muchas veces, detrás del comprador, no hay sólo un lector, puesto que por entonces el libro es caro, no está al alcance de cualquiera y, además, pocos saben leer. Así, detrás de cada compra de un volumen de literatura mística puede haber un círculo de interesados en este tipo de lectura, quizá un cenáculo de gentes que comentan la Biblia en privado o que se la leen en voz alta entre ellos y que después la explican y la desarrollan. Y antes de poder comprar el infolio, pasan unos años de espera y de ansiedad por tenerlo. Se trata de dos caras de la misma moneda: los impresores sabían qué interesaba y el público, en efecto, se hacía con los preciosos volúmenes de doctrina mística, y se los quitaban de las manos a los impresores y libreros. De hecho, la imprenta de la época publica en romance sobre todo best sellers para mantener unos ingresos asegurados; lo eran, pues, las obras de literatura mística. Y es que se trataba de volúmenes donde se explicaba cómo orar en privado, cómo hacerlo en la propia casa, al margen de la misa del domingo o de los días de guardar, y además qué rezar, qué oraciones, qué temas, sobre qué reflexionar, qué pasos del Evangelio comentar, retener, rememorar o imaginar. Eran volúmenes preciosos porque enseñaban prácticas de vida religiosa interiorizada al margen de las recomendaciones de la jerarquía eclesiástica y donde, por tanto, se aprendía sobre todo la libertad del culto religioso, la interioridad de la práctica, la autenticidad de la oración personal y alejada del rito público reglamentado y de la oración vocal en la capilla y en la iglesia. Y eso era lo que buscaban quienes compraban esos libros.
No eran herejes, por supuesto, sino personas que ansiaban una vida religiosa basada en la autenticidad de la experiencia personal al margen de la repetitiva y vacía ritualidad eclesial. De ahí que el mero hecho de que en los años 14801520 se publiquen (es decir, se impriman con gran frecuencia y se vendan con facilidad) decenas y decenas de libros sobre doctrina mística y se pongan en circulación los principales autores, implica ya de por sí un fenómeno social que se pone de manifiesto en esos años, pero que de seguro que venía de las décadas anteriores y en cierta forma ya domina buena parte del siglo XV. Pero se trata de un fenómeno social muy relacionado con la desafección hacia una Iglesia oficial que no pasaba por sus mejores momentos.
En efecto, desde hacía siglo y medio, la Iglesia romana vivía renqueante una crisis profunda y muy llamativa a los ojos de la opinión pública de la época. Quizá nunca se insistirá suficiente en el daño que le causó a la Iglesia el Cisma de Occidente, es decir, la polémica sobre el traslado de la sede papal a Aviñón (1378-1417) y su vuelta a Roma. A finales del siglo XIV hasta tres papas diferentes se disputan la legitimidad y se excomulgan mutuamente. La situación, a la que puso fin el Concilio de Constanza en 1417, tuvo muchas consecuencias. Por ejemplo, la rebaja del poder papal y el refuerzo del conciliarismo, es decir, la autoridad de los concilios frente a Roma. Ello explica tradicionalmente el miedo de los papas a celebrar un concilio a principios del siglo XVI, concilio cuya celebración se irá dilatando y que acabará siendo el Concilio de Trento. Pero también la pérdida de autoridad moral y doctrinal de una Iglesia dividida, con Papas que se excomulgaban y que intentaban desprestigiarse entre sí, y con arduas negociaciones, repletas de intereses económicos contrapuestos, para lograr un consenso. El Cisma de Occidente constituyó una dura prueba para una Iglesia que detentaba buena parte de los mecanismos del poder social y cuyos comportamientos desde hacía mucho no eran precisamente edificantes.
Imaginemos, por ejemplo, el bajo clero de la época. Se trataba de personas sin formación, que apenas sabían latín o no entendían el que recitaban en la misa. Por lo demás, no tenían sueldo fijo o éste era muy bajo y, por tanto, estaban expuestos a los expedientes más o menos conocidos para obtener dinero o simplemente desarrollar prácticas abusivas, como era el caso de la venta de bulas. Y por si fuera poco, y contraviniendo la doctrina pública y conocida, el párroco del pueblo convivía con una «sirvienta» con la que tenía hijos y que, de facto, era su mujer y, por otra parte, era una vecina conocida del pueblo. Se trataba de un comportamiento muy generalizado y cuasi aceptado: el párroco vivía con su mujer y cuidaba a sus hijos. Los mismos papas tienen hijos conocidos, los famosos nepotes, que en ocasiones llegan a tener un gran protagonismo político o eclesial, como cualquier bastardo de la realeza o de la alta nobleza.
Pero todos estos aspectos se resumían en un hecho que adquirirá cada vez más trascendencia a medida que avanza la segunda mitad del siglo XV: los pueblos no veían en su párroco a una persona especial y ungida de un magisterio eclesial, sino a un vecino desprovisto de carisma, que vivía de tararear latinajos que no entendía cada domingo o cada tarde en la misa, cuando no era considerado un mero embaucador. Durante la confesión de los feligreses, por cierto, el párroco podía cometer numerosos desmanes y en la época las acusaciones de abusar de las feligresas son continuas y están muy documentadas. Trento opta por una solución radical: una rejilla separa al cura de sus feligresas. El bajo clero, pues, vive desprovisto por completo de carisma, totalmente desprestigiado a los ojos de los propios vecinos y muchas veces rodeado de pequeños escándalos locales que no siempre trascienden en la época por la falta de vías de comunicación y que por ello no han quedado documentados, pero que eran muy conocidos por el pueblo llano y motivo amplio de desprecio. No era a él, pues, a quien se dirigían los vecinos para encontrar apoyo espiritual.
Pero el alto clero no era mejor y sus desmanes eran más conocidos por darse entre personas famosas y en medios urbanos, donde las noticias corrían con facilidad y se señalaba casi sin querer. Obispos y cardenales son nombrados a dedo por una sede papal completamente corrupta y pendiente tan sólo de cuánto pueda aportar el elegido a las arcas romanas. Y el elegido por lo general era miembro de la alta aristocracia y tenía una edad de escándalo cuando llegaba al cardenalato, quizá era simplemente un jovencísimo adolescente. Pero esos obispos y cardenales no acudían a su diócesis, que estaba asistida por personal subalterno. Ellos estaban en la corte lejana, pendientes de todas las intrigas políticas y de todos los negocios imaginables, no siempre legales; quizá incluso lideraban una guerra sangrienta. La falta de asistencia a las sedes obispales es uno de los problemas centrales de la Iglesia durante el siglo XVI y otra de las exigencias impuesta por Trento. Por si todo esto fuera poco, no era un secreto para nadie en la época que los cardenales u obispos eran de edad adecuada, vivían rodeados de un harén y tenían descendientes quizá de varias mujeres.
Todos estos extremos, y muchos más que podríamos ir desgranando, subrayaban todavía más la decadencia de una institución que tenía una imagen deplorable a los ojos de la opinión pública a finales del siglo XV. Para los cristianos pendientes de una cada vez más honda preocupación religiosa, la Iglesia de entonces no tenía respuestas reales y creíbles, pues era una institución corrupta y que no estaba al nivel de la doctrina que oficialmente profesaba. De ahí que la búsqueda de autenticidad se fijara en otras fuentes: el libro de mística o de doctrina religiosa que nos enseña qué y cómo orar, o bien la vecina beata que ha leído y comenta la Biblia y con destreza llamativa nos explica qué significan los Evangelios. E incluso, si medio leemos la lengua sagrada, degustaremos en la intimidad del hogar al humanista de moda que comenta el Evangelio en un latín de elegancia envidiable y con una gracia suprema. Es decir, Erasmo.
La situación era tan visible y tan urgente, que algunos de los miembros más conscientes de la propia jerarquía acometen reformas ya en el siglo XV. Tal sucede con el cardenal Cisneros en Castilla, que pone en marcha la reforma de algunas órdenes religiosas y funda la Universidad de Alcalá, para formar al clero en las lenguas clásicas y en la teología bíblica. Será la primera universidad humanista de la península y una de las primeras de Europa, y con su claustro de profesores, incluido Nebrija, se confeccionará la Biblia Políglota Complutense. De forma paralela, y entre otras reformas dentro de las órdenes religiosas, conocidos miembros de la orden franciscana alientan la práctica de la oración mental en las casas de oración de la orden, donde acudían también miembros y beatas de la Orden Tercera de San Francisco, una suerte de rama laica. En estas casas de oración, en La Salceda (Guadalajara) y bajo la protección de poderosas casas aristocráticas, se pone en marcha un fenómeno que alentará la práctica religiosa individualizada y también las desviaciones doctrinales.
Nos referimos a la oración de meditación, una práctica de oración personal y silenciosa que se «pone de moda» a finales del siglo XV como una de las formas supremas de buscar el contacto con las verdades religiosas e incluso invocar la presencia de la divinidad. La oración de recogimiento no es otra cosa que una oración mental que realiza un individuo por cuenta propia y que, de acuerdo con los manuales religiosos de la época, se suele estructurar en una actividad de reflexión para cada día de la semana una hora después de la misa de la tarde. Años después, los manuales en castellano nos dan una idea del programa temático propuesto. Osuna, por ejemplo, del que ahora hablaremos, divide así la meditación en los diferentes días de la semana:
Lunes: Quién soy
Martes: De dónde vengo
Miércoles: Por dónde
Jueves: Dónde estoy
Viernes: Adónde voy
Sábado: Qué llevo
Domingo: Quietud
Semejante programa implica una disciplina, una apertura y una libertad extraordinarias en el culto religioso y en las posibilidades de interiorización de la experiencia personal. Era una práctica que colmaba las demandas del momento y se generaliza en la Castilla de las décadas finales del siglo XV. De todas esas prácticas surgen comunidades y círculos donde se comentan con gran interés los mecanismos y los efectos de la oración de recogimiento y los temas y ángulos que llenaban las largas horas de meditación personal.
Pero a partir de estas prácticas, personajes inmersos en este mundo y que contemplaban con horror algunas prácticas de la Iglesia oficial, comenzaron a sentirse imbuidos de un especial carisma religioso que antes no tenían y empezaron a formar círculos de fieles donde se impartía una doctrina que ya no coincidía exactamente con la que proclamaba Roma. En la Castilla de las primeras décadas del siglo XVI, numerosos cenáculos donde se comenta la Biblia en privado bordean la doctrina ortodoxa al sentirse imbuidos de una sabiduría que les comunica el comentario del texto bíblico al margen de las prácticas eclesiales. Para clarificar la diferencia entre unos y otros círculos, los historiadores distinguimos entre los «recogidos», es decir, miembros de la Orden Tercera que practicaban la oración de recogimiento, y los «dejados» (o «alumbrados»), miembros de aquellos círculos que comienzan a desviarse de la ortodoxia y a caer, por lo general, en prácticas milenaristas y escatológicas (anuncios del Juicio Final y del castigo divino de la Iglesia por sus desmanes). De hecho, ése será precisamente el camino que más o menos recorra durante los años inmediatemente anteriores a 1517 el agustino Martín Lutero como catedrático de la Biblia en Wittemberg. Pero en la Castilla de los años 1515-1525, la Inquisición identifica rápidamente (y con gran sorpresa y horror) lo que está sucediendo. Por entonces comienzan a menudear las detenciones y se instruyen los procesos, algunos sonados. Por ellos conocemos las interioridades de estos grupos alumbrados. Por los mismos años y por las mismas causas, comienza a tomar vuelo la literatura mística en Castilla.
La escritura de obras místicas, por tanto, es el resultado histórico de unos ochenta años anteriores de ebullición y de inquietudes religiosas que se dan a lo largo de Europa y que en el caso español se concretan en una serie de obras que no sólo exponen con gran originalidad las doctrinas místicas clásicas, sino que están escritas la mayoría de ellas en un castellano de excepcional calidad estética. Por ello, algunos de estos escritores han pasado a engrosar un capítulo muy especial de la historia de la literatura española. Y el ejemplo más excepcional de tal actitud es precisamente el de Teresa de Ávila en su Libro de la vida, que es al tiempo un «manual» de doctrina mística —de hecho, es el manual clásico de doctrina mística— y al tiempo un precioso ejemplo de la calidad literaria que puede alcanzar el castellano.
También es necesario añadir que entre la meditación religiosa y la lengua romance se había establecido por entonces un maridaje excepcional del que la mística clásica española fue sólo un ejemplo. Lo sería también Lutero, creador del alemán literario en sus traducciones de la Biblia o lo sería también unos treinta años antes que Teresa el propio Juan de Valdés, líder heterodoxo en la Italia de los años treinta y autor del Diálogo de la lengua. Estamos, pues, ante dos esferas diferentes pero que en la Europa de esos años se nos dan enlazadas como una actitud única: el cultivo literario y la creatividad teológica. Teresa de Jesús acertará a ser ejemplo supremo de ambas actitudes, que se dan unidas en su vida y en su escritura en un equilibrado entrelazamiento difícil de superar. De ahí que hoy la consideremos el clásico por excelencia de la mística católica, pero también una de las grandes escritoras del Renacimiento. Con ella y con Juan de la Cruz, que en muchos aspectos se puede considerar su discípulo, la literatura mística alcanza una excepcional madurez tras unos ochenta años de experiencias y tanteos.
Para explicar la historia de la literatura mística que nos lleva hasta la obra de Teresa de Ávila, se suelen distinguir fases y subfases, aunque en realidad sólo hay dos, caracterizadas por las dos obras principales de doctrina mística: el Tercer abecedario espiritual (1525) de Francisco de Osuna y el Libro de la vida (hacia 1562) de Teresa de Ávila. Y separa ambas fases el año 1559, cuando la Suprema de la Inquisición, controlada en ese momento por intelectuales afines a la orden dominica, prohíbe en forma tajante cualquier tipo de literatura mística, a la que hacían culpable de la extensión de la herejía y de la división confesional de Europa.
Una primera fase había comenzado a mediados de los años veinte de la centuria. En 1525, en efecto, se publica el Tercer abecedario del franciscano Francisco de Osuna. No es estrictamente el primero, pero sí el más influyente manual de literatura mística, que extenderá su influencia durante aproximadamente cuarenta años y será el libro más admirado por una joven Teresa que despierta a la vida espiritual. De hecho, será la prohibición de 1559 la que impide a Teresa seguir meditando auxiliada por el Tercer abecedario y la que finalmente le impele a comenzar la redacción del Libro de la vida a partir del año 1560, poco después de las prohibiciones. Pero el libro de Francisco de Osuna no fue sólo el manual utilizado por Teresa para su formación espiritual, sino también el libro más importante de oración escrito en castellano durante la primera mitad del siglo; el contexto del que surge y su exposición doctrinal son fundamentales para explicar el desarrollo de este tipo de escritura hasta los días de Teresa.
Por una parte, parece claro que Francisco de Osuna publicó el Tercer abecedario para distinguirse de los grupos alumbrados que por esos años están comenzando a caer en las redes de la Inquisición. El libro se escribió en buena medida para distinguir la oración de recogimiento de cualquier tipo de sospecha de heterodoxia. Sin embargo, por otro lado, el libro de Osuna también fue visto como una obra que dejaba un margen demasiado ancho a la iniciativa personal y a una actitud que después será llamada «quietista». Por eso, místicos como Ignacio de Loyola, Juan de Ávila o Luis de Granada criticaron a Osuna. Y de hecho el devenir de la literatura mística entre 1525 y el momento en que comienza a circular el Libro de la vida (hacia 1562-1563) es precisamente la crítica al quietismo de Osuna y a su visión tan personal e íntima del hecho religioso. Ignacio de Loyola, por ejemplo, fundador de la Compañía de Jesús, que acabará especializándose en la educación, no tiene una opinión negativa de la experiencia mística, pero le exige una finalidad eclesial, de servicio a la Iglesia, y que no se agote simplemente en el hecho individual de la oración de recogimiento. Esa diferencia esencial con Osuna será remarcada también por Juan de Ávila o Luis de Granada y en ese punto esencial toma protagonismo subrayado la actitud de Teresa, cuya obra domina una segunda etapa de la literatura mística junto con Juan de la Cruz, poeta excelso en lengua castellana, pero a quien debemos considerar su discípulo por lo que atañe a la doctrina.
En efecto, la doctrina, la personalidad y la escritura de Teresa de Ávila constituyen justamente la síntesis entre esas dos posturas. Ella es el engarce entre una oración de recogimiento que subraya la experiencia individual y el goce de la presencia divina, y al mismo tiempo una actividad eclesial en la fundación de una nueva orden religiosa atenta a los principios del Carmelo y donde la oración de recogimiento es contemplada como un muro frente a la herejía. Al ungir un nexo entre ambas vertientes de la experiencia religiosa, Teresa de Ávila consigue aunar los diferentes aspectos de las doctrinas místicas que se habían dado en los cincuenta años anteriores y elaborar una síntesis que es todavía actualmente la doctrina oficial y clásica de la Iglesia.
Vida, obra, doctrina
Al abultado manuscrito que constituía el Libro de la vida, Teresa lo llamaba «mi alma». Era el recuento de una vida, desde el despertar de su inclinación religiosa hasta encontrarse con la oración de recogimiento, de la vivencia íntima con la presencia divina. Y Teresa lo usó como escudo doctrinal, pero también como estandarte personal. De hecho, a finales de los años sesenta, conseguida la anuencia del maestro Juan de Ávila, que leyó el manuscrito y le aconsejó precaución ante los tiempos difíciles, Teresa no anima, pero no obstaculiza, la difusión del manuscrito. A cuantas personas calificadas se interesan por su obra no las detiene con misivas doctrinales o explicaciones adicionales: les envía el autógrafo con la historia de su vida. Puesta en la coyuntura de explicar el caso de su relación singular con la divinidad, les envía el libro donde cuenta su vida, para dejar «entera noticia de su persona». El círculo se ensancha en pocos años ante la alarma de sus confesores; y, entre ellos, Domingo Báñez, dispuesto a parar golpes, como en su día ante la tumultuosa reunión del cabildo abulense reunido con la exclusiva finalidad de clausurar San José de Ávila —la primera fundación teresiana—, deposita el manuscrito en el Tribunal del Santo Oficio. Si desconocemos los hechos con escrupulosa exactitud, podemos medir perfectamente sus consecuencias. Corría el año 1575.
1. Primeros años. La Encarnación
Teresa Sánchez de Cepeda y Ahumada era hija y nieta de judíos penitenciados por la Inquisición toledana en las postrimerías del siglo XV. En efecto, su abuelo, don Juan, tuvo que ir en procesión durante siete viernes por las iglesias de Toledo, según comparecencia ante el Santo Tribunal de 22 de junio de 1485; con él iba su hijo, don Alonso, entonces de edad de cinco años, padre de sor Teresa. No obstante, don Juan Sánchez de Cepeda, hábil negociante de paños, se recuperó rápidamente del golpe. Trasladó su negocio a Ávila, y volvió la prosperidad. En 1500 alcanza una ejecutoria que le hace descender directamente de caballeros de la corte de Alfonso XI. La otra cara de esa tenacidad teresiana del abuelo paterno la constituirá la política matrimonial, que llevó a sus hijos a enlazar con las familias hidalgas del lugar. En 1505 casa don Alonso Sánchez de Cepeda con Catalina del Peso, con quien tendrá dos hijos, y, tras la muerte de doña Catalina a finales del verano de 1507, contrae segundas nupcias en 1509 con doña Beatriz de Ahumada, a la sazón de diecisiete años, en Gotarrendura, aldea cercana a Ávila. En 1512 acudirá don Alonso al llamamiento de Fernando el Católico para la guerra de Navarra —exigencias de la ejecutoria—, y a su regreso nacerá la primera hija de doña Beatriz: Teresa de Ahumada.
No hay que decir que tan dudoso linaje permaneció celado para la posteridad, pues ella misma se guardó muy mucho de publicar noticia tan corrosiva para su persona y credibilidad en la España del antiguo Régimen. Con todo, menudean los problemas. Su hermano, vuelto indiano adinerado, se hace llamar «don» en las calles abulenses, provocando las hablillas; allí pocos desconocen su origen. Otro tanto sucede con el proceso de beatificación, donde la piedad religiosa mintió desaforadamente para bien de todos.
Exceptuando esos datos peliagudos, los días de su infancia y juventud se hallan reflejados en las páginas de los nueve capítulos iniciales del Libro, que no son sino la crónica de un lento camino de encuentro personal y perfección que nos lleva desde los rigores del hogar paterno hasta Santa María de la Encarnación (Ávila), rebosante de ecos teresianos; no en vano permaneció allí sor Teresa veintisiete largos años.
Encontramos, en aquellos primeros días, acontecimientos de un denso contenido hagiográfico sólo posibles desde la altura espiritual de San José de Ávila —auténtica «pica en Flandes», a manera de decir—. ¿Quién no recuerda la fuga a «tierra de moros» en compañía de su hermano Rodrigo? «El niño se excusaba con decir que su hermana le había hecho tomar aquel camino», relata Francisco de Ribera, uno de sus primeros biógrafos. Junto a ellos, recuerdos mucho más realistas de aquella no poco coqueta de la juventud, según la propia Teresa, que la recuerda a sus cuarenta y cinco años con tintes de excesiva culpabilidad. Sobresalen entre todas las figuras las de sus padres. Don Alonso Sánchez de Cepeda, «caballero de verde gabán» a lo ciudadano, hombre aficionado a lecturas piadosas, de amplia biblioteca, donde los estudiosos han querido deducir sus repuntes erasmizantes; en su presencia, en efecto, no se podían leer libros de caballerías, a los que tan aficionada fue su segunda mujer, doña Beatriz, a quien Teresa recuerda con encajes de santa (I, 2). Nos cuenta Teresa cómo leía libros de caballerías a espaldas de su padre con avidez de adolescente, «que, si no tenía libro nuevo no me parece tenía contento» (II, 1). Francisco de Ribera nos ha transmitido la noticia, corroborada por el P. Gracián, su confesor, de que «ella y su hermano compusieron un libro de caballerías con sus aventuras y ficciones». Del tal libro no ha quedado rastro.
Muerta doña Beatriz y casada su hermana mayor, Teresa quedó recluida como seglar a sus dieciséis años en el convento agustino de Santa María de Gracia. Era una costumbre de la época, «porque haberse mi hermana casado y quedarse sola sin madre no era bien» (II, 6). Entre los recuerdos de aquel año y medio (estamos en 1531), sobresale con mucho la amistad de María Briceño, quien contaba entonces veintiocho años. «[...] holgábame de oírla cuando bien hablaba de Dios, porque era muy discreta y santa [...] Comenzóme a contar cómo ella había venido a ser monja» (III, 1). Se destaca también por aquellos años el inicio de su amistad con Juana Juárez, que por entonces era carmelita de la Encarnación, donde Teresa menudea sus visitas. «[...] la Santa Madre venía seglar algunas veces a este convento, y doy por señas que traía una saya naranjada con unos ribetes de terciopelo negro», recuerda una anciana monja de la Encarnación, según cita el P. Silverio.
Tras una primera manifestación de su enfermedad ya en Santa María de Gracia, vuelve al hogar paterno y visita con frecuencia la casa de su hermana. Idas y venidas que tuvieron la virtud de acercarla al lugar de Hortigosa, donde vivía en plácido retiro, rodeado de sus libros y sus anhelos jerónimos, su tío, don Pedro Sánchez de Cepeda, cuyo «ejercicio eran buenos libros de romance, y su hablar era lo más ordinario de Dios y de la vanidad del mundo» (III, 4). Allí quedará Teresa para siempre «amiga de buenos libros» (III, 7), y fruto de aquel encuentro «ir entendiendo la verdad de cuando niña [...] y la vanidad del mundo [...] Y aunque no acababa mi voluntad de inclinarse a ser monja, vi que era el mejor y más seguro estado» (III, 5). Tras un forcejeo con su padre, don Alonso, ingresa en Santa María de la Encarnación el 2 de diciembre de 1535. Tenía Teresa veinte años.
Comienza entonces una larga enfermedad de carácter nervioso, probablemente epiléptico, que ya se había manifestado levemente en Santa María de Gracia y que desde 1538 le hace abandonar la Encarnación y dirigirse en compañía de Juana Juárez al lugar de Castellanos de la Cañada, residencia de sus hermanos, donde seguirá los excéntricos cuidados de cierta curandera de Becedas, aldea de los alrededores de Ávila. Vendrán días tristes en el invierno de 1538, que Teresa pasó en Castellanos de la Cañada, leyendo y releyendo el Tercer abecedario, «teniendo aquel libro por maestro» (IV, 7). Comienzan por aquel entonces las mercedes místicas, que «parecía traía el mundo debajo de los pies» (IV, 7). El punto crítico de la enfermedad llegó con el verano de 1539, cuando Teresa pasó varios días con la cera puesta en los ojos y ya amortajada. Tres años le costará recuperarse de aquella convalecencia y poder andar normalmente (VI, 2), si bien desde la primavera de 1940 los dolores dejaron de ser tan continuos, hasta sentirse curada por la mediación de san José (VI, 6-8), a quien guardará durante toda su vida profunda devoción, materializada en su primera fundación.
Su vuelta a la Encarnación fue algo ruidosa: todos querían oír de sus labios los pormenores de aquella curación milagrosa. Desde esos años, especialmente desde 1542, la Encarnación comienza a girar en torno de aquella monjita singular. Las visitas a su celda de seglares se multiplican; dentro del mismo convento existe ya un grupo de adeptas aficionadas a los ejercicios de oración. Se han conservado algunos nombres: María de San Pablo, María Isabel e Inés de Cepeda, Juana Juárez. Reflejos de ese proselitismo innato de Teresa han querido verse en algunas páginas de Camino de perfección. Por esos años, el magisterio de Teresa se refleja incluso en el propio don Alonso (VII, 10).
Poco después su padre enfermará, para morir a finales de 1543, auxiliado en todo momento por Teresa (VII, 15). Tras él queda una herencia escandalosa, llena de deudas. Pero quizá el efecto más importante que tuvieron estos tristes acontecimientos en la vida espiritual de Teresa —aparte, claro, del dolor paterno— fue el reencuentro con el confesor de don Alonso, el P. Vicente Barrón. Fue un encuentro providencial para Teresa, que, perpleja y desorientada, había dejado la oración.
2. Formación intelectual. Los confesores
Entre las noticias más importantes que guarda para nosotros el Libro de la vida destaca con mucho la posibilidad de seguir ese camino de perfeccionamiento espiritual, de adentramiento y consolidación en la experiencia mística, camino intelectual rico y peligroso, especialmente por su condición de mujer. Teresa, conocedora de esos peligros potenciales, va a buscar tenazmente el camino de la ortodoxia —morir hija de la Iglesia— a través de dos fuentes principales de inspiración: los confesores y los libros de oración.
La importancia que en estos capítulos biográficos tienen los libros devotos —«buenos libros de romance», que eso significa— ha sido subrayada desde siempre con el anhelo loable de buscar las fuentes de inspiración culta que la santa finge desconocer en tantos momentos. Está clara la influencia de la literatura cristiana clásica y de los libros y movimientos piadosos de la época. De algunos de ellos conocemos la fecha en que Teresa los leyó y meditó. Entre sus primeros manuales devotos estuvo el Tercer abecedario de Osuna; también sabemos que hacia mediados de los años cincuenta leyó con fervor las Confesiones de san Agustín, con quien no pudo sino identificarse (IX, 7-9) y cuya lectura está en la base del mismo Libro de la vida. Declara ella misma la existencia de otras lecturas: la Subida del monte Sión de fray Bernardino de Laredo, utilizada por la santa en los años cincuenta; los libros de fray Pedro de Alcántara, con el que volveremos a encontrarnos, si bien en este caso no sería extraño observar que pesó más su presencia física y su relación epistolar con la santa. Declara haber leído también Los morales de san Gregorio, y sentía no poca simpatía hacia las obras del maestro Juan de Ávila, cuya aprobación del autógrafo recaba Teresa con impaciencia comprensible. Teresa, lectora voraz desde la juventud, leyó probablemente gran parte de los libros devotos publicados durante la primera mitad del siglo XVI, pero no vale tanto profundizar en su inventario como observar su utilización en la oración. Teresa emplea los libros devotos como punto de partida para la meditación y la representación plástica de escenas o consejos de carácter sagrado (IV, 7); este punto de partida puede ser, claro está, el mismo texto bíblico, así como representaciones plásticas. Un dato curioso es cómo llegó de forma providencial a sus manos el Tercer abecedario: «Cuando iba me dio aquel tío mío que tengo dicho en el camino, un libro: llamábase Tercer abecedario» (IV, 7).
Junto a los libros piadosos Teresa buscó siempre la dirección de confesores, especialmente letrados, capaces de dirigir dentro de la más estricta ortodoxia el adentramiento en la experiencia mística. Continuamente nos muestra su dolor por no encontrar directores capacitados: «porque yo no hallé maestro, digo confesor que me entendiere, anque lo busqué, en veinte años después desto que digo» (IV, 7). De ahí la importancia del reencuentro con el P. Vicente Barrón en un momento delicado de su vida espiritual. De hecho, este «dominico muy gran letrado» (VII, 16) tuvo una influencia decisiva para hacer volver a Teresa al camino de la oración, que ya no abandonaría nunca. No obstante, desde mediados de los años cincuenta, esta falta de confesores va a quedar soslayada al entrar en contacto con el círculo selecto de espirituales abulenses. Para Francisco de Salcedo y el maestro Daza va a subrayar determinadas páginas de la Subida del monte Sión, donde ella creía encontrar expresión ajustada de sus experiencias místicas. Junto al libro entregará «relación de mi vida y pecados lo mijor que pude por junto» (XXIII, 14). Si el veredicto de ambos va a ser negativo, no sucederá lo mismo con los padres del Colegio de San Gil, de la Compañía de Jesús. Allí encontrará al P. Cetina, y, a su partida, al P. Juan de Prádanos, de no poca influencia sobre ella en esos años. Pero al P. Prádanos llegó Teresa por intermedio de doña Guiomar de Ulloa, a quien conocía por sus familiares en la Encarnación, y en cuyo palacio traba asimismo conocimiento con la célebre María Díaz, aldeana de Vita y discípula de fray Pedro de Alcántara (XXVII, 16-17). No perdamos de vista a doña Guiomar. Ella tuvo mucha parte en la fundación de San José de Ávila, y sobre una abultada memoria que redactó al morir Teresa pergeñó el P. Francisco de Ribera una de las primeras biografías teresianas. Recuerda Teresa que fue tras sus primeros ejercicios con el P. Prádanos cuando «el señor me hizo esta merced de arrobamientos» (XXIV, 5). Ese círculo de espiritualidad incipiente le permitirá entrevistarse con san Francisco de Borja, que visitó Ávila en 1555 y cuya opinión acerca de la naturaleza de sus experiencias místicas fue muy positiva, y, desde luego, no poco concluyente (XXIV, 5). En 1558 le sustituye en la dirección espiritual de sor Teresa el P. Baltasar Álvarez, que a partir de entonces se confundirá en la letra teresiana con el propio Juan de Prádanos. Comentan los historiadores carmelitas que la indecisión —juventud e inexperiencia— del P. Baltasar Álvarez permitió que el círculo de espirituales abulenses fiscalizara a Teresa más allá de límites prudenciales. Contrapuesta a María Díaz, la Santa Prudente, que, sin embargo, decían, no tenía visiones, es obligada a abandonar la compañía de doña Guiomar de Ulloa para volver a la celda de la Encarnación (1558).
No hay que olvidar que ya por entonces la relación entre la vida íntima de la santa y su entorno social se va a tornar problemática de una forma creciente. Por esos años, 1559, comienzan en Valladolid los primeros autos de fe contra los círculos protestantes, al tiempo que el inquisidor Valdés publica el primer Cathalogus librorum qui prohibentur; acontecimiento este último que la santa recuerda con dolor, privada de libros que utilizaba en la oración. Superará el percance a través de la inspiración divina, profundizando en la propia experiencia mística: «Yo te daré libro vivo» (XXIV, 15). Ante estos hechos no es de extrañar que sus confesores y amigos temieran lo peor.
Y es que durante esos años se está formando en torno a la santa un círculo de espirituales que encuentra algún eco en el capítulo XVI del Libro de la vida: «Este concierto querría hiciésemos los cinco que al presente nos amamos en Cristo, que como otros en estos tiempos se juntaban en secreto para contra su Majestad y ordenar maldades y herejías, procurásemos juntarnos alguna vez para desengañar unos a otros y decir en lo que podíamos enmendarnos y contentar más a Dios [...] Digo “en secreto” porque no se usa ya este lenguaje» (XVI, 7). Los comentadores de este pasaje hablan de una «pequeña confusión» de la Madre —lo cual, a la postre, sería muy significativo—. Teresa apunta a reuniones privadas de un cenáculo ortodoxo formado por iniciados, consejo que se halla con facilidad en su obra (VII, 20). Son palabras escritas en la seguridad relativa de San José de Ávila («al presente»), pero engloba a personas y actitudes que ya rodeaban a la santa por esos años. El mismo maestro Daza y Francisco de Salcedo, así como doña Guiomar; también algunos de sus confesores de principios de los años sesenta, Domingo Báñez, por ejemplo, y el P. García, de Toledo. A lo largo de esa relación con los círculos piadosos de Ávila su carácter de «dirigida» cambia, imperceptiblemente, hasta ser directora y consejera de un pequeño grupo de espirituales.
No era difícil, en efecto, confundir unos círculos con otros. Pero es que, además, su celda de la Encarnación era centro de reuniones periódicas. Esto ya lo hemos visto, pero nunca fue con la intensidad de aquella tarde de septiembre de 1560, cuando comenzaron a hablar «medio en burla [...] cómo se reformaría la regla que guardaba en aquel monesterio [...] y se hiciesen unos monesterios a manera de ermitañas, como lo primitivo que se guardaba desta regla». Lo sucedido aquella tarde en la celda de Teresa ha llegado hasta nosotros a través del relato del P. Ribera, pero también de los apuntes de María de San José. Allí estaba doña Guiomar de Ulloa, que, ante la subida de tono de la reunión, llegó a ofrecer mil ducados para empezar, como recuerda Teresa (XXXII, 10). Era la estela que en apenas un mes había dejado en Ávila fray Pedro de Alcántara.
Porque por fortuna para sor Teresa, en el verano de 1560 llegó a Ávila fray Pedro de Alcántara. Era fray Pedro uno de esos protagonistas de la reforma católica del primer quinientos; asceta hasta lo sublime, promovió la reforma franciscana fundando el monasterio de El Pedroso. No es difícil calibrar su autoridad en los círculos piadosos que rodeaban a Teresa. Ella se hace lenguas de su ascetismo (XXVII, 17 y ss.) y, dato curioso, llegó a ser testigo de un arrobamiento de fray Pedro un día que preparaba comida en el locutorio (XXVII, 17). El principal efecto de la visita de fray Pedro será independizar a Teresa de aquel círculo piadoso que tanto la amedrentaba cuando le decía que sus experiencias místicas tenían probablemente origen demoníaco. Fray Pedro tomó cartas en el asunto junto a Baltasar Álvarez y Francisco de Salcedo: «los habló a entramos y les dio causas y razones para que se asigurasen y no me inquietasen más» (XXX, 6). Momento oportuno, puesto que por esos años Teresa profundiza su experiencia mística. Las visiones aparecen ya bajo formas sensibles (XXIX, 13), como la famosa visión de la transverberación (XXVIII, 1-3), y llegan al arrobamiento (XXXI, 12), a veces de carácter llamativo (XX, 4), no poco problemáticos para la misma santa por su carácter marcadamente público, de auténtico espectáculo (XXXI, 12). De esos años es también la dolorosa experiencia de dar higas (XXIX, 6).
3. San José de Ávila
De esta forma, el verano de 1560 parece un punto de inflexión en el camino teresiano. Poco después comenzarán aquellas hablas interiores, de carácter divino, que la inclinaban imperiosamente a seguir el camino que la llevaría a fundar San José de Ávila. Teresa, como acostumbra, recaba la opinión de letrados, garantes de la deseada ortodoxia; y, entre ellos, el P. Pedro Ibáñez, de la Compañía, ya hacia finales del año sesenta (XXXII, 17 y ss.). Acosada por problemas y habladurías, acudirá de nuevo a fray Pedro Ibáñez, escribiendo lo que después se ha titulado la primera Cuenta de conciencia (XXXIII, 6); es el camino del Libro de la vida. Ante el famoso dictamen del P. Ibáñez y el decidido apoyo de fray Pedro de Alcántara, puso Teresa en marcha sus proyectos, apoyada en doña Guiomar. No obstante, el año sesenta se cerró sin la ansiada fundación ante las dudas del provincial de la Compañía.
Esos proyectos se reanudan mediando el año siguiente, 1561, cuando llega como nuevo rector de la Compañía en Ávila el P. Gaspar de Salazar, con quien traba conocimiento (XXX, 4 y ss.). La ayuda del nuevo provincial va a lanzarla al proyecto no poco temerario de organizar casi en absoluto secreto la fundación de San José. Para ello va a recabar a lo largo del año 1561 todos los extremos necesarios, con los detalles que el lector encontrará a lo largo de los capítulos XXXIII y siguientes del Libro. El 24 de agosto de 1562 comenzaba su trémula andadura San José de Ávila.
San José de Ávila es más que un monasterio. Con la perspectiva cómoda que el tiempo nos proporciona sabemos que fue el inicio de la reforma del Carmelo femenino y masculino, pero a la altura del año 1562 constituye ante todo la materialización modélica de la experiencia que sor Teresa había acumulado en su larga estancia en la Encarnación. La pobreza y la obediencia son normas que derivan inmediatamente de la plena aceptación de la regla primitiva, pero detalles como el límite máximo de trece profesas muestran hasta qué punto Teresa proyecta en San José la larga experiencia en la praxis de la vida religiosa que le había dado la Encarnación, convento con cerca de doscientas monjas, imposible de sostener materialmente dentro de límites prudenciales; donde, además, existían desagradables diferencias de acuerdo con las dotes, había doñas y dormitorio común; apenas se exigía clausura —sólo obligatoria desde el Concilio de Trento—. Esa atmósfera recargada de tensiones, tan poco propicia para la continuada oración —principal finalidad carmelita—, quiere atajarla Teresa desde el principio. Bastará una chispa para convertir ese anhelo de perfección en camino normativo dentro del mismo Carmelo.
Tal será la visitatio hispanica del P. Rubeo. En efecto, el cardenal Rubeo, general del Carmelo, recorre España en visita de reforma religiosa desde 1566. A mediados de febrero de 1567, llega a San José de Ávila y ya no abandonará la ciudad sin extender patentes para nuevas fundaciones. Años después refería Domingo Báñez que el propio general le había dicho a la madre «que hiciese tantos monasterios como pelos tenía en la cabeza». También el general carmelitano recorrió el autógrafo teresiano, prendado de aquella monjita singular —«piedra muy de ser preciada, por ser preciosa», escribía años después a la fundación de Medina del Campo— como demuestra la letra elogiosa de las patentes: «Damos libre facultad y llena potestad a la reverenda madre Teresa de Jesús, carmelitana, priora moderna en san Josef [...] que pueda tomar y recibir casas, iglesias, sitios, lugares en cada parte de Castilla en nombre de nuestra Orden [...] Ningún provincial, vicario o prior desta provincia la pueda mandar; más sólo Nos [...]».
Pero parece conveniente volver a los días inmediatamente posteriores a agosto de 1562 para encontrarnos uno de los principales teólogos de la centuria en el círculo de sor Teresa: fray Domingo Báñez. Para más señas, digamos que fue uno de los protagonistas de aquella gigantesca batalla intelectual llamada por los historiadores «polémica de auxiliis» que provocó durante décadas la indecisión de la mismísima sede apostólica. Pero entonces apenas era un joven profesor de treinta y cuatro años, lector de teología, cuyo nombre ni siquiera constaba —pues estaba en lugar de fray Pedro Ibáñez— entre los invitados a la temible reunión de la Junta Grande abulense celebrada el domingo 30 de agosto de 1562 con la finalidad exclusiva de cerrar para siempre aquella primera fundación teresiana. Cuentan las actas pertinentes, y la propia Teresa, que «un presentado de la Orden de Santo Domingo» (XXXIV, 15) alzó la voz contrariando a la Junta cuando ya habían concluido «que luego se deshiziese». Sus palabras no convencieron a la Junta, claro está, pero aplazaron aquellos propósitos hasta nueva reunión, y, por tanto, indefinidamente. No creo inútil traer a colación esos momentos difíciles, puesto que Domingo Báñez ha pasado a la historia como un lastre dentro del círculo teresiano, capaz de hacer un doble juego «hasta ver en qué paraba esa muger». Pero depositando él mismo el manuscrito en el Santo Tribunal soslayaba las delaciones que ya surgían en Valladolid y Sevilla, convirtiéndose en calificador del manuscrito, y en su garante, mediante aquellas notas marginales donde se identifica sin empacho en 1575 con aquel «presentado de la orden de Santo Domingo» que defendió la obra teresiana en momentos tan difíciles, y haciendo, de paso, un elogio de las fundaciones posteriores. No es poco; especialmente porque nunca debemos olvidar que Teresa pasó gran parte de su vida esperando a la Inquisición.
Entretanto había vivido la santa en 1562 un acontecimiento que merece comentario. En el invierno de 1561 es solicitada por Luisa de la Cerda, hermana del duque de Medinaceli, para pasar una temporada en Toledo. Será allí donde trabó conocimiento y profunda amistad con el P. García de Toledo (XXXIV, 8), quien, en realidad, pasará a ser discípulo de la santa (XXXIV, 8; XXXIV, 10, y supra XVI, 7), cantando ambos una misma canción (XIV, 12), al que llama «mi hijo» (XVI, 6), y a quien se dirige con más asiduidad —quizá siempre— en las páginas del Libro de la vida (XIV, 12). Será bajo la discreta presión del P. García de Toledo como Teresa comienza a escribir por largo su vida y modo de oración. Esta primera redacción, ya plenamente autobiográfica, quedó cumplimentada en los días de junio de 1562, y durante el verano de ese año él mismo le sugerirá añadir a esa primitiva redacción la fundación de San José de Ávila. Nacerá así una segunda redacción que es la que ha llegado hasta nosotros.
Claro que el lector que recorra las páginas del Libro de la vida no hallará sólo el reguero de una vida, puesto que la principal razón de esa vida es su especial relación con la divinidad. Será, de hecho, el punto visceral que acoplará con manifiesta coherencia las diferentes secciones de una obra que a trechos aparece como multivalente, obediente a distintas voces —primera y tercera— y dirigida a varios y a un interlocutor —voces segunda y tercera—. Si tenemos en cuenta que Teresa escribe una redacción sobre otra no será difícil explicar la dificultad que le supuso conjuntar fechas y acontecimientos que en algunos casos se hallaban a años de distancia; como no será difícil explicar la suerte cambiante del destinatario teniendo en cuenta el círculo fluctuante que rodeaba a Teresa. Obviamente el P. García de Toledo, inspirador, en términos históricos, del Libro, es el principal interlocutor de la madre Teresa. La distancia que la santa plantea para su incógnito lector es una característica que la acompañará a lo largo de su obra. Lo vemos en esta obra en los capítulos X-XXII, donde el tono expositivo gana en didactismo, aunque sin adquirir el tono más impersonal de Las moradas o del Camino de perfección. No obstante, está fuera de toda duda que incluso en los casos en que Teresa habla en tercera persona relata sus propias experiencias. Pero estos capítulos citados, tradicionalmente conocidos con el nombre de Tratado de oración, se hallan trabados entre sí no sólo por una temática común, sino por una metáfora que la santa utiliza para clarificar su exposición de la forma y modos de oración: la oración como agua de riego. La importancia del hecho está señalada por la propia Teresa cuando, al iniciar el capítulo XXIII, tras el Tratado de oración, observa: «Es otro libro nuevo de aquí adelante, digo otra vida nueva. La de hasta aquí era mía; la que he vivido desde que comencé a declarar estas cosas de oración, es que vivía Dios en mí» (XXIII, 1). Finalmente, los últimos capítulos de la obra tras la fundación de San José (XXXVIII y ss.) están dedicados a experiencias místicas sucedidas en aquel monesterio desde mediados del año 1562. De nuevo aquí el Libro abandona la continuidad de hechos históricos para entrar de forma casi total en la intimidad de la vida mística.
Con la referencia a estos últimos capítulos entramos en una de las características que separan nítidamente el Libro de la vida de la restante producción teresiana: la vida mística. Será aquí donde tome la pluma para contar a un círculo restringido de confesores y hombres de religión los vericuetos de su experiencia espiritual, materia no para el público. Teresa expresa continuamente, disculpándose, el resorte de la obediencia que la lleva por caminos tan resbaladizos, cuenta sus temores de que el manuscrito llegue al público; en algún caso podría haber tachado alguna cita bíblica, posiblemente de los Cantares (XXVII, 11), con corrección al margen con todos los visos de ser autógrafa. Sucede así por el carácter testimonial del Libro, que no acaba de perder, ni quiere, probablemente, su carácter de relación, de apología pro vita sua, con el Santo Oficio como telón de fondo. Sin embargo, no parece pertinente poner el acento en el aspecto de obediencia que tenía este libro y toda su obra, cuando ella misma nos dice entender la expresión de su experiencia mística como un don de la divinidad, y, por tanto, inseparable de aquella experiencia: «Una merced es dar el Señor la merced y otra es entender qué merced es y qué gracia, otra es saber decirla y dar a entender cómo es» (XVII, 5: véase también XIV, 8 y XXX, 4).
4. Obra literaria y religiosa. Las fundaciones
No obstante, el Libro de la vida plantea el inicio de una obra literaria que se diversifica temáticamente en el tiempo partiendo de aquella obra inicial. De hecho, Camino de perfección, un comentario al padrenuestro sazonado de sales teresianas, comenzado en los últimos días de 1562 y en el que se ha querido ver el reflejo de aquellas tardes de la Encarnación, será un mandato de los confesores para que Teresa amplíe las secciones que en su autobiografía trataban del tema de la oración, y escriba, a la postre, un tratado de oración al uso. Otro tanto sucede con Las fundaciones, comenzadas en el verano de 1573, cuyos altercados parecen hallarse prefigurados en los densos capítulos que el Libro de la vida dedica a la fundación de San José. En fin, por lo que se refiere a Las moradas, el P. Gracián, en sus escolios a la biografía del P. Ribera, nos ha transmitido un dato precioso. A finales de mayo de 1577, en conversación privada con el P. Gracián —su confesor, por entonces—, se dolía Teresa de la pérdida de su Libro en manos del Santo Oficio («¡Oh, qué bien escrito está ese punto en el libro de mi vida que está en la Inquisición!»). Entonces el P. Gracián le increpa a que «haga memoria de lo que se le acordare y de otras cosas, y escriba otro libro». Así nacieron Las moradas del castillo interior.
El dato es precioso porque nos pone en camino de comprender cómo el Libro de la vida fue para Teresa hasta 1575 testimonio e instrumento. Volvía a él continuamente para aclarar problemas y puntos que le salían al paso. Inclinada durante diez años sobre el precioso autógrafo que llevaba consigo a todas partes —mi alma—, no es extraño que surgieran anotaciones marginales, correcciones y matizaciones, la mayor parte de las veces de carácter autógrafo. Ante la posibilidad del examen inquisitorial no es extraño tampoco que algunas tachaduras posean igualmente carácter autorial, si bien el manuscrito pasó por las manos del P. Báñez, cuyas notas marginales aclaran puntos de teología y, en algún caso, especifica su comportamiento junto a la santa, como hemos visto (XXXVI, 12). Las modernas ediciones reproducen también en sus notas las que puso el P. Gracián en la príncipe de Luis de León (Salamanca, 1588), auxilio precioso para reconocer las personas que se movían en el entorno teresiano (confesores, etc.), y que ella nombra sólo de forma indirecta.
La relación de la autobiografía con la restante obra teresiana nos da pie para comentar los últimos años de su vida, rebosantes de actividad. Porque con las patentes y bendiciones del P. Rubeo está claro que el temperamento nervioso de la santa no iba a soportar el aislamiento de San José de Ávila. Si bien aquellos años, «lo más descansado de mi vida» (Fundaciones, 1, 1), estuvieron repletos de actividad espiritual. Aparte de consolidar la fundación y aumentar sus religiosas, escribe allí la primera redacción de Camino de perfección, las Meditaciones sobre los Cantares, la segunda redacción del Libro de la vida y las Constituciones. Con todo, aceptó la posibilidad que le brindaban las patentes como una indicación divina, como una responsabilidad ineludible. Desde entonces su actividad se orienta a la fundación de conventos descalzos de acuerdo con la regla primitiva del Carmelo seguida en San José: el 15 de agosto de 1567 tañía por primera vez la campana en San José de Medina del Campo, primera fundación teresiana fuera del ámbito abulense donde acostumbraba a moverse. Había costado no poco; desde entrar por la noche en la villa hasta cierta oposición que vencieron allí sus conocidos. Será la primera de un reguero de fundaciones que se extienden por Castilla, y, en parte, por Andalucía, aunque a la madre Teresa no le gustaba alejarse de su meseta natal. Los caminos eran difíciles; los viajes, irremediablemente largos y lentos. Cuenta Teresa el temor de tener que ponerse en camino, que acorta a veces con cantarcillos y poesías vueltos a lo divino. Teresa era amiga de esos pasatiempos de los que se ha conservado muestra en sus poemas.
Las fundaciones de monasterios carmelitanos de la regla primitiva nacerán así según condiciones fácilmente deducibles de la mente pragmática de la santa. Se fundará en lugares de amplia población, con preferencia ciudades comerciales —he ahí Medina— o en ciudades grandes de la época. De esta forma las comunidades fundadas con pobreza no estarán constreñidas por la falta de limosnas. En caso de fundaciones en lugares pequeños o rurales se fundarán monasterios con renta suficiente (Fundaciones, 24, 17). La obra teresiana adquiere así con las fundaciones un rango cada vez más enquistado en la sociedad de su tiempo. La oposición social, los problemas muchas veces imprevisibles que se plantearon ante San José de Ávila los verá multiplicados a lo largo de Castilla, y a veces con curiosas variantes, como en el caso de Toledo, cuando la abandonaron todos sus amigos al aceptar limosnas de conversos. Porque, desde el año 1568, pocos van a pasar sin fundación; 1568: Medina, Valladolid y Malagón; 1569: Toledo y Pastrana —y en Pastrana la irritante princesa de Éboli—; 1570: Salamanca; 1571: Alba de Tormes; 1574: Caravaca; 1580: Villanueva de la Jara y Palencia; 1581: Soria; 1582: Burgos. El balance se cierra dolorosamente ante la imposibilidad de fundar en Madrid.
El año 1575 va a ser también el punto de partida de un enfrentamiento dentro del propio Carmelo que pondrá en peligro la obra de la santa. El éxito de su reforma despierta susceptibilidades. Éstas aumentan cuando los descalzos comienzan a ser nombrados visitadores apostólicos de los calzados. Algunos de ellos autorizan a fundar conventos descalzos en Andalucía, ante la confusión de Teresa (Fundaciones, 24, 4). ¡Fundar en Andalucía! Las patentes del P. Rubeo se extendieron para atender la situación jurídica de las fundaciones castellanas: Beas y Sevilla proporcionan motivos considerados sólidos para atacar la reforma. Aquel mismo año, el capítulo general del Carmelo reunido en Piacenza (Italia), donde no estaba presente ningún descalzo, guiado por informaciones de los calzados andaluces, decreta la supresión de las fundaciones andaluzas y conmina a la madre Teresa a recluirse en uno de sus conventos castellanos. A finales de ese mismo año, fray Juan de la Cruz es apresado en Ávila y en diciembre de 1577 encarcelado en Toledo. Ahí se escribirán —quizá simplemente se memorizarán— algunas coplas iniciales del Cántico espiritual. La santa se queja al Rey y escribe una dolorosa carta al P. Rubeo. Lo cierto es que el capítulo de Piacenza ha perdido los papeles. Hacia el año 1575, la autoridad de la madre Teresa es prácticamente invulnerable. Declararla «apóstata y descomulgada», como hizo el provincial de Castilla, o intenta